Antes me fastidiaban los días de lluvia, ahora cada vez me
gustan más. Por la mañana he salido a comprar algunas cosas imprescindibles;
por la tarde, me he sentado junto al ventanal del salón, con un libro en las
manos. La mala memoria que traen los años va haciendo que muchos libros viejos,
leídos por mí hace tiempo, se conviertan en libros nuevos. Por ejemplo este Éloge de la curiosité, de Émile Henriot,
editado en París en 1927 y comprado quizá por mí a uno de los bouquinistas del
Sena.
Yo he sido
siempre un hombre discreto. Sonrío al leer una de las máximas del libro: “La
discreción no es a menudo más que una máscara de la que nos servimos para que
los demás confíen en nosotros y así poder sorprender más cómodamente sus
secretos”.
Antes me
pasaba el día leyendo, ahora prefiero picotear acá y allá, en páginas abiertas
al azar, y luego perderme en mis ensoñaciones. Llega uno a una edad en que todo
lo que merece la pena ser vivido se ha vivido ya y solo nos queda el placer de
rememorarlo. Compré esta casa hace casi cuarenta años. En un anuncio de El Pueblo Vasco se hablaba de un caserón
de Vera, “bueno para fábrica o convento”, que estaba al lado de un riachuelo y
junto al camino de Francia. Vine a verlo. Era una ruina, pero lo daban barato.
Nunca me arrepentí de haberlo adquirido.
Los
secretos de los demás, la verdad, nunca me han interesado mucho, aunque he sido
hombre muy dado a la tertulia con unos pocos amigos, a escuchar historias de
otro tiempo y a revolver papeles viejos.
Ayer,
cuando comenzaban a asomar las primeras estrellas, oí que llamaban. Me asomé a
la ventana. Al otro lado de la verja, había una mujer, quizá ya no joven, pero
todavía atractiva, con una elegancia de otro tiempo, un tanto sofisticada, que
no parecía muy adecuada para este rincón rural. Cerca se veía un automóvil
negro, con el chófer aún sentado junto al volante.
Soy viejo,
estoy curado de espantos, pero me dio un vuelco al corazón. Aquella mujer se
parecía mucho, demasiado, a una rusa que conocí en París hace ya bastante tiempo,
en otra vida, antes de la guerra. Hablé de ella en una de las novelas mías que
yo prefiero, La sensualidad pervertida.
Allí la llamé Ana, pero su verdadero nombre es una de las pocas cosas que no he
olvidado, ahora que lo he olvidado casi todo.
Sin darme
cuenta, contra mi voluntad, me fui enamorando de ella, que tenía su marido allá
en Rusia, que en cualquier momento dejaría París para volver a su patria; a
ella le gustaba coquetear conmigo. Un día, después de una temporada de cierta
frialdad, decidí poner tierra por medio. Se lo anuncié con una carta que
era lo más cercano a una declaración de
amor que un tímido como yo ha escrito nunca: “Al final de esta semana voy a ir
a pasar quince días a Londres, pero si usted se queda y me avisa, no iré.
Prefiero hablar una hora con usted a ver todos los pueblos del mundo”. Espere
unos días, ansioso por ver si me contestaba. No me contestó. Tomé el tren para
Boulogne. Al regresar a París, el portero me dijo que a poco de yo marcharme
había estado una señora interesándose por mí; al saber que no estaba, preguntó
si yo había recibido una carta suya. Respondieron que no, que la carta había
llegado después de que yo marchara. Pidió la carta, se la entregaron tras alguna
vacilación y ella se alejó rompiéndola en pedacitos. Eso fue lo que me dijo el
portero. No volví a saber de ella.
Y ahora
estaba allí, delante de la puerta del caserón de Itzea; quizá veraneaba en
Biarritz o en San Juan de Luz y había sentido de pronto el impulso de volver a
ver al escritor español que un tiempo estuvo tan enamorado de ella.
No bajé a
abrir. Dejé que la campanilla resonara en el caserón vacío y luego, cuando dejó
de tocar, me volvía a asomar a la ventana para ver el automóvil partir.
¿Hice bien?
No lo sé. Me arrepiento y no me arrepiento. Ahora soy un hombre viejo, lleno de
achaques. Buen mozo nunca lo he sido, pero ella me rechazó en mejores tiempos.
Ahora solo podía recibir su compasión, y no me apetecía. O quizá solo tenía
miedo de que los rescoldos del antiguo fuego volvieran a encenderse y acabaran
con mi tranquilidad.
Éloge de la curiosité, curioso libro
para leer en esta tarde de lluvia cuando ya no tengo curiosidad ninguna. La que
más tiempo me duró, la que me angustió durante largos años, fue la de saber qué
diría Ana en aquella carta que rompió una tarde en París mientras se alejaba de
mi hotel. Pero ya creo que ni esa curiosidad me queda.
Al comenzar a leerle, antes de caer en la cuenta de que suplantaba a otra persona (conviene avisar de que lo que se narra es una lectura de otro escritor), me sobrevino un pensamiento que usted hallará chusco, y es el que sigue: ¿Cómo el señor Martín no va a ser conservador vergonzante con ese peazo caserón que tiene en Euskalherría? Acabé de leer y todo se aclaró. Y ahora le devuelvo la escarapela de republicano de izquierda vergonzante.
ResponderEliminarEl texto es un monólogo del Baroja anciano. Delieradamente busca que el lector piense que quien habla es el propio autor; luego todo se va aclarando. El monólogo dramático (ponerse en el lugar de un personaje) es un recurso literario muy conocido.
ResponderEliminarJLGM
No sé si soy republicano de izquierdas o de derechas, lo que sé es que soy vergonzante.
Pues, curiosamente, el sobrio estilo narrativo de Baroja se compadece con el tuyo, buen Martín. A don Pío le tildaban de tosco algunos coetáneos: ya, ya...
ResponderEliminarDe veras que pensé al principio que nos ibas a colar otra historia de caserones y aparecidos, y era el buen vasco el que hablaba. Estilo.
Salute.
No he leído este libro de Baroja. Me recuerda en cierto modo a L'Immoraliste de Gide, que a punto estuve de arrojar a la basura. A veces, compraba libros por autor, título e idioma, sin saber nada del argumento. Pero me da la impresión de que en literatura francesa, desde el Marqués de Sade, podemos encontrar cualquier cosa. Hace unos años compré a ciegas Truismes, que me parece que relata la experiencia de la mujer actual, a las que la sociedad les exige lo que a una prostituta. Son temas que aparecen en esa cultura.
ResponderEliminarEsa mujer misteriosa que nos describe. Es como si la hubiese visto ocasionalmente en forzadas reuniones familiares. Ella viviría en Rusia, yo en las Antípodas. Mala, muy mala. Nada de lo que da a entender.
Tiene el valor de un testimonio, el libro de Baroja. El propio autor se presenta desnudo, evita que le mitifiquen o malinterpreten, quizá que futuros biógrafos le cuenten como nunca fue. Quién sabe!
ResponderEliminar