sábado, 30 de agosto de 2014

La noche de Pompeya


Tardé mucho tiempo en volver a Pompeya después de aquella primera vez a comienzos de los ochenta. Prometí no hablar de lo que ocurrió entonces, y hasta la fecha he cumplido mi promesa. Pero ahora, cuando todo parece un sueño, cuando comienza a confundirse lo vivido con lo leído, voy a tratar de reconstruir lo que ocurrió.
            Hice la visita solo, a última hora de la tarde, y desde el primer momento fui en dirección contraria a los grupos de turistas, no demasiado numerosos, contra lo que suele ser habitual.
            Me dejé envolver por la melancolía de aquellas calles empedradas, en las que aún parecían escucharse los pasos de sus antiguos habitantes; me adentré incluso en lugares a los que estaba prohibido el acceso; recité algunos versos de Horacio y de Virgilio en el escenario del teatro vacío; admiré el majestuoso Vesubio desde todos los puntos de vista; releí la carta de Plinio el Joven a Tácito, que llevaba conmigo, y cuando me quise dar cuenta estaban cerradas las puertas del recinto y no fui capaz de encontrar, quizá no busqué demasiado, a ningún guarda al que explicar la situación.
            La temperatura era agradable, lucía una gran luna, los fantasmas nunca me han dado miedo; pensé que pasar la noche solo entre aquellas prodigiosas ruinas me convertían en un privilegiado. Me acerqué hasta la casa del Fauno y me pareció que el Fauno danzante, en el centro del impluvium, danzaba de verdad. Busqué la habitación donde había estado el prodigioso mosaico de Alejandro que yo había admirado en el Museo Nazionale. Estaban muy oscuras las zonas del interior no iluminadas por la luna, pero yo no tenía miedo.
            Lo tuve al salir y adentrarme por una de las callejuelas. De pronto me pareció oír ruidos y entrever la luz de una linterna entre las ruinas. Me acerqué y los ví: eran dos hombres y estaban excavando; junto a un montón de tierra tenían lo que parecían los restos de un ánfora.
            Por un momento pensé acercarme, explicar mi situación. Pero solo por un momento. No era aquella hora para hacer trabajos. Uno de los dos hombres, el más joven, alzó la vista en mi dirección. Me asusté. Creí que me había visto. Pero parece que no. Siguió ayudando al otro sin decir nada.
            Pasé, no recuerdo muy bien cómo ni dónde,  el resto de la noche. Luego me uní al primer grupo de turistas que entró en el recinto y salí con ellos. El ferrocarril circumvesuviano me dejó en Nápoles. Dos días después, ya pasado el susto, volví al Museo Nazionale y allí, tras el gran Hércules de la colección Farnesio, noté que alguien me miraba fijamente. Era el vigilante que estaba a la puerta de la sala. Pensé que me había acercado demasiado a la escultura y me retiré unos pasos. Seguía mirándome, como si me conociera, y de pronto le reconocí yo a él también: era el joven que había visto en Pompeya.
            Al pasar junto a él, se puso un dedo en los labios y luego pasó la mano, como si fuera un cuchillo, por el cuello.  Me quedé inmóvil ante aquel gesto de amenaza, tan obvio, tan de mala película. Lo que no me esperaba fue lo que vino a continuación: una sonrisa cómplice y un gesto señalando el reloj. Faltaban pocos minutos para el cierre. No sabía si había entendido bien, pero por si acaso me quedé esperando frente al Museo. No había pasado ni un cuarto de hora cuando se me acercó sonriente, ya sin uniforme. “¿Qué hacías la otra noche en Pompeya? Tuviste suerte de que no te vieran”. “Tú me viste”, dije. “Pero me dio la impresión de que eras de fiar, y yo en esas cosas no suelo equivocarme”.
            Paseamos un rato por las Galerías Principe di Napoli, al lado mismo del Museo, y quedamos en que pasaría a recogerme por mi hotel algún tiempo después, antes tenía que pasar por casa. Aprendí mucho aquella noche, y no precisamente de los saqueos arqueológicos, más o menos tolerados por las autoridades, que tenían lugar en Pompeya.
            Han pasado los años, he regresado muchas veces a Nápoles,  pero nada volvió a ser como entonces. Hay cosas que solo ocurren una vez en la vida. O que quizá no han ocurrido nunca.


jueves, 28 de agosto de 2014

Desnudos en el Paraíso

  
No, no es cierto que yo alguna vez fuera abducido por extraterrestres, como he contado en más de una ocasión y con tan minuciosos detalles, incluso hay libros que se refieren a mi historia y alguno de los contertulios de Cuarto Milenio ha aludido a ella.
            Las cosas ocurrieron de manera muy distinta. Debía de tener yo once o doce años y una tarde de verano, cuando todo el pueblo dormía la siesta, salí de casa sin avisar a nadie y me fui a nadar al río. El agua estaba fresca, transparente, estupenda, y tenía todo el charco del puente para mí solo. No me llevaba entonces muy bien con los demás, ni con los adultos ni con los otros niños, y únicamente era feliz en los momentos de soledad. Estaba ya tendido sobre la hierba, secándome al sol, con los ojos cerrados, en un estado de grata somnolencia, cuando me llamaron ellos. Estaban arriba, en lo alto del puente, eran delgados y altos y tenían una especie de halo dorado alrededor de la cabeza. No se asemejaban a nadie que yo hubiera conocido hasta entonces; parecían criaturas de otro mundo.
            Conté luego que me llevaron hasta un platillo volante y que vi Aldeanueva desde lo alto, con sus dos iglesias y la parte de Arriba y la de Abajo,  y la carretera que lo atravesaba y que se perdía en el horizonte a un lado y a otro, y vi también los pueblos de los alrededores: Gargantilla, Segura de Toro, Casas del Monte, Abadía… Y en abadía, cerca del río, los restos del palacio que, según supe después, había alojado a Garcilaso y había sido cantado por Lope de Vega.
            Las cosas fueron más prosaicas que lo que mi fantasiosa imaginación de niño solitario contó después, al regresar de las vacaciones, a mis compañeros del instituto Carreño Miranda. Claro que ahora, transcurrido medio siglo, la realidad no me parece menos prodigiosa ni menos maravillosa que mis fantasías.
            Las cosas ocurrieron de la siguiente manera. Desde lo alto del puente me llamaron aquellas dos sorprendentes criaturas. Me puse rápidamente la ropa sobre el bañador todavía húmedo y subí hasta donde estaban ellos. Eran un hombre y una mujer, rubios, de ojos azules, él muy alto y fuerte, ella casi tan alta como él; entonces me parecieron muy mayores, aunque no debían de tener más de veinte años. Apenas hablaban algo de español, pero poco a poco lograron hacerse entender.
            Fui con ellos hasta donde estaba su coche averiado, a la salida del pueblo, un poco más allá de la casa del médico, con su banco de mármol y sus granados a la puerta. El coche era un descapotable inmenso, de llamativos colores, deslumbrante, como yo no había visto nunca, ni siquiera en las películas. No me extraña que lo convirtiera en una extraña nave espacial.
            Habían buscado a alguien para que pudiera arreglar la avería, pero era la hora de la siesta y Aldeanueva del Camino se convertía en un pueblo fantasma. No había nadie en la calle, las puertas estaban atrancadas, las persianas bajadas. Tras dar una vuelta, sorprendidos y algo asustados, tomaron el camino del río y allí me vieron a mí, que también parecía aletargado junto al agua. Respiraron aliviados al comprobar que yo, al menos, estaba vivo, y dispuesto a ayudarles. Les señalé la casa del mecánico del pueblo. Tardó en abrir y apareció en la puerta con muy malos modos. Luego pensó en lo que podría cobrarles a aquellos extranjeros y se dulcificó algo. Por entonces pasaban muy pocos turistas por la carretera y ninguno se detenía en Aldeanueva a no ser por causa de fuerza mayor.
            La avería iba para largo. Tardaría unas horas, había que pedir una pieza de recambio a Hervás. Los turistas se encogieron de hombros y pensaron en qué podían emplear el tiempo en aquel lugar en el que ni siquiera había un bar abierto. A ella se le ocurrió ir a darse un baño al río. Me pidieron que fuera con ellos. Yo ya me había bañado y no me apetecía demasiado hacerlo de nuevo, pero no me arrepentí de acompañarles. Se desnudaron entre gritos risueños y se metieron en el agua. Se desnudaron por completo. Yo me asusté. Sabía que aquello era pecado y que además era delito. Si los veía la pareja de guardias civiles del pueblo, se los llevarían al calabozo. Pero era la hora de la siesta y en aquel tiempo (al menos en mi recuerdo) hasta los guardias civiles dormían la siesta. Estábamos solos en el mundo. Chapoteaban en el agua y el sol se reflejaba en sus cuerpos. Parecían Adán y Eva en el paraíso. Un paraíso no sin serpientes porque una se acercó reptando entre la hierba; yo la alejé de allí a pedradas. Tenía muy buena puntería entonces.
            Conté luego la historia de los extraterrestres, no sé por qué. Quizá para no contar lo que de verdad ocurrió, que todavía no me atrevo a contar del todo y que desde entonces ha vuelto a ocurrir en mis sueños incontables veces.


sábado, 23 de agosto de 2014

El secreto de Montreux


“¿Nunca has hecho ninguna locura, Martín?, “A sabiendas, nunca. Ten en cuenta que ni siquiera me he casado”, “Pues esa fue una de las pocas cosas sensatas que yo he hecho en mi vida”.
            Estábamos en Montreaux, sentados en una terraza frente al lago, muy cerca del hotel donde Nabokov vivió sus últimos años. Había una leve niebla que diluía las formas, emborronaba los colores y todo tenía un aire de edulcorada postal de otro tiempo.
            Yo me dedicaba a mi ocupación favorita, no hacer nada; mi amigo, a quien había conocido hacía poco, pero con quien simpaticé de inmediato, no sé bien a qué, quizá a hacer trampas en el casino. Azorín termina uno de los cuentos de El buen Sancho con unas palabras que yo, desde que las leí por primera vez, suelo sacar a colación cuando alguien me reprocha mi indolencia: “No hacer nada, para un escritor, es hacer mucho. No hacemos nada en apariencia, pero nuestro subconsciente continúa trabajando. Y cuando volvemos a la mesa, con el papel y la pluma en la mano, nos encontramos con gérmenes de artículos, de novelas o de poemas que antes no teníamos”.
            A Philippe lo había conocido en el casino, después de perder yo el poco dinero que llevaba. No es que yo sea un ludópata, ni mucho menos, pero necesitaba conocer el ambiente para una historia que estoy escribiendo. Como escritor, tengo una faceta pública, más o menos pública (en realidad menos que más), y otra secreta. De vez en cuando hago trabajos de encargo. Y no me refiero a hacer de negro para algún político, que también, y resulta divertido ver que una frase tuya (pero que nunca nadie sabrá que es tuya) aparece como titular en los periódicos. Lo que a mí me gusta, mi verdadera vocación, es la literatura popular. Y con pseudónimo, generalmente anglosajón, he publicado novelitas eróticas o de espías o de amores románticos en mansiones victorianas. Y son las únicas obras mías con las que he cobrado derechos de autor. Las escribo sin plan preconcebido, como un juego, pero no como un juego solitario, sino como quien tiene enfrente a un contrincante difícil, el lector, a quien hay que agarrarle por el cuello desde la primera frase y ya no soltarle hasta el final. Escribir, por ejemplo: “Para actuar un hombre como yo no necesita que le expliquen demasiado las cosas. Basta que le digan simplemente: Vaya a Montreux y espere allí órdenes”.
            Y mientras las esperaba me entretenía en el casino, porque yo no soy jugador, pero el protagonista de mi historia sí. Yo soy una persona muy aburrida. Un escritor, al menos un escritor como yo, es la persona más aburrida del mundo. Todas las cosas de algún interés ocurren en su cabeza, no en su vida.
            Philippe me llamó la atención desde el primer momento. Era alto, de unos cuarenta años, elegantemente trajeado y con pajarita. Como si fuera el protagonista de alguna película de género que se estuviera rodando en aquel momento. Cuando me quedé sin blanca, él me alargó algunas de sus fichas. “Le traerán suerte”, dijo. Y me la trajeron; acabé ganando más dinero que el que había perdido. Cuando le quise dar las gracias, ya no estaba allí.
            Pero le encontré al día siguiente en el paseo. Me llamó él, no le había reconocido con aquella ropa informal. Y en menos de una semana nos hicimos inseparables. Me contó muchas cosas de su vida, pero no cómo se ganaba la vida. Era un tipo divertido, no como yo, que soy la persona más aburrida del mundo. No acababa de comprender por qué le había llamado la atención, por qué perdía el tiempo conmigo. Yo no lo perdía; seguro que aparecería como protagonista de mi próximo libro, de uno de esos libros que firmo con pseudónimo, novelitas juveniles o noveluchas de quiosco, y que son los que más me apetece escribir, no los otros, de crítica literaria o de poesía, que no lee nadie.
            Philipe era un seductor, con muchos secretos dentro. No me preguntó mi nombre, sino “¿cómo te gusta que te llamen?”. “Los conocidos me llaman José Luis, los amigos Martín”, dije. Y él me llamó desde el principio Martín.
            “¿Nunca has hecho ninguna locura, Martín?”. No, yo nunca había hecho ninguna locura, me había limitado a escribirlas. Todas mis aventuras y desventuras habían sido imaginarias.
            “Pues un hombre tiene que probar de todo, amigo Martín. Yo te voy a proponer una a la que no te podrás negar”. Y entonces supe por qué me había escogido a mí, al más vulgar de los hombres, al más insignificante, y para qué me quería. Para nada bueno, por supuesto. Pero ni se me ocurrió negarme: un hombre tiene que probar de todo. Lo único malo es que me comprometí a no contarlo nunca. Y no lo contaré nunca, por la cuenta que me tiene. Claro que nunca, nunca, es demasiado tiempo. Ya veré lo que hago cuando se calmen un poco las cosas.


sábado, 16 de agosto de 2014

Turín, el diablo y las sirenas


“Hoy en día ya nadie cree en las sirenas”, leo en un libro de Massimo Polidoro dedicado a desmontar los falsos misterios que tanto juego dan en algunos programas de televisión y en las páginas veraniegas de los periódicos. Hay, sin embargo, muchos testimonios de su existencia y durante el siglo XIX era frecuentes exhibirlas en los circos vivas y saltarinas, mientras que su cadáver momificado se conservaba en los gabinetes de curiosidades científicas. El Museo Municipal de Historia Natural de Milán conserva una de esas momias. Dicen que es una elaborada falsificación: los dientes son de peces y las uñas tal vez de algún pájaro; conserva el pelo y las escamas.
            Es posible que la sirena que yo vi en Turín también fuera una hormonada falsificación, pero no estoy muy seguro. Turín es una ciudad apacible, de amplias calles porticadas, abundante en librerías, cafés y palacios. Su fama, sin embargo, resulta un tanto siniestra: en ella se volvió loco Nietzsche, se suicidó Pavese y dicen que es uno de los lugares predilectos del diablo.
            Yo fui a Turín porque me enteré que allí se conservaba el cadáver de una sirena, no de las que seducían a los marineros en tiempos de Ulises, mitad pájaro, mitad mujer, sino de las que todavía proliferan en las películas populares y en los cuentos infantiles. Al diablo no le tenía miedo, o sí. Siempre recuerdo una frase que oí no sé donde: “Confío en los hombres, pero desconfío del demonio que todos llevamos dentro”.
            Al diablo no lo encontré en Turín y sí a la sirena, salvo quizá al diablo que yo había llevado conmigo. Las cosas ocurrieron de la siguiente manera. Por entonces preparaba yo un estudio sobre el mito de las sirenas en la poesía renacentista. Presenté parte de las conclusiones en un congreso en Roma y, en una distendida charla entre sesión y sesión, una profesora a la que me acababan de presentar me dijo que en la casa de su marido, en Turín, se guardaba, desde tiempos inmemoriales, el esqueleto de una sirena. Yo sonreí escéptico; ella se comprometió a hacer que me lo enseñaran si algún día iba por esa ciudad. Me dio su tarjeta para que la llamara.
            Y no habían pasado ni tres meses cuando, aprovechando un puente festivo, ya estaba yo en Turín. Soy así de obsesivo. No podía dejar de pensar en las sirenas y en ese esqueleto. Llamé a la profesora que conocí en Roma; estaba pasando un semestre en no sé qué universidad de Chicago, pero no importaba, ella advertiría a sus suegros y no tendrían inconveniente en recibirme en su casa y mostrarme la sirena.
            Vivían en el piso principal de un palazzo destartalado cerca del río, casi en las afueras de la ciudad. Quedamos en que los visitaría al día siguiente, a las doce de la mañana. Aquella tarde paseé hasta allí para estar seguro de que no me perdería; me detuve un rato contemplando la fachada; el piso parecía abandonado. La impaciencia me impedía dormir. Casi de madrugada dejé el hotel, al lado de la estación, muy cerca del hotel Roma en que murió Pavese, y salí a tomar un poco el fresco. Había un local abierto, de los que yo no suelo frecuentar, pero no sé, o no sé quién, me incitó a entrar. Tomé una copa y luego otra; llevaba ya tres, y no estoy demasiado acostumbrado a beber, cuando se me acercó una sirena no menos seductora que las de carne y pescado. El resto de la noche lo he olvidado por completo, o eso quiero creer. Me desperté en la habitación de mi hotel ya bien entrada la tarde. Me dolía la cabeza. Tardé en acordarme de la cita. Llamé para disculparme. Nadie cogió el teléfono. Recordé algo y miré en el mío: aparecieron varias fotografías que me había hecho a mí mismo en compañía de un ser seductor, como de otro mundo, tal como yo hasta entonces solo había visto en sueños; nuestras cabezas, juntas y sonrientes. Tuve un mal presentimiento y busqué mi cartera. El dinero en efectivo había mermado algo, pero allí estaban todas las tarjetas de crédito.
            Al día siguiente volvía para Asturias. Llamé varias veces a casa de los familiares de la profesora. Nunca contestó nadie. Quizá habían marchado de fin de semana. Dejé un mensaje disculpándome.
            Al regresar no tenía la sensación de haber perdido el tiempo. Me quedó la sospecha de si, como afirma Massimo Polidoro, cofundador del Comitato Italiano per il Controllo  delle Affermazioni sul Paranormale, todos los restos que se conservan de las sirenas son falsificaciones o si hay alguno verdadero. De lo que estoy seguro es de que las sirenas, mitad carne y mitad pescado, o quizá ni carne ni pescado, existen. Y que yo, en Turín, pasé la noche con una. A veces conviene hacerle caso al diablo que todos llevamos dentro.


martes, 12 de agosto de 2014

En la casona de Itzea


Antes me fastidiaban los días de lluvia, ahora cada vez me gustan más. Por la mañana he salido a comprar algunas cosas imprescindibles; por la tarde, me he sentado junto al ventanal del salón, con un libro en las manos. La mala memoria que traen los años va haciendo que muchos libros viejos, leídos por mí hace tiempo, se conviertan en libros nuevos. Por ejemplo este Éloge de la curiosité, de Émile Henriot, editado en París en 1927 y comprado quizá por mí a uno de los bouquinistas del Sena.
            Yo he sido siempre un hombre discreto. Sonrío al leer una de las máximas del libro: “La discreción no es a menudo más que una máscara de la que nos servimos para que los demás confíen en nosotros y así poder sorprender más cómodamente sus secretos”.
            Antes me pasaba el día leyendo, ahora prefiero picotear acá y allá, en páginas abiertas al azar, y luego perderme en mis ensoñaciones. Llega uno a una edad en que todo lo que merece la pena ser vivido se ha vivido ya y solo nos queda el placer de rememorarlo. Compré esta casa hace casi cuarenta años. En un anuncio de El Pueblo Vasco se hablaba de un caserón de Vera, “bueno para fábrica o convento”, que estaba al lado de un riachuelo y junto al camino de Francia. Vine a verlo. Era una ruina, pero lo daban barato. Nunca me arrepentí de haberlo adquirido.
            Los secretos de los demás, la verdad, nunca me han interesado mucho, aunque he sido hombre muy dado a la tertulia con unos pocos amigos, a escuchar historias de otro tiempo y a revolver papeles viejos.
            Ayer, cuando comenzaban a asomar las primeras estrellas, oí que llamaban. Me asomé a la ventana. Al otro lado de la verja, había una mujer, quizá ya no joven, pero todavía atractiva, con una elegancia de otro tiempo, un tanto sofisticada, que no parecía muy adecuada para este rincón rural. Cerca se veía un automóvil negro, con el chófer aún sentado junto al volante.
            Soy viejo, estoy curado de espantos, pero me dio un vuelco al corazón. Aquella mujer se parecía mucho, demasiado, a una rusa que conocí en París hace ya bastante tiempo, en otra vida, antes de la guerra. Hablé de ella en una de las novelas mías que yo prefiero, La sensualidad pervertida. Allí la llamé Ana, pero su verdadero nombre es una de las pocas cosas que no he olvidado, ahora que lo he olvidado casi todo.
            Sin darme cuenta, contra mi voluntad, me fui enamorando de ella, que tenía su marido allá en Rusia, que en cualquier momento dejaría París para volver a su patria; a ella le gustaba coquetear conmigo. Un día, después de una temporada de cierta frialdad, decidí poner tierra por medio. Se lo anuncié con una carta que era  lo más cercano a una declaración de amor que un tímido como yo ha escrito nunca: “Al final de esta semana voy a ir a pasar quince días a Londres, pero si usted se queda y me avisa, no iré. Prefiero hablar una hora con usted a ver todos los pueblos del mundo”. Espere unos días, ansioso por ver si me contestaba. No me contestó. Tomé el tren para Boulogne. Al regresar a París, el portero me dijo que a poco de yo marcharme había estado una señora interesándose por mí; al saber que no estaba, preguntó si yo había recibido una carta suya. Respondieron que no, que la carta había llegado después de que yo marchara. Pidió la carta, se la entregaron tras alguna vacilación y ella se alejó rompiéndola en pedacitos. Eso fue lo que me dijo el portero. No volví a saber de ella.
            Y ahora estaba allí, delante de la puerta del caserón de Itzea; quizá veraneaba en Biarritz o en San Juan de Luz y había sentido de pronto el impulso de volver a ver al escritor español que un tiempo estuvo tan enamorado de ella.
            No bajé a abrir. Dejé que la campanilla resonara en el caserón vacío y luego, cuando dejó de tocar, me volvía a asomar a la ventana para ver el automóvil partir.
            ¿Hice bien? No lo sé. Me arrepiento y no me arrepiento. Ahora soy un hombre viejo, lleno de achaques. Buen mozo nunca lo he sido, pero ella me rechazó en mejores tiempos. Ahora solo podía recibir su compasión, y no me apetecía. O quizá solo tenía miedo de que los rescoldos del antiguo fuego volvieran a encenderse y acabaran con mi tranquilidad.
            Éloge de la curiosité, curioso libro para leer en esta tarde de lluvia cuando ya no tengo curiosidad ninguna. La que más tiempo me duró, la que me angustió durante largos años, fue la de saber qué diría Ana en aquella carta que rompió una tarde en París mientras se alejaba de mi hotel. Pero ya creo que ni esa curiosidad me queda. 


sábado, 9 de agosto de 2014

Felipe Prieto en Louhossoa


Hay ciertas cosas que uno no sabe qué sería peor, si que ocurrieran en la realidad o solo dentro de la propia cabeza. Todo comenzó de manera no demasiado preocupante, aunque ya un tanto inquietante. Sonaba el teléfono brevemente, a media noche, como si alguien hiciera una llamada perdida, pero el móvil no indicaba que hubiera llamado nadie. Y nunca era una vez sola, sino dos, con un breve intervalo, y a veces tres. Luego llegaron las cartas, triviales, no anónimos amenazantes, como si se dirigieran a otra persona, pero en el sobre constaban claramente mi nombre y mis dos apellidos. Luego ocurrió lo que ocurrió y todo dejó de tener importancia.
            ----¿Y de qué hablaban esas cartas?, me preguntó Ángel.
            ----De cosas cotidianas. De la salud de Antonia, por ejemplo (yo no conozco a ninguna Antonia), de los estudios de los chicos, de que había llovido mucho últimamente.
            ----Pero cuéntanos, cuéntanos lo que ocurrió, aunque ya puedo imaginármelo, conociéndote. Una noche, al despertarte, encontraste a una desconocida, o a un desconocido que eso no suele quedar muy claro, en tu cama.
            ----Un desconocido en este caso, y no en mi cama, sino en la cocina. “Te he preparado café, dijo, tengo un poco de prisa, hablamos luego”, dijo.
            ----Y se despidió con un beso, se burló Almuzara.
            ----Dijo adiós con un gesto de la mano. Yo no supe cómo reaccionar. Desayuné rápidamente y me fui a clase. Anduve entretenido toda la mañana con unas cosas y otras y no volví a pensar en el asunto hasta mediodía. Siempre como en casa, pero ese día prefería comer fuera. Cuando llegué, me encontré una nota sobre la mesa: “No he podido esperar más, tengo un poco de prisa, ya te llamaré”. Me dejó muy preocupado, dándole vueltas en la cabeza al asunto.
            ----¿Tienes alguna prueba de que esas cartas fueran reales, no imaginaciones tuyas?
            ----La verdad es que las rompí, como hago con las de la poetisa de Gijón.
            ----¿Y ningún vecino vio a esa visita extraña?
            ----Ninguno. Pero yo si lo volví a ver este martes, en Louhossoa, un pueblecito francés cercano a Bayona. Me detuve en la pequeña plaza, no sé bien por qué, ya que era un lugar que no previsto en mi itinerario y del que ni siquiera había oído hablar. A un lado había un frontón con el nombre del pueblo en vasco, Luhuso, y una fecha, 1937, y al otro una iglesia rodeada del cementerio. Di un paseo entre las tumbas, muy cuidadas; las que las cruces alternaban con las típicas estelas vascas. El cementerio, tras la iglesia, ascendía por una colina, lo sombreaban grandes árboles, y muy cerca, al otro lado del camino, pastaban apacibles unas cuantas vacas. No sé por qué pensé en unos versos de Martínez de la Rosa, que leí cuando niño, quizá en la enciclopedia Álvarez, y que desde entonces se me quedaron en la cabeza: "Dichoso aquel que no ha visto / más rio que el de su patria / y duerme ahora a la sombra / en donde antaño jugaba". Los que descansaban en aquel lugar debieron jugar en el frontón cercano, bautizarse y casarse en la iglesia que ahora parecía pastorearles, cuidar vacas como aquellas que pastaban allí mismo, bañarse en las aguas frescas del cercano Nive. Sentí envídia de una bucólica existencia que quizá solo existía en mi imaginación y que, en cualquier caso, pronto me habría resultado insoportable. Creí estar solo y por eso me asusté al darme la vuelta y verlo allí. Lo reconocí de inmediato. Era el desconocido que me había encontrado un día en la cocina. “Ha muerto Felipe Prieto”, me dijo. La noticia no me sorprendió, sentí casi alivio. Recordé las palabras de Ángel González: "No le temo a lo que hay después de la muerte, sino a lo que hay antes". Yo también solo le temo al sufrimiento sin sentido que tantas veces la precede. Debía sentirme triste, pero me sentí enfadado. "¿Y tú quién eres? No te conozco". "Me conoces demasiado bien". Y la verdad es que sí, que de pronto su cara me resultaba familiar, no sabría decir de qué. Unas horas después, ya en Biarritz, un amigo me llamó para darme la noticia que ya sabía por el desconocido. Recordé a Felipe leyendo sus versos en el monasterio de Valvanera, en la Rioja, o en la tertulia del Oriental recitándonos su “Soneto cojo”, que era una réplica al “Soneto manco” de Óscar Hahn. Y dejé de preocuparme por llamadas, cartas y desconocidos. Hoy estamos aquí, mañana en ninguna parte. Cualquier vida, en realidad, no es más una sucesión de inexplicables trivialidades que terminan en un enigma sin solución ninguna.



A UN AMIGO, EN SILENCIO

Nubes, sol, prado verde, caseríos
y las tumbas floridas que sestean
a la sombra gentil del campanario.
Cementerio rural donde estar muerto
no parece distinto de estar vivo,
donde “descanse en paz” no es frase hecha,
sino paz y descanso verdaderos.
Pensaba en Unamuno y en Machado,
al oír la noticia de tu muerte,
Felipe, buen Felipe, sabio amigo,
que gustabas del verso bien leído,
del cuero y la madera trabajados
con paciencia y amor, de las palabras
precisas, desarmadas, verdaderas,
y del silencio que lo dice todo.

           

miércoles, 6 de agosto de 2014

En Saint-Jean-Pied-de-Port


De pronto, como si nos hubieran echado un bebedizo en la taza del café, miramos a la persona que tenemos delante y la vemos distinta. Todo lo que en ella hasta entonces nos hacía gracia deja de hacérnoslo; los pequeños roces de cualquier relación se convierten en ofensas imperdonables.
            No la conocía, no sé si ella me seguía reconociendo. Tenía miedo de lo que pudiera pasar. Y busqué un pretexto para ausentarme. Cogí el coche, conduje al azar, pero el azar, al menos en una persona tan rutinaria como yo, siempre acaba llevándome a los mismos sitios. Llegué a Bayona, una ciudad que yo recordaba recogida y misteriosa, cuando estaba en fiestas, a finales de julio. Aquel bullicio me resultaba desagradable. Cerré los ojos, puse el dedo en el mapa y debajo apareció el nombre de St-Jean-Pied-de-Port. Y resulta que ese puerto, a cuyo pie estaba el pueblo, tenía al otro lado nada menos que Roncesvalles con toda la novelería de Roldán y el olifante, de Carlomagno y de Bernardo del Carpio. Y además, asociada a ella, un recuerdo infantil: “Cuéntame una historia, abuela”. La historia, un conocido poema de Ventura Ruiz Aguilera, me la contaba efectivamente mi abuela las noches de invierno, junto al fuego: “Años ha que con gran saña / por esa negra montaña / asomó un emperador. / Era francés, su vestido / formaba un hermoso juego: / capa de color de fuego / y pluma de azul color”. “¿Y qué pedía?”, preguntaba yo. Recuerdo bien el gesto escandalizado que ponía mi abuela: “¡La corona de León!”. Aún puedo citar el poema entero de memoria: “Bernardo el del Carpio un día / con la gente que traía / ¡Ven por ella!, le gritó”.
            Me alojé en el hotel Central, que había sido la casa solariega de los Ohando, los hidalgos enfrentados a Martín Zalacaín en la novela de Baroja. Muy cerca tenía el río y la entrada a la antigua villa amurallada. Cuando llegué, el cielo estaba oscuro, parecía que pronto iba a descargar una tormenta, como así fue. Yo me quedé mirándola caer desde la ventana de mi habitación. Se estaba bien allí, lejos de las trampas de la cotidianidad, arropado por los recuerdos de la literatura, los únicos que nunca hacen daño. Sonó el teléfono. Bien sabía quién era. No lo cogí. Respondí con un mensaje: “Te llamo luego”. Había inventado no sé qué pretexto, un encuentro literario, pensaría que estaba en alguna conferencia. No tenía ganas de hablar. No quería hacer daño, pero me gustaría encontrar un pretexto para que no volviéramos a vernos, para comenzar otra vida en cualquier otra parte.
            Dejó por fin de llover, salió el sol entre las nubes, todo relucía con una luz no usada, como en el poema de fray Luis. Admiré, desde el puente de la carretera, el puente romano, sobre el río Nive, la postal más repetida del lugar, y luego ascendí por la Rue de la Citadelle, casi todas sus casas convertidas en albergues para peregrinos. Terminó la calle y yo seguí subiendo hasta la Ciudadela, una antigua fortaleza convertida en colegio. Desde el mirador se divisaba el blanco caserío del pueblo nuevo, el cerco de montañas y también la hendidura entre nubes que conducía hacia Roncesvalles. Cuando llegué había unos pocos silenciosos turistas; al cabo de un rato, me di cuenta de que me había quedado solo.
            El atardecer, la soledad, los tejados a mis pies, ni el más leve ruido, unos empequeñecidos peregrinos que salían de la puerta de Notre Dame, atravesaban el puente e iniciaban, Rue de Espagne adelante, el camino de Compostela… Se estaba bien allí. Quizá el mismo emperador, antes de emprender la aventura española, se había detenido en aquel lugar, acompañado de Roldán, el mejor de sus caballeros. Volví a escuchar en la memoria la voz de mi abuela: “¡Con qué ejército, Dios mío, / de tan grande poderío / llegó Carlomagno acá. / ¡Cuántos soldados! ¡No tiene / más gotas un arroyuelo / ni más estrellas el cielo / ni más arenas la mar!”
            Volvió a sonar el teléfono. Esta vez sí atendí a la llamada. “Deberías estar aquí conmigo”, dije. Y los ojos se me humedecieron un poco. “Vuelvo mañana. Tengo muchas ganar de verte”. El hechizo había terminado. Comenzaban a aparecer las primeras estrellas. A lo lejos, entre las montañas, creí oír el olifante que tocaba Roldán.


domingo, 3 de agosto de 2014

En la antigua estación


De un instante a otro el paraíso puede transformarse en infierno. Los tramoyistas del Gran Teatro del Mundo trabajan rápido.
            Paseaba yo, absorto en mis melancolías, por los alrededores del pueblo, a la vez familiares y desconocidos, cuando de pronto, sin transición, el cielo se puso negro y comenzó el diluvio.
            Los idílicos caminos no tardaron en convertirse en un barrizal, un rayo cayó muy cerca, retumbaban los truenos. Pensé en refugiarme en el tronco de un árbol inmenso, que tenía una abertura que parecía la entrada de una cueva y que me recordó a los olmos de mi infancia que crecían frente a la escuela, pero algo había leído de lo peligroso que resultaba un sitio así en caso de tormenta.
            Estaba empapado, embarrado, con miedo de caer en una zanja, cuando de pronto, a mi lado, apareció un caballo. No le había oído llegar, no sabía de dónde podía haber venido. El resplandor de un rayo me permitió contemplarlo bien. Era blanco, esbelto y estaba ensillado. Quieto junto a mí, bajaba la cabeza y parecía invitarme a que me subiera a él. Mis conocimientos de equitación son más bien escasos. Cierto que de niño más de una vez he montado en burros y en mulos para ir a trabajar al campo. Pero nunca en un pura sangre como aquella bella bestia, que parecía sacada de una leyenda medieval. No tenía, sin embargo, muchas opciones. Le acaricié la sedosa crin, le dí unas ligeras palmadas en las ancas, le susurré “gracias, bonito” y subí a él de un salto, con una agilidad que a mí mismo me dejó asombrado.
            En el mismo instante en que tomé las riendas, el caballo partió al galope. No me imaginaba cómo podía hacerlo en aquel suelo tan embarrado sin resbalar; en aquella total oscuridad sin salir del camino ni chocar contra algún árbol. Pensé en don Quijote a lomos del mágico Clavileño.
            Cesó la tormenta, parpadearon súbitamente todas las estrellas, se dibujó con nitidez la Vía Láctea, como en un grabado antiguo, y yo esperaba ver aparecer de un momento a otro la silueta punteada de las constelaciones: el Carro y el Arquero y el Cinturón de Orión…
            El caballo siguió cabalgando, pero a mí me daba la impresión de que sus pies no tocaban ya el suelo. Se detuvo de pronto ante un edificio abandonado. Yo creía que habíamos recorrido leguas y leguas, pero en realidad solo habíamos avanzado unos pocos pasos. Reconocí el edificio: era la antigua estación de Aldeanueva del Camino, por la que habían dejado de pasar los trenes hacía años. Cuando comenzó la tormenta yo paseaba por el camino de la estación que iba paralelo a la nueva autopista y no debía de encontrarme a más de medio kilómetro de allí.
            Todavía no había bajado del caballo, que se había quedado inmóvil, como una estatua ecuestre, cuando se abrió la puerta de la estación. Pisé el andén, las vías estaban cubiertas de hierba, recordé el primer tren que allí tomé para ir hasta Asturias, la extrañeza volvió a trocarse en melancolía, y entré en lo que había sido el vestíbulo con las taquillas y la sala de espera. Estaba llena de gente. Alzaron la cabeza, sonrieron, sonó un colectivo y educado “buenas noches”. Los reconocí a todos de inmediato, aunque a algunos hacía años que no los había visto. Dije: “Me ha ocurrido una cosa extraña. ¿Sabe alguien de quién es este caballo?”. Y señalé hacia la puerta abierta. Pero allí no había ningún animal, solo los hierbajos sobre las vías bajo el cielo estrellado. Salí fuera, miré hacia un lado y otro. Ni rastro del animal. Volví dentro. “Se ha ido”, dije. Los que esperaban se juntaron un poco en el gran banco corrido para hacerme sitio. “Aún es pronto”, dije yo. Hice un gesto de adiós con la mano y comencé el camino de regreso hasta mi casa, junto a la carretera. Ni el caballo ni la tormenta habían dejado rastro. Los caminos no estaban embarrados, no brillaba ningún charco. Mentalmente me fui repitiendo los nombres de los que aguardaban en la sala de espera un tren que no iba a llegar nunca. O que ya había llegado. Eran jóvenes y viejos, a algunos los había querido bien, con otros había tenido viejos pleitos. Solo tenía una cosa en común. O dos. Todos habían formado parte de mi vida. Todos estaban muertos.