viernes, 4 de julio de 2014

Inventario de lugares propicios a la felicidad


  
"¿Por qué para ser feliz / es preciso no saberlo?", se preguntaba Pessoa, Quizá porque la felicidad, como la lluvia en el soneto de Borges, "es una cosa / que sin duda sucede en el pasado".
            Pero no en el pasado, sino en el presente de la memoria sucede siempre la felicidad. Y ningún tiempo mejor para hacer inventario de los lugares que con más frecuencia suele frecuentar que el tiempo sin tiempo del verano, cuando los días son largos y las noches inagotables.
            La felicidad tiene gustos muy sencillos: prefiere siempre lo mejor, que no siempre es lo más costoso ni lo más lujoso.
            Le gusta amanecer en una playa sin nadie, contemplar las primeras abluciones del sol, que tiene la costumbre de bañarse desnudo y correr por la arena antes de subir a lo más alto para hacer su trabajo.
            Le gusta sentarse al borde del canal bebiendo una cerveza y mordisqueando unas frrutas recién compradas en el mercado de Rialto.
            Le gusta pasear por la Quinta Avenida, desde el arco de mármol hasta el parque, como la primavera en el poema de Juan Ramón Jiménez.
            Le gusta levantarse tarde y el aroma del café y el crujido del papel del periódico en las mañanas de domingo.
            Le gustan las calles de Toledo, adornadas para el Corpus, y con las oscuras golondrinas becquerianas susurrando "nunca más", como el cuervo de Poe.
            En la isla de Siros, en las Cícladas, tiene su rincón favorito en un cafetín del muerto y también en un desvencijado caserón lleno de gatos.
            Es fácil dar con ella en la sombra perfumada y fresca de un patio sevillano o en el Lungotevere romano caminando entre los plátanos que inclinan sus ramas hacia el agua fugitiva del río.
            Le gustan los lugares remotos, como aquel pequeño estanque con nenúfares y peces rojos en el centro de la Ciudad Prohibida, y también los muy cercanos, el Elogio del Horizonte, donde, si se presta atención, todavía puede escucharse el canto de las sirenas que sedujeron a Ulises, o una avilesina calle con soportales y una fuente casi verlainiana en un jardín francés.
            Cada lector tiene su propio repertorio de lugares propicios a la felicidad. Durante los meses de julio y agosto, yo voy a hacer un inventario de los míos. Seguro que, en Lisboa o en Oviedo, en París o en un rincón cerca de Llanes, más de una vez coincidimos.



NÁPOLES EN SEVILLA,  SEVILLA EN NÁPOLES

La primera noche que pasé en Sevilla dormí en un palacio y me enamoré de Nápoles. Era 1977 y todos estrenábamos libertad, o eso creíamos. Yo había recorrido Portugal de norte a sur, con la mochila al hombro, viajando en lentos trenes de cercanías, destartalados autobuses, haciendo autoestop, durmiendo donde podía, a veces al aire libre, y volvía a Asturias, sin prisa ninguna, por Andalucía y Extremadura.
            En Sevilla me esperaba el poeta Fernando Ortiz, con el que había intercambiado algunas cartas y me había enviado colaboración para mi revista Jugar con fuego. Aquella tarde leía los poemas de su primer libro, a punto de aparecer, en el club Gorka. Antes de la lectura me presentó a Abelardo Linares afirmando que era “el mejor poeta joven que hay hoy en España”, aunque aún no había publicado nada. Todavía recuerdo el final de uno de los poemas, dedicado a Blanco White: “Amo la libertad. Y mi amada no es fácil”.
            Yo, que había llegado aquella misma mañana, no había buscado dónde quedarme, confiando en que Fernando me ofreciera un rincón en su casa o en la de algún amigo. Pero después de la lectura, y de tomar unas cañas en un bar cercano, Fernando se despidió con prisa y solo entonces pensé que no tenía dónde pasar la noche. Algo debió de notárseme en la cara porque uno de los acompañantes, el más joven, que no había pronunciado palabra, me preguntó en ese momento: “¿Tienes dónde quedarte?”, “La verdad es que no”, “Pues ven a mi casa, mis padres no están”.
            Le acompañé, por calles no bien iluminadas, hasta un inmenso caserón. “Pero ¿vives aquí?”, “Sí, mis padres viven aquí, pero no te creas que son los dueños, son parte de la servidumbre”.
            Me sorprendió aquella palabra, tan medieval. Dejé mi mochila en su cuarto, cenamos algo en la cocina, y luego me dijo “Ven conmigo”. Recorrimos oscuros pasillos, un patio con columnas, “perdona que no encienda la luz, no quiero que nadie se alarme”, y de pronto salimos a un jardín perfumado, lleno de estatuas, con una fuente murmurante en el centro y la luna iluminándolo todo. “Pero tú ¿dónde vives?”, exclamé asombrado. “Todas las estatuas han venido de Italia. Quienes construyeron este palacio, en el siglo XVI, fueron virreyes de Nápoles; ahora es de los duques de Medinaceli; aquí en Sevilla lo llaman la Casa de Pilatos”.
            Luego supe que aquel era el Jardín Grande, un jardín entre muros, con logias renacentistas a los lados y una falsa gruta neroniana. Me vino a la cabeza un verso de Lorca: “Aire de Roma andaluza”.
            “La estatuaria es romana –me dijo Juvenal, mi amigo tenía aquel extraño nombre–; todo ha venido de Nápoles, incluso la traza del jardín es copia de otra que el virrey tenía en su palacio napolitano. Quería estar a la vez en Nápoles y en Sevilla”.
            “¿Conoces Nàpoles? –me preguntó de pronto–. El próximo verano podemos encontrarnos allí”.
            No volvimos a vernos. Pero siempre que vuelvo a Sevilla no dejo de visitar el Jardín Grande, en la Casa de Pilatos (ahora accesible a todos previo pago de la entrada). Pocos lugares más propicios para la felicidad  Y cuando visito Nápoles no dejo de buscar aquel otro jardín que le sirvió de arquetipo. Aún no lo he encontrado. Pero sé que allí me siguen esperando.



UN DOMINGO EN EL PARQUE MONCEAU

Como todas las personas muy racionales, de vez en cuando me obsesiono con ideas extravagantes. El parque Monceau, al norte de París, cerca del arco de la Estrella, lo conocía solo de las páginas de Azorín; habla de él en sus Memorias inmemoriales y en muchos de sus libros últimos. Lo visité por primera vez una apacible mañana de domingo, hace menos de un año, y me sedujo el contraste entre las actividades tan cotidianas y tan semejantes a las de cualquier otro parque que en él se desarrollaban --ciclistas, niños jugando, jubilados-- y las grandes puertas palaciegas que le servían de acceso, los decimonónicos monumentos o los suntuosos palacetes de los alrededores. Pasé allí media mañana, en la que no faltó la lectura reposada de Le Monde, y al marcharme me sorprendió el nombre de una calle, Rue Murillo, idéntico al de la mía en Oviedo, e incluso me detuve un momento ante el número 5. No me entretuve en mirar los buzones para ver quién vivía en mi mismo piso, aunque tuve la tentación. Seguí luego hasta el Arco del Triunfo y la avenida Kléber, donde tenía una cita, sin acordarme más del asunto. Pero a poco de llegar a España comenzaron los sueños. Volvía a aquella calle y llamaba al timbre y me preguntaba a mí mismo, en francés, qué quería. Luego comencé a tener insomnio, distracciones, raros olvidos. Y a responder, sin darme cuenta, en francés. Pensé consultarlo con algún especialista, pero al final me pareció mejor aprovechar un fin de semana para volver a París y salir de dudas. Una tontería, ya lo sé. Pero yo siempre he sido muy seguidor de Oscar Wilde: la mejor manera de vencer una tentación es caer en ella. Y, por otra parte, cualquier pretexto es bueno para darse una vuelta por París y rebuscar libros en la orilla del Sena. Así que allí estaba, otra mañana de domingo, que parecía la misma, en el parque Monceau que hasta hacía bien poco solo existía para mí en las páginas de Azorín. Retrasaba el momento de dirigirme a la Rue Murillo. ¿Qué iba a decirles a los inquilinos del número 5, cuarto izquierda? Me tomarían por un chiflado, quizá ni siquiera me abrieran. Y eso era lo mejor que podía ocurrirme. Estuve un rato ante el portal, sin decidirme a llamar al timbre, y ya me daba la vuelta para marcharme (en realidad, esa idea absurda era solo un pretexto para volver a París), cuando de pronto se abrió la puerta, y una mujer aparatosa, de unos cincuenta años, que salía llevando de la correa a un perro, se detuvo extrañada, me miró, me volvió a mirar y de pronto soltó una carcajada. "Pero ¿qué haces aquí? Pareces un galán tímido que no se atreve a llamar a la puerta de su novia". Y fue entonces, al escuchar su voz, inconfundible, cuando yo la reconocí a ella. Era una poeta, a la que había conocido en un viaje a Israel, y que se había mostrado un tanto obsesionada conmigo, o eso creía yo. Me contó su vida, la ruptura con su marido (un poeta de Almeria que polemizó ásperamente conmigo en aquel viaje, quizá pensado que yo tenía algo que ver con las obsesiones de su señora) y la nueva relación con un político francés. Hablaba mucho y ni siquiera tuve ocasión de preguntarle, cada loco con su tema, si conocía a su vecino del cuarto izquierda. Pero insistió tanto en que la acompañara, primero en el paseo con el perro, luego a su casa que, por muchas excusas que puse, no tuve más remedio que hacerlo. Y resultó que ella, como en cualquier historia inverosímil, era precisamente quien vivía en el cuarto izquierda. Vivia sola porque su actual pareja todavía estaba casado y había que guardar las formas. Señalé una fotografía en un marco de plata que había sobre un mueble."¿Es este?", pregunté. Ella soltó una carcajada. "Ese eres tú, ¿no te reconoces? No tengo fotos suyas. Su mujer es muy celosa, y amiga mía". "¿Y él no lo es?" Volvió a reír, con una escandalera muy andaluza.
            Y hasta aquí puedo contar. Desde entonces, el parque Monceau, que hasta hace poco solo existía para mí en las páginas de Azorín, se ha convertido para mí en uno de los lugares más propicios a la felicidad.


3 comentarios:

  1. Me he divertido leyendo su historia de aires ,¿cómo decir?, narrativos y cargados de suspense e indicios, como señala el maestro estructuralista R. Barthes. He leido los tres artículos y el del exordio es primoroso y rutilante. Suyo.

    ResponderEliminar
  2. Como si tratara de matar dos pájaros de un tiro, escribe dejando hilo en cada puntada. La <>, como su nueva revista, se enseñorea ,con ritmo de jaculatoria. como figura retoricas esencial, plurisemico y preñado de sugerencias.

    ResponderEliminar