miércoles, 28 de enero de 2009

José Luis García Martín, por Juan Lamillar

Hay unos versos del poeta mexicano José Emilio Pacheco que a José Luis García Martín le gusta mucho citar y que dicen más o menos así: “Ya somos todo aquello / contra lo que luchamos a los veinte años.” Los traigo aquí como un ejemplo a la contra, pues frente a la mudanza, José Luis es una persona de principios y finales, y en los veinticinco años que hace que lo conozco no ha dejado de luchar contra el ángel terrible de la literatura y de hacernos partícipes de sus victorias, de sus derrotas, de sus treguas.

Esta tarde nos habla el crítico García Martín, pero también lo podría hacer el García Martín poeta, o el narrador, o el diarista, o el antólogo,… pues todos ellos y algunos más conforman su personalidad, que tiene un único eje inagotable: la literatura. De todas las escaramuzas libradas quedan testimonios numerosos y diversos, que ya cuentan con una minuciosa bibliografía comentada: Años, libros, vida, un volumen que Marcos Tramón publicó en 2005, y que ya necesita una actualización, pues cuando a nuestro autor se le pregunta por su último libro, ya se ha convertido en penúltimo. Comenzamos por el principio, y en el principio era el verbo, la palabra, la palabra poética. Porque seguramente lo más auténtico de García Martín -a pesar de que le gusta jugar con heterónimos y con “falsificaciones” de poemas- se halla en el campo de la poesía, en el que quizá sea menos conocido, por esa manía (o estrategia) de etiquetar y compartimentar. Su primer libro era de poesía, Marineros perdidos en los puertos (1972), y el último (o el penúltimo) aparecido hace unas semanas, también lo es: Légamo, que hay que añadir a Mudanza, volumen que en 2004 recogía la tercera edición de su poesía completa, donde encontramos títulos como Treinta monedas, Tinta y papel, El pasajero o Al doblar la esquina.

Aunque es dado a mezclar la ficción en otros géneros más eruditos o más autobiográficos, la vertiente creativa de García Martín ha buscado también el género narrativo (Gente conocida, Café Arcadia) y a veces el teatro (Pretérito perfecto y otras piezas breves).

José Luis comenzó su labor crítica con un estudio (tesis doctoral en 1980) sobre La segunda generación poética de posguerra, pero al mismo tiempo comienza a observar atentamente las nuevas publicaciones de los viejos y de los nuevos poetas, y un anuario aparecido en 1983 cimentó su fama de crítico duro, certero y atrevido, una fama que ha ido acrecentando con títulos como La poesía figurativa, Cómo tratar y maltratar a los poetas o Biblioteca circulante.

“La crítica literaria no es más que una forma educada de la maledicencia. Quizá por eso me gusta tanto” nos dice, y este último sábado, en su columna de ABC de las Artes, vuelve al tema con una serie de aforismos sobre ese menester, y hay uno que ejemplifica su continua dedicación a la escritura en la prensa: “No desdeñes la reseña apresurada: puede encerrar una intuición feliz, algo que rara vez ocurre en las académicas monografías.” De esas intuiciones felices están llenas las páginas de crítica firmadas por García Martín.

El crítico –no podía ser de otra manera- se desdobló tempranamente en antólogo: desde la importante Las voces y los ecos, de 1980, la labor selectiva de García Martín ha estado atenta a las generaciones que se han ido sucediendo y ha contribuido al descubrimiento de bastantes autores: La generación de los ochenta, Selección nacional, Treinta años de poesía española, La generación del 99

Pero José Luis no es sólo lector de poesía. Ante todo, es un lector omnívoro pero cuidadoso y entusiasta, y nos trasmite sus conocimientos y entusiasmos en libros que recogen sus artículos y reseñas. “Leo porque sí y porque sé.” De esa afirmación y ese saber nos dan razón reciente títulos como La gruta del tesoro y Gabinete de lecturas, que hay que leer a mano armada, pues siempre anotaremos títulos interesantes, provechosas recomendaciones y autores que nos eran desconocidos.

García Martín fue uno de los pioneros de la moda actual de los diarios. Comenzó con sus Días de 1989, que lleva una cita significativa de Machado: “También la verdad se inventa”, y entre verdades e invenciones fue sumando a la fama de crítico malévolo la de diarista indiscreto, y, como es uno de los autores que con más continuidad publica sus entregas, hemos ido leyendo con desazón, sorpresa y frecuentes carcajadas, Colección de días, Mentiras verdaderas, Fuego amigo, Dominio público, Leña al fuego… O los dos últimos, A decir verdad, La vida misma, en los que a los destellos irónicos y comentarios humorísticos, se les añaden cada vez más los recuerdos, la meditación, la melancolía…

Las páginas del diario nos muestran al lector constante y curioso, al profesor universitario en su rutina de Oviedo, pero también al viajero, con Nueva York y Venecia y Lisboa como tres ciudades a las que siempre se vuelve. A Venecia le ha dedicado una extensa visión personalísima (y convendrán ustedes en que es tarea difícil) en Arco del paraíso, una Venecia más para los “venecianos” de vocación que para los turistas.

Hablábamos antes de la predisposición de García Martín a entusiasmarse por la literatura y de su capacidad para compartirla, pero son cualidades que no se dan sólo en lo escrito. Infatigable tertuliano (la tertulia del café Oliver, iniciada en los primeros ochenta, cuenta ya con un estudio monográfico de Martín López-Vega), muchas páginas de sus diarios nos ponen al corriente de lugares, horas, asistentes, amistades y desencuentros, siempre con un fondo de libros leídos, poemas escritos y habladurías ovetenses sobre poetas nacionales.

Como si no bastaran las tertulias, su frecuentación de las librerías de lance y las hemerotecas –lugares favorables a descubrimientos y rescates— y su vinculación a revistas más o menos artesanales y pasajeras, hay que recordar que García Martín es el director de Clarín, “revista de la nueva literatura” que se edita en Oviedo, cuyo primer número apareció en enero de 1996 y que alcanza ahora el número 77. Aparte de las habituales secciones de poesía, entrevistas, narrativa, reseñas, destacan las que se ocupan de los viajes.

Queda su labor como editor de otros autores (Clarín, Fortún, Gómez Carrillo, Campoamor, Manuel Bueno), como traductor y antólogo de poesía en otras lenguas, como biógrafo y estudioso de Pessoa… pero no quiero alargar con más títulos (y cuántos se han quedado sin nombrar) esta presentación. Lo que creo que ha quedado claro es que toda la obra de José Luis García Martín, en sus múltiples facetas, es una continua invitación al viaje: al viaje inacabable de la Literatura.

Presentación de José Luis García Martín hecha en Sevilla por Juan Lamillar, en Noviembre del 2008.

domingo, 25 de enero de 2009

Para entregar en mano: Contar y callar

LA NUEVA ESPAÑA - 25.01.2009

Sábado, 17 de enero: Las cuentas claras

Me tranquilizan los números. Me dan seguridad en un mundo en que nada es seguro. Cuando hago la compra, en Los Prados o en el supermercado del campus del Milán, siempre voy sumando de memoria el precio de los productos. “Doce con veinte”, me dice la cajera, y yo le entrego la cantidad exacta que ya tengo preparada en la mano. Me divierte su sorpresa, soy así de infantil. Y por la noche, si el sueño tarda, hago cuentas.

Las personas a las que no les caigo bien, por ejemplo: exactamente, treinta y siete (dejo fuera los poetillas cuyos versos no he elogiado como ellos creían merecer).

La gente que me quiere: treinta y uno. Me sorprende que sean tantos, y vuelvo a contar. Son esos, ni uno más ni uno menos.

Las veces que he estado enamorado: doscientas cuatro. Es posible que doscientas tres, porque la última aún no la tengo clara. La primera, a los catorce años, lo que hace una media de menos de cinco al año (no me parece mucho). En bastantes de esas historias casi todo ocurrió solo dentro de mi cabeza.

Me gusta hacer cuentas de memoria. Me tranquiliza. Me enamoré doscientas tres o doscientas cuatro veces y fui correspondido cinco o seis veces. No me quejo. Soy afortunado. Esas ocasiones felices son las únicas de las que nunca contaré nada. En materia de amor, un caballero solo debe hacer literatura con sus fracasos.


Domingo, 18 de enero: Un poco de teología

“Tú, como Buñuel, eres ateo gracias a Dios. No crees en Dios, pero prácticamente no hablas de otra cosa”, me reprocha un amigo al que me encuentro en la Plaza del Ayuntamiento cuando sale de misa. “¿No te aterra pensar que pueda no haber nada, nada, después de la muerte?”

A mí, como a Ángel González, me aterra todo el dolor que puede haber, y sin duda hay, antes de la muerte; lo que haya después no me preocupa nada.


Lunes, 19 de enero: Carlos VII

Yo leo los libros de historia como otros leen las revistas del corazón. Más que las grandes causas me interesan los pequeños detalles. Antes de tomar café en el Rosal, paso por el Campillín en busca de lectura. Encuentro una obra del conde de Melgar, El noble fin de la escisión dinástica, en cuya portada aparece un retrato de don Juan de Borbón.

No me imaginaba que el carlismo podía resultar tan apasionante. Tengo buen olfato y el volumen no me defraudó. Comienza en Venecia, en el palacio de Loredán, donde reside don Carlos, el legendario Carlos VII. Murió en 1909, y el telegrama con que el gentilhombre de servicio don Eusebio de Zubizarreta comunicó la noticia no carece de absurdo humor involuntario: “Consecuencia disgustos ocasionados por falsas noticias sobre su salud, sobrevino Señor colapso cardíaco, falleciendo hoy cinco tarde con auxilios espirituales”. O sea, que se murió del enfado que le produjo que dijeran que estaba a punto de morirse. Aquel invierno lo había pasado en Nápoles, luego había regresado a Venecia y allí se le había visto melancólicamente asomado al balcón de su palacio sobre el Gran Canal. Para huir de los compromisos mundanos, decidió trasladarse a Varesse, en la orilla italiana del lago Maggiore. Con su mujer, doña María Berta, se instaló en las habitaciones del Gran Hotel Excelsior. Entre su servidumbre –nos informa el conde de Melgar— “no faltaba el negrito que años antes había apadrinado don Carlos en el Cairo y que llevaba siempre consigo, pues no le gustaba separarse de su compañía”.

Doña María Berta “era una mujer hermosa, sumamente elegante, y que sabía extremar la amabilidad con las personas a las que deseaba atraerse; mostró a su marido una sumisión amorosa y casi idolátrica, que a este le halagaba profundamente, pero que tuvo como consecuencia una completa entrega de la voluntad de don Carlos a las veleidades de su segunda mujer”. Maravilloso lenguaje diplomático: qué manera de llamar hipócrita, mandona y manipuladora a la reina consorte de aquel rey proscrito. La historia de su hijo y heredero, don Jaime, resulta apasionante. Oficial a las órdenes de Nicolás II, zar de todas las Rusias, “estuvo en el Turkestán, en las fronteras de la India, en Persia y en los Urales, hasta que al fin, la insurrección de los boxers, que amenaban la seguridad de los residentes en Pekín, le dio ocasión de tomar parte en la campaña que había de quedar en la historia con el nombre de guerra de las Legaciones”. En 1909, al ser proclamado rey, tenía treinta y nueve años. Estaba soltero, y soltero siguió a pesar de que era muy consciente de su obligación de dejar descendencia. “Por qué no se casó don Jaime” titula el conde de Melgar uno de los capítulos y comienza disculpándose por no tener más remedio que referirse a tan delicado tema. Hasta el papa, que le recibió en audiencia privada, le insistió en la urgente necesidad de contraer matrimonio, e incluso parece que encargó a un cardenal ciertas celestinescas gestiones. Pero no hubo manera.

A don Jaime, cuando aún era solo un príncipe aventurero, le detuvieron por recorren en automóvil los Campos Elíseos a la desmesurada velocidad de cuarenta quilómetros por hora. Tras la guerra de los boxers contrajo el tifus y fue evacuado a Nagasaki, donde pasó varios meses y se hizo muy amigo de Pierre Loti, quien se refiere a él con amorosa devoción en alguno de sus libros.


Martes, 20 de enero: Menáge à trois

Ayer estuve cenando con Rosa Navarro Durán, que ha venido a Asturias a promocionar sus adaptaciones de los clásicos. Fue una cena muy agradable, en la que hablamos de literatura, cotilleamos un poco y conspiramos algo. Rosa es inteligente y divertida, sin ella las reuniones del jurado de los premios Príncipe de Asturias –llevamos coincidiendo ya algunos años— resultarían más aburridas y bastante menos atinadas.

Soñé luego con esa cena, pero en ella había un comensal más. “Se ha empeñado en venir”, me dice la Rosa del sueño, “espero que no te moleste”. Y no, no me molestaba. En aquella charla a tres, el invitado sorpresa pregunta, yo responde, y Rosa asiente con su maravillosa sonrisa. Hablamos de la barbarie de Gaza, de la crisis, de la manera de mejorar las relaciones con Latinoamérica, de Chávez, de Rafael Correa… No le falta información, pero quiere saber qué haría yo en esos casos. En un momento dado, saca un pequeño cuaderno y toma notas. Compruebo que es zurdo.

Me despierto esta mañana sonriente y feliz. Por un instante confundo la cena real con la imaginaria. Qué decepción cuando me doy cuenta de que todo ha sido un sueño. Rosa no dijo su nombre cuando me pidió permiso para que nos acompañara el preocupado e inesperado comensal, pero no hacía falta. Lo reconocí de inmediato: era Barack Obama.

Este sueño no se lo puedo contar a nadie, ni siquiera a Rosa. ¡Cómo se iba a reír! Pocas veces mi megalomanía ha quedado tan clara. El siguiente paso sería creerme Napoleón, como Nicolás Sarkozy.


Miércoles, 21 de enero: Don Jaime

A don Jaime de Borbón, cuando le hablaban de que el tiempo pasaba y que el único heredero de la rama legítima, era su tío Alfonso, de ochenta y muchos años y también soltero, desviaba la conversación y evocaba sus aventuras en París o en la China en armas. Le gustaba evocar la entrada de las tropas en Pekín: “Fue un emocionante desfile triunfal. Los emperadores, que habían prestado ayuda a los revolucionarios, huyeron. Los boxers también escapaban y para hacerlo abrieron un hueco en la muralla de la ciudad amarilla. Los soldados manchúes de la guardia imperial habían desertado, dejando el suelo cubierto de armas. Abría el paso el general Linertch, al frente de las tropas rusas, que atravesaron el palacio y llegaron hasta el mismo trono. El saqueo duró ocho días y durante ellos desapareció un tesoro acumulado durante siglos. Algunos soldados se entretenían en utilizar como blanco las almenas del palacio imperial, compuestas de porcelanas preciosas. La vieja capital del Celeste Imperio, que aún conservaba el sello de los emperadores mogoles, sufrió todas las devastaciones… Paseando yo por los alrededores del Gran Teatro, observé que un puñado de cosacos asediaba a una de las actrices. Los dispersé a puntapiés. Era la mujer más frágil y más bella que un hombre pudiera imaginar”.

Ese encuentro, insinúa el conde de Melgar, pudo ser la razón de su tenaz rechazo al matrimonio, a pesar del deber de continuar la estirpe. Ninguna otra mujer podría compararse a aquella, tan etérea que no parecía de este mundo. Por entonces en China los papeles femeninos eran interpretados por hombres.


Jueves, 22 de enero: El paraíso

A Pascal le aterraba el silencio de los espacios infinitos; a mí me tranquiliza la inmensidad indiferente del universo. Hubo un tiempo en que la luna se alzaba majestuosa sobre el horizonte y no había nadie para admirarla; llegará un tiempo en que asome magnífica sobre la tierra desolada y no haya nadie para admirarla. Y seguirán rodando los siglos y habrá luna ni habrá tierra ni habrá siglos. Todo el dolor del mundo se habrá desvanecido para siempre. Todo será como si nada hubiera sido. Solo entonces Dios, si existe Dios y sabe distinguir el bien del mal, podrá dormir tranquilo y perdonarse a sí mi mismo el inmenso error de haber creado el universo, de haber manchado la deslumbrante hermosura del más perfecto paraíso, la nada.


Viernes, 23 de enero: Más cuentas claras

Me reprocha amargamente un amigo lo que escribí sobre Gaza. Anduvimos juntos por Jerusalén y Tel Aviv. Allí nos encontramos con Simón Peres, que entonces estaba en la oposición y nadie se imaginaba que acabaría como presidente de Israel, y charlamos brevemente junto al monumento al asesinado Isaac Rabin. “No imaginaba que te hubieras pasado al enemigo, que fueras amigo de terroristas”, me dijo. Y yo le repliqué, sabiendo que milita activamente en el Foro de Ermua: “¿Qué opinarías tú de una organización armada que en dos semanas asesinara más niños que guardias civiles ha asesinado Eta en cuarenta años?”, “Ni siquiera me imagino una organización así”, “Yo tampoco me la imaginaba, pero existe y para vergüenza de Israel y de los amamos a Israel se llama Gobierno de Israel”.

martes, 20 de enero de 2009

Crepúsculos inéditos

LA NUEVA ESPAÑA – 13.01.2009

En 1985 todo estaba previsto para que el premio Príncipe de Asturias le fuera concedido a Ángel González, pero la habilidad táctica del duque de Alba, la traición de uno de los jurados (se rumoreó que Jaime Gil de Biedma: lo desmintió públicamente en carta a El País) y el voto de calidad del presidente, Dámaso Alonso, hizo que el galardón finalmente fuera a parar a otro gran poeta, Pablo García Baena, para muchos un absoluto desconocido. Hubo incluso –no sé si Juan Benito o Juan Cueto Alas— quien se atrevió a descalificarlo públicamente diciendo que era “uno de esos vates andaluces que solo saben cantar el crepúsculo”. Ángel González, quien se tomó la derrota con deportividad, sonrió al enterarse: “Pues precisamente al crepúsculo le dedicó yo bastantes poemas en mi último libro”. Se trataba de Prosemas o menos, una obra plural, en alguna de cuyas secciones se describen con minucia de acuarelista los crepúsculos de Albuquerque: “¡Sol sostenido en el poniente, alta / polifonía de la luz!”.

Para una revistilla que publicábamos entonces los contertulios de Óliver le pedimos colaboración y él tuvo la amabilidad de pasarnos algunos textos que había descartado. “Son poemas frutrados, una curiosidad”, nos dijo. Como una curiosidad, como palabras al margen de Palabra sobre palabra, los rescato yo ahora de aquellas pocas y perdidas páginas fotocopiadas.



ARTES DE TOCADOR

Lo descubrí una tarde: el sol se pinta,
y antes de acostarse se quita el maquillaje
con algodón de nubes.
Todo lo pone perdido de potingues.
Pero de poco le vale tanto afeite, nadie
ignora que es muy viejo,
que a su lado la luna es una niña.



DESDE UN JARDÍN DE UPSALA

Es hora de dormir, pero da vueltas
sobre los montes.
Se prueba viejos trajes
—brocados de la abuela, ajados
terciopelos, pieles
de ensueño—, más el sueño
no viene. Entonces
pinta despacio algunas
desvaídas marinas
solo por distraerse,
para pasar el rato.
¡Son tan largas las horas del insomne!
Desde un jardín de Upsala,
fascinado contemplo
el inquieto trajín
del sol de medianoche.



MUERTE Y RESURRECCIÓN

Héroe de un día, ahora se desangra
allá a lo lejos, solo. Un espanto
de trinos cruza el mundo,
en desbandada un desigual ejército:
hojas, alas, nubes, polvo, viento.
Frías luminarias el enemigo enciende,
rápido avanza, toma posiciones.
Ignora cuan efímero es su reino.
Igual que el endiosado galileo,
el rubio sol que lentamente muere
ha de resucitar, y en menos tiempo.



DE CONSOLATIONE

¿A qué seguir con pensamientos tristes?
Mira: también se acuesta solo
el sol y sigue cada día,
apenas raya el día,
aunque haya días en que no puedas verlo,
sonriente y feliz
derramando su luz
sobre las cosas y los hombres.

A la sombra del verso: poemas de Tamil Nadu

EL COMERCIO – 03.08.2008


La teología es una rama de la literatura fantástica, afirmaba Borges. Los hombres crearon a los dioses, como a las sirenas y a los centauros, entremezclando sueños y semejanzas, realidad y disparate. Pero la literatura fantástica no es más que un subgénero del realismo. Dios no existe, pero insiste, como los fantasmas que nos acosan las noches de insomnio. Escritos entre los siglos V y XIX, en el sur de la India, en Tamil Nadu, estos anónimos poemas tamiles descreen de sacerdotes y rituales y buscan en el corazón del hombre un Dios humano, demasiado humano.



ASÍ

Un estanque sin lotos,
una noche sin luna,
un músico que ofrece
un concierto de ruidos,
una esposa que duerme
junto al esposo
insatisfecho,
un soldado que ignora
el arte de la guerra,
un rey sin elefantes,
una cuna sin patas,
una hiena incapaz
de cazar su sustento,
así era dios cuando no tenía
a los hombres para hacerles guerra.




LA MÁS RARA DELICIA

Mi mente solo piensa en el placer:
caballos y palacios, el oro y las mujeres.
No me basta nada de lo que tengo.
Algunas noches me disfrazo de esclavo
y me pongo al servicio de cualquier mercader
para saborear la más rara delicia:
la de ser humillado como un dios que de incógnito
se extravía en el mundo.



ORACIÓN

Todos te piden algo a ti que nada tienes.
Tú duermes en la hoja que flota sobre el río.
Estás solo desde antes
del origen del mundo.
No tienes más amigo que la mente del sabio
que a menudo te niega.
Tampoco tienes nombre aunque te llamen
de todas las maneras.
Yo también te pido algo, oh Señor de la nada.
Un poco de tu nada,
un poco de tu noche.
un poco del no ser del que estás hecho.
Déjame deshacerme
para siempre contigo.



DUDA

Hemos pasado juntos la noche y llega el día,
mi dios y mi demonio, y no estás satisfecho.
Me dejarás rendido sobre las turbias sábanas
en que nos revolcamos como cerdos con luna
y saldrás anhelante en busca de otras presas.
A mí dejas libre y no sé todavía
si es la vida sin ti
infierno o paraíso.



EL LADRÓN IMPACIENTE

La mente es un ladrón inquieto.
Viene y va de una estancia a otra estancia
por los grandes palacios del Señor de los Mundos.
Todo guarda un secreto
y ella sueña con arrebatarlo,
cargar en un saco a la espalda
el porqué de la rosa,
de la incierta sonrisa,
la nieve nunca hollada,
el corazón del justo,
el nervio sutil que ata el alma inmortal
a los cambiantes cuerpos
y al sol
a lo alto del cielo.
Dios sonríe
al verla forzar cerraduras
de puertas que guardan otras puertas,
y así hasta el infinito.



PORQUE PUEDO MORIR

Todos tienen problemas y Dios más que ninguno.
Con una mano ha de sostener al sol
para que no se desplome sobre nuestras cabezas,
con la otra hacer sonar el sutil instrumento
que guarda el ruiseñor en su garganta.
Mil manos tiene Dios, otras mil le hacen faltan.
Mientras seca las lágrimas de un justo
perece una familia en un barranco.
Quiere acudir a todos, pero le faltan brazos.
No le dejan dormir los sollozos humanos.
Día y noche, allá en su cielo, se apiada de nosotros.
Y yo, porque puedo morir,
me apiado de Dios.



UN DEUDOR

Señor,
estoy en bancarrota,
con todo el mundo tengo deudas
y contigo más deudas que ninguno.
He bebido agua fresca
en las fuentes del monte,
me he bañado en el río
en invierno y verano,
he sonreído a una mujer
y me ha devuelto la sonrisa
con la luz de sus ojos,
he acompañado a mis hijos
de la cuna a las ceremonias
nupciales,
he vuelto de la guerra
con algunas heridas
y sin sangre en las manos,
nunca me emborraché
sin la compañía de algún buen amigo,
en un incendio
ardieron todos mis bienes
y no ardió nada
que valiera la pena.
Señor, la muerte me aguarda paciente
al final de la edad.
Llego lleno de deudas
a la vejez tranquila.
Cómo puedo pagarlas si no me queda más
que la piel y los huesos
y la fértil memoria.

domingo, 18 de enero de 2009

Para entregar en mano: Por si acaso

LA NUEVA ESPAÑA - 18.01.2009.

Sábado, 10 de enero: Carta de Sofía.

“Tengo entendido –me escribe Liliana Tabakova— que España vive unas raras jornadas con nieve. Anoche me divertí mucho viendo cómo en la televisión los políticos y los meteorólogos se estaban echando la culpa los unos a los otros. Eso es porque a nadie se ha ocurrido visitar Bulgaria por estas fechas para ver lo que son los fríos polares y la administración inepta. Todo ello, unido a la mano del Kremlin que nos cortó el gas y nos dejó sin calefacción con veinte grados bajo cero, nos está poniendo una vez más a prueba. El señor Putin tuvo la delicadeza de decir que lo sentía por Bulgaria, pero una semanita así y habrá no solo gente muerta por hipotermia, sino también por hambre, ya que se ha paralizado la industria y han despedido a decenas de miles de trabajadores. Bueno, más exactamente les han dado vacaciones, lo cual con hambre es lo mismo. Este es un país que se hunde al mínimo soplo del viento porque nadie nunca prevé nada… No había reservas de gas, las centrales no estaban acondicionadas para funcionar con otras fuentes de energía, etc, etc. No pasa temporada sin algún cataclismo”.


Domingo, 11 de enero: Becario.

“Ahora estoy de becario en El País –me cuenta un antiguo alumno—, de vez en cuando escribo alguna cosilla, pero casi siempre sin firma. Lo último que he escrito es esa carta al director que aparece hoy en la que un admirador de Javier Marías se sienta a leer su artículo en la mesa camilla y, de tan entusiasmado, se convierte en un peligro público y deja caer el cigarrillo y hace arder la casa. No sé si sabes que en el contrato de Marías, según se dice, figura que todas las semanas hay que publicar alguna carta elogiosa, pero suelta tantos disparates en sus semanales desahogos de viejo malhumorado que o no llega ninguna o las que llegan no son precisamente elogiosas. Entonces tenemos que redactarlas nosotros. Nos divertimos mucho, sobre todo yo, son mi especialidad. Él nunca sospecha nada, siempre se las toma muy en serio. A veces incluso nos pide alguna dirección y entonces nos pone en un compromiso”.

Lunes, 12 de enero: Trauma.

Subrayo unas líneas en Trauma, la novela de Patrick McGrath que estoy leyendo: “La falsificación del recuerdo –el ajuste, la abreviatura, la invención y hasta la omisión de la experiencia— es algo que hacemos todos, es el trabajo de la vida psíquica, y a mi nunca me molestó demasiado. Sé cómo de veleidosa es la mente humana, y cómo de maleable, cuando tiene que hacer sitio para la creencia, o bien negar lo que resulta intolerable”.
Poco después de dejar a Antón García, que me acompaña un rato tras el homenaje a Ángel González, suena el teléfono y una voz desconocida me dice: “¿Tardarás mucho? Te espero en casa”. Al llegar a la calle Murillo, compruebo que la luz del salón está encendida. Devuelvo la llamada: “Perdona, no entendí tu nombre. ¿Dónde dices que me esperas?”. “¡Sigues tan bromista como siempre! ¿Dónde va a ser, cariño? En casa”. Doy vueltas por la calle sin atreverme a subir, sin saber que hacer. Vuelve a sonar el teléfono, impaciente. No respondo, pero de pronto la voz desconocida deja de serlo. Hace años, no muchos, perdí la cabeza, pero, como siempre me ocurre, la recuperé a tiempo. Y todo acabó no de demasiada mala manera. Incluso seguimos siendo amigos. Luego, tras un traslado por motivos laborales, dejé de tener noticias suyas. Ahora incluso me ha costado recordar su nombre. ¿Qué hace en mi casa? ¿De dónde ha sacado las llaves? En el bar de la esquina recuperé fuerzas. Por supuesto, no encontré a nadie, todas las luces estaban apagadas. Busqué señales de que por allí había pasado algún extraño. No, todo estaba en su sitio. Respiré tranquilo y, de pronto, sin transición, como una pesada manta húmeda, me cayó encima la angustia. Recordé aquel final, que no fue fácil. El daño que me hicieron, el daño que hice. Todo lo había borrado de la memoria, o eso creía yo: alguna ensoñación quedó flotando en ella. Y por eso me esperaban en casa, según el futuro que nunca llegó a ser.
Me cuento mi vida, antes de dormirme, y sé que me cuento un cuento. Me da miedo el desconocido que me mira cuando me miro en el espejo.

Martes, 13 de enero: Fiesta.

¿Conoces a Berta Piñán? –me pregunta un colega de la Universidad de Navarra—. Hace unos meses, tuve que pasar algunas semanas en Valencia. Desde el balcón del hotel, veía el jardín de la casa de enfrente, protegido por altos muros. Un jardín pequeño, sin árboles ni apenas flores. En la casa no parecía vivir nadie. Nunca se encendió una luz, solo vi cruzar el jardín a algún gato indolente. Pero un domingo, después de cenar fuera, al entrar en mi habitación me sorprendió un discorde barullo. Era verano, había dejado el balcón abierto. Me asomé. En el caserón de enfrente celebraban una fiesta. Todas las ventanas estaban iluminadas, también el jardín. Una mujer alzó la vista y me vio mirar envidioso. Me gusta la soledad, pero llevaba demasiados días viviendo solo, casi sin hablar con nadie. De la universidad donde se celebraba la oposición al hotel, del hotel a la universidad. No me llevaba demasiado bien con mis colegas del tribunal. Ellos eran amigos y tenían más o menos amañadas las plazas. Yo quería ser justo, escuchar a todos, sin tener nada decidido de antemano. Discutí con el presidente el primer día, todos se pusieron de su parte. Ahora nuestra relación era falsamente cordial. Nos veíamos lo justo. Yo pasaba bastantes ratos solo. La mujer me hizo un gesto, me invitó a que bajara, a que me reuniera con ellos. Seguramente estaba un poco bebida y no había que hacerle caso. Pero yo se lo hice sin pensarlo dos veces, aunque siempre he detestado las fiestas. Me costó encontrar la puerta, que estaba en otra calle. Llamé, nadie vino a abrirme. Empujé y entré. Seguía oyéndose música, conversaciones, risas, pero yo crucé varias habitaciones sin encontrar a nadie. Un largo pasillo me llevó al jardín. “Seguro que allí están todos”, me dije, “hace una noche muy agradable”. Pero tampoco había nadie, salvo, en un rincón, pensativa, la mujer que me había invitado con un gesto. Ni siquiera levantó los ojos al acercarme yo. No era tan joven como me había parecido. Debía de tener más o menos mi edad, cuarenta o cuarenta y pocos, pero muy atractivos. Ya no se oía ninguna música ni tampoco el murmullo de las conversaciones. No había luz en las habitaciones de la casa. Alcé los ojos y vi el balcón abierto de mi cuarto. Era una hermosa noche de verano, lucían todas las estrellas. Volví los ojos hacia la mujer, pero en aquel rincón no había nadie. La busqué por toda la casa, me perdí en un laberinto de habitaciones, tuve un poco de miedo. Dejé de buscarla a ella, me conformaba con la puerta de salida. Por fin la encontré. En cuando pisé la calle volví a escuchar el rumor de la fiesta. Di la vuelta a la esquina. Subí a mi habitación. La mujer seguía allí y volvía a hacerme señas, a invitarme a que bajara. Cerré el balcón, tardé en dormirme. La música me parecía que sonaba cada vez más alta y más incitadora. Al día siguiente, apenas fui capaz de atender a las tediosas disertaciones de los opositores. Solo podía pensar en lo que me había pasado, pero no tenía confianza con nadie como para contárselo. La pesadilla duró una semana más y las plazas fueron para quien estaba previsto desde el principio, pero no hubo otra noche de fiesta, salvo la que armaron algunos gatos en celo. De día llamé algunas veces a la casa, pero nadie contestó. Me asomé a alguna ventana de la planta bajo: no había ninguna duda de que llevaba tiempo abandonada. He soñado tantas veces con aquella mujer que ya no sé si fue realidad o sueño. ¿Sabes a quien se parecía? A una poeta asturiana que me sorprendió este domingo en la última página del periódico, a Berta Piñán.

Miércoles, 14 de enero: Puerta.

Una mirada, una sonrisa, unas palabras al azar, una puerta que se abre. No sé si poner en marcha mis gastadas estrategias de seducción. Sé que todavía funcionan si no me empeño demasiado. Lo malo es que esta clase de juegos siempre acabo tomándomelos en serio. Y es entonces, precisamente entonces, cuando suelen darme con la puerta en las narices.
¿Echaré a rodar la nueva historia? Tal vez. A fin de cuentas, enamorarse no hace feliz, pero entretiene.

Jueves, 15 de enero: Sin esperanza.

Olmert, en su despacho, se pasea de un lado a otro y cuenta los muertos que lleva, los muertos que le faltan para que Gaza sea lo que tiene que ser: un lugar libre de indeseables miserables, una tierra próspera gracias a los laboriosos colonos israelíes. Sueña con pasar a la historia por haber aplicado, sin que le tiemble el pulso, la solución final. “Dicen que matamos niños –le grita a su Ministro de Defensa, que quiere parar ya la ofensiva—, pero los niños de hoy son los terroristas de mañana”. Le echan del gobierno de Israel por corrupto, pero el sabe que la sangre –si es sangre de los otros— lo limpia todo.

Avanzo lentamente y en silencio por la calle Uría. Delante de mí camina un joven árabe con un cartel que dice: “Ni Dios os perdonará”. Desde la acera, un amigo me saluda con burlona condescendencia: “¿Y tú crees que sirve de algo manifestarse?”
No, no sirve de nada. Pero, a pesar de eso, aquí estoy. Sin esperanza, con convencimiento, como diría un poeta amigo que también estaría hoy aquí si no estuviera donde ya nada importa nada.

Viernes, 16 de enero: Yo, vivo.

Me maravillo de cosas que a nadie asombran. De que a la noche le suceda el día, por ejemplo. Soy de los que siempre se despiertan de buen humor. Me alegra el olor del café, el rumor de la ciudad, el cielo azul o encapotado. Me alegra que las calles estén en su sitio, que a las doce tenga que hablar de Galdós o de Cernuda, que un amigo me aguarde en un café o que no me aguarde nadie, salvo un libro nuevo y la música del iPod. Me gusta comer siempre a la misma hora, ver la televisión después de cenar, hablar por teléfono, contestar al correo electrónico, darme una vuelta por el inagotable laberinto de Internet. Me gusta enamorarme, pasarlo mal, subir a la montaña rusa, ir del cielo al infierno, y caer de pronto, sin hacerse demasiado daño, con mucho que contar. Me gusta la vida que llevo, ¿para qué lo voy a negar? En un mundo inestable, yo me esfuerzo por estar siempre en mi sitio.

¿Soy feliz? Soy todo lo feliz que un hombre puede ser, que no es mucho. Me aterra que la muerte aceche a la gente que quiero; me angustia la angustia sin causa y sin pausa de algún amigo; me salpica la sangre inocente.

Pero cada amanecer, por unos momentos, antes de escuchar las noticias, siento que el universo entero ha vuelto a ser creado para mí. Me gusta ver salir el sol, respirar hondo y sentirme el primer hombre, el rey del mundo.

Esquirlas

Nadie sabe que vive en un paraíso hasta que no descubre a la serpiente.

Dios solo es feliz en los ratos en que se olvida de que es Dios.

No hay vida tan breve que no queda en ella una eternidad.

A quien tiene todo lo que desea le falta lo más importante: el deseo.

Si no sabes que no sabes nada no sabes nada.

Dar buenos consejos está al alcance de cualquier infeliz; dar malos ejemplos solo al de unos pocos afortunados.

Hay ataques de lucidez más peligrosos que cualquier ataque de locura.

Los amores imposibles son los únicos que nunca defraudan.

Nada fatiga tanto como la libertad.

La vida es un laberinto del que siempre acabamos encontrando la salida.

Al que no puedas enseñarle a volar, enséñale a caer hacia arriba.

Dios no distingue el bien del mal.

De lo que no se puede hablar es de lo único que vale la pena hablar.

Nunca te fíes de quien te quiere bien.

Un saco vacío no puede mantenerse en pie.

Lo que no necesitas no te pertenece.

Construye castillos en el aire: son los únicos en los que vale la pena vivir.

En el paraíso siempre se está solo.

Conócete a ti mismo, pero no demasiado.

Nada más difícil de ver que lo que vemos todos los días.

Las soluciones suelen ser problemas de incógnito.

Tienes cerebro, tienes manos y pies, ¿qué más quieres?

En una cabeza vacía no cabe ni la más pequeña idea.

Nada está de verdad perdido hasta que no dejamos de lamentarnos de su pérdida.

Amar es cerrar los ojos y darse de cabezazos contra la pared.

Un hombre no es un hombre si no es un hombre y una mujer.

Quien no ha cometido ningún error no ha hecho nada que valga la pena.

Antes de aprender a caminar, ya tomamos el camino equivocado.

Quien pierde su fortuna, pero no pierde a sus amigos, no pierde nada.

Quien pierde a sus amigos, pero no pierde su fortuna, no tardará en encontrar otros amigos.

La verdad no es más que una mentira con pretensiones.

Nadie vale más que nadie, pero algunos valen menos.

Quien nada tiene no teme a los ladrones.

El silencio es la palabra de Dios.

Nadie que crea en Dios entrará en el reino de los cielos.

Lo único que tienen en común todas las religiones es la continua necesidad de dinero.

Sé fiel a tus infidelidades e infiel a todo lo demás.

En la poesía el lenguaje está de vacaciones.

Dile a todos lo que no quieras que nadie sepa.

Al diablo le gusta razonar; Dios se ríe de la lógica.

Quien piensa mal y acierta se equivoca.

Cuenta cuentos, pero no engañes.

Solo cuando conseguimos lo que queremos nos damos cuenta de que no sabemos lo que queremos.

Quien nunca ha perdido el tiempo no sabe lo que ha perdido.

Tanta gente pone el grito en el cielo que Dios, cuando quiere un poco de tranquilidad, se da una vuelta por el infierno.

Se perdió en un bosque y allí se encontró con todo lo que había perdido.

Tres mujeres pueden no ser suficientes, pero una es casi siempre demasiado.

Las paradojas son obviedades de incógnito.

Hay noches que duran muchos días.

Los amigos están para las ocasiones, pero hay más ocasiones que amigos.

Para ser feliz le bastaba con encontrar un vaso de agua siempre que tenía sed.

Quien solo sabe lo que sabe qué poco sabe.

En breve

Era tan buen poeta como Virgilio y no menos escrupuloso: antes de morir, pidió a sus amigos que quemaran sus manuscritos. Tuvo la mala suerte de que le hicieran caso.

Cuando el cura le preguntó si quería a aquella mujer como su legítima esposa, respondió: ¿Podría repetirme la pregunta?

Otro distraído: fue a echar una carta y, cerca ya de correos, advirtió que se le había olvidado salir de casa.

Le gustaban tanto las mujeres que nunca se casó: quería probarlas todas antes de decidirse por alguna.

A aquel tímido no hubo manera de santificarle. Cuando hacía un milagro, nadie se enteraba de que había sido él. Las sospechas eran muchas, pero ninguna pudo confirmarse.

Era un fantasma tan educado que siempre daba tres golpes en la pared antes de aparecer.

Quiso empezar una nueva vida y se mudó a una remota ciudad en la que no le conocía nadie, pero de pronto, al verse reflejado en un escaparate, se dio cuenta de que no había servido de nada ya que le había seguido su mayor enemigo.

Me dijeron que en la India vivía el hombre más sabio del mundo. Vendí todo lo que tenía y fui a buscarle. Cuando llegué, hacía poco que había muerto y me ofrecieron ocupar su lugar. Acepté, ¿qué remedio? No me quedaba dinero para volver a casa.

“¡Haz desaparecer a mi mujer!”, gritó el bromista para burlarse del mago. La mujer avergonzada fue luego a pedirle disculpas al camerino y desde entonces le acompaña a todas partes.

“¿Qué tengo que hacer para ser feliz?”, le pregunté al hombre más sabio del mundo. “Si lo supiera, no sería el más sabio del mundo, sería el más feliz”.

Judas, tras su traición, se largó al casino a jugarse las treinta monedas Tuvo tanta suerte que las multiplicó por cien. Y ese fue solo el principio de su fortuna. Lo del ahorcamiento no es más que una leyenda piadosa que hicieron correr los primeros cristianos para evitar el mal ejemplo.

Don Juan, ya viejo y solo, quiso dar una fiesta en la que reuniría a todas las mujeres a las que había amado. Se puso a hacer la lista y resulta que no recordaba ningún nombre, que todo era una confusión de senos, muslos, rubias y negras cabelleras. Entonces descubrió que no había amado a nadie. Y que por eso lo había pasado tan bien. Murió sonriente y feliz.

Puntadas con hilo

A Lorenzo Oliván

Lo cierto no siempre resulta certero.

Sin ritmo las palabras son incapaces de volar.

La luz se lanza a ciegas sobre las cosas.

El agua fresca siempre está desnuda.

Al acercarse a la playa la tarde se puso su bañador de luz.

En aquella alta azotea se sentaban a descansar y cotillear las nubes.

En el horizonte el agua del mar duerme la siesta.

Cuando el pájaro echó a volar, la rama se vino al suelo.

No paro de dar vueltas para ver si algún día me encuentro.

Aquel árbol prefería troncharse de risa a que lo tronchara el viento.

En las noches cerradas hay que llamar a la luna para que nos traiga la llave.

Los gatos son los mejores confidentes. Saben todos los secretos, pero no cuentan ninguno.

Lo que más le cuesta a Dios perdonar a los hombres son los pecados que a él mismo le habría gustado cometer.

No me gusta que me contradigan, pero me gusta contradecirme.

Al silencio no se le escapa ningún ruido.

Quien ama las palabras se alimenta de viento.

Cazaba las ideas al vuelo, pero luego las encerraba en la jaula de la lógica.

A la noche y al gato les gusta mirarse fijamente a los ojos y jugar a ver quién desvía primero la mirada.

Las palabras muy usadas se vuelven como nuevas en la lavadora del poema.

La palabra adecuada suele ser la más inadecuada en determinadas situaciones.

Una pluma en el viento: muerto el pájaro, no muere el vuelo.

Comenzó su gran negocio inmobiliario alquilando islas desiertas a los náufragos.

Soñó con árboles y al despertar se encontró con la cama llena de hojas.

Sin la firma y rúbrica de la serpiente ningún paraíso es auténtico.

Dios hace colección de nubes.

Quien se apoya en nuestro hombro nos sostiene.

No hay mejor guía que un niño que está aprendiendo a andar.

Le gustaba reírse de todo, pero era incapaz de reírse de sí mismo.

Cuando Pessoa quería estar solo, se iba a un café lleno de gente, a ver si así le dejaban en paz sus heterónimos.

Siempre nos enamoramos de la mujer más hermosa del mundo, salvo cuando nos enamoramos de un hombre.

Aunque nos acostemos solos, siempre nos acostamos con nuestro mejor amigo. Y con nuestro peor enemigo.

Nada más erótico que ver cómo se desnuda poco a poco la luz.

Aprende de la luna que todo lo ve y todo lo calla.

Qué cotillas los gatos y la luna, pero hablan en una lengua que solo ellos entienden.

La única frontera que no se puede traspasar es la del horizonte.

El que está diciendo siempre lo mismo nunca dice lo mismo.

En el juego del gato y el ratón me gusta ser el gato. Y el ratón.

Seguro que las pulgas consideran quisquilloso al hombre que, cuando le pican, se rasca.

Los murciélagos son las palomas mensajeras de las malas noticias.

Ninguna reputación puede ser buena; la palabra reputación ya resulta en sí misma un poco malsonante.

Le gustaba escribir con todas las palabras. Por eso acabó escribiendo un diccionario.

Quedarse a dos velas no es mala cosa si uno se queda en buena compañía.

La arena siempre tiene sed.

No hay verdad como una mentira a tiempo.

viernes, 16 de enero de 2009

José Luis García Martín, por Andrés Trapiello.

La anécdota es muy conocida, pero podemos referirla una vez más. Es de las que no cansan. Alguien que quería ser escritor le preguntó a Pío Baroja qué tenía que hacer para ser novelista. Don Pío, sin dudarlo, le contestó: –Joven, vaya a Madrid y póngase a la cola.

El caso Clarín nos hace pensar que Baroja tampoco tenía razón entonces cuando emitió su diagnóstico, y tampoco la tendría ahora. José Luis García Martín es la prueba de que en España se puede no sólo llevar a cabo un trabajo de creación, sino un importante papel de agitación e intervención poética y crítica sin tener que venir a Madrid. La mayor parte de sus casi sesenta libros, entre libros de poesía, plaquetes, diarios, traducciones,ensayos o antologías fueron publicadas por pequeñas editoriales asturianas, lo cual viene a desmentir a su vez que el poder y la capacidad de las grandes editoriales esté en proporción directa con su verdadera influencia y su capacidad de modificación en las tendencias críticas y creadoras.

José Luis García Martín nació en 1950 en un pueblo extremeño, pero ha vivido desde niño en Asturias y, desde hace casi treinta años en Oviedo, donde lleva una vida rutinaria, marcada, por lo que sabemos y él mismo nos ha contado en sus diarios, por la costumbre y las manías, sus clases, sus cafés, sus tertulias, su visita a las librerías, su viaje anual a NuevaYork, su declarado amor por las ciudades y su poca inclinación a los parajes campestres o sus esporádicos viajes como conferenciante, asuntos que a menudo pasarán a formar parte de su propia obra.

Aunque podría considerarse una manía en su caso, el hecho de seguir dedicándose a la docencia como profesor de literatura en la Universidad de Oviedo, en vez de hacerlo de manera exclusiva a tareas literarias y críticas, ha de considerarse como una verdadera vocación. Entre el resto de costumbres y manías, sin que sepamos a veces discernir entre unas u otras, está, desde hace veinticinco años, la de dirigir revistas de literatura: fundó, dirigió y escribió en casi su totalidad, con diferentes pseudónimos, a finales de los años setenta, Jugar con fuego, título y actitud significativos por lo que tiene de arriesgado y de francotirador; promovió Reloj de Arena, en los ochenta, y fundó y dirige en la actualidad Clarín. Está también su amor por las antologías de poesía, de las que ha preparado una media docena, algunas de las cuales, como Las voces y los ecos, de 1980, La generación de los ochenta, de 1988 o Treinta años de poesía española, de 1996, han ayudado a fijar el panorama poético español en todos estos años, desde una posición estética que él ha llamado "poesía figurativa", frente a otras poéticas, agrupadas bajo el nombre de "poesía del silencio", o "poesía de la diferencia", lo cual, dicho sea de paso, le ha colocado en el centro de abundantes polémicas y disputas en las que ha participado siempre que ha podido o le han dejado.

Su poesía, que apareció primero en un tomo de poesías reunidas, ha sido publicada recientemente en forma de una amplia antología con el título Material perecedero, en 1998, que agrupa poemas de sus libros más importantes, Tinta y papel, Treinta monedas, El Pasajero o Principios y finales. García Martín es un poeta que tiene muchas voces (no olvidemos que es un poeta que está lejos de casi todo y de casi todos, aunque no solo, y que es un poeta que ha estudiado, traducido y antologado a Fernando Pessoa). De estas voces unas son modernas, otras tradicionales. El poeta moderno, viene a decirnos, tiene una voz que es como la ciudad moderna, crisol de otras muchas. Y su personalidad está en la dicción, desde luego, pero también en la piedra de toque de toda poesía: la emoción. Habla, claro, desde la figuración, es decir, desde un dibujo reconocible de la realidad, una realidad que no siempre es externa. Aunque es esta actividad creadora suya la más importante, viene a ocurrirle a él lo que le sucedió a su paisano Clarín, ovetense también de adopción: la crítica parece ensombrecer a veces sus otras ocupaciones de escritor.

Considerado como una de las personas mejor informadas de España, en lo que a publicaciones poéticas se refiere, y una de las más tenaces y combativas, ha conseguido, desde su orillado Oviedo, que sus opiniones, a favor o a la contra, hayan llegado a ser tenidas en cuenta en todos los ámbitos, tanto el académico, el periodístico o el de los propios poetas, lo que ha hecho de él, como le ocurrió a Clarín, alguien que puede ser al mismo tiempo admirado y detestado, en la misma proporción que puede ser respetado o temido, quizá porque él mismo no se cansa de repitir su divisa literaria: "Cuando escribo, no tengo amigos". Esto, claro, le ha hecho perder unos cuantos, pero tampoco parece importarle, quizá porque un hombre que empezó en la literatura solo, quiera acabar igual.

Leído en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, el 8 de Marzo de 2000.

García Martín cree que la Fundación Ángel González “encallará en personalismos”.


“En Asturias hay varias sensibilidades que quieren apropiarse” del poeta y habrá una “disputa permanente”, dice en Canal 10.

EL COMERCIO - 14.01.09 - A. R. GIJÓN

El crítico literario y escritor José Luis García Martín teme que la Fundación Ángel González «se quede encallada en personalismos y cosas políticas». Así lo afirmó ayer en 'La Lupa' de Canal 10, programa al que acudió para repasar la trayectoria del poeta ovetense del que se cumplió un año de su muerte el lunes.

García Martín cree que la Fundación Ángel González «no obtendrá ningún resultado» porque «en Asturias hay varias sensibilidades que quieren apropiarse de él y a mí me parece que van a luchar entre ellas. A unas les viene bien una cosa que perjudica a otras y será así siempre».
Para ilustrar su argumento, García Martín recordó que hace poco había leído un artículo en el que se criticaba la presencia de autores como Luis García Montero en el patronato de una Fundación, cuando en realidad, sostiene, «era en él en quien confiaba más que en ningún otro para todos sus asuntos».

A los distintos intereses que plantea la puesta en marcha de la fundación, añade García Martín las discusiones que ya se escuchan sobre el lugar en el que se debe ubicar su sede por lo que teme que «se convierta en una disputa constante».

Y añade que «esto pasa porque cuando una persona así muere llegan las disputas por la herencia y todo el que admira a una persona y le honra lo hace para lucirse uno mismo, aunque espero no estar haciendo yo lo mismo».

Éxito a los 60

El escritor, colaborador de EL COMERCIO, también repasó algunos capítulos de la vida de Ángel González como el éxito que le sobrevino cuando ya tenía sesenta años, las discusiones poéticas con Antonio Gamoneda y su amistad con Joaquín Sabina, de la que dijo «se beneficiaron ambos porque a Sabina tratarse con Ángel González le daba prestigio dado su complejo de cantante populachón, y a Ángel González, el cantante le daba un público de miles de personas al que un poeta no suele llegar».

García Martín comentó que Ángel González es bandera de muchos personajes conocidos porque «hay poetas que tienen prestigio entre los lectores de poesía y otros que se convierten en personajes públicos y eso fue lo que le pasó a él».

Para entregar en mano: I Piccoli Piaceri.


Sábado, 3 de enero: Dos sombras.

¿Conocéis alguna imagen mejor de la melancolía que una larga avenida interminable de casas desconchadas y locales cerrados, con apenas algún borroso transeúnte, por la que avanza un taxi con un solitario viajero? ¿Qué busco en esta ciudad donde no conozco a nadie, donde nadie me espera? Avanza el automóvil por el Corso Giulio Cesare, entre tiendas étnicas y edificios que hace tiempo han perdido su burguesa elegancia. Nada se oye, solo el ruido del motor, pero en mi cabeza unos viejos versos le ponen voz a la desolación: “Yo no soy de esta ciudad ni de ninguna, / no tengo aquí ni amigos ni fantasmas, / he llegado por casualidad y me voy por la noche”.

Pero miente esa voz que canta sin voz. Yo tengo fantasmas amigos en cualquier rincón del mundo. Dejo las maletas en el hotel y lo primero que me encuentro al dar la vuelta a la esquina es otro hotel, el Roma, donde se suicidó Pavese el mismo año en que yo nací: “Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más”.

Y en el escaparate de una librería, el primero al que me asomo, me esperan las Lettere da Torino, de Federico Nietzsche, que aquí vivió hace ciento veinte años sus días de plenitud y la catástrofe final. El azar quiere que lea esas cartas en Baretti & Milano, un café de Piazza Castello, con grandes ventanales a la Galeria Subalpina. Y, de pronto, en una de las cartas me encuentro que habla de este mismo lugar. Él vivía al lado, en la Piazza Carlo Alberto, con vistas sobre el majestuoso Palazzo Carignano y, tras los tejados y las cúpulas, el cerco de las verdes montañas; a esta galería venía todas las tardes a escuchar música. Más de una vez se sentaría en este mismo café, inaugurado en 1875. Leo sus cartas, que hablan de plenitud y felicidad, como si me las dirigiera a mí. De pronto caigo en la cuenta de que fue tal día como hoy, un 3 de enero, cuando vio como un cochero golpeaba violentamente a su caballo y se abrazó a la pobre bestia, incapaz de resistir tan estúpida crueldad. No volvería a recuperar la razón.



Domingo, 4 de enero: Un paseo.

“Además de ser mi ciudad, Turín es mi casa –me dice Giuseppe Culicchia—, y como toda casa tiene una puerta de entrada, la estación de Porta Nuova; una cocina, el mercado de Porta Palazzo; un baño, el Po, y además el salón de Piazza San Carlo, la terraza para tomar el sol que es el parque del Valentino y otras muchas cosas que me gustaría irte mostrando”.

La estación de Porta Nuova, inmensa y palaciega, se alza exactamente enfrente del blanco palacio de los Saboya. Quienes la construyeron, a mediados del XIX, lo quisieron así: representaba el nuevo poder, el de la industria y el progreso. Entre una y otro, discurre perezosa una de las calles más hermosas del mundo, Via Roma, barroca y racionalista. Delante de la estación, se abre en horquilla para abarcarla entera y deja sitio en medio para los frágiles jardines Samboy. A ellos se asoman las ventanas del Hotel Roma, enfrente del cual está el monumento a Edmundo d’Amicis, que a tantas generaciones de escolares hizo llorar con su Corazón. El primer tramo de Via Roma, reconstruido en época de Mussolini, tiene una gracia muy años treinta; termina en una pequeña plaza del mismo elegante, geométrico estilo. A continuación, el rectángulo de Piazza San Carlo, con su rey a caballo –Emanuel Filiberto envainando la espada tras la batalla de San Quintín— y la simetría de sus palacios y de las iglesias de Santa Cristina y de San Carlo. El tramo siguiente cambia la apariencia, pero no la magnificiencia, de sus soportales y nos lleva a Piazza Castello, una plaza que no tiene en medio ni una estatua ni una fuente, sino el castillo que le da nombre, un castillo Frankenstein, el Palazzo Madama. Su amable rostro es barroco, femenino, delicado; su tronco rudamente medieval y sus extremidades, dos torres romanas. La plaza del Castillo tiene adosada otra, la Piazzeta Reale, separada por una verja y las estatuas ecuestres de Cástor y Pólux, que continúa el eje de Via Roma; la cierra la fachada deslumbrante del Palacio Real. A un lado asoma la maravillosa cúpula de San Lorenzo, una tímida iglesia, oculta entre los edificios, que solo alza ese dedo prodigiosa para advertirnos de que no debemos perdernos su minucioso interior, obra de Guarino Guarini.

Piazza Castello era el corazón de la ciudad en tiempos de Nietzsche, y lo sigue siendo. Si quieres ver a alguien, no importa a quien sea, siéntate en una esquina y más pronto o más tarde lo verás pasar delante de ti. ¿En qué dirección seguir? Por una callejuela escondida a la izquierda del palacio se llega al Duomo, con su campanile románico, exento como los venecianos, y con la capilla de mármol negro que guarda la sábana santa, durante siglos propiedad privada de los Saboya, y su mejor fuente de ingresos. Se rumorea que el autor de la reliquia –un antecedente de la fotografía— fue nada menos que Leonardo, y que el presunto retrato de Cristo es su propio autorretrato.

Delante del Duomo esta Porta Palazzo, monumental resto de la antigua muralla romana. Yo prefiero seguir de frente, y luego, por las galerías de Umberto I, llegarme hasta Piazza de la República, el mercado y el rastro de la ciudad, su rincón más napolitano.


Lunes, 5 de enero: Asesinos.

El sábado me sume a una manifestación que gritaba “Israel asesino” y “Justicia para Gaza”; recorrimos el centro de la ciudad escoltados muy de cerca por la policía. Hoy en el Cinema Nazionale veo Il giardino di limoni, la película de Eran Riklis que nos da una visión del conflicto en tono poético y menor. Una mujer palestina lucha por defender su huerto de limones que los israelíes quieren destruir porque dificulta la protección de la nueva casa del ministro de Defensa.

La sangre de Gaza me salpica. Qué sensación de impotencia. Me siento como la buena gente que veía pasar por la estación de su pueblo trenes cargados de un doliente rebaño humano; trenes que luego volvían siempre vacíos.

Los hijos de padres maltratadores suelen ser también padres maltratadores; los hijos de las víctimas acostumbran a convertirse en verdugos. Cómo duele tener que escribir que Israel es hoy la vergüenza del mundo. Matones que se aprovechan de que nadie manda en Europa ni en la Casa Blanca, de que nadie puede pararles los pies. En Piazza Castello grito con todas mis fuerzas: “Israel, asesino”.

Pero pienso de pronto en mis amigos de Jerusalem, en los adolescentes amenazados a los que hacen crecer junto al fusil, y preciso mi protesta: “¡Abajo el gobierno genocida de Israel! ¡Abajo Hamás! ¡Viva Israel, viva Palestina!”. Y que entre ellos se alce no un muro de la vergüenza, sino un fragante huerto de limoneros con la puerta siempre abierta por ambos lados. Soñemos, alma, soñemos…

Escucho las noticias de Gaza y siento vergüenza de ser hombre.


Martes, 6 de enero: A quien corresponda.

La ciudad nevada como un especial regalo de Reyes al niño que fui, que no he dejado de ser. Paseo gozoso bajo los soportales, acariciándolo todo con los ojos. Puedo caminar quilómetros sin abandonar su mano protectora, sin tener que pisar el suelo nevado.

Dejo a un lado las preocupaciones en esta fría, luminosa, prodigiosa mañana. He aprendido, como Barba Azul, a encerrar con siete llaves, en la más oscura habitación del sótano, mis preocupaciones y remordimientos, todo el daño que hice o que no fui capaz de evitar. Pronto aparecerá bajo la puerta una delatora gota de sangre, lo sé. Pero ahora nada mancha la nieve. Y yo alzo en mi mano una esfera de cristal, el deslumbrante pisapapeles del mundo. Miro caer la nieve como la miraba de niño. Silenciosa y lenta, maternal y mágica. Sé que escapará pronto de mi mano torpe. Y que el milagro se hará súbitamente añicos. Pero ahora –ningún ruido, ningún silencio— el tiempo se enrosca sobre sí mismo y se convierte en eternidad.

Me siento en el café de costumbre y comienzo a escribir un poema para darle las gracias a quien corresponda.


Miércoles, 7 de enero: Que espere.

“Aquí los días se suceden soleados con la misma extraordinaria perfección: la espléndida vegetación, el cielo y el gran río de un tierno azul, el aire de una sublime pureza: un Claude Lorrain como nunca habría soñado ver”.

Era el otoño de 1888, Nietzsche se sentía en el paraíso sin saber, o sabiéndolo quizá, que avanzaba hacia el cercano precipicio. Yo pensaba en él mientras paseaba por el parque del Valentino, un domingo soleado y fresco, el río todavía con niebla, desvaneciéndose entre los árboles como un Claude Larrain. De vez en cuando me cruzaba con algún solitario ciclista. Lo recuerdo ahora al releer las cartas que Pavese le escribió a Fernanda Pisano, su alumna, uno de sus amores imposibles: “¡Que hermoso atravesar el campo en bicicleta! La carretera corre lisa entre el verde, el cielo azul refleja la serenidad de nuestros pensamientos. A veces lanzo un grito jocundo y luego me inclino sobre el manillar, rojo de felicidad”.

Nietzsche, Pavese fueron felices en estos mismos lugares en los que yo paseo mi solitaria felicidad ahora. A uno le esperaban diez años de infierno, al otro un tubo de pastillas en una habitación de hotel.

No sé lo que a mí me espera, pero, sea lo que sea, que espere todavía un poco.



Jueves, 8 de enero: I piccoli piaceri.

Atizar el fuego una noche de invierno. Asomarse al balcón, como cuando era niño, y saludar a conocidos y desconocidos. Ver pasar las nubes sentado en lo alto de una colina. Pasear en barca, soltar los remos, dejarse llevar por la corriente. Saborear el goce de estar triste. Mirar un mapa y soñar con lugares en los que nunca he estado, en los que quizá no estaré nunca. Tirar piedras al agua y ver como rebotan sobre la superficie. Andar en bicicleta una mañana de verano sintiendo la brisa del mar en la cara. Caminar bajo la lluvia. No pensar en nada mientras el mundo desfila gozoso tras la ventanilla del tren. Filosofar con los amigos en la cafetería del Rosal. Ver caer la nieve desde los soportales de Via Roma.


Viernes, 9 de enero: Otra historia de amor.

Me preguntó una dirección y yo enseguida adiviné que se trataba solo de un pretexto. Como no tenía nada mejor que hacer y estaba un poco aburrido, dije: “Precisamente yo voy muy cerca, si quieres puedes acompañarme”. Caminamos juntos un rato sin saber qué decirnos. Hemos seguido caminando juntos desde entonces, ojalá lo hagamos el resto de la vida.

Publicado en La Nueva España (11.01.2009).