jueves, 17 de julio de 2014

Un jardín en Caces


“Nos pierde la vanidad”, me dijo mi amigo Xuan. Estábamos en su casa de Caces y en el sopor de una agradable sobremesa, tan propicio a las confidencias. “Me creo muy listo”, dije yo, “pero en estos asuntos siempre acabo siendo más tonto que nadie”.
            Primero había leído alguno de mis poemas en Internet, luego el azar había puesto en sus manos uno de mis libros. Y le había entusiasmado, o eso decía en su carta. Una larga carta que pródiga en elogios y además, sorprendentemente, en atinadas apreciaciones críticas. Estaba escrita en un español más que correcto, pero su autora era francesa, había estudiado la licenciatura en Pau y los cursos de doctorado en Madrid. Todo esto lo fui sabiendo por las siguientes cartas, cada vez más frecuentes. En una de ellas me insinuaba incluso que estaba pensando en dedicarme su tesis doctoral, con lo que –para qué te voy a engañar– terminó de seducirme.
            Soy más bien una persona poco sociable, no me gusta alojarme en casa de nadie (aunque alguna noche haya amanecido en casa ajena), pero cuando Charlotte me invitó a visitarla en su casa de Cambo-les-Bains, en el País Vasco francés, no pude resistirme. “Es un lugar muy agradable, cerca de los Pirineos, y puedes aprovecharlo para descansar y para que hablemos de cómo enfocar mi tesis”. Acabó de convencerme el que en Cambo estaba Villa Arnaga, la residencia palaciega que se había construido Edmund Rostand con los beneficios de su Cyrano, y que yo desde hacía tiempo deseaba conocer.
            Como no tengo coche, iría en Alsa hasta Irún y allí me recogería su hermano. La primera sorpresa consistió en que ese hermano, que yo me imaginaba más o menos de su edad, era un cincuentón obeso, no muy locuaz, al que le sudaban desagradablemente las manos. Apenas hablamos durante todo el trayecto. Él de vez en cuando apartaba la vista de la carretera y me miraba con insistencia; yo temí que fuéramos a estrellarnos. Paramos en una villa junto a la carretera, la más destartalada de todas, con un torreón que parecía a punto de venirse abajo y un jardín con hermosos rosales.
            Camino del que iba a ser mi cuarto, pasamos por la biblioteca. Había muchos libros en español, sobre todo de poesía, y bien seleccionados. Los míos estaban casi todos y daban la impresión de haber sido muy leídos. Los malos presentimientos desaparecieron por completo. Estaba deseando conocer a Charlotte, mi admiradora. Había tenido que ir a Pau, por no sé qué asuntos urgentes que su hermano trató de explicarme, y no regresaría hasta la cena.
            No regresó aquel día ni al siguiente ni al siguiente. El hermano, que poco a poco había ido perdiendo su timidez, me hizo de guía en el pueblo y también en los alrededores. Fuimos hasta Bayona y hasta Biarritz y también hasta St Jean Pied-de-Port, cerca del mítico Roncesvalles, pero la hermana no aparecía y las explicaciones de su ausencia resultaban cada vez más confusamente inverosímiles. Pero Patrick se esforzaba en ser agradable, en que no me aburriera e incluso me enseñó las notas que Charlotte tenía en su ordenador sobre mi poesía. Yo la verdad es que fui perdiendo mis recelos y casi llegó a no importarme que no apareciera. Hasta que una noche… Patrick había bebido mucho.
            “¿De verdad no sospechabas nada?”, me preguntó Xuan. “Te aseguro que no, que ni siquiera se me había pasado por la cabeza una cosa así. Cierto que Patrick me miraba con cierta insistencia, pero yo, claro, lo achacaba, ya sabes cómo somos los escritores, a la admiración literaria.
            “¿Y cómo lograste escapar?”, “En un descuido suyo, fui hasta el cercano café y pedí un taxi. Me llevó hasta Irún. En la estación, esperando el autobús, me lo volví a encontrar. Me había seguido, pero solo para disculparse”.
            Estábamos en Caces, cerca y lejos de todo, la brisa fresca de la tarde se enredaba en  los árboles del jardín. De vez en cuando, uno de los gatos de la casa, que a mí me recordaba a Trisca, venía a enredarse entre mis piernas. Xuan, que se las sabe todas, sonreía. “Nos pierde la vanidad, amigo Martín. Si yo te contara…”


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