sábado, 25 de marzo de 2023

En la retaguardia: Poesía y alrededores

 

 

Domingo,  19 de marzo
ELOGIO DE LOS VASCOS

Aprovecho la mañana, tras el habitual revolver entre los puestos de libros del Fontán, para darme una vuelta por la exposición sobre la revista Clarín en la biblioteca. Como al día siguiente de la inauguración marchaba de viaje, no tuve tiempo de verla con algún detenimiento. En las cartas de los colaboradores, que no seleccioné yo, sino Juan Miguel, el director, encuentro algunas sorpresas. Unas gratas, otras menos. Entre las primeras, el elogio que Andrés Trapiello le dedica a Jon Juaristi allá por 1987, cuando yo preparaba La generación de los 80: “Me enteran de que vas a incluir a Jon Juaristi en la antología. Esa es una buena noticia. Juaristi, que sale de Unamuno y Blas de Otero, tiene como todos los vascos una dureza agradable y un humor lleno de bondad, nunca cínico ni amargo. Es buena compañía y te alabo tu selección y gusto”.  Entre las segundas, la sarcástica diatriba de Felipe Benítez Reyes, a quien siempre he admirado (con leves reparos, según costumbre), pero que parece guarda resquemores contra mí desde antiguo. Me gusta especialmente ese elogio a los vascos que encuentro en las palabras de Trapiello. No sé si ahora, con su deriva centralista, las suscribiría. 



Lunes, 20 de marzo

NO ME GUSTA LEER

No me gusta leer en voz alta mis poemas ni que me lean los suyos otros poetas, pero me temo que esta semana va a ocurrir reiteradamente una cosa y otra. Vengo del mester de clerecía, no del de juglaría. Los poemas los fui descubriendo, deslumbrado, en los libros de la biblioteca pública o en los pocos que iba comprando hasta que comencé a trabajar y tuve algún dinero. Aquellos primeros poemas me los aprendía de memoria y todavía los recuerdo. Una vez me salvaron la vida. Pero es una historia de viejos tiempos que no me gusta contar. Me los iba recitando aquellas noches de aislamiento malherido en las que era imposible dormir. En voz alta me ha gustado leerlos, o recordarlos, en las clases. Más de una vez he dictado de memoria el poema del que íbamos a tratar y que había olvidado traer entre mis papeles (ahora lo buscaría en el teléfono). Pero no me gusta leer mis poemas ante un auditorio. Si tengo que hacerlo, por compromiso, lo hago apresuradamente y como para salir del paso. No me agrada convertirme en actor de mi intimidad, aunque la poesía sea, o pretenda ser, ficción. Hay cosas que uno le susurra a cada lector a solas, pero que no diría en voz alta y en público. Escribo para que me lean, pero no para leerle yo lo que escribo a nadie. Y me gusta leer —o recordar— los poemas que admiro en el momento en que los necesito, no a hora fija y en una voz que no es la mía, aunque sea la del autor. Manías, ya lo sé. Unamuno, al que tanto admiro, tenía la costumbre de leer sus escritos al primero que encontrara. A Baroja le hizo escuchar de un tirón unos cuantos cientos de versos de El Cristo de Velázquez y no se lo perdonó nunca; yo tampoco se lo perdonaría. Pero que te lean versos es menos grave que tener tú que leerlos. Cuando me los leen, al segundo poema, o a veces antes: a los pocos versos, me pongo a pensar en otra cosa.

Martes, 21 de marzo
BUENA GENTE

Paso la tarde en Coya, un hermoso lugar del concejo de Piloña, con su ermita del siglo XVIII que se disputan la virgen de Guadalupe y la del Carmen, su colorista chigre del siglo XIX, sus casonas de indianos y su verdor intemporal. Mientras en la ermita se leen y se cantan versos, yo paseo por los alrededores: “A mis soledades voy, / de mis soledades vengo…”

Me gusta estar con la gente, con la buena gente, pero no me gusta menos estar conmigo, que también soy buena gente, aunque no siempre lo parezca.

Miércoles, 22 de marzo
RAZONES DE UNA INVITACIÓN

En la cafetería Noor, hojeo la correspondencia entre Victoriano Crémer y José García Nieto, que Xelo Candel Vila acaba de publicar con muy precisas anotaciones, y sonrío al encontrarme con lo que el primero le dice al segundo a propósito de la invitación de Ana Mariscal a una reunión literaria con motivo de las fiestas leonesas de San Juan: “si como poeta vale poco, como mujer está muy buena”.

Algo hemos avanzado. Esas cosas, hoy en día, a nadie se le ocurriría escribirlas, aunque pudiera pensarlas.

Jueves, 23 de marzo
OVNIS EN ZAMORA

¿Pero no vas a decir nada de la moción de censura de Tamames?, me pregunta un amigo.

Pues no, no voy a decir nada. ¿Qué podría decir yo que no haya sido dicho? Pero sí puedo contar una historia verdadera de cuando estuvimos los dos a punto de ser abducidos por extraterrestres. Ocurrió muy a principios de siglo, cuando el centenario de Clarín. Interveníamos en un homenaje al escritor al que nacieron en Zamora organizado por el Ayuntamiento de esa ciudad. Al día siguiente, tenía yo una presentación en Madrid y Tamames se ofreció a llevarme en su coche. Tamames habló de una especie de continuación de La Regenta que había publicado por entonces. José Luis Piquero dice que es la peor novela que se haya escrito nunca. Yo le respondo que no hay que exagerar, que solo es una de las peores. Tras las charlas, con abundante público, el alcalde nos ofreció algo que picar y mucho que beber acompañados de los notables de la localidad. Yo me aburría, deseoso de marchar, mientras Tamames charlaba con unos y con otros y trasegaba muy cortés todos los afamados vinos que le ofrecían. Yo le miraba cada vez con más susto, pero uno de los asistentes, al que no me habían presentado, se me acercó y dijo señalando el vaso de agua que tenía en la mano: “Conduzco yo”. Era un poeta —luego me mandaría uno de sus libros—, del que no recuerdo ahora el nombre, que hacía un poco de secretario del ilustre profesor. “Nos queda poca gasolina, pararemos en una gasolinera que está aquí a la salida”, dijo cuando por fin subimos al coche. Pero era Semana Santa y esa gasolinera estaba cerrada. Y también otra a la que fuimos a continuación. El caso es que acabamos quedándonos sin gasolina en una carretera desierta una deslumbrante noche de luna llena. Yo pensé: “Es en momentos así cuando, al menos en las películas, suele aparecer un ovni”. Pero por allí cerca no había campos de maíz. Yo miré hacia el cielo y de pronto me pareció que un objeto volante no identificado tapaba el disco de la luna. Pero quizá solo fuera un ave nocturna. Quienes aparecieron fueron los policías de un pueblo cercano. Bajaron del coche y, apenas intercambiados los primeros saludos, tras una breve llamada de teléfono, dejaron en el suelo la lata de gasolina que uno de ellos traía, volvieron disparados hacia su vehículo y partieron a toda velocidad. ¿Qué habrá pasado?, nos preguntamos. Y yo pensé que quizá los alienígenas habían comenzado en algún remoto poblachón de Zamora su invasión del planeta. El caso es que aquella lata nos permitió llegar hasta una gasolinera próxima y continuar sin incidentes hasta Madrid. Por entonces ya Tamames, que debía tener menos años de los que yo tengo ahora, me parecía una figura de otro tiempo, de cuando Alberti cantaba aquello de “Amnistía, amnistía / y Tamames a la alcaldía”, o algo semejante. El secretario, siento no recordar su nombre, me dijo que sus libros sobre economía se seguían vendiendo bien y que tenían mucho éxito en China. También me habló de las fiestas que daba en su ático madrileño por las que pasaba todo el que era alguien en Madrid, incluida la infanta Elena.

Viernes, 24 de marzo
PARA SIEMPRE

Termino esta fatigosa semana —podrá no haber poesía, pero siempre habrá poetas, como creo que dijo Bécquer— leyendo unos poemas de Víctor Botas en el mismo lugar de Avilés, la cafetería La Serrana, en el que tomamos café tantas tardes y en el que me fue enseñando sus versos a medida que los escribía. Han pasado cuarenta años desde entonces —pronto hará treinta que murió— y ahí siguen los poemas sin una arruga. Supo convertir las triviales miserias de su vida, de cualquier vida, en “una música, un rumor y un símbolo”, como su maestro Borges; hizo de su tristeza “un lento, solemne buque solitario” y lo puso a navegar “por la noche imposible de los tiempos”.

            Se me acercan también otras sombras que frecuentaron este lugar: Ana de Valle, José Manuel Feito, Marian Suárez, Eugenio Bueno. Eran los días de Jueves Literarios. El tiempo pasa, pero no todo pasa. Quedan un puñado de poemas y los buenos amigos que lo siguen siendo para siempre.


sábado, 18 de marzo de 2023

En la retaguardia: Las magnolias de Lyon

 

Domingo,  12 de marzo
HÒTEL-DIEU

Siempre tiene algo de aventura llegar de noche a una ciudad que desconoces. El hotel en que paro está al lado del río, así que mi primer saludo es para el Ródano, un viejo conocido de Ginebra y de Borges. Al otro lado, un alargado edificio neoclásico se refleja sobre las negras aguas. Atravieso el puente de la Guillotière y encuentro abierto uno de sus portones. Lo cruzo y llego a otra ciudad que parece fuera del tiempo: un laberinto de claustros y de calles soportaladas. Suena una música apenas perceptible. Creo estar solo, pero pronto comienzo a encontrarme con fantasmas. Una placa me advierte de que allí ejerció de médico Rabelais; en los laterales de uno de los claustros hay largas listas de donantes, desde el siglo XVI hasta hoy, algunos muy generosos; también me entero del nombre de los judíos que fueron enterrados en este lugar como cientos de protestantes cuando estaba prohibido enterrarlos en cualquier parte. Por fin encuentro un cartel que me explica dónde estoy: Grand Hôtel-Dieu. Un centro comercial con restaurantes, tiendas de moda, cafés, un mercado, una ciudad internacional de la gastronomía, un hotel y un Museo de la Ilusión. Como colecciono centros comerciales, añado otro a mi colección. Y me entero de su historia que se inicia en el siglo XII. Fue hospital, hospicio, albergue de peregrinos, centro sanitario hasta casi ayer mismo. En 2010, se clausuraron todos sus servicios médicos y hospitalarios. Ahora le han lavado completamente la cara, pero algo queda del dolor de entonces. En el patio de San Luis, escucho el rumor de una fuente, apenas interrumpido a ratos por las campanadas de la capilla, y dejo pasar el tiempo sin pensar en nada. Lyon me ha acogido de la mejor manera: haciéndome un sitio en su galería de fantasmas. 

Lunes, 13 de marzo
LA NUEVA SAFO

El Grand Hôtel-Dieu de día es tan solitario como de noche. En ninguna tienda, en ningún local hay clientes, nadie pasea por sus arcadas, aunque el día, ventoso y desapacible invita a ello.

Frente a la hermosa fachada de la capilla y a su puerta principal está el café Le Republique, que de inmediato convierto en mi refugio. Ayer un amigo me envió el soneto que le había dedicado Jon Juaristi, de tema místico e inspirado en la discusión del pasado miércoles en la tertulia: “Noche arriba te irás por las esferas / a la zaga del Dios desconocido / y de los amos del saber prohibido / traspasarás fortines y fronteras”. Como somos los más viejos poetas de la tertulia, entre Juaristi y yo hay una cierta rivalidad, como si nos disputáramos la admiración de los más jóvenes. Quizá por eso, y porque no he traído ningún libro, saco mi cuaderno y escribo de un tirón, algo no demasiado frecuente, un soneto contradiciendo al suyo, o lo que yo recordaba del suyo: “Desciendes por secretas galerías / para encontrar a Dios en el abismo, / movido por un negro silogismo / que confunde las noches con los días”.

Termino el soneto, salgo a la plaza y qué sorpresa la mía al encontrarme con una placa que indica la casa en que vivió Louise Labé, la Bella Cordelera, la nueva Safo, la poeta del Renacimiento autora de memorables sonetos de amor y que, al parecer, según recientes investigaciones, fue solo una invención de un grupo de poetas ociosos. Me apetece releerla y busco un libro suyo en una librería cercana, una sucursal de Gibert Joseph, que tan buenos recuerdos me trae de aquellas otras llenas de saldos del boulevard Saint Michael que frecuenté hace siglos. No encuentro los poemas de Louise Labé, pero sí la misma edición del diario de Renard que yo compré hace más de veinte años para Javier Almuzara, que quería traducirlo, y que no había vuelto a ver. Sus más de mil páginas están a muy buen precio: veinte euros. Lo abro al azar y sonrío: “El trabajo de las letras es el único en el que se puede, sin hacer el ridículo, no ganar dinero”. Y no querer jubilarse nunca.

Martes, 14 de marzo
UN CAFÉ CON DUFY
 

El Museo de Bellas Artes de Lyon está lleno de maravillas, pero yo me detengo sobre todo en una en la que nadie repara: el mural de Raoul Dufy que está en la cafetería. Fue pintado en 1937, cuando la Exposición Universal, para decorar una sala para fumadores del Palais de Chaillot. Representa al Sena desde París hasta el mar y está lleno de detalles a la vez realistas y alegóricos. Para compensar la desatención habitual, le dedico más tiempo que al colorista Veronesse o a la musculosa Koré que viene del Partenón. Y de la fatiga del museo me compensa con creces el patio ajardinado a cuya puerta se asoma la gran fuente de bronce de la Place des Terreaux. Parece que primero estaba destinada a Burdeos y la figura principal representaba al Garona, pero como en Burdeos no tenían dinero para pagarla el río cambió de nombre y ahora representa a un Ródano que ha perdido su masculinidad.


Miércoles, 15 de marzo
EL PUEBLO UNIDO

Me acerco, como simple curioso, a la enésima  manifestación contra el retraso en la edad de jubilación que avanza por el Cours Gambetta y de pronto vuelvo a tener veinte años (aunque quizá nunca he dejado de tenerlos) y me entran ganas de sumarme a ella. Pero no, solo la sigo como un observador curioso, entremetiéndome acá y allá. Me fascinan los movimientos de los policías que la preceden. Caminan de espaldas, a ratos colocando unos las manos sobre el hombro de otros, con movimientos estudiados casi teatrales (o eso me parece a mí), guardando siempre la misma distancia de la cabecera de la manifestación. Parecen más protegerla que otra cosa. Yo escucho los gritos, entre ellos —y en español— el clásico “El pueblo unido / jamás será vencido”; oigo cantar el “Bella ciao” y también la Marsellesa. De pronto me temo le peor. Entre los manifestantes y la policía aparece un hombre dando gritos, borracho o loco. Se acerca a los policías. Empuja a uno. Tiene aspecto árabe.

Pero no pasa nada. Un compañero se acerca para llevárselo. Lo consigue con dificultad. En la acera, tropiezan con una mesa y tiran vasos y tazas al suelo. Me sorprende tan civilizada policía. Me dan ganas de tomarlos como pretexto para hacer un elogio de la democracia.

Otro aspecto tienen los policías que cortan la calle, junto al Hôtel-Dieu, que da acceso a la plaza Bellecour. La manifestación es obligada a desviarse por el lado del río. Hay un momento de tensión. Un grupo de los más exaltados grita pidiendo el paso. Comienzan a volar adoquines. Y la respuesta son los violentos chorros de agua. Peligroso seguir filmando o sacando fotos. Me alejo corriendo entre la temerosa multitud. Pero no sin observar un pequeño milagro. En el chorro que lanzan hacia el puente de la Guillotière aparece de pronto un hermoso arco iris.

            Dando un pequeño rodeo, la manifestación termina en Bellecour, donde una pancarta colocada sobre la estatua de Luis XIV menciona a Macron, el rey que no escucha.

El final de la manifestación tiene algo de fiesta, de fiesta de la democracia, en la que me gusta participar. Recuerdo los versos de Aleixandre: “No es bueno quedarse en la orilla, / como el molusco que quiere perpetuamente imitar a la roca”.

Jueves, 16 de marzo
DE RÍOS QUE SE VAN

En la misma punta de Presqu’Îlle, donde se juntan el Ródano y el Saona (en francés el primero es masculino y el segundo femenino, lo que da lugar a muchas previsibles alegorías), se alza el nuevo museo de las Confluencias. Llego con temor de que sea solo un aparatoso continente que se puede llenar con cualquier cosa, como tantos museos contemporáneos, y me sorprende encontrarme con una interrogación sobre el sentido de la vida y el lugar del ser humano en el universo.

Donde se juntan los dos ríos camino de la mar, contemplo un cuervo que ha venido a posarse sobre las ramas secas de un árbol y también me pregunto sobre el sentido de mi vida, cada vez más cerca de la desembocadura, aunque yo —por mucho que me lo repita— no acabo de creérmelo. 

Viernes, 17 de marzo
EL MEJOR REGALO

El primer día las encontré, todavía tímidas, en las plaza de la Bolsa; ayer una amiga me llevó a contemplarlas en todo su esplendor en la plaza Des Celestins, custodiando el teatro.

Es el primer milagro de la primavera. Me dicen que la floración de las magnolias solo dura unos pocos días a mediados de marzo. Los días de mi estancia, como si la ciudad me alargara un ramo de bienvenida. No me puedo imaginar más hermoso regalo. Salvo contemplarla, desde lo alto de Fourvière, tendida a mis pies, león manso, laborioso y generoso.


sábado, 11 de marzo de 2023

En la retaguardia: Soy peor

  

Sábado, 4 de marzo
VIAJE POR ESPAÑA

Siempre me han gustado tanto como los que se hacen en el espacio los viajes en el tiempo. Matilda Betham-Edwards, una escritora victoriana de la que no había oído hablar, me lleva a la España de finales del reinado de Isabel II, con unos días preliminares en la Francia de Napoleón III y un epílogo en Argelia. “¡Qué absurda idea —exclama Matilda— esa de que para viajar con comodidad hay que hacerlo con poco equipaje! Si tuviera que escribir un manual de turismo, pondría al comienzo: Viaje siempre con sus mejores galas y con media docena de baúles por lo menos”. Ella predica con el ejemplo. Su vagón de primera clase, reservado para las señoras, en el que casi siempre viajaron solas, “bajo los asientos, encima de estos  y en lo alto, llevábamos apilados una variedad infinita de paquetes, un botiquín, un baño de goma plegable, un cesto con provisiones (precaución que no hay que descuidar), dos o tres paquetes de libros, dos o tres fardos de cobertores, un maletín de cuero con material para pintar, varios blocs de dibujo de diversos tamaños, una bolsa de seda con agujas e hilos y, por último, un bolso con innumerables adminículos diversos, tales como cuadernos, prismáticos, pasaportes, tetera, bolsa de agua caliente, infiernillo, cojín confortable y zapatillas”. Y ni una de esas cosas les sobró ni les causó más molestias que las propinas que tuvieron que darle a los mozos cuando cambiaron de tren. En el vagón desayunaron, comieron y cenaron, escribieron cartas y sus diarios, remendaron ropa, dibujaron, prepararon té, leyeron. No iban ni por la mitad del recorrido cuando ya habían leído todos los libros, y eso que llevaban consigo más de medio centenar en francés, alemán, inglés y español, entre estos últimos los cuadros de costumbres de Mesonero Romanos, que califica de “deliciosos y picantes”. También un ejemplar del Quijote, que considera imprescindible para entender España.

            Todo en Viaje por España hasta el Sahara, publicado en 1868 y ahora traducido por primera vez al español, acredita la perspicacia y la inteligencia de la autora. Cómo disfruto acompañándola en su viaje.

Domingo, 5 de marzo
TRANQUILA FELICIDAD

Soy fácil de contentar. Si solo me preocupara de mí mismo, sería el hombre más feliz del mundo. Tenía la intención de ver esta tarde Una historia verdadera, esa rara película de David Lynch, pero llego unos minutos tarde al Filarmónica y no me dejan pasar. Aprovecho para dar un paseo por el Campo de San Francisco, con la luna espiándome entre las ramas, y al llegar a la parte alta me sorprende una música como de verbena y un cantante melódico que susurra palabras de amor. Alzo la vista. Están iluminados los grandes ventanales de la residencia de ancianos que ocupa la esquina con Calvo Sotelo. Parejas de baile pasan de vez en cuando junto a los cristales. Me invade una sensación de tranquila felicidad. Como todo el mundo, alguna vez he pensado con terror en el momento en que me vea obligado a ingresar en una residencia. Pero en cualquier parte se puede ser feliz, lo compruebo esta tarde en que paseo solo y escucho una alegra música con la luna por toda compañía.

            Si solo me preocupara de mí mismo, sería el hombre más feliz del mundo, repito. Pero ahora me obsesiona ese amigo que rueda por el precipicio sin que yo pueda hacer nada por evitarlo. El único enemigo del que nadie nos podemos defender somos nosotros mismos. 

Lunes, 6 de marzo
ILSE Y BAREA

A veces una bien intencionada defensa es peor que cualquier ataque. Cuando Félix Grande publicó su libro La calumnia, nadie pensaba ya que Luis Rosales hubiera tenido algo que ver en la muerte de Lorca. Pero después de leer ese voluminoso compendio de todo lo que se dijo o se dejó de decir sobre el asunto, mucho de ello en papeles inencontrables, era difícil que no nos quedara alguna sospecha de que algo había, de que no todo estaba claro.

            Cuando tuve que presentar a Víctor de la Concha en la cátedra Alarcos, hacía poco que había aparecido un voluminoso libelo, El cura y los mandarines. de Gregorio Morán. A mí me pareció una vergüenza que se publicara un libro así, con tanto desprecio por las personas como por la exactitud de los datos. Lo dije en público y algunos descerebrados me acusaron de defender la censura. El más maltratado de todos los que aparecen en el libro era Víctor de la Concha y yo me creí en el deber de defenderlo en la presentación. Gregorio Morán decía que era un escritor ágrafo y que todas sus obras cabían en un folleto de pocas páginas. Comencé citando sus libros y las reseñas de tantos años en el ABC y luego le defendí de otras insidias. Pero no le hicieron ninguna gracia mis palabras, contra lo que yo esperaba. Se puso a hablar de la prosa de Santa Teresa de Jesús sin agradecérmelas. Al final de la conferencia supe por qué: bastantes personas se me acercaron para pedirme datos del libro de Gregorio Morán, del que no tenían noticia y sobre el que yo les había despertado el interés. Como Félix Grande, sin quererlo, había contribuido a propagar la calumnia, los chismes que circulaban por aquella Vetusta en la que Víctor de la Concha, antes de iniciar su marcha hacia el Toisón de Oro, fue cura.

            Pienso en estas cosas leyendo el libro que Michael Eaude le ha dedicado a Arturo Barea. En los años cincuenta, cuando el éxito en inglés de La forja de un rebelde, la prensa del régimen dudaba de que fuera un escritor español el autor de sus obras. Insidias franquistas que todo el mundo tenía olvidada. Pero resulta que ahora, hojeando a Eaude, me encuentro con el epígrafe: “¿Escribió Barea su propia obra?”. Naturalmente la conclusión es que sí, pero a los lectores nos deja con la mosca tras de la oreja. ¿En un libro sobre Sender, Aub o Ayala, por citar a tres autores exiliados, se plantearía esa pregunta? Solo tiene sentido si existen dudas razonables. La forja de un rebelde se publicó por primera vez en español en Argentina el año 1951; estaba traducida del inglés y muy torpemente traducida. A propósito de La raíz rota, Marra-López escribió, según cita Eaude: “está infamemente escrita o retraducida, igual que sus libros anteriores”. Lo cierto es que el original español de las obras más importantes de Barea se ha perdido o no existió nunca. Lo que conocemos es la traducción inglesa de Ilse Kulcsar, una escritora austriaca con la que se casó en 1938. ¿Es tan autor de sus obras Arturo Barea como el príncipe Enrique de su exitoso En la sombra? ¿Es solo el protagonista de lo que otro pone con arte en el papel? Barea no es el príncipe Enrique con Ilse como escritor fantasma, pero parece que la versión española no pasó de borrador que fue mejorado en la versión inglesa —que se fue haciendo a la par— y que por eso desapareció. De la defensa que Michael Eaude hace de Barea nos queda la sospecha de que sus obras principales deberían hacer constar en la portada que están escritas con la colaboración de Ilse Kulcsar.

Martes, 7 de marzo
QUÉ RARO ES EL MUNDO

Es que para ti todo el que no piensa como tú es que no piensa  —me reprocha a menudo José Cereijo.

            —No diría yo tanto. Pero la polémica del solo —no la del solo sí es sí, sino la del “aleluya, vuelve la tilde”—, me ha servido para acrecentar la lista de bobos ilustrados. ¿Es que Pérez-Reverte, Sergio del Molino, Berna González Arbour no han leído nunca un libro publicado, no ya en los siglos XVIII o XIX, sino en la primera mitad del XX? Se habrían dado cuenta de que las normas ortográficas, que son una convención, no nacieron con la lengua española y que tildes y más tildes tan innecesarias como las de solo o este, ese y aquel han ido siendo eliminadas a lo largo de los años. Acaban de aparecer en facsímil las obras completas de Gabriel Miró, cuya primera edición es de 1930. Nada más abrirlas me encuentro con un “Fué avanzando”. ¿Habría también llantina y crujir de dientes cuando se decidió suprimir la tilde de los monosílabos tónicos y conservarla solo cuando había otro igual átono? Qué raro es el mundo. Parece que se puede ser periodista de cierto nombre o eficaz novelista e incluso académico, como Pérez-Reverte, y no tener ni idea de las más simples cuestiones gramaticales.

Jueves, 9 de marzo
URRACAS EN LA LUZ

“Ese árbol parece una reseña tuya, está lleno de pegas”, me dice José Manuel Gómez Feito señalándome uno lleno de urracas. Y los árboles cercanos están igual. Nunca había visto semejante asamblea de esas aves a las que se les acusa de ladronas sin demasiado fundamento. Vuelvo de leer mis poemas en el avilesino Barrio de la Luz. No me gusta leer mis versos en público, pero me gusta hablar en público de poesía o de cualquier cosa y debatir con los asistentes y decir cosas que no suelen decirse pero que son muy obvias. “No es tan malo como parece”, me disculpa Isabel Marina para cerrar el debate. Pero yo tengo que añadir siempre la última palabra: “Soy peor”.

 

 

 

 

sábado, 4 de marzo de 2023

En la retaguardia: Nadie conoce a nadie

 

Sábado, 25 de febrero
CORAZONES ROTOS

Conocí esta historia en 1990. Me la contó Emilio Alarcos durante un curso de verano en Laredo. Allí coincidí fugazmente con Claudio Rodríguez y más tiempo con José Agustín Goytisolo. Acompañaba a su padre Miguel Alarcos, que entonces tenía poco más de diez años, pero que de vez en cuando intervenía en los coloquios sobre la poesía del cincuenta con mucho más tino que la mayoría de asistentes. “A mí este Miguel, tan genial, me asusta un poco”, me dijo un día Goytisolo durante el desayuno, poco antes de que el pequeño Alarcos bajara a leernos el poema que, como cada mañana, acababa de escribir.

            —Ángel González tiene dos hijas, que le llaman tío Ángel y que le quieren y a las que quiere mucho. La madre estaba casada con un militar y llevan su apellido. Fue el gran amor de su vida. Cuando se marchó a América, le propuso a María acompañarle, pero ella no quiso o no pudo o no se atrevió.

            Esto fue lo que me contó Emilio Alarcos, aunque estas no fueran exactamente sus palabras. Era una historia secreta y secreta se mantuvo hasta hoy. Leo la información sobre el homenaje que el próximo lunes le va a tributar el Instituto Cervantes a Ángel González. En él participarán, además de García Montero, Araceli Iravedra y el rector de la Universidad de Oviedo, amigos y familiares del poeta. Pero no veo el nombre de su viuda, sino los de María y Cristina, las hijas, aunque no figuran como tales —todavía no lo son en los papeles—, sino la primera como “ahijada”.

            Desde que Alarcos me reveló el secreto, comprendo mejor el poso de tristeza y amargura que hay en muchos de los versos del poeta. “Llevaba las fotos de las niñas en la cartera”, me dijo Chus Visor. Nunca hablamos de ello, por supuesto. Pero a mí siempre me ha dolido (no sé por qué, o sí) esa historia de una familia que pudo haber sido y no fue. La historia de mi vida. 

Domingo, 26 de febrero
INCLUSO

Solo somos invulnerables antes de nacer; incluso después de muertos se nos puede hacer daño, un daño que sufren los que más nos quieren.

Martes, 28 de febrero
EN LA BIBLIOTECA

Paso con Abelardo Linares por la Biblioteca del Fontán para ultimar detalles de la exposición sobre la revista Clarín que se inaugura el próximo día 10. Subimos con Juan Miguel, el director, hasta el Sancta Sanctorum, donde se encuentra el despacho de Leopoldo Alas, su biblioteca y sus papeles, y también mi legado. Qué orgulloso me siento de estar allí. Soy bastante vanidoso (aunque, como en tantas otras cosas, algo menos de lo que presumo), pero no lo cambiaría por ningún relumbrón más o menos municipal y espeso. Soy lo que soy gracias a una biblioteca pública, la Bances Candamo de Avilés, y en esta de Oviedo, cuando estaba en Porlier, pasé muchas horas. Fueron más mi universidad que la universidad. Que dentro de cien o doscientos años, quien se interese por mí encuentre aquí buena parte de mí (como yo encontré lo mejor de quienes me antecedieron) es el mejor premio que me puedan conceder.

            Abelardo Linares, librero de viejo y coleccionista, es menos de bibliotecas públicas. “Yo donar no donaré nada, estoy en tratos con el Ayuntamiento de Sevilla para la compra de mis libros, que buenos dineros me costaron”. Yo sonrío: lleva en esos tratos —no sé cuántos millones de euros pide por su espléndida biblioteca— desde que le conozco. Y desde que le conozco, desde hace más de cuarenta años, llevamos discutiendo de poesía en particular y del mundo en general.

            Juan Miguel nos señala un número en la última de las carpetas que guardan mi correspondencia: 945. “No es el número de cartas, que son bastantes más, sino el de corresponsales”, nos dice. Y yo me asombro de haber estado en contacto con tanta gente. Le pido que busque las cartas de Abelardo para enseñárselas. “En mi casa —le digo—, no habría podido encontrarlas. Aquí todo está ordenado y al alcance de la mano. Yo no he hecho una donación a la biblioteca, la biblioteca me ha hecho un regalo a mí: al catalogar y custodiar para siempre”.

            Leo, seleccionada al azar, una de las cartas de Abelardo. Está fechada en Sevilla el 9 de enero de 1984: “Tu libro va a ayudar a que todo siga —con ligeras variaciones— tal como está: confuso. Prefiero no decirte concretamente qué me parece bien y qué me parece mal, pero en todo caso no se ve por ninguna parte un proyecto de lo que es y podría ser la poesía —especialmente la joven— y tus ‘muletillas’ o ‘latiguillos’ críticos son muy a menudo enfadosos e intemperantes: ‘poeta menor’, ‘virtudes y defectos’, ‘no del todo desdeñable’… Para serte sincero, cosa que sé agradecerás, tu libro me ha decepcionado. Eres sin duda un lector paciente y un hombre de inteligencia, pero el poeta que quisieras ser limita y distorsiona al crítico que eres”

            ¡Y luego soy yo el que tiene fama de duro y de no andarme con paños calientes! El libro en cuestión es Poesía española 1982-1983. Por mucho menos, el ecuánime Juan Manuel Bonet volvió la cabeza y se negó a saludarme cuando nos encontramos en el Palacio Real y Martín López-Vega respondió con un rotundo “¡Vete a la mierda!” a mi reseña de su último libro.

Miércoles, 1 de marzo
EL MAL QUE HACEMOS

Ayer, al final de la presentación de Elogio de la cordura, se me acercó para que le firmara un ejemplar alguien que no conocía, pero cuya cara me resultaba vagamente familiar. “Soy el padre de Daniel Ramos. Le conocía, ¿verdad? Me gustaría, si le parece bien, que el libro se lo dedique a él”.

Daniel Ramos Sánchez asistió durante un tiempo con cierta frecuencia a la tertulia, colaboró en Clarín, traducía a la perfección de varios idiomas, era una de las personas más cultas que he conocido y murió inesperada y súbitamente hace unos meses. “Me gustaría poder enviarle algunas de sus escritos”, me dijo el padre. “Los leeré con gusto, seguro que ha dejado cosas valiosas”. Cuanto me enteré de su muerte —a poco de recibir, no sé si la primera o la segunda dosis de Pfizer—, sentí, junto al dolor, algo de mala conciencia: en la última carta que me escribió, me reprochaba algo que yo había dicho en la tertulia y que le había herido. Me disculpé por escrito, pero no tuve ocasión de hacerlo personalmente.

            Intencionadamente, yo creo que he hecho poco o ningún daño a nadie, pero cuánto por torpeza. Y no tengo en cuenta, por supuesto, las vanidades heridas. Las malas críticas, las críticas negativas, por muy injustas que nos parezcan (yo trato siempre de ser justo), no son más que gajes del oficio. Y el que no quiera recibirlas nunca, lo tiene fácil: le basta con publicar sus versos en edición privada solo para amigos. O sea que el daño a la vanidad de los Bonet, los Gimferreres o los Gamonedas me preocupa poco. Otras heridas que causé son las que no me dejan dormir.

Jueves, 2 de marzo
GRACIAS, DANI

Esta mañana, después de una noche de mal dormir y pesadillas un amigo caía al abismo y yo le alargaba inútilmente la mano, volví a pensar en Dani. “Ha desaparecido la correspondencia epistolar”, claman los agoreros y los articulistas sin ideas. Pues no, solo se ha metamorfoseado. En papel, me costaría encontrar la carta de Daniel Ramos, pero en unos segundos la encuentro en el teléfono.

“Buenos días, José Luis: Me acabo de acordar de ti hace un rato. Acabo de hablar con el médico y he vuelto con noticias decepcionantes. Tengo que renunciar a un lectorado que me habían concedido en una universidad en el extranjero porque no se garantiza que pueda estar controlado y atendido médicamente. Me da un poco de pena y rabia pero lo asumo porque probablemente no era tan maravilloso como yo me estaba imaginando. Pero, yo qué sé, me apetecía hacerlo. Te escribo esto para ilustrarte sobre cómo es la realidad de mi vida. He estado pensando mucho estos días sobre el hecho que el viernes me pusieras de ejemplo de personas que, aun teniendo potencial, no logran hacer nada con su vida. Es solo eso, para que veas que a veces hay que saber más sobre las personas antes de emitir juicios en alto sobre ellas. Quizás solo te estoy escribiendo para desahogar la frustración, pero de alguna manera aquellas palabras, contempladas ahora en perspectiva, duelen un poco más. Mi intención no es  mandarte una pulla, ni echarte en cara nada. Ese no es mi estilo. Es más, odio es clase de comportamientos retorcidos.  Es para aprendas algo de las personas, como tantísimas veces he aprendido yo de ti sobre la literatura y otros muchos temas. Siempre se tiene edad para hacerlo Un abrazo con cariño”.

            Soy un mal alumno, Dani, y a veces se me olvida tu hermosa lección.