domingo, 25 de diciembre de 2011

Razón de más: Mis plagios y otras confesiones

Sábado, 17 de diciembre
BORGES Y YO

No sé si también como persona, pero como escritor soy lo menos fiable del mundo. Utilizo material ajeno, citando o sin citar la procedencia, y siempre variándolo a mi gusto, casi en cada párrafo que escribo. Y nunca he podido resistir la tentación, cuando traduzco o edito textos ajenos, de colocar en el mercado algunas falsificaciones (con relativo éxito: casi todas han sido descubiertas).
            De vez en cuando se arma cierto escándalo porque, en tal o cual escritor famosillo, encuentran unas líneas ajenas. Recuerdo ahora la escandalera por unos versos de Lucía Etxebarría y sus parecidos con otros de Colinas. Si me leyeran a mí, encontrarían sospechosas semejanzas con media historia de la literatura. Como minucioso plagiario, como buen aprovechador del material ajeno, creo que solo dos autores me ganan: Valle-Inclán y Borges.
            De Borges cuentan en Cuadernos Hispanoamericanos una curiosa historia. En 1963 un joven autor salvadoreño, Álvaro Menen Desleal, obtuvo un premio oficial con Cuentos breves y maravillosos, que homenajeaba desde el título la antología de Borges y Bioy Casares Cuentos breves y extraordinarios. El prólogo consistía en una elogiosa carta firmada por Borges. Menen Desleal “le da nuevo engaste” a viejos temas, como la fábula de Aquiles y la tortuga, “y logra con intensidad lo que otros, en más de veintitrés siglos, no lograron con extensión”; sus relatos “son flor para los años”; por ello no acepta “el homenaje que me rinde al declararse mi seguidor. Si de algo es usted seguidor es de sus propios sueños”. Esa carta-prólogo aparece reproducida en El círculo secreto, uno de los volúmenes póstumos de Jorge Luis Borges.
            Ahora me entero de que esa carta no es de Borges, sino del propio narrador prologado. Quienes habían leído el libro completo no tenían dudas de la falsificación: se aclara en el epílogo. Pero quienes le dieron el premio no se enteraron: los jurados no suelen llegar tan lejos en su lectura de las obras presentadas a concurso, ni siquiera de aquellas a las que otorgan el galardón. Un rival de Menen Desleal  llegó a escribir a Borges denunciando el engaño. Bioy Casares, en su minucioso recuento de cenas y conversaciones, nos cuenta lo que ocurrió entonces. “Tengo que consultarte sobre algo”, le dice Borges. Y le muestra el libro Cuentos breves y maravillosos que le acaban de enviar junto con la denuncia. Borges se muestra casi seguro de no haber escrito la carta-prólogo, pero no está tan seguro de que el autor la haya inventado: “Con tal de que Madre no haya contestado por mí, sin decirme nada”.  Acaban descartando esa hipótesis: “la carta era demasiado larga; su madre no la hubiera escrito tan larga”.
Queda claro que la madre de Borges, informándole unas veces y otras no, solía escribir cartas de Borges. ¿Solo cartas? De su colaboración decisiva en algunos de los relatos, como “La intrusa”, ya teníamos noticia.  
            Bastantes de los textos míos, conocidos o desconocidos, son ajenos (también algún texto ajeno es mío). Por suerte nadie se ha tomado la molestia de mostrar esos hurtos. Perdería los pocos lectores que tengo. O no. No al menos los lectores inteligentes. Una antología de la literatura universal resulta preferible a las ocurrencias de un borroso escribidor.


Domingo, 18 de diciembre
UN CUENTO SIN FINAL

Mientras tomo un café en Los Prados, antes de entrar a ver The Artist, se me acerca un desconocido: “¿Puedo sentarme un rato? Me ha gustado lo que escribe hoy sobre Nueva York. Yo viví allí algún tiempo. Allí se me entreabrieron las puertas del paraíso y luego me dieron con ellas en las narices. Un día, caminando por la calle 42, en el cruce con la Biblioteca, me sorprendió una mujer que se hacía limpiar unas botas que le llegaban hasta las rodillas. Elegante y distante, muy delgada, recordaba a Audrey Hepburn y a Silvia Ugidos, otra amiga común. Quedé instantáneamente seducido. Me entretuve contemplando el espectáculo hasta que el limpiabotas terminó su labor y la mujer, sin fijarse en mí, subió a un taxi. Creí que no la volvería a ver; todas las noches soñaba con ella. Pero volví a verla. Fue en el cruce de la calle 56 con la Octava. Yo iba distraído y me detuve un momento a admirar la Hearst Tower; ella caminaba con rapidez, me adelantó y entró en el rascacielos. Al día siguiente, a la misma hora, la encontré de nuevo. Trabajaba allí. A partir de entonces, no dejé de verla. Mi lugar de observación fue un local cercano, desde cuyo primer piso se divisaba perfectamente la entrada al edificio. La seguí más de una vez, siempre temeroso de que se diera cuenta. Nunca me decidí a hablarle. Mi estabilidad mental comenzó a no ser demasiado buena. Dejé el trabajo, apenas comía, solo me dedicaba a pensar en ella. Y un día cercano a la Navidad, hace ahora un año, ocurrió el milagro. Era sábado, yo no tenía que espiar sus entradas y salidas del trabajo, trataba de distraerme en el bullicio del Rockefeller Center, perderme entre la multitud. Por azar entré en una tienda, Anthropologie, que más que vender moda y cachivaches parecía una caótica galería de arte. Di vueltas por aquel laberinto y, de pronto, allí estaba ella, sentada en un sillón, hojeando un grueso libro de arte. Me quedé pasmado. Y entonces ocurrió el milagro. Alzó los ojos, me vio y me sonrió. Dejó a un lado el volumen y se levantó para saludarme. Trabajaba en una revista, Cosmopolitan o Elle, ya no recuerdo, en cuya edición española colaboraba Fruela Zubizarreta, amigo de Enrique Bueres; conocía muy bien a ambos y ellos le habían hablado de mí. Dentro de unos días se celebraba una fiesta en la redacción de la revista, que ocupaba una de las plantas de la Hearst Tower, con maravillosas vistas sobre el Central Park y sobre toda la ciudad. Me invitó a acompañarla. Yo no podía creérmelo. Aunque acepté la invitación, pensé no aparecer. Me dio la paranoia de pensar que todo era un sueño o una trampa. Es posible que Fruela, también amigo de Hilario Barrero, otro amigo mío, le hubiera hablado de mí. Pero ¿cómo me reconoció? ¿Le habían enseñado fotos mías? Un día antes de Nochebuena, lo mejor trajeado que pude, aparecí en el portal de su casa. Un taxi nos dejó frente a su lugar de trabajo y sin creérmelo del todo entré en aquel edificio que tantas veces había visto desde fuera junto a ella. Era como un cuento de Navidad con final feliz”.
            No me enteré de lo que ocurrió después. Le película comenzaba dentro de cinco minutos y tenía que despedirme. Mejor así. Ningún cuento tiene final feliz si se sigue contando hasta el final.


Lunes, 19 de diciembre
HABLAR, HABLAR, HABLAR

Me gusta hablar de todo, salvo de lo que de verdad me importa.
            Hablar, hablar, hablar, no callar nunca, no dejar que el silencio descubra nuestro secreto.


Miércoles, 21 de diciembre
TRAS LA PRESENTACIÓN DE UNO DE MIS LIBROS

Nunca tuve gran aprecio por mí, pero creo que he sabido disimularlo bastante bien.
            Si de pronto se cumplieran todos mis deseos, qué aburrida se me volvería la vida.
No quiero ser feliz porque entonces tendría que dejar de quejarme, que es lo único que me hace verdaderamente feliz.


Jueves, 22 de diciembre
LAMENTO DE NARCISO

Mi amiga María Jesús, fotógrafa compulsiva, me pasa las imágenes de la presentación de ayer. Qué humillante sensación al repasar las más de cien fotos en que aparezco. No se me ahorran muecas ridiculizantes, calva, sonrisa desdentada, todo el ultraje de los años acentuado por la mala iluminación. Con lo que a mí me gusta posar con falsa naturalidad, mostrando mi mejor perfil, tratando de parecer más joven. En fin, que este monstruo de las fotos es lo que soy y no quien fantaseo ser. Pero seguro que solo me sorprende a mí. Los que me conocen ya lo tienen muy sabido.


Viernes, 23 de diciembre
EL OTRO BORGES

“No voy a leer más a Borges”, afirma, dolido, un amigo. “Se mete con el guaraní, dice que es una lengua inferior, propia de gente ignorante”. “Borges ha dicho muchas tonterías en sus declaraciones, pero no hay que hacerle demasiado caso; una cosa son sus opiniones y otra su literatura”. “No lo dice en una entrevista, sino en un cuento”.
            Y efectivamente, cuando llego a casa, abro El libro de arena y allí, en el primero de los relatos, “El otro”, me encuentro con que el Borges anciano le comenta al Borges juvenil, sentados ambos en el mismo banco, pero uno frente al río Charles, en Cambrigde, al norte de Boston, y el otro junto al Ródano, en Ginebra, lo siguiente: “Ahora las cosas andan mal. Rusia está apoderándose del planeta; América, trabada por la superstición de la democracia, no se resuelve a ser un imperio. Cada día que pasa nuestro país es más provinciano. Más provinciano y más engreído, como si cerrara los ojos. No me sorprendería que la enseñanza del latín fuera sustituida por la del guaraní”.
            “El escritor Borges parodia aquí los prejuicios del hombre Borges”, le digo a Cristian. Siempre me había fijado en lo de “la superstición de la democracia”, pero nunca en el desdén por el guaraní, que es la lengua materna de mi amigo.
            Hay quienes critican lo políticamente correcto como una forma de censura; no hay articulista español –de Marías a Savater, por no citar a Pérez-Reverte o Sánchez Dragó— que no haya arremetido contra esa moda norteamericana. Pero yo creo que supone un avance de la civilización, de respeto a todas las minorías.
            El hombre Borges tenía muchos lunares, infinitos lunares. ¡Hay que ver lo que afirma de los negros en alguna entrevista! Pero todo eso lo ponemos de lado cuando leemos sus poemas: “Sé dueño de tu vida. Sé más fuerte / que el azar o el destino. Que tu nombre / sea tuyo. Que sea cada hora / una gota de ámbar que eternice / tu existencia. Que todo se deslice / según tu voluntad dominadora”.
            Interviene entonces Almuzara, que acaba de llegar y ha escuchado parte de la conversación: “Estoy de acuerdo con lo que dices. Pero esos versos tan borgianos, no son de Borges, sino de Miguel Postigo”.
            Sospecho que a Borges no le habría importado que la memoria del lector se los atribuyera.


Sábado, 24 de diciembre
SOÑÉ

Soñé que el director de una gran superproducción, La fabulosa historia de la humanidad, me buscaba como guionista. Pero yo no quería ser guionista, sino el protagonista principal.


domingo, 18 de diciembre de 2011

Razón de más: Library Way

Viernes, 9 de diciembre
EL MEJOR GUÍA

“El azar es el mejor guía” afirmaba Paul Morand y por eso yo salgo cada mañana a la calle sin ningún plan. A cualquier lado que me ponga a caminar, desde esta esquina de Lexington con la 47, estoy seguro de encontrar sorpresas. Hoy me da por caminar, distraído, hacia el Este y pronto, al alzar la vista, descubro la silueta familiar de Naciones Unidas. Sonrío. Sé que, torciendo a la izquierda y subiendo unas escaleras, me encontraré con uno de mis rincones favoritos de esta ciudad: las dos pequeñas plazas ajardinadas que, en Tudor City, parecen vigilar el comienzo de la calle 42. Más de una vez me he sentado en ellas para hojear un libro, escribir algún haiku: “Se despereza / la mañana sin prisa / junto al estanque”.


 De vez en cuando conviene vivir algunos días entre paréntesis, dedicado solo a caminar y mirar, a dejarse acariciar por calles que nos quieren bien. Pero de pronto las curvas formas de uno de los edificios de la ONU me traen a la memoria preocupaciones que creía aparcadas. “¿Es cierto que van a cerrar el Centro Niemeyer?”, me preguntan una y otra vez. Y yo trato de hablar de otra cosa porque me duele el tema como algo personal. Lo he visto crecer desde el garabato inicial como se ve crecer a un niño. Fue un regalo del arquitecto brasileño a la Fundación Príncipe de Asturias. Se pensó primero en dedicarlo a Museo de la Fundación. Tan importante como los cuatro edificios era la plaza que formaban y por eso se necesitaba un espacio adecuado, no podía encajarse en cualquier parte, como las maquetas que vende Calatrava. Y ese espacio estaba milagrosamente libre en Avilés, al otro lado de la ría, en terrenos de la antigua Ensidesa.
Hubo protestas porque el centro se fuera a construir en Avilés; Gabino de Lorenzo (al que la comparación con Álvarez Cascos convierte casi en estadista) sacó sus huestes a la calle para recabar firmas contra el presunto expolio de la capital. Pero finalmente, contra viento y marea, el Centro Niemeyer fue una realidad. Qué sorpresa cuando en un solo día, como en los cuentos, brotó la cúpula. Y mucho antes de que los edificios estuvieran construidos ya la Fundación Niemeyer establecía los vínculos con la Biblioteca de Alejandría, el Lincoln Center, el Centro Pompidou…
En marzo, ayer mismo, asistí a la inauguración: una noche mágica en la que Woody Allen servía de nexo entre Avilés y Nueva York, entre la realidad y los sueños. Pero solo unos meses el rencor político da al traste con todo. Emilio Marcos Vallaure llegó a la consejería de cultura desde su museo de Bellas Artes con solo una idea fija: acabar con el Niemeyer. Su jefe, esa especie de boxeador sonado que por descuido de ciertos electores tenemos de Presidente, parece que solo le aconsejó: “Que parezca un accidente”. Y durante un tiempo fingieron negociar. Pero ya Marcos Vallaure, en sede parlamentaria, avisó de sus intenciones: “Si se cierra, no pasa nada”.
            Camino por la calle 42 hasta Grand Central, pero nada me distrae de mis elegíacos pensamientos. Finalmente sonrío esperanzado. Tenemos un gobierno que no es más que una errata cometida por los electores en un momento de distracción (si también a veces se equivoca el Espíritu Santo, como cuando eligió a Juan Pablo I, ¿cómo no iban a poder equivocarse los simples humanos?), una fea errata que no tardarán en corregir la inevitables elecciones anticipadas.


            El metro me deja luego en City Hall, al comienzo del puente de Brooklyn, y lo primero que me sorprende es el nuevo rascacielos de Frank Gehry: parece un doble cirio plateado con la cera derretida formando extrañas protuberancias en la fachada. Dos cirios juntos que homenajean una ausencia: la de las Torres Gemelas. Me acerco al rascacielos, que se levanta en una de las feas calles que llevan hasta el Pier 17 (otro de mis lugares favoritos de Nueva York) y contemplo asombrado que esa aparente torre doble tiene una sencilla fachada de ladrillo en la calle Spruce, que se alza sobre una sobria peana, un edificio rectangular que se mimetiza con las naves y almacenes de la zona.  Una gran fotografía promociona los apartamentos en venta y por un momento a nadie envidio más que al inquilino retratado con un libro en las manos y la ciudad inmensa a los pies.
            Qué remotas parecen desde aquí las peripecias de ese rincón perdido en el mapa que se llama Asturias. Pero allí está, si no el centro del mundo, sí el de mi mundo.


Sábado, 10 de diciembre
HIGH LINE

El paseo elevado que discurre sobre las antiguas vías, paralelo a la Décima Avenida, ha sido alargado: ya llega hasta la calle Treinta. Lo recorro sin prisas esta mañana de sábado admirando los nuevos edificios que se elevan orgullosos sobre las deterioradas calles del antiguo barrio portuario, las inéditas perspectivas de la ciudad, el plácido discurrir del Hudson.
            Un paseo, nada más que un paseo con sus arbustos y hierbajos sobre una estructura en desuso que iba a ser demolida, y una zona en declive se convierte en lugar de moda. En tiempos de crisis, como en cualquier tiempo, nada más provechoso que una idea feliz. Si yo fuera político, entre mis asesores tendría al menos un poeta. Una idea feliz fue el Centro Niemeyer. Pero los nuevos Atilas del Principado de Asturias, tan laboriosamente dedicados a no dejar crecer la hierba por donde ellos pasan, no tienen a su lado a ningún poeta. Todo lo más a algunos Carlos Rubiera.


Domingo, 11 de diciembre
MELODÍAS

¿Qué mejor lugar para una plácida mañana de domingo que Washington Square? La ciudad se levanta tarde, esperando a que el sol caliente un poco más,  y por la Quinta desciende hasta el arco de mármol. En un rincón de los dispersos edificios decimonónicos que forman la Universidad, descubro una estatua de Shakespeare que no había antes. Una placa nos informa que está en el patio de Will, llamado así no solo en homenaje al gran escritor, sino también de otro Will, que cuidada con amor las flores de aquel lugar. Me gustan estas pequeñas placas conmemorativas que aparece en cualquier lugar, en el banco de un parque, por ejemplo, y con las que familiares o amigos recuerdan a los que se fueron. Mejor así, en medio de la vida, que en un cementerio.
            En la plaza aparece de pronto un joven empujando un piano, a medio desmontar, sobre una plataforma con ruedas. Busca un lugar soleado y allí, durante casi una hora, con mimo minucioso lo deja listo para ser utilizado. Coge luego tres cubos de plástico que tenia a un lado y con uno de ellos improvisa un asiento mientras que coloca los otros dos a un lado y otro para recibir donativos. Terminados los preparativos, que algunos curiosos hemos seguido con distraída atención, se sienta, abre y cierra las manos durante unos pocos segundos y comienza a tocar. La banda sonora de El pianista alterna con un aria de La Bohème y con minimalistas improvisaciones. La plaza de inmediato se convierte en un lugar mejor. En seguida se forma un corro en torno al pianista. Pero en cualquier lugar de la plaza se escucha esta música tan acorde con la placidez matinal que hasta las inquietas ardillas se inmovilicen un momento para escucharla. “My name is Colin Huggins” dicen las tarjetas que el pianista ha dejado al alcance de los curiosos. Y yo pienso que Juan Ramón Jiménez habría convertido este momento en una de las precisas prosas de su Diario de un poeta recién casado.


            ¿Y qué mejor lugar para continuar la magia del domingo que las limpias geometrías del MOMA? Me doy cuenta de que el arte moderno es ya bastante antiguo, de hace un siglo, o incluso más. Y que no todo resiste sin arrugas. Pero cuántas escuetas maravillas hay aquí reunidas. Entre ellas incluyo el patio con esculturas y entre rascacielos, las ventanas veladas, la elegante sucesión de las salas, las siempre sorprendentes vistas de una altura a otra.


            Se quedaría uno el día entero en el museo, pero a las dos tenemos cita con un amigo que nos invita a asistir a una representación del Così fan tutte en la Manhattan School of Music. Hay que bajar en la 110 y en la 110 bajamos, pero distraídos hemos cogido una línea de metro equivocada y en lugar de aparecer en Columbia, frente a la inacabada catedral de San Juan el Divino, aparecemos en Harlem. A paso rápido cruzamos una zona que ha cambiado mucho, en la que ya van apareciendo caras torres de apartamentos. Se oye hablar español en los corros indolentes de las esquinas. En esta parte de la ciudad parece que la gente tiene bastante menos prisa.
La ópera comienza a una hora tan inverosímil como las dos y media. Nos encontramos con nuestro amigo minutos antes del comienzo. En el pequeño teatro de los años veinte, con la orquesta y los cantantes al alcance de la mano, pronto olvidamos el hambre (y hasta el aire acondicionado) y dejamos que un Mozart misógino y picaresco nos entreabra por un rato las puertas del paraíso.
            La sesión de música sigue, con Rameau como protagonista, en un apartamento de Riverside Drive con ventanas sobre el Hudson y el Washington Bridge y la silueta de los depósitos de agua entre los que se desliza, majestuosa, la luna llena.

Lunes, 12 de diciembre
CUMPLEAÑOS

Este año cumple cien años la biblioteca pública de la Calle 42 y para celebrarlo nos muestra algunos de sus tesoros. Hay raras ediciones, manuscritos (sorprende la diminuta letra de Borges en el cuaderno escolar en que ha escrito “La biblioteca de Babel”), objetos que pertenecieron a escritores admirados (el que a mí más me emociona es el bastón en que se apoyaba Virginia Woolf cuando se adentró para siempre en las aguas del río). Pero el mejor homenaje a estos cien años de vida sigue siendo la gran sala de lectura, acogedoramente abierta a todos hoy como el primer día.


Por estas fechas se cumplen tres siglos de la Biblioteca Nacional española, también cargada de tesoros. Pero qué diferentes una y otra. Pedro Salinas cuenta como una vez pidió una novela de Galdós en la Biblioteca Nacional y no se la sirvieron porque, le dijeron, “allí no se iba a perder el tiempo”. Cuando esta biblioteca puso a disposición de todos millones de libros, las bibliotecas españoles eran recintos donde se guardaban, bien custodiados, los libros. Solo unos pocos, después de muchos permisos, podían acceder a ellos.
            Qué idea feliz un recinto majestuoso, un palacio abierto a todos, dedicado a los libros. Aquí está mi casa. Cuando pienso en una biblioteca, pienso en esta. Donde no solo hay libros en inglés, sino en cualquier lengua que tenga hablantes en Nueva York.
            Aquí está mi casa y también en ese hotel, el Library Hotel, que descubro de pronto en la esquina de la Quinta y la calle 41. Ya la recepción se encuentra llena de libros, y enseguida se nota que no son de adorno. Y hay una habitación dedicada a la poesía, otra a la geografía, otra a las matemáticas. Entre Madison y la Quinta, este trozo de calle, que preside la fachada de la biblioteca, se llama Librery Way, y en la acera una sucesión de placas doradas nos ofrecen una antología en verso y prosa sobre la lectura y los libros.


            Pero Library Way, camino de la biblioteca, es para mí cualquier camino, y cualquier lugar del mundo el rincón de una biblioteca. Haber vivido una infancia en la que faltaban tantas cosas, y sobre todo los libros, es una riqueza que no se acaba nunca.
             

domingo, 11 de diciembre de 2011

Razón de más: Galdós en el Bronx

Domingo, 4 de diciembre
EL CONFUSO PRESENTE

“En otras épocas, los cambios de opinión literaria se verificaban en lapsos de tiempo de larga duración, con la lentitud majestuosa de todo crecimiento histórico”, escribe Galdós en su discurso de ingreso en la Academia de la Lengua. En el presente de 1897 todo es confusión y aceleración: “Hemos llegado a unos tiempos en que la opinión estética cambia con tan caprichosa prontitud que, si un autor deja transcurrir dos o tres años entre el imaginar y el imprimir su obra, resulta envejecida en el momento en que ve la luz”.
            Qué clara nos resultan hoy aquellos cambiantes y confusos años; una palabra nos basta para clavarlos, como el alfiler a la mariposa, en el cementerio de la historia literaria: modernismo. El presente tiene siempre más en común con cualquier otro tiempo cuando fue presente que con el pasado en que pronto se convertirá.
            El mundo está ahora en una encrucijada, la mayor parte de las certezas se han venido abajo.  Yo estoy igualmente en una encrucijada: a cualquier lado que mire encuentro el camino lleno de trampas. Vendrán tiempos mejores, me digo. Y sé que es verdad. Que saldremos de esta. Que el mundo es hoy mejor, no sé si que en 1997, pero sí que en 1897, y que dentro de cien años será mejor que ahora, aunque no faltará quien añore este momento. Pero, por muy bien que me vayan las cosas, dentro de diez, de veinte años, no estaré, si estoy, mejor que en este momento.
            Cómo disfrutaría de estos días si pudiera volver a ellos cuando tenga setenta, ochenta años. Qué no daría por volver a ellos. Cierro los ojos y mágicamente estoy en ellos. Trato así de disfrutarlos como si no fueran el confuso, acelerado, angustioso presente, sino un pasado añorado y milagrosamente recuperado.


Lunes, 5 de diciembre
POR QUÉ NO TENGO AMIGOS

Soy un excelente fiscal, pero un pésimo abogado defensor. Me basta abrir un libro para tropezar con sus puntos más débiles. Y en nada encuentro más placer que en subrayarlos públicamente, sobre todo si se trata de un autor de éxito o de un buen amigo. Por eso tengo tan pocos amigos escritores.
He intentado corregirme, pero he fracasado siempre. Ya he dejado de intentarlo. Reedita, corregido y aumentado, mi admirado amigo X (callaré su nombre) Las armas y las letras y todo el mundo lo recibe con entusiastas ditirambos, mientras que yo solo me fijo en los lunares que permanecen intactos desde la primera edición, como que Azaña perdió la guerra por escribir un diario o asistir a no sé qué concierto, o que el mejor libro sobre la guerra civil son las memorias de Clara Campoamor, publicadas pocos meses después de comenzada… En fin, minucias, unas docenas de caprichosos, desenfadados y desenfocados juicios de valor. Y luego encima me ofendo porque el autor se ofenda y responda dolido, como si yo hubiera traicionado la amistad. Doy la impresión de ser un crítico que no acepta la menor crítica, que lo único que espero del autor es que agradezca las observaciones y corrija la edición siguiente.
            Una actitud poco inteligente la mía, ya lo sé. Pierdo amigos valiosos por no ser capaz de disimular mi pensamiento cuando hablo en público (en privado lo disimulo bastante bien).
            Dije que era un excelente fiscal y un pésimo abogado defensor. No estaba enteramente en lo cierto. Soy también un excelente abogado defensor de mí mismo. No es que yo sea un mal amigo, es que me gusta cumplir con mi obligación profesional.
Como crítico podré equivocarme, pero nunca engaño.
            Nunca engaño a los lectores, pero a mí mismo me engaño todo lo que puedo.


Martes, 6 de diciembre
NUNCA HEMOS VIVIDO JUNTOS

Qué extraña sensación pasear esta  tarde lluviosa, pero de agradable temperatura, por la bulliciosa avenida, llegarse hasta la pista de hielo sobre la que se refleja esbelto y dorado Prometeo.
Siempre he detestado el compulsivo consumismo de estas fechas. Pero a esta ciudad se lo perdono todo. Llegué por primera vez hace más de veinte años, nos hemos encontrado luego muchas veces, pero nunca hemos  vivido juntos. Solo me ha mostrado su mejor rostro, su fascinación inagotable. Todos mis amores han sido así: imaginería y ensueño, apenas unos sorbos de realidad.
“Las ciudades pequeñas hacen las mentes pequeñas”, pienso mientras camino por la Quinta Avenida. Y yo me quedé en mi provinciano rincón sin atreverme a dar el paso cuando aún estaba a tiempo. También preferí quedarme con mi confortable soledad, cerrar los ojos a la tentación de cualquier compartido paraíso. Debería haber sido más valiente, pienso con frecuencia. Y me arrepiento de mi cobardía.
            Pero por poco tiempo. Ya he dicho que soy un excelente abogado defensor de mí mismo.
Si hubiera vivido en Nueva York, ahora odiaría Nueva York. Mejor este amor que nunca defrauda. Que está hecho, como todas las cosas que valen la pena, de la misma materia que los sueños.


Miércoles, 7 de diciembre
LEHMAN COLLEGE

La frecuentación, aunque sea en visitas tan fugaces como las mías, acaba provocando una excesiva familiaridad. Voy en el metro hasta Lehman College, donde un catedrático amigo me ha invitado a hablar sobre Misericordia de Galdós, y el cansancio del cambio de horario y de haber andado todo la mañana de un lado para otro hace que, en cuanto encuentro un asiento, apoyo la cabeza contra la pared y me quedo placidamente dormido. Sin mi poco de siesta, soy incapaz de hablar de cualquier cosa.
Despierto, poco antes de llegar a mi estación, completamente recuperado. Soy tan nervioso, quiero hacer tantas cosas al mismo tiempo, y hacerlas todas corriendo, que en seguida me agoto. Pero recargo las pilas con la misma facilidad. Antes de la clase,  un breve paseo por el campus, melancólico en este lluvioso atardecer de otoño, con mi sabio anfitrión, José Muñoz Millanes. Los edificios neogóticos, de los años treinta y cuarenta, alternan con algunas modestas pero elegantes muestras del movimiento moderno.


En este college del Bronx la mayoría de los alumnos son afroamericanos e hispanos. ¿Qué les dirá a estos jóvenes, y no tan jóvenes, la historia de Benigna, la criada madrileña que tiene que convertirse en mendiga para poder seguir cuidando a su manirrota señora? ¿Qué tienen que ver los barrios bajos madrileños de finales del  XIX con estos laboriosos y babilónicos suburbios neoyorquinos donde tantos se afanan en cumplir sus sueños?
            Galdós parece que está hablando de una cosa, pero en realidad habla de otra. Nos refieren el argumento de Misericordia y qué poco nos apetece releer ese minucioso retablo de la pobretería española. Pero escuchamos las primeras frases y pronto no podemos dejar de seguir leyendo.
Qué sabio este narrador que parece tan campechano y convencional, y que enseguida se vuelve invisible para dejarnos frente a los personajes, tan reales y, sin  embargo, solo un símbolo de lo que en realidad le interesa hablar.
            El transparente Galdós está lleno de secretos. También este lugar, de nombre tan mitificado por el cine, y sin embargo tan cotidiano y familiar en esta tarde en que ante atentos alumnos finjo estar hablando de Galdós cuando en realidad estoy hablando, como siempre hago, de mí mismo.


Jueves, 8 de diciembre
CICATRICES

En el 2001, poco antes de la catástrofe, estuve en esta ciudad; también pocos meses después, cuando los improvisados monumentos funerarios –nombres, flores,  sonrientes fotos de recientes fantasmas— llenaban cualquier lugar cercano a las Torres.
Diez años después ha cambiado el mundo, pero esa cicatriz parece que no va a cerrase nunca. Las víctimas han sido vengadas, han  traído más víctimas, pero la cicatriz sigue ahí. Había visto a los políticos inaugurando un monumento conmemorativo y creía que la reconstrucción había terminado. Pero no, ahí continúan las grúas y los socavones y la piscina conmemorativa (a la que no se puede acceder fácilmente) parece otro socavón más. Lo contemplo todo desde la cristalera del Jardín de Invierno (al otro lado está el Hudson, hermoso como nunca en esta soleada tarde de otoño) y no sé qué pensar. ¿Habría sido mejor reconstruir las Torres tal como estaban y no darles a los fanáticos criminales la satisfacción de haber cambiado para siempre el perfil de esta ciudad? ¿Habría sido mejor que, como en los mejores tiempos, cuando en un años se construyó el Empire, el espíritu emprendedor de los neoyorquinos hubiera sido capaz de poner de acuerdo todos los intereses y las ambiciones que se cruzan en este lugar y hoy ya tuviéramos una rutilante plaza del siglo XXI sin más recuerdo de la tragedia que los nombres de las víctimas escritos en un muro? No sé qué sería mejor.


            En la catedral anglicana de Saint Thomas, mientras escucho el Mesías, pienso en aquellos muertos de septiembre, no menos propios que otros muertos propios, en los que también pienso. Los ojos se me llenan de lágrimas porque ellos no están aquí y el mundo sigue siendo hermoso, tan hermoso como está música que acaricia, exalta y consuela.
            Hay cicatrices que no desaparecen nunca, como nunca parece que desaparecerán las huellas de la gran catástrofe del World  Trade Center. Pero desaparecerán. Y todo volverán a ser prisas y oficinas y rutilantes centros comerciales. “Ando sobre rastrojos de difuntos”, decía Miguel Hernández. Ya lo sé, pero para seguir viviendo necesito no pensar demasiado en ello.
            En Strand, quizá la más fascinante librería del mundo, compré, poco antes del concierto un libro de 1916 que recoge los versos de los jóvenes poetas de entonces que pasaron por Princeton. ¿Qué sería de ellos pienso mientras hojeo el elegante volumen? Antes de dormirme, tratando de no pensar en lo que no puedo  dejar de pensar, escucho una canción de uno de ellos, Harrington Green: “We talked of many things today…” Y me entretengo en ponerla en español:.”Hemos hablado  de muchas cosas hoy, / pero yo no recuerdo nada de lo que nos dijimos, / no sé si grandes temas o solo niñerías. / Qué atento estuve, sin embargo, / a todo lo que callábamos / y solo nuestros ojos se decían”.
            Duermo sin correr las cortinas de la habitación, dejando que los miles de ventanas de este rincón de la ciudad con la que he soñado tantas veces se asomen a mirarme. También la luna, tan inmensa y sonrosada que no sé si es la luna o un anuncio de la luna.


domingo, 4 de diciembre de 2011

Razón de más: De ayer a hoy

Domingo, 27 de noviembre
LOS NUEVOS JUDÍOS

Durante siglos, los judíos hicieron de banqueros; ahora los banqueros hacen de judíos. Afortunadamente ya no es posible, como entonces, desahogar la ira en los momentos de crisis económica organizando un pogromo y asaltando y saqueando las casas en que viven, pero ganas no faltan. ¡La que se ha organizado porque el gobierno ha concedido un indulto parcial a un banquero! Nadie se ha preocupado de investigar cuál era el confuso delito cometido en 1994, mucho antes de la crisis económica y en el que intervino un juez condenado luego por prevaricador. Se trata de un banquero, no merece perdón. Como no lo merecían los judíos, que habían matado a Cristo, y luego se dedicaban a extorsionar a los buenos cristianos con sus préstamos usurarios. No hemos cambiado mucho: seguimos necesitando chivos expiatorios.


Lunes, 28 de noviembre
FRANCISCA SÁNCHEZ

He dicho muchas veces que para mí no hay regalo semejante a un puñado de periódicos viejos. Esta vez se trata de unos cuantos ejemplares de la Gaceta del Fondo de Cultura Económica publicados en los años sesenta. Pero además, regalo dentro de un regalo, entre ellos aparecen, recortados de ABC, artículos sobre Rubén Darío con motivo de su centenario, junto con dos retratos dibujados a mano de Francisca Sánchez. Recuerdo los versos a ella dedicados: “Francisca, tú has venido / en la hora segura; / la mañana es oscura / y está caliente el nido”. Se habían conocido cuando tenía diecisiete años, en la Casa de Campo, que entonces no estaba abierta al público. A Rubén le acompañaba Valle-Inclán. Francisca, analfabeta, era hija de uno de los jardineros. Luego, tras la muerte de Rubén, custodiaría su legado en un pueblo de Ávila hasta que, gracias a los buenos oficios de Antonio Oliver Belmás y su mujer, Carmen Conde, lo cedió a la Universidad de Madrid. Una hermosa historia de amor: “Ajena al dolo y al sentir artero, / llena de la ilusión que da la fe, / Lazarillo de Dios en mi sendero, / Francisca Sánchez, acompáñame”. Pero una historia que no se corresponde enteramente con la realidad. Eduardo Zamacois, que fue vecino de ambos, cuenta otra cosa: “El gran poeta abusaba del alcohol y no solía reintegrarse a su domicilio antes del amanecer. Compartía su hogar con una mujer joven, de aspecto sencillo, ni fea ni bonita y metida en carnes, llamada Francisca Sánchez. Al par que de compañera actuaba de criada y la resignación con que soportaba su vivir oscuro le había granjeado la simpatía del vecindario. Nunca se acostaba antes de que regresara su dueño, y cuando oía sus pasos vacilantes acudía a recibirle sin darle tiempo a llamar. Rubén llegaba casi siempre de mal humor, cuando no agresivo, y a veces la golpeaba. Ella aguantaba el injusto castigo en silencio, pero en más de una ocasión la vimos, medio desnuda, con los cabellos revueltos y el rostro bañado en lágrimas, buscar refugio en la taberna de la señora Gala, establecida en los bajos del edificio”.
            El envés de un cuento de hadas. Tampoco parece cierto que ella guardara amorosamente su legado y su recuerdo durante cuarenta años. Fue un admirador del poeta quien lo hizo. José Villacastín le admiraba tanto que se convirtió en su editor póstumo, a pesar de que era un hombre iletrado, y para acercarse más al poeta que veneraba acabó casándose con su viuda. Zamacois los visitó en el pueblecito de Ávila en que vivían: “La casa era un verdadero Museo Rubén. Los libros, recién impresos, invadían las sillas, las mesas y se amontonaban en los rincones, y las paredes aparecían salpicadas de retratos suyos. Villacastín no se cansaba de hablar de él. Ella, no; ella lo recordaba sin entusiasmo, sin cariño, y llegué a persuadirme de que la humildad con que en todo momento aceptó sus desafueros, obra fue de su nativa inclinación a obedecer, y no del amor al hombre, y menos de su veneración al artista”.


Martes, 29 de noviembre
FECHA DE CADUCIDAD

Si algo he aprendido después de cuarenta años de dedicación al vanidoso oficio de la literatura es que las admiraciones, entre las gentes del gremio, son escasas y con pronta fecha de caducidad. Hoy tacho un nuevo nombre en la lista de mis escasos admiradores. En la cena sevillana del jueves pasado, invitados por el editor de mi último libro, nos reunimos diez escritores. Yo me divertí mucho escuchando a Abelardo Linares, pero algún otro se divirtió menos escuchándome a mí. Como el diario íntimo de casi todo el mundo es ahora público gracias a Internet, me entero de la poca gracia que le hicieron mis gracias a mi laborioso amigo Antonio Rivero Taravillo.
            Le tacho de la lista de admiradores. Recuerdo el aforismo de Juan Gil-Albert: “Es difícil envejecer sin un poco de gloria o un poco de amor”. Siempre es difícil envejecer, aunque unas veces más que otras.
            Pero, si he de ser sincero –ser vanidoso también tiene sus compensaciones—, el único admirador que de verdad sentiría perder soy yo mismo. Y aunque nunca se sabe lo que puede pasar, por el momento sigo tan entusiasta como al principio.


Miércoles, 30 de noviembre
ARTE COMPROMETIDO

Gracias a los viejos números de la Gaceta, que me regaló el otro día Valdés, escucho a Sartre en su pequeño apartamento, lleno de libros, desde cuyas ventanas se divisan el café Les Deux Magots y la iglesia de Saint-Germain-des-Près. “¿Puede un autor de derechas realizar una obra de arte?”, le preguntan.
“En mi opinión, no. Porque hoy en día, aunque la derecha pueda mantener el control de los acontecimientos, en la medida en que aún conserve el poder, ha perdido la capacidad de comprenderlos. Una obra de arte debe proceder de la comprensión del tiempo en que uno vive, debe estar en armonía con la época. No se puede imaginar una obra literaria actual que sea a la vez de derechas y una obra de arte”.
            Unos pasos, unas páginas más allá, me encuentro con Jean Cau: “Estoy completamente en contra de la literatura comprometida. Cuando una tesis rige la creación literaria, los resultados son falsos; los personajes se convierten en marionetas manejadas por el autor. Sartre le ha reprochado a Mauriac el escribir novelas de tesis, pero las suyas no lo son menos. A estos efectos tanto da escribir literatura católica como marxista”. Jean Cau, premio Goncourt, fue secretario de Sartre durante varios años. “¿Hasta qué punto se considera influido por él?”, le preguntan. “Estoy muy influido, demasiado, tanto que en casi todos los asuntos pienso exactamente lo contrario”.


Jueves, 1 de diciembre
A DÓNDE VAMOS A LLEGAR

En un artículo fechado en París en agosto de 1961, Damián Carlos Bayón se asombra del prodigioso desarrollo económico que está alcanzando Europa. “Todo el mundo se empeña en tener ducha, nevera y televisión”, dice.  Hasta entonces la gente se conformaba con una visita cada quince días, o a la semana si era muy aseada, a la casa de baños pública. “Pero hete aquí que los europeos de clase media han descubierto ahora la ducha que casi no ocupa espacio, gasta poco agua y evita la fastidiosa visita semanal. Las casas nuevas ya tienen ducha y bañera, pero las casas viejas hay que adaptarlas y ese es el curioso proceso de la higiene europea, incomprensible visto desde fuera”.


Viernes, 2 de diciembre
PARA UNA ESCUELA ELEMENTAL DE CIENCIAS Y LETRAS

Hagáis lo que hagáis, sed ante todo buenos artesanos; el arte vendrá por añadidura.
Evitad el fetichismo del método y de la técnica.
Exigíos a vosotros mismos, y exigid a los demás, la sencillez del enunciado claro.
Formulad teorías, pero no escribáis más de una página sin tener presente, por lo menos, un ejemplo sólido.
Mantened los ojos abiertos a la diversidad de los individuos; no olvidéis que, aunque todos seamos iguales, nadie es igual a nadie.
No traspaséis nunca la línea divisoria entre profundidad y palabrería.
Cuando escribas, cuando hables, no pierdas de vista las personas a las que te diriges.
Desconfía de todo lo que es evidente y no necesita demostración.
Si llevas mucho tiempo sin cometer errores, sospecha que estás avanzando por un camino equivocado.
Si lo que escribes no vale más que tú, es que no vales nada.
Los mundos que descubre el poeta desde lo alto de una montaña son los que el científico explora luego minuciosamente palmo a palmo.
Si tienes la razón en todas las discusiones, ten por seguro que estás equivocado.
Esfuérzate porque tus discípulos lleguen pronto hasta el mismo nivel en que tú estás, pero procura que cuando ellos lleguen tú ya estés en un nivel superior.
No escribas una página en la que no se escuche tu voz.
Las vigas que sostienen el mundo son obra de los científicos, pero los cimientos de los poetas.
Escucha siempre a tus maestros, pero no les hagas demasiado caso.
Si no tienes tiempo que perder, seguramente estás perdiendo el tiempo.


Sábado, 3 de diciembre
ELOGIO DEL ANONIMATO

Me paso la vida arremetiendo contra el anonimato, que tanto gusta a los adolescentes de cualquier edad, esos que se dedican a enredar o a desahogar su frustración en Internet, y de pronto me encuentro con que lo elogia nada menos que Eliot: “Una lección que aprendí colaborando en el suplemento literario del Times fue la disciplina del anonimato. Estoy firmemente convencido de que todos los jóvenes críticos literarios deberían aprender a escribir en algún suplemento en el que la colaboración literaria aparezca en forma anónima. El director no vacilaba en objetar o mutilar mis textos y siempre tuve que admitir que tenía razón. Aprendí a moderar mis aversiones y chifladuras, a escribir de manera sobria e imparcial. Aprendí también que algunas cosas, permisibles cuando aparecen firmadas, son de insípida excentricidad o violencia indebida cuando aparecen sin firma. El escritor de artículos no firmados debe subordinarse al editor responsable. Pero este debe ser un hombre a quien podamos subordinarnos y conservar, al mismo tiempo, la propia estimación”.
            Qué poco tiene que ver el anonimato que propugnaba Eliot, siempre respaldado por el nombre de un editor responsable, con la patente de corso para decir la primera tontería que se nos viene a la cabeza en que se ha convertido en Internet.


domingo, 27 de noviembre de 2011

Razón de más: Historia y vida

Domingo, 20 de noviembre
UN HOMENAJE

En uno de los puestos del Campillín, me sorprende un número doble de la Revista de Occidente dedicado a Nietzsche. Un número espléndido: ahí están sus poemas venecianos, analizados junto a los de Platen y otros autores coetáneos; un conjunto de textos autobiográficos que terminan con el certificado del médico que lo examinó en Turín y con los estremecedores diarios clínicos de Basilea y Jena. Incluye también una antología de su repercusión en España. La selección comienza con un artículo de Joan Maragall, de 1893, y termina con Blas de Otero: “Escucho a Nietzsche. Por las noches leo / un trozo vivo de Sils-Maria. Suena / a mar en sombra. Mas ¡qué buen mareo, / qué sombra tan espléndida, tan llena!” 
            En la presentación, Andrés Sánchez Pascual, escribe: “Juntamente con Marx y Freud constituye Nietzsche el tercero de los resortes que mantienen en tensión el pensamiento de nuestros días. Sería simpleza dejar la aseveración anterior tal como está, y no añadir: Nietzsche, Freud y Marx, y todo lo que con ellos se relaciona: lo que ellos asumieron en sí, lo que ellos son, y lo que de ellos está brotando”.
            Por esas mismas fechas, en 1973, Inés Illán nos dijo antes de comenzar una de las largas huelgas de entonces: “Aprovechad estos días sin clase. Leed, leed sobre todo a Marx, a Freud y a Nietzsche, que son más importantes que Horacio y que Virgilio”.
            Todos abrimos los ojos asombrados al escuchar esas palabras de nuestra profesora de latín. Parece que tan peculiares recomendaciones no eran solo suyas.
            Marx y Freud hace tiempo que están en el desván de los trastos viejos, pero Nietzsche, el loco Nietzsche, sigue vivo, inquietante, sigue siendo uno de los resortes que nos mantiene en tensión.


Martes, 22 de noviembre
CASA DE LOS TIROS

Mientras leo mis versos en la Casa de los Tiros me viene a la memoria una de las Crónicas de Al-Andalus, de Fernando Quiñones, en la que nos cuenta la lectura que allí hizo Lorca de su nueva tragedia, “la historia de una mujer / herida por la esterilidad”. Quiñones juega al anacronismo y entre los oyentes coloca, junto a Emilio García Gómez, a al-Mutamid. Yo leo mis versos con un tono distanciado, como si no fueran míos. Disfruto más en el coloquio, disparatando y disparando contra este y aquel para hacer honor al nombre de la casa. Hablo de las guerras literarias de los años ochenta, que en Granada libraron algunas de sus principales batallas. Hablo también de algunos de mis monstruos favoritos, como Antonio Rodríguez Jiménez, el ideólogo de los poetas no clónicos, y del famoso artículo de Pedro J. de la Peña en el que afirmaba que la poesía de la experiencia la inventó Felipe González en la Bodeguiya. O de otro artículo de otro profesor, Domingo F. Faílde creo que se llamaba, en el que me acusaba de hacerme rico con mis antologías a costa del trabajo ajeno. Y del desconcierto que cundió entre los llamados poetas de la diferencia cuando, en 1996, acabada para siempre la “dictadura perfecta” de los socialistas y los de la experiencia, el nuevo presidente apareció en el congreso nada menos que con Habitaciones separadas, de Luis García Montero.
Yo ante el público procuro ponerme sublime lo menos posible; los poemas, al menos los míos, se escriben a solas para ser leídos a solas. Y nada me divierte más que hablar de las pequeñas anécdotas de la vida literaria. Pero sé que estoy en la cainita Granada, me acuerdo de Lorca, y procuro no dar nombres de poetas locales. Uno de ellos me envió un libro dedicado con las siguientes palabras: “A José Luis García Martín, para que lea verdadera poesía y no la de Benítez Reyes, Trapiello, García Montero, d’Ors y los otros poetastros que admira”. No dije el nombre del poeta, pero sí el título del libro, Mediterráneo, y ahí fue ella: un señor de la primera fila comenzó a protestar airadamente y a arremeter contra mí. Temí que fuera el propio poeta. No es la primera vez que meto la pata de esa manera. Recuerdo que hace años, en el Ateneo de Madrid, empecé a ponerle reparos y más reparos a la poesía de Carlos Bousoño y de pronto me doy cuenta de que, en la primera fila, estaba sentado el propio Bousoño junto a Francisco Brines. Pero esta vez no era el poeta de la dedicatoria quien estaba en la primera fila, sino algún admirador suyo, que tras replicarme airadamente abandonó la sala. Cuando salí a la noche granadina, desapaciblemente siberiana, creía ver la sombra de algún resentido poetilla acechándome en cada esquina.


Miércoles, 23 de noviembre
ALFOMBRA MÁGICA

Tras la escaramuza de ayer —finalmente la tinta no llegó al río—, este raro día en que, como en el romance de Lope, “a mis soledades voy / de mis soledades vengo”, comienza, muy de mañana, subiendo por la Cuesta de Gomérez. Pronto me encuentro con el rumor del agua a uno y otro lado del camino. Todavía no han llegado los turistas, camino solo entre los altos árboles con todos los colores del otoño. Solitario cruzo la Puerta de la Justicia y luego la del Vino, con sus gatos y su inscripción que homenajea a Debussy. Hace sol, pero sopla el viento de Sierra Nevada. A un lado se desparrama el Albaycín; al otro, el sólido palacio de Carlos V. Durante un tiempo —una eternidad—  gozo de tanta hermosura para mí solo. Fue el primero de los regalos del día, inmerecido como todos los verdaderos regalos. Cuando vi aparecer el primer grupo de turistas, decidí abandonar aquella maravilla que, por primera vez, había querido tener conmigo una cita de enamorados, sin testigos incómodos.


            Luego tres horas de tren, con pocos pasajeros, sin teléfonos, sin abrir un libro, con la caricia del paisaje que se desliza tras la ventanilla mientras el rítmico traqueteo se convierte en octosílabos: “Parece que viajo solo / y llevo un buen compañero / que a manos llenas me entrega / el oro de su silencio. / Entre Granada y Sevilla, / soy el viajero más lento / en un tren que a don Antonio / quizá llevó en otro tiempo. / Olivos y más olivos / y montañas a lo lejos / y un cielo sin una nube: / eso es todo cuanto veo”. Eso es todo cuanto veo, eso es todo cuanto tengo. ¿Y qué más necesito?


            La Posada del Lucero está muy cerca de la Plaza de la Encarnación, escándalo de los sevillanos porque en ella se estaba levantando una aparatosa estructura que parecía no se iba a acabar nunca. Pero ya ha terminado y mi primera visita, tras dejar la maleta en la posada donde al parecer se alojó Santa Teresa, es a estas fantásticas setas. A los sevillanos siguen sin gustarles. Pregunto a varias señoras en el mercado cómo se puede subir a la terraza-mirador y ninguna lo sabe ni tiene ninguna curiosidad por averiguarlo. A mí me recuerdan –salvando las distancias— a Verlaine, que cerraba los ojos para no ver la torre Eiffel, esa ofensa a la hermosura de París. Encuentro el ascensor en el sótano, junto al museo, y pronto tengo toda Sevilla a mi alrededor como si caminara en una alfombra mágica por encima de los tejados. Luego visito otra Sevilla, la Sevilla romana, maravillosamente rescatada y ofrecida a nuestra admiración.
            Antes de ofrecerme los lugares de siempre, disfruto de estas dos caricias inéditas que buena parte de los sevillanos desdeñan porque se deben a políticos de ideología distinta de la suya. Todos, en el fondo, somos como aquel personaje de una viñeta de Mingote. “¿Qué le parece a usted la nueva fuente que han puesto en la plaza?”, le pregunta el lugareño al visitante. “Espere usted a que me entere a qué partido político pertenece el alcalde”, responde este.  


Jueves, 24 de noviembre
DOBLE RACIÓN

Hace cuarenta años, en septiembre de 1971, publiqué mi primer poema. Yo vivía entonces en Avilés, no conocía a nadie. La revista Poesía española, la única que se podía comprar en las librerías de Oviedo, daba noticia de otras revistas literarias. Les escribí a todas pidiendo información y, a ser posible, un ejemplar. Luego mandaba mis poemas. El primero apareció en una revista de Málaga, Caracola, por entonces ya en decadencia, pero en la que habían colaborado Juan Ramón Jiménez y Cernuda. Cuarenta años después de aquel primer regalo, vuelvo a Andalucía para presentar dos de los cuatro libros que este año he editado en Sevilla y en Granada.         
En la presentación sevillana, también acabo soliviantando a alguno de los pocos asistentes. Una señora que me pregunta por la diferencia entre realidad y ficción, entre verdad y mentira –nada menos—, pero que cuando voy a responderle me dice: “Déjame hablar a mí, que tú ya has hablado demasiado”. Temo que se marche airada, como el detractor granadino, pero se queda hasta el final, y en la calle todavía tiene tiempo para decirme: “Nunca me he encontrado con nadie más narciso y más ególatra”. La verdad es que yo, si leo poemas o doy alguna conferencia, lo hago solo como pretexto para el coloquio final. Nada me divierte más que polemizar en público.


            Hoy tengo ración doble, así que no me puedo quejar. Tras la presentación, el generoso e inverosímil editor, Javier Sánchez Menéndez, nos invita a cenar en la biblioteca de las Casas del Rey de Baeza. Diez personas, escritores y sin embargo amigos, y entre ellos mi contradictor mejor, Abelardo Linares, que nos cuenta mil y una anécdotas de sus andanzas como editor (yo le animo a escribirlas, pero sé que nunca lo hará) y de su relación con Borges (comieron juntos varias veces, compusieron algunos haikus en colaboración). Yo, que soy experto en sacar a la gente de sus casillas, esta vez me contengo y solo hago alguna observación amable. Él intenta picarme: “Bueno, ahora tienes aquí dos editores, danos una de tus habituales lecciones sobre cómo debe ser un editor”. Ganas me entran, pero me contengo. Y luego, exultante con el reciente triunfo: “Estoy deseando saber si todavía piensas que Zapatero es un gran estadista, como afirmaste alguna vez”. José Luna Borge apostilla: “¡Nos ha llevado a la ruina!”. Yo sonrío y no entro al trapo: “Todavía lo sigo pensando. Pero no voy a convencer a nadie. La historia, más pronto que tarde, le pondrá en su sitio. Yo creo que tuvimos suerte de contar, en los peores momentos, con un buen capitán. A ver si el que llega ahora sabe estar a la altura. Me alegraría. Soy ajeno a cualquier pasión partidista”, digo tratando de practicar esa cualidad tan necesaria para triunfar en la vida que es la hipocresía (y que cada vez se me da mejor, para qué negarlo).

Viernes, 25 de noviembre
OTRO HOMENAJE


Con Juan Lamillar, mi guía favorito, deambulo por Sevilla esta dorada mañana de otoño. El compás de un convento becqueriano, un Zurbarán escondido, la ventana de un palacio, un jardín entrevisto, un poco de historia en cada rincón, y, como fin de fiesta, la feria del libro antiguo en la Plaza Nueva. El paseo real se prolonga con el  “Paseo por las librerías de viejo”, de Juan Bonilla, que me regalan en uno de los puestos.
Recuerdo que en una reunión con poetas jóvenes le dije, en broma, a Luis Antonio de Villena: “Ya vamos siendo viejas glorias”. Él me miró por encima de hombro y apostilló: “Viejas somos todas; glorias, solo algunas”. Pues yo, altivo Luis Antonio, no cambiaría por ninguna otra gloria este homenaje que el que el azar ha querido hacerme a los cuarenta años de la publicación de mi primer poema.


domingo, 20 de noviembre de 2011

Razón de más: En aire, en humo, en nada

Domingo, 13 de noviembre
ANÓNIMO

Los anónimos ya no son lo que eran. Hasta yo, que no disimulo mi desprecio por quienes se esconden para dar su opinión en Internet, generalmente desinformada y desagradable, he acabado aceptándolos e incluso he entrado en debate con alguno de ellos. Cosas del aburrimiento y de mi pasión por la polémica (para mí discutir es como para otros jugar a la pelota o a las cartas). Pero hoy me he encontrado con un anónimo de los de antes. Y he sentido un poco de miedo. En el buzón había un sobre con mi nombre y sin dirección; dentro, algunos juicios sobre lo que escribo no precisamente elogiosos. Los juicios negativos no me molestan especialmente. No soy nada susceptible. Todavía recuerdo, y lo repito con frecuencia, lo que se dijo hace años, cuando publiqué mi Poesía reunida, en un suplemento andaluz: “Las opiniones sobre García Martín como poeta están divididas: unos piensas que es un mal poeta; otros, la mayoría, que no es un poeta”. Siempre creí que lo había escrito Juan Bonilla, pero él me asegura que no. A mí me hizo gracia. Nunca me ha molestado demasiado que los demás no me crean tan genial como yo me creo (en realidad, ni yo mismo me creo tan genial como me creo). Y como todos tendemos a pensar que los demás son como nosotros, pues nunca he tenido inconveniente en decir públicamente lo que me parece menos acertado de cualquier obra literaria, sin importarme si la firma o no un amigo. Pero lo de hoy es distinto. Esta mañana –ayer no estaba— alguien que no me quiere bien se ha tomado la  molestia de llegar hasta mi casa, de hacer que le abran el portal, de dejarme un escrito pretendidamente ofensivo y vagamente amenazante en el buzón.
            Tengo que tener más cuidado, pienso. Cualquier día un poetastro pierde la paciencia y contrata a unos matones para que me den un escarmiento. Pero si en cuarenta años que llevo haciendo lo mismo no han perdido la paciencia, no creo que vayan a hacerlo ahora. Y en el fondo debo de estarle agradecido: pasan en mi vida tan pocas cosas que gracias a ese anónimo tengo algo que contar este domingo en el que, si no fuera por él, no pasaría nada, salvo el tiempo.

           
Lunes, 14 de noviembre
UN PERSONAJE DE LA BRUYÈRE

Mi autoestima debería de estar por los suelos. Ayer un anónimo de alguien que no me quiere bien. Hoy, un amigo que me quiere bien, después de discutir largo rato, me dice: “Eres imposible. A ti no se te puede hacer cambiar de opinión, por buenas razones que se te den. Eres como aquel personaje de La Bruyère, Arrias creo que se llamaba, que siempre presume de haberlo leído todo, que moriría antes de aceptar que ignora algo. Una vez se hablaba en la mesa de la situación en no sé qué remoto país. Él en seguida le quita la palabra a un recién llegado de allí y se pone a hablar de aquella región lejana como si fuera originaria de ella; discurre de las costumbres de aquella corte, de las mujeres del país, de sus leyes y de sus usos; recita historias que allí le han sucedido, las encuentra graciosas y él es el primero que se ríe hasta reventar. Alguien trata de probarle que algunas de la cosas que dice no son ciertas. No se turba, todo lo contrario, se enfrenta a su interlocutor: ‘Yo no cuento nada que no haya vivido o no sepa de buena tinta; lo que digo se lo he oído a Sethon, el embajador de Francia en aquella corte, a quien conozco bien, y que ha vuelto a París hace algunos días. Hemos hablado hace poco’. Y trata de seguir perorando sobre esto y aquello.  Entonces quien había tratado de replicarle dice: “Perdone usted, señor, pero es que yo soy precisamente Sethon, el embajador del que usted habla”.


Miércoles, 16 de noviembre
EN LA LIBRERÍA

Llega uno a una edad en que entrar en una librería de viejo ya no es lo que era. Al pasar por Gulliver, digo a los amigos que me acompañan. “Un momento, que voy a buscar provisiones para esta noche”. Nunca viajo con libros. Me gusta encontrarlos sobre el terreno. Pero repaso las estanterías y todo lo que me interesa, o me apetecería leer, ya lo he leído. Hay alguna primera edición de autores que admiro, pero yo no soy coleccionista. Acabo quedándome con un libro de Manuel Cardenal de Iracheta, alguien de quien ni siquiera he oído hablar, porque al abrirlo al azar me encuentro con que fue amigo de un viejo amigo: “Con qué infantil alegría le vi una tarde montar en su vagón de tercera, en la estación de Segovia, camino de Palencia, durante unas vacaciones. ïbamos con él Adellac, el matemático, y yo. Don Antonio se apoyaba, como de costumbre, en su bastón-cayado. Cuello de pajarita, puños almidonados, ancho sombrero negro, dibujaban su figura de caballero de veinte años atrás. Traqueteaba el tren y el maletín de don Antonio amenazó salirse de la red. Me levanté y lo cogí para colocarlo mejor y evitar su caída; ¡oh sorpresa!, no pesaba nada. Lo agité y sin poderme dominar lo abrí: solo contenía un cepillo de ropa. Las camisas se le habían olvidado al buen don Antonio como otrora al buen manchego. En Palencia, Adellac le equipó como a un escolar a quien su madre lleva al internado”.
            No encontré nada más que estos Comentarios y recuerdos de quien parece, sobre todo, un hombre bueno. Claro que solo estuve diez minutos ojeando los repletos plúteos; no suelo estar más tiempo. Recuerdo que una vez acompañé a Francisco Brines a uno de los pisos en que guarda sus libros José Manuel Valdés. Llegamos a las cuatro de la tarde; me aburrí con él hasta las cinco; volví a buscarle a las nueve, y aún seguía explorando minuciosamente una de las esquinas. “Lástima que no pueda volver mañana, porque marcho temprano”, dijo. No sé si llegó a comprar algo. Seguro que es de esas personas, a las que yo envidio tanto, que nunca se aburren.


Jueves, 17 de noviembre
EPISODIOS NACIONALES

Mis amigos bibliófilos desdeñan la Cuesta de Moyano. “Hace tiempo que no hay en ella más que novedades y morralla”, me dicen. Pero para Cristian David López, que ha venido a leer sus versos al Centro Hispano Paraguayo, es toda una novedad y para mí es una rutina madrileña de la que no me gusta prescindir. Y siempre acaba recompensándome. Hemos estado en el Prado, Cristian y su novia por primera vez, y a mí, aparte de las maravillas habituales (y las inagotables sorpresas del Hermitage), me han conmovido sobre todo Torrijos y sus compañeros aguardando la muerte en las playas de Málaga. Aquí el tamaño sí que importa. Me siento frente al inmenso cuadro y escucho el llanto, los rezos, las olas del mar de Málaga. Y también una voz que canta: “Oh qué día tan triste en Granada, / que a las piedras hacía llorar, / al ver que Mariana Pineda / en cadalso se muere por no declarar”. El bravo general se junta en mi memoria con la viudita granadina. Y luego la Cuesta de Moyano, que deslumbró mi adolescencia, me agradece la fidelidad con un tomo de los Decretos del Rey Nuestro Señor don Fernando VII, “y reales órdenes, resoluciones y reglamentos generales expedidos por las secretaría del despacho universal y consejos de S. M. desde el 1º de enero hasta fin de diciembre de 1827”. Está impreso en la imprenta real el año 1828. Una máquina para viajar a la época que padecieron Torrijos y Mariana Pineda. Cuántos pequeños detalles exactos en estos decretos en que se regulan pensiones de viudedad, exenciones de quintas, nombramientos de arquitectos o maestros mayores, a la vez que se arremete de continuo contra “el ominoso orden constitucional”. A mí me interesa especialmente la real cédula que ordena “guardar y cumplir la Bula íntegra de nuestro Santísimo Padre León XII, en que prohíbe y condena de nuevo toda Secta o Sociedad clandestina, cualquiera que sea su denominación”.


Viernes, 18 de noviembre
CUÁNTO, CUÁNTO NOVIEMBRE

En el viaje en tren, mientras desfilaba sigilosamente el paisaje al otro lado de la ventanilla, me acordé de que el encargo que teníamos esta semana para la tertulia era escribir un romance y en el cuaderno garabateé unos versos que luego me cuesta leer (yo los poemas, los poemas de verdad, los escribo siempre directamente en el ordenador; a mano solo puedo escribir ejercicios y tonterías). En el Oriental, tras las discusiones habituales, leo el poemilla del tren: “Cuánta melancolía, / cuánto, cuánto noviembre / en estos días lentos / que nunca se detienen / y hacia la noche avanzan / entre la niebla siempre. / Pero llegas de pronto, / no sé de dónde vienes. / Me sonríes tranquila / y una fruta me ofreces / y una flor y una copa / de un licor transparente. / ¿Quién eres?, te pregunto. / No temas. Soy la muerte”.
            “No está mal”, dice Felipe Prieto. El resto de los contertulios se muestran menos benévolos. Como yo no soy nada complaciente, me pagan con la misma moneda. La verdad es que a mí me gusta pinchar, irritar; especialmente a los más listos. Aunque sean más inteligentes que yo, como soy más viejo y me las sé todas, siempre acabo ganando en las discusiones. O eso creo. Me gusta pensar que soy un buen entrenador. De sobra sé que acabarán superándome, pero yo no se lo pienso poner fácil.
            Asusta un poco pensar en la edad de las más recientes incorporaciones a la tertulia. Hago cálculos (yo siempre estoy contando, sumando, multiplicando, como un niño aplicado que se aburre) y resulta que el más joven tendrá mi edad en el 2054. Vamos que soy para él como Azorín, de la generación del 98. Me divierte imaginar lo que dirá entonces de mí, si es que dice algo: “La primera tertulia a la que fui la coordinaba un escritor, ¿cómo se llamaba?, que creo que había publicado algunos libros. Él se creía un genio y se metía mucho con todo el mundo. Era divertido. Ahora no recuerdo su nombre, pero seguro que si rebusco en el desván encuentro algún libro suyo”.


Sábado, 19 de noviembre
PALINODIA

Hoy, cuando salía de casa para ir a Avilés, casi tropecé con un tipo que me miró un poco atravesado. Le veo a veces escribiendo, o haciendo que escribe, en alguna cafetería. Si al volver me encuentro con otro anónimo, no tendré muchas dudas de quién es su autor: un pobre hombre, como me imaginaba. ¿Seré yo así cuando tenga su edad? La verdad es que me veo perfectamente escribiendo panfletos contra este y aquel, como Ruiz Contreras arremetía contra los escritores a los que ayudó de jóvenes –Baroja, Valle, Azorín— y que luego triunfaron mientras él era olvidado. Puedo imaginarme perfectamente viejo, fracasado y resentido, pero lo que no me veo –si he de ser sincero— es escribiendo anónimos. Yo arremeteré contra todo y contra todos con nombre y apellidos.
Para congraciarme con la tertulia, intento otro romance en el que juego a mi deporte favorito, la falsa modestia: “Soy de esos ignorantes / que creen saberlo todo / y se equivocan siempre / en lo que importa un poco.  / Cuando estoy con amigos, / preferiría estar solo / y me gusta el verano / pero solo en otoño. / En asuntos banales / llego siempre hasta el fondo; / en las grandes cuestiones / me gana cualquier topo. / Porque me quieran muero, / que me amen no soporto. / En aire, en humo, en nada / convierto lo que toco.”