domingo, 27 de marzo de 2011

Al otro lado: Museo de la felicidad

Domingo, 20 de marzo
QUÉ BIEN VIVES

Parezco una persona ecuánime y tranquila, o me esfuerzo en parecerlo, pero no hay nadie de más cambiante humor: estoy tan feliz, contemplando el tranquilo transcurrir del paisaje al otro lado de la ventanilla, y de pronto, sin avisar, el tren entra en el negro túnel de la angustia. Y ahí sigue durante una eternidad, que a veces llega hasta una hora. Luego, también si avisar, me deslumbra la luz y vuelvo a estar en el mejor de los mundos.
Tengo la suerte de no haber crecido demasiado, de no ser un adulto, sino un niño disfrazado de adulto. Cualquier cosa me entretiene, encuentro asombro y maravilla donde otros ven trivialidad y rutina.
Este domingo debería estar triste, particularmente triste, y lo he estado, y lo volveré a estar, pero cuando me dirigía despacio hacia el Fontán, dejándome acariciar por el sol, cuando paseaba sin prisa entre los puestos de libros, cuando hojeaba luego los hallazgos y el periódico en el café de siempre, cuando charlaba o callaba con un buen amigo, he sido feliz. Y he sonreído al recordar aquella vez, hace poco más de un mes, en que leía sentado junto al lecho de la enferma, que llevaba largo tiempo dormida, y de pronto, al levantar un momento la vista de la absorbente página, me la encontré mirándome con sus grandes ojos benévolos: “Qué bien vives”, me dijo. Y los volvió a cerrar.
Sigo viviendo bien, no te preocupes.



Lunes, 21 de marzo
UN MARAVILLOSO DESASTRE

Como el guión de mi vida lo traza un dios benévolo, después de un tiempo sin apenas clases, a partir de esta semana se me acumula el trabajo. Por primera vez me toca poner en práctica el denostado plan Bolonia. Mi rutina diaria queda alterada. Hasta ahora daba clases en el Milán, al lado mismo de donde vivo (tardaba más en ir del despacho al aula que a casa), ahora las doy en el otro extremo de la ciudad, media hora de caminata cuesta arriba; hasta ahora tenía clases de diez o quince alumnos, los nuevos grupos pasan de los ochenta; antes las clases eran de una hora, ahora son de una hora, de hora y media o de dos; antes venía a clase el alumno que quería, ahora hay que pasar lista y no sé qué otras burocráticas pejigueras… En fin, un desastre.
Un maravilloso desastre, como una ducha fría que me espabila y me impide caer en la autocompasión. Y luego la primera clase en la que, porque me apetece y porque hoy es el día de la poesía, nos dedicamos a leer poemas de amor y yo escucho el maravilloso silencio con que acogen unos versos de Neruda (“Puedo escribir los versos más tristes estas noches”) que muchos de ellos oyen por primera vez y que a mí me emocionan como si los oyera por primera vez.
Tengo que inventar nuevas rutinas y eso me rejuvenece. Pero hay una rutina a la que sigo fiel desde pronto hará cuarenta años: cuando entro en el aula, los problemas personales los dejo siempre fuera. Dentro solo estamos los alumnos, la literatura y yo, que no siempre tengo una buena tarde, pero que todavía no he aprendido –y ojalá no aprenda nunca— a torear con desgana y por cumplir.



Martes, 22 de marzo
ANTIDEPRESIVOS

Uno de mis antidepresivos favoritos, ya lo he dicho, es dar clases. El otro, me parece que no hace falta que lo diga, es discutir. Y discutir sin guardar las formas, como en un programa basura de televisión, gritando “¡Eso es una tontería!” cada vez que escucho una tontería. Sin importarme de que quien la diga sea un buen amigo mío. En Las olas muertas, uno de esos libros en los que Javier Sánchez Menéndez lleva a la letra impresa algunos de los mejores blogs que circulan por Internet, Enrique Baltanás quiere mostrarse ingenioso a propósito de la primera ley sobre el tabaco: “Si el tabaco es verdaderamente tan malo y tan dañino como dicen –como dicen sus detractores—, en vez de la farragosa ley que nos preparan, bastaría con una que contuviera un solo artículo: Queda terminantemente prohibida en territorio nacional la producción, distribución y venta de tabaco, habiendo sido demostrado su carácter de droga nociva para la salud”. Tras una disposición adicional (“En ningún caso la Hacienda pública podrá beneficiarse de impuestos derivados de las labores del tabaco”) añade: “Lo demás son ganas de incordiar”.
Amigo Enrique, perdona, pero no te has enterado de nada. El tabaco es perjudicial para la salud, pero este estado presuntamente intervencionista contra el que tú te metes tanto no es nada intervencionista: advierte de ello y deja que cada adulto decida por su cuenta. Lo que las leyes sobre el uso del tabaco en los lugares públicos pretenden es proteger la salud de los no fumadores, que somos la mayoría.
Qué pereza repetir estas cosas. Pero todavía hoy parece haber gente que no se ha enterado. En el caso de mi admirado y machadiano Baltanás ello se debe a su conversión a la extrema derecha liberal, que en ciertos puntos le nubla la mente. Me recuerda a aquella buena señora, recién salida de la peluquería, a la que le preguntaron qué opinaba sobre la ley del tabaco, recién aprobada, y dijo: “Me parece mal. Yo creo que habría que aconsejar, pero no prohibir”. O sea que habría que eliminar el código de la circulación y el código penal. Si alguien mata a alguien, pues le decimos: “No lo hagas más, ¿eh?, no lo hagas más, que está muy feo”. Es fácil reírse de esa buena señora recién salida de la peluquería, pero Francisco Rico, Fernando Savater y otras fumadoras eminencias no han razonado de mejor manera.


Miércoles, 23 de marzo
UNA HORA EN SANT’ERASMO

Siempre que leo una novela de Donna Leon lo hago con un plano de Venecia delante por si no me resulta suficiente el que guardo en la memoria. En Testamento mortal la mujer que encuentra muerta a su vecina del piso de abajo vive en el campo de San Giacomo dell’Orio, frente a la iglesia: “si su ábside redondeado hubiera sido la proa de un barco navegando, habría apuntado a sus ventanas y no habría tardado en echársele encima”. Esta vez alterno las andanzas sin prisa de Brunetti con El sabor de Venecia, un libro con sus recetas favoritas. No soy precisamente un gastrónomo; de una comida agradable nunca recuerdo el menú, sino la compañía y el lugar. Por eso de este libro me interesan menos las recetas, sencillas y apetitosas en su mayoría, que las divagaciones que Donna Leon intercala entre ellas. Comienza por un melancólico paseo por la Strada Nuova lamentando todos los viejos comercios que han desaparecido. Venecia, viene a decir, antes era una ciudad con vida propia y ahora es poco más que un parque temático para turistas. Pero sigue siendo una ciudad con vida propia: los turistas, como la marea, tienen sus flujos y reflujos y basta conocer y esquivar sus horarios para encontrarse solo incluso en el lugar más turístico, como la Piazza de San Marcos.


De pronto, hojeando distraído el volumen, tras la sopa de lentejas con panceta y antes de los rollitos de berenjenas con jamón, me encuentro de nuevo en Sant’Erasmo: “Hasta no hace mucho, la mayor parte de la fruta y la verdura que se vendía en Venecia era transportada en barco desde la isla de Sant’Erasmo, a unos cuatro kilómetros al noreste de la isla mayor”. Explorando la laguna, una ociosa mañana, yo llegué a esa isla, en el vaporetto número 13, sin saber nada de ella. Qué sorpresa al poner el pie en el embarcadero y encontrarme en pleno campo, con casas aisladas, con cultivos de vides y praderas arboladas, con canales de regadío. Me parecía estar de pronto en las afueras de mi pueblo, cuando niño. Me puse a caminar: el canto intermitente de los pájaros, el ladrido de algún perro, solo servían para acentuar el silencio. Olía maravillosamente bien allí, lejos de todo. ¿Lejos de todo? Por encima del verdor, hacia el oeste, asomaban los campaniles y las doradas cúpulas de Venecia.
No encontré a nadie en el paseo, tampoco ningún lugar en el que pudiera tomar un café. Aquello era un paraíso, cierto, pero a mí los paraísos, especialmente los paraísos naturales, me cansan pronto. Llegué de vuelta al embarcadero cuando se alejaba el vaporetto; hasta dentro de una hora no habría otro. ¡Una hora! ¿Qué hago yo una hora en este lugar? Me sentí de pronto como Ovidio en el destierro. Se me ocurrió pensar que los vaporettos, como los autobuses, podían ponerse en huelga y que entonces yo tendría que pasar la noche en aquel descampado, sin más compañía que los desasosegantes sonidos de la naturaleza. Ahora, al contarlo, me siento ridículo. Pero yo soy así: en la ciudad nunca me siento solo; en el campo, siempre me siento solo, y amenazado. Recuerdo una irracional angustia semejante en Staten Island, tras visitar el templo tibetano, esperando un autobús en medio de ninguna parte para llegar hasta el transbordador y luego al anhelado Manhattan. Una vez cierta amiga (argentina, por cierto) quiso psicoanalizarme y me dijo que la ciudad representaba lo racional y el campo el mundo de los instintos, que yo me negaba a aceptar. Recuerdo que me regaló los tres tomos de la autobiografía de Bertrand Russell, que todavía conservo, y en uno de ellos había subrayado una frase en una de las cartas que le escribió Lady Ottoline Morrell: “Debes dejar en tu vida un lugar para lo salvaje”. A mano, mi amiga había añadido: “O al menos para lo espontáneo”.
Creo que he cambiado mucho desde entonces. Ahora podría estar perfectamente una hora en Sant’Erasmo, en pleno campo, sin sentirme angustiado ni desamparado. Ahora podría muy bien estar allí, solo y tranquilo, mucho más tiempo. Incluso hora y media (tampoco conviene abusar de los encantos de la naturaleza).



Viernes, 25 de marzo
NOCHE DE ESTRENO

Mientras trato de contener, sin conseguirlo del todo, mis ganas de bailar, pienso en lo extraña que es la vida, cualquier vida. Hace diez días, la última vez que estuve en Avilés, no podía contener las lágrimas. Creí que no sería capaz de volver en mucho tiempo. Y hoy vuelvo, rodeado de amigos, a estrenar el nuevo y prodigioso espacio del Centro Niemeyer, que fui viendo crecer aceleradamente en los meses en que tuve que venir cada día. Vuelvo y me siento como un niño la noche de Reyes. Ha comenzado a llover, pero no importa.


Hacen una extraña estampa la continua fila de figuras con paraguas que cruza el puente que zigzaguea y se detiene sobre el agua negra; los niños y los adultos que son como niños al jugar con las sombras chinescas que se proyectan sobre la cúpula; las redondeadas formas blancas. Veo la ría, con las luces del largo paseo reflejadas en ella, como no la había visto nunca. Y de pronto aparece Woody Allen en el escenario y yo me siento en Nueva York y en casa y lejos, muy lejos, de mis humillaciones y fracasos. Y me pongo a bailar. A bailar yo, que antes solo era capaz de bailar en sueños. Seguro que sonreirías, si imprevistamente abrieras los ojos como entonces, y que volverías a decirme: “Qué bien vives”.

domingo, 20 de marzo de 2011

Al otro lado: Nada diré de ti

Domingo, 13 de marzo
AQUEL NIÑO

El otro día, antes de llegar a Burdeos, me detuve en Bayona. Era la segunda vez que lo hacía y, sin embargo, qué sensación de familiaridad, de volver a casa. Con las ciudades me pasa como con las personas: en seguida reconozco a los míos. Claro que quizá eso le pasa a todo el mundo: para saber en qué lugar o con quién se está a gusto no hacen falta muchas elucubraciones.
Y yo estoy a gusto paseando por la orilla de la grácil Nive y del majestuoso L’Adour, asistiendo a su encuentro desde la terraza del café del Teatro, dejándome acariciar por el tímido sol en la place Pasteur, tras de la catedral, después de haber recorrido con meditabundo silencio el claustro.


Entré también, como hago siempre (es la segunda vez, pero yo todo lo convierto inmediatamente en grata rutina) en la biblioteca pública y allí, abriendo un libro cualquiera, dejé que el generoso azar me ofreciera su regalo: “Au vent du souvenir nous parvient le tonnerre / d’und lourd fleuve en rumeur sous l’arbre et sous l’oiseau”.
El viento del recuerdo me empuja hasta un lento río rumoroso, deslumbrante bajo el sol del verano; allí estoy yo, bajo la sombra benévola de un árbol, escuchando el canto de los pájaros… Tengo tres o cuatro años. Las mujeres lavan en el río. Queriendo coger una libélula me caigo al agua y ellas me sacan entre risas. Es mi primer recuerdo. Qué curioso que ese río bañe las páginas de un libro de Jean Tardieu que yo abro al azar una nublada mañana en Bayona y que en sus versos se escuche todavía el canto ensimismado de aquellos pájaros de la orilla del Ambroz.
Ante la biblioteca, frente a la catedral, ya ha florecido el pequeño y exótico jardín que conocí en invierno, presidido por un alto magnolio. Paseo entre sus parterres rumiando vagas lembranzas gratas como si lo hubiera hecho toda la vida.


Mientras como en la Rue du Port-Neuf, mi calle favorita de Bayona, y hojeo el diario Gara (en ciertos asuntos conflictivos, estoy más de acuerdo con él que con mi diario habitual, El País: yo siempre he sido más amigo de la verdad que de Platón) bajo unos carteles de toros, siento que soy un hombre afortunado. Vivo al borde del precipicio, esperando la noticia fatal, y sin embargo no he dejado de ser el niño que se pasma al escuchar el canto de los pájaros, que cae al agua cuando quiere atrapar una libélula, el niño de ojos muy abiertos al que no hay día que no le ofrezca un motivo de asombro y de aventura.



Martes, 15 de marzo
ESCUELA DE ARTE

Para entretener la espera, en este último día interminable, hago de guía de mis sobrinos, Eduardo y Julia, por Avilés, que conocen poco. Delante del palacio de Camposagrado, con su suntuosa fachada barroca, hay coloristas grupos de estudiantes. Más de una vez entré en él, cuando lo ocupaba una ferretería, Los Castros, pero nunca desde que se ha convertido en Escuela de Arte. No dejo pasar la ocasión. En la biblioteca, con maravillosas vistas sobre el parque y el muelle, se acerca una chica joven: “No hay nadie de la dirección, si quiere yo le enseño el edificio”. Y nos lo enseña, y yo disfruto entrando y saliendo de las aulas, de los talleres de grabado, mirando a través de unas ventanas que he visto desde fuera infinitas veces.
Al final resulta que Adriana, que así se llama mi gentil acompañante, me ha confundido con un diseñador italiano. Se desilusiona un poco al saber que soy de Avilés.
Mis sobrinos me han seguido aburridos, pero salgo feliz, contento de haber acariciado por primera vez un rincón desconocido de la ciudad que mejor conozco y que, por eso mismo, nunca acabará de revelarme todos sus secretos.
Mientras volvemos hacia el tanatorio, pienso que soy un hombre con suerte: incluso en los peores días soy capaz de reservar unos instantes para la despreocupada felicidad. Mientras vuelvo para los últimos rituales, alguien –muy lejos y muy cerca: en el centro mismo de mi corazón— me sonríe.


Miércoles, 16 de marzo
EN EL LABERINTO

Abro, en la librería Cervantes, un libro de Marina Gasparini, Laberinto veneciano e inmediatamente me pierdo en ese laberinto: “Una noche de verano caminaba por calles que no sabía adónde me conducirían. Una sucesión inusual de sotoporteghi dejaba en mí la sensación de estar atravesando espacios desconocidos. La poca altura de los soportales me hacía bajar la cabeza con el reverente gesto ritual que acompaña y antecede a la entrada a un recinto sagrado. La luz tenue de faroles aislados cubría de sombra los húmedos rincones”.


Alzo los ojos de la página y sigo caminando por otro laberinto. Era una noche de invierno, gélida y desapacible. No había un alma en las calles, salvo yo, que no iba a ninguna parte, que me resistía a volver al estrecho cuarto del hotel, tenuemente iluminado. Ni siquiera la luna me acompañaba, como otras veces. El cielo estaba cubierto, quizá pronto empezaría a llover. Yo caminaba con prisa, para espantar el frío y el miedo, por estrechos callejones, bordeaba canales oscuros, cruzaba puentes, me adentraba en patios sin salida, volvía una y otra vez sobre mis pasos, no era capaz de reconocer ni uno de los campi, de los palacios, de las iglesias. Como si todo lo que me era familiar en aquella ciudad, se hubiera borrado, diluido en la niebla. De pronto, oigo el murmullo de una fiesta, una música lejos. En medio de tanta desolación aquellos sonidos distantes eran la imagen misma de la felicidad. Escucho atentamente, trato de ir en su dirección. Y después de perderlos y escucharlos con mayor intensidad varias veces, doy con una alta pared que esconde un diminuto jardín, como suelen ser en Venecia. Empujo la puerta, pero a pesar de que la música y las conversaciones parecían oírse allí mismo, el jardín está vacío: cuatro árboles desmedrados, tiestos con plantas secas, un banco de piedra. No me atrevo a entrar en el palazzo, un desvencijado y húmedo caserón, a pesar de que en lo alto hay tres góticas ventanas iluminadas: ahí, sin duda, tiene lugar la fiesta. Las luces se apagan, todo queda en silencio, mientras yo sigo todavía en el jardín, muerto de frío, sin decidirme a hacer nada. Solo se escucha el murmullo del agua que lame los bordes de un canal cercano.
Cierro el libro, abro los ojos, salgo del laberinto del papel y la memoria a otro laberinto, el de mis sesenta años, en el que de pronto me han dejado solo.
¿Me han dejado solo? Como esos días oscuros en que súbitamente se abren las nubes y aparece el sol, así es mi estado de ánimo. Paso de la desesperación al entusiasmo con la misma presteza que el submarinista que asciende para respirar aire puro.
Al salir a la calle, camino de Las Salesas, luce el sol y yo tengo la certeza de que no estoy solo, de que alguien me lleva de la mano, como cuando era niño, y que ya no me soltará nunca.


Jueves, 17 de marzo
EL BIEN QUE TUVE

Andrés Trapiello, que no había querido volver a saber nada de mí desde que le di algunos tirones de orejas por la nueva edición de Las armas y las letras —benemérita y caótica, fundamental y caprichosa indagación sobre la literatura de la guerra civil—, se ha acordado de mí en estos días tristes y me manda un abrazo y dos versos del último libro de Eloy Sánchez Rosillo: “Haber tenido un bien como el que tuve / es poseer un don que no se agota nunca”.
El bien que tuve lo sigo teniendo para siempre.


Viernes, 18 de marzo
SU LEY, NO SU ACCIDENTE

“El hombre más fuerte es el que está más solo”, escribió Ibsen. Estos días he tenido ocasión de comprobar que si no soy precisamente el hombre más fuerte, tampoco soy el que está más solo.
También la verdad se inventa, decía Machado. Y yo me he ido inventando una rara familia en la que los nietos (en la cartera llevo el retrato de Ernesto disfrazado de astronauta publicada en la portada de este periódico el día de carnaval) aparecieron a veces antes que los hijos.
Hoy es el cumpleaños de uno de ellos. Le regalo un tesoro inagotable: nada menos que mil años de poesía española, desde los anónimos cantares medievales hasta Carlos Marzal. “¿Y por qué no estás tú?”, me pregunta. “No te preocupes, que ya estaré y para quedarme para siempre, no como la mayoría de esos antologados finales”, le digo sonriendo, aparentemente en broma.
Es posible que al comenzar a jugar la partida de póquer que es cualquier vida, no me dieran las mejores cartas, pero estoy seguro de que me he esforzado siempre por sacarles el mayor partido posible.
No he cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer: no haber sido feliz, como se lamentaba Borges en un soneto. Yo he sabido encontrar briznas de felicidad, incluso en estos días en que me he sentido infinitamente desdichado. A veces, bastaban unos versos para traer consuelo, como los que tantas veces he citado de Guillén: “Embiste, justa fatalidad. El muro cano / va a imponerme su ley, no su accidente”.


Sábado, 19 de marzo
SIN LÁGRIMAS

Nada diré de ti. No es necesario. Te transparentas, como bien visible filigrana, en todo lo que hago, estás en lo mejor que soy, en lo mejor que somos tus cinco hijos.
Sé que no te gustaría verme llorar. Por eso no lo hago. En este día azul y luminoso en el que por primera vez no iré a Avilés a verte, como todos los sábados desde hace casi treinta años, te escucho repetirme las palabras de Christina Rossetti: “Más quiero que me olvides y sonrías / que no que me recuerdes y estés triste”.
No estoy triste. Estás conmigo.

domingo, 13 de marzo de 2011

Al otro lado: La ciudad

Lunes, 7 de marzo
VIDAS PARALELAS

¿Cuántas vidas he vivido al margen de mi vida? ¿Cuántas que son mi verdadera vida? Me gusta fingir, soñar, ser otro. Me gusta engañar con la verdad. Mostrarme transparente y sin doblez y, sin embargo, estar lleno de trampas, de pasadizos secretos, de selváticos rincones donde acechan fangosas arenas movedizas…
No sé quién soy, no sé cuántos soy, y por eso nunca me aburro de mí mismo.



Martes, 8 de marzo
CON LOS OJOS CERRADOS

Antes de estar por primera vez en Burdeos ya había estado muchas veces en Burdeos. Una de las fascinaciones de mi adolescencia fueron las novelas de François Mauriac, esos secos y turbios folletines que tienen casi siempre en ella su escenario. Recuerdo una frase suya, que yo he aplicado más de una vez a Avilés: “Burdeos es ese puerto que nos hace soñar con el mar, pero desde el que no se ve ni se oye nunca el mar”.
Ahora paseo, no por la orilla de la ría, sino por la del Garona, ancho y soñoliento, que se despereza indolente en esta mañana de primavera. Sobre la fachada dieciochesca de la ciudad se alza la torre de San Michel, tras el Pont de Pierre.
Bajo del coche y creo que podría recorrer esta ciudad en la que no he estado nunca, pero con la que he soñado tantas veces, con los ojos cerrados. Esta es la calle Montesquieu, ahí al fondo, ocupando casi entera la redonda Plaza de los Grandes Hombres, brilla el mercado de cristal y acero; alrededor se colocan puestos de libros, como en el mercado de San Antonio en Barcelona. Al comienzo de la calle, en una pequeña plaza, muestra su fachada circular, con la doble columnata superpuesta, uno de los cines más hermosos del mundo. El edificio, de 1800, fue primero teatro; desde 1905 se proyectan en él películas. Camino hacia la izquierda y me encuentro con una ancha avenida que cruza el tranvía: es el Cours de L’Intendance; al comienzo, la casa de Goya: desde sus ventanas podía ver la Rue de Vital Carles, con las torres de la catedral de San Andrés al fondo.


Qué hermoso nombre el de la Place des Grands-Hommes. Fue creada, derribando conventos y supercherías, en los años de la Revolución. Es una plaza circular y las calles que llevan a ella homenajean a los grandes hombres que la hicieron posible: Rousseau, Voltaire, Condillac, Montesquieu, Diderot, y también, como no podía ser de otra manera, Montaigne, el señor de la Montaña, como le llamaba Quevedo, que fue, muy a su pesar, alcalde de la ciudad, y que no quiso más mundo que una torre llena de libros ni ser señor más que de sí mismo. Pero en el centro de esa plaza no hay ningún monumento a esos grandes hombres, sino un supermercado, el mismo en el que hago yo mis compras todos los sábados.
No cabe duda de que en esta ciudad estaría como en casa. Entre otras cosas porque aquí, a dos pasos, tengo la librería Mollat, uno de esos inagotables laberintos en los que no me importaría perderme para siempre. Me gusta ver sobre algunos libros recomendaciones del librero escritas a mano.
La librería Mollat está entre la Rue de Grassi y la Rue de la Port Dijeaux; en esa esquina espero a un amigo que se aloja en un hotel cercano. Y de pronto, ante la indiferencia de peatones y ciclistas, ocurre un prodigioso espectáculo. El sol se asoma por el arco de la puerta triunfal. Veo su ojo inmenso al fondo de la calle. Casi escucho la música de alguna apoteosis barroca. El astro rey se me aparece en todo su esplendor. Me obliga a inclinar la cabeza y a cerrar los ojos en señal de sumisa admiración. Un cotidiano milagro, al alcance de todos, pero del que yo soy el único testigo.


Miércoles, 8 de marzo
SER OTRO

Siempre me ha gustado la doble vida, esconder secretos en el sótano, que la mano derecha no sepa lo que hace la izquierda. En cada ciudad que visito me imagino una vida distinta, la verdadera vida, la que me habría gustado vivir. Hago deporte, me traslado a todas partes en bicicleta, me casé hace más de treinta años, mis hijos andan ya sueltos por el mundo, le soy fiel a mi mujer y a mis sucesivas amantes, tengo algunas deudas… En esa vida que me imagino no cambiaría mi vida por la de nadie.
Yo ahora la cambiaría por la de cualquiera, me gusta jugar a eso. Por la de este elegante sesentón, médico o banquero o alto ejecutivo de alguna multinacional, que se ha sentado en la terraza del Bar Castan, muy cerca de la Place de la Bourse, frente al río. Espera impaciente e intranquilo a alguien. Mira el reloj cuando todavía no hace cinco minutos que ha llegado. De pronto se levanta y corre al encuentro de una mujer muy joven, que no me parece especialmente atractiva. No escucho lo que se dicen, unas pocas palabras. Ella se aleja caminando lentamente, él se vuelve a sentar, mira el reloj…
Me cambie por quien me cambie siempre termino pareciéndome. Al final, por muchas vidas que me invente siempre acabo viviendo la misma vida, esperando a quien no llega aunque llegue.
En el bar Castan con su marquesina de cristales coloreados y su decoración de grutestos, apetece leer a Paul Verlaine o soñar con la “Invitación al viaje”, de Baudelaire, quien precisamente partió de estos muelles para el viaje de su vida: el 9 de junio de 1841 embarcó en el Paquebot des Mers du Sud con destino a Calcuta. Su viaje duró ochenta y tres días, pero Baudelaire no llegó a su destino, en la Isla Bourbon, derrotado por la melancolía y la nostalgia de París, se negó a continuar.
En el bar Castan, como en tantos otros lugares, quisiera ser quien no soy, yo que no sé quién soy.


Jueves, 10 de marzo
TELARAÑAS

Me gustan las ciudades que visito por primera vez, que no están manchadas por mi vida. Pero el temblor de lo desconocido, de los lugares inéditos donde todo es posible, dura poco. En seguida, como una araña minuciosa, tejo mi red.
Llego hasta la plaza en que se alza la torre afilada y negra de Sant Michel, con su cripta llena de momias y leyendas, y a su alrededor encuentro los desvencijados puestos del Campillín, escenario de mi paseo dominical. Varios bares de tapas me indican que por aquí se reunía la emigración española.


Me siento en los escalones del Grand Théâtre a contemplar el bullicio elegante de la plaza y recuerdo las escaleras de la catedral, en Perugia, frente al Corso Vannucci, aquellas interminables tardes de un verano que no terminó nunca. Dos adolescentes se miran felices y sonríen muy cerca de mí y yo los miro no sé si con envidia o con lástima. A la cabeza me vienen la inscripción que figura en alguna “vanitas” barroca: “Lo que eres fui; lo que soy serás”.
La Rue de Ste-Catherine es tan larga, más de un quilómetro, que me lleva hasta otra calle peatonal y comercial, la Rua de Santa Catarina en Oporto. Aquí, como allí, compro libros en la FNAC, los hojeo en un café, me dejo arrullar por una animación que no ha cesado desde el tiempo de los romanos cuando esta calle era el eje que atravesaba de norte a sur la ciudad.
La Explanada de Quinconces, con sus puestos de fritangas y su inmensa noria, trae sabor de infancia. Subo, por supuesto, a la noria. Nunca pierdo la oportunidad de ver una ciudad desde lo alto. Casi puedo darle la mano a la alada libertad que se encarama sobre una columna en el monumento a los girondinos. Me gusta el abigarramiento de esa inmensa fuente sin agua, con sus caballos encabritados, sus solemnes alegorías, sus diosas desnudas y esa extraña pareja que, en medio de todo aquel mitológico jaleo, se mira extrañamente a los ojos. Uno de ellos, el de más edad, muestra un poblado bigote decimonónico; el otro, algo más joven, es barbilampiño; los dos están desnudos; el mayor pone la mano tiernamente sobre el hombro más joven. ¿Qué habrá querido representar el escultor con esta muestra de camaradería viril? Yo los observo desde lo alto, indiferentes a la ciudad que se despliega en torno suyo y se deja acariciar por la media luna del Garona.


Entro en el Jardín Público, sin nadie en la primera hora de la mañana, por una palaciega puerta de hierro y heráldicos oros. Todo está como recién creado, como acabado de dibujar por la mano hábil de un botánico dieciochesco. No parece realidad, sino una coloreada lámina por la que me adentro en un silencio perfumado. En el lado norte, en una terraza adornada con columnas jónicas, me encuentro con “la apostura armoniosa y cansada / de ese joven que abraza a una quimera”, con el grupo escultórico de Pierre Granet que llenó de turbación la adolescencia de Mauriac y al que dedicó uno de sus juveniles poemas.


Camino luego por Les Chartons, el antiguo barrio de los vinos, que ha perdido su animación comercial y portuaria, pero no su misterio. Recorro el Quai de Bacalan, el muelle de los bacaladeros, ahora ocupado por una sucesión de restaurantes y galerías comerciales. Me siento frente al río, que brilla turbio, cierro un momento los ojos y estoy en Puerto Madero, frente al Río de la Plata, en unos solitarios días bonaerenses, a la espera también de algo que no llegaba nunca, aunque llegara.



Viernes, 11 de marzo
LE CAFÉ FRANÇAIS

“Estás lleno de misterios y secretos”, me dijiste una vez. “Si fuéramos transparentes, ¿qué interés tendríamos?”, te respondí. Sentado en Le Café Français, en la plaza de la catedral, miraba hacia el Palacio Rohan, el ayuntamiento de Burdeos, y recordaba aquel día de junio de 1940 en que aquí se reunió por última vez el gobierno antes de rendirse sin condiciones a Alemania. En este mismo café, un exiliado español, Chaves Nogales, aguardaba los acontecimientos. Estaba rodeado de gentes que bebían y charlaban y que aplaudieron cuando se supo que la guerra había terminado. Y siguieron aplaudiendo cuando, poco después, encerraron a los judíos en la gran sinagoga antes de llevarlos al matadero.


Esta ciudad luminosa está, como yo, llena de sombras, turbiedades y traiciones. Al día siguiente, diecisiete de junio, un militar llamado Charles de Gaulle, que no está de acuerdo con el vergonzoso armisticio embarca hacia Inglaterra. Surcando el Garona, un exiliado republicano, Chaves Nogales veía también “serenamente convertirse la tierra de Francia en una línea azul tenue que se desvanecía como fueron desvaneciéndose las ilusiones que habíamos puesto en aquella tierra”.


Sábado, 12 de marzo
A MENUDO

A menudo pienso que he desperdiciado mi vida errando siempre por las mismas calles, tomando café en los mismos sitios, practicando día tras día idénticas rutinas. A la cabeza me viene el poema de Cavafis: “No hallarás otra tierra ni otro mar. / No hay barco ni camino para ti. / En todo el universo destruiste cuanto has destruido / en esta angosta esquina de la tierra”.

domingo, 6 de marzo de 2011

Al otro lado: Elogio de la conversación

Sábado, 26 de febrero
CON LEZAMA

“Su imaginación le organizaba viajes suntuosos”. Antón Arrufat cuenta que visitaba a Lezama Lima, todos los martes, a las cinco en punto de la tarde. “Me recibía sentado en su sillón, una especie de poltrona que podía acoger su enorme cuerpo. Por esa época había engordado mucho, caminaba con dificultad y apenas se levantaba de aquel sillón de grandes orejeras y amplios brazos. Llegar al Paseo del Prado, a pocos pasos de su casa, le costaba un gran esfuerzo. Con solo cerrar los ojos –me dijo un día— puedo estar en la catedral de Zamora para oír la misa de domingo junto a Cristóbal Colón en vísperas de su viaje a América, ver a Catalina la Grande paseando por los márgenes del Volga congelado o asistir en el Polo Norte al parto de una esquimal que después se comerá su placenta. No necesito salir de mi casa para estar en el lugar que quiera cuando yo quiera”.
Lo que cuenta Antón Arrufat en Cuadernos Hispanoamericanos ya se lo escuché contar a él delante de la casa de Lezama, en la calle Trocadero, muy cerca de la elegancia decimonónica y desastrada del Paseo del Prado. Nos acercamos a mirar por la ventana, junto al doble portal vagamente manuelino, y me señaló el lugar en que se sentaba Lezama. “En la pared había una gran fotografía sepia de su padre difunto, un hombre apuesto, vestido con uniforme militar”.
A través de las palabras de Arrufat, esta solitaria tarde de domingo me llega algo de la magia de Lezama, aquel asmático ballenato al que la Revolución dejó embarrancado en un rincón penumbroso de la Habana vocinglera. Abro un libro y vuelvo a escuchar su voz, que no he escuchado nunca: “En el banquete literario, el americano viene a cumplir la función del que realiza la prueba mayor. Después de las bandejas que traen el horneado, las frutas sonrientes y el costillar auroral del crustáceo, viene la perilla postrera. El occidental, amaestrado en la gota alquitarada, añade el refino de la esencia del café, que trae el deleite de algunas overturas a la turca de Mozart”.
Me he pasado la vida buscando el interlocutor adecuado. Esta tarde sin nadie sueño con la conversación habanera de Lezama en una habitación llena de humo y de fantasmas.



Domingo, 27 de febrero
DIOS Y YO

“¿Cómo no vas a creer en Dios —me dice Cristian— si siempre estás hablando de él?”.
“Claro que creo en Dios –le respondo—, lo que no creo es que exista”.


Lunes, 28 de febrero
EMPIEZO A PREOCUPARME

Larga conversación telefónica con un viejo amigo sevillano, al que cada día se le nota más lo facha que quizá siempre fue. Todavía no identifica la verdadera realidad, la que se esconde detrás de las mentiras de los políticos, con lo que cuenta La Gaceta de los Negocios, pero poco le falta. Yo, como siempre, no trato de rebatir sus creencias, sino de poner un poco de rigor en los razonamientos. Empeño inútil, por supuesto. Tras una hora de charla, nos despedimos amablemente, convencido él de que yo soy un dogmático y yo de que, una vez más, soy el único que se muestra razonable y el único que no confunde hechos con opiniones.
Cuelgo el teléfono, y comienzo a preocuparme. A ver si voy a ser como aquel automovilista que oye en la radio que hay un vehículo que circula en dirección contraria; mira por la ventanilla y exclama asombrado: “¿Uno? ¡Todos, todos!”.



Martes, 1 de marzo
TIEMPOS Y LUGARES

La mitad de mi vida transcurre con los ojos cerrados, en otra dimensión de la vida. Me basta cerrar un momento los ojos, como Lezama, el viajero inmóvil de la calle Trocadero, para sentir en torno mío el novelero ajetreo de este café de la calle Peligros, esquina Alcalá. Aquí llegó, a finales de 1891, un joven guatemalteco acompañado de Alice, su novia francesa. Se le ocurrió darle un beso cariñoso, como era habitual en París, y ambos estuvieron a punto de ser linchados. En el café Fornos, los madrileños de la época, no consentían semejantes inmoralidades, salvo discretamente en los reservados del primer piso.
Ahora el antiguo Fornos es uno de los innumerables Starbucks que han invadido Madrid; a mí me trae el recuerdo de Nueva York y de aquel café de la librería Barnes & Noble que se asoma sobre los árboles y el mercado perfumado y colorista de Union Square.


Se superponen tiempos y lugares, como en un poema de Juan Ramón Jiménez, en esta esquina de Madrid en la que dejo pasar el tiempo junto a un amigo que sabe que callar juntos es a veces la mejor manera de conversar.
La vida es una cosa que sin duda sucede en el pasado, como la lluvia en el soneto de Borges. Pero en un pasado que no acaba de pasar nunca y que alarga la mano hasta este presente fuera del tiempo, anticipo de la eternidad.


Miércoles, 2 de marzo
ACERCA DE LA POSTERIDAD

Asciendo por una desangelada Cuesta de Moyano. En los apáticos puestos de libros, nada que me llame la atención. Recuerdo melancólico los días en que estos paseos eran una fiesta. De pronto, uno de los aburridos libreros me reconoce. “De poesía tengo poco”, dice. “Ahora me interesan más otras cosas —le respondo—. Ya he perdido demasiado tiempo leyendo a poetas que ni siquiera eran malos, solo mediocres, o ni siquiera poetas, solo jóvenes”.


Le compro un libro de Jorge Wagensberg que habla de ciencia y de literatura y me regala una novela de Adelaida Las Santas, Poetas de café. “No es una gran novela, ni siquiera es una novela, pero resulta curiosa”. Luego, cuando ya me he alejado, se acerca corriendo para regalarme otro libro, Versos con faldas, historia y antología de una tertulia fundada por mujeres allá por 1951.
Ambos títulos valen poco, hablan de poetas que ya no significan nada, si es que alguna vez significaron algo, de tiempo desperdiciado en un amor no correspondido por la literatura. La grisura de la fría tarde madrileña y de estas páginas me llena el alma. Entreveo mi futuro literario: ceniza y nada en el revuelto montón de los libros que a nadie interesan.
Pero el desánimo no tarda en desaparecer. Por un lado (aunque ya sé que estas cosas no se deben decir en público) estoy bastante seguro de que no va a ser así y, por otro, si me equivoco, no me voy a enterar.
“¡Siempre tan vanidoso!”, me dice mi interlocutor favorito. Vanidoso, sí, pero del género menos molesto: como los elogios que prefiero son los de la posteridad, nunca andaré por ahí mendigando homenajes, premios, nunca seré un resentido, como casi todos los poetas de mi edad.



Jueves, 3 de marzo
ÉRASE UNA VEZ

Qué buen comienzo para una historia: “A la gente no le parece posible que una muchacha de catorce años abandone su casa en pleno invierno para vengar la muerte de su padre, pero entonces no pareció tan extraño, aunque he de admitir que no era una de esas cosas que ocurren a diario. Yo tenía catorce años recién cumplidos cuando un cobarde que utilizaba el nombre de Tom Chaney disparó contra mi padre en Fort Smith, Arkansas, quitándole la vida, el caballo y ciento cincuenta dólares en efectivo, aparte de dos piezas de oro californiano que llevaba en el cinturón”.
La novela de Charles Portis, Valor de ley, nos la vuelven a contar los hermanos Cohen y la sala de cine tiene de nuevo ese chisporreteo hipnótico que tanto me fascinaba en la adolescencia.
No sé cuál es el secreto de una buena historia, pero sé reconocerla de inmediato. Sé que aunque parezca hablar de otra cosa habla siempre de mí, de los fantasmas y terrores que me quitan el sueño, de las vidas que me habría gustado vivir. Y que vivo de veras en cuanto oigo el mágico “érase una vez”.


Viernes, 4 de marzo
LA VERDAD

“Quien confunda la sinceridad con la espontaneidad –afirma García Montero— está condenado a opinar sobre él mismo y sobre el mundo desde una posición muy ingenua. La buena gente de la calle habla mucho, opina, dice casi siempre lo primero que se les ocurre y repiten como loros aquello que otros han puesto en el ambiente como sentido común, como opinión dominante. Creen ser sinceros y son bandadas de loros. La verdad es un punto de llegada, al que quizá nunca llegamos del todo, pero podemos ir acercándonos cada vez más. La verdad es un ejercicio de descubrimiento de nuestras relaciones con el mundo y de nuestra propia intimidad”.
No debería decirlo, pero cada vez me interesa menos la simple opinión de la gente, amigo Cereijo. No estoy muy lejos de pensar como Antonio Machado: “¿Tu verdad? No. La verdad. / Y ven conmigo a buscarla. / La tuya, guárdatela”.


Sábado, 5 de marzo
PLACER Y TRABAJO

En el libro de Wagensberg, que compré el otro día en la cuesta de Moyano, encuentro un elogio de la conversación: “Los momentos y lugares más creativos de la historia de la humanidad han ocurrido sencillamente cuando mejores han sido las condiciones para conversar”.
Yo me creo un buen conversador, pero mis amigos no piensan lo mismo. Y probablemente tenga razón: carezco de paciencia para las tonterías ajenas, las opiniones desinformadas. Conversar es algo más que decir lo primero que a uno se le viene a la cabeza.
Mi interlocutor ideal es más joven que yo, sabe menos, pero es más listo. Aunque presumo de inteligente (y me esfuerzo por serlo), no me resulta difícil encontrar quien me supere: la agilidad mental (como la agilidad física) es cosa de juventud. A partir de cierta edad, hay que hacer diariamente ejercicio para no tener barriga y para que las neuronas no se oxiden. A mí no me importa tener barriga, pero me esfuerzo todo lo que puedo por tener siempre en forma mi principal herramienta de placer y trabajo.