viernes, 16 de enero de 2009

Para entregar en mano: I Piccoli Piaceri.


Sábado, 3 de enero: Dos sombras.

¿Conocéis alguna imagen mejor de la melancolía que una larga avenida interminable de casas desconchadas y locales cerrados, con apenas algún borroso transeúnte, por la que avanza un taxi con un solitario viajero? ¿Qué busco en esta ciudad donde no conozco a nadie, donde nadie me espera? Avanza el automóvil por el Corso Giulio Cesare, entre tiendas étnicas y edificios que hace tiempo han perdido su burguesa elegancia. Nada se oye, solo el ruido del motor, pero en mi cabeza unos viejos versos le ponen voz a la desolación: “Yo no soy de esta ciudad ni de ninguna, / no tengo aquí ni amigos ni fantasmas, / he llegado por casualidad y me voy por la noche”.

Pero miente esa voz que canta sin voz. Yo tengo fantasmas amigos en cualquier rincón del mundo. Dejo las maletas en el hotel y lo primero que me encuentro al dar la vuelta a la esquina es otro hotel, el Roma, donde se suicidó Pavese el mismo año en que yo nací: “Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más”.

Y en el escaparate de una librería, el primero al que me asomo, me esperan las Lettere da Torino, de Federico Nietzsche, que aquí vivió hace ciento veinte años sus días de plenitud y la catástrofe final. El azar quiere que lea esas cartas en Baretti & Milano, un café de Piazza Castello, con grandes ventanales a la Galeria Subalpina. Y, de pronto, en una de las cartas me encuentro que habla de este mismo lugar. Él vivía al lado, en la Piazza Carlo Alberto, con vistas sobre el majestuoso Palazzo Carignano y, tras los tejados y las cúpulas, el cerco de las verdes montañas; a esta galería venía todas las tardes a escuchar música. Más de una vez se sentaría en este mismo café, inaugurado en 1875. Leo sus cartas, que hablan de plenitud y felicidad, como si me las dirigiera a mí. De pronto caigo en la cuenta de que fue tal día como hoy, un 3 de enero, cuando vio como un cochero golpeaba violentamente a su caballo y se abrazó a la pobre bestia, incapaz de resistir tan estúpida crueldad. No volvería a recuperar la razón.



Domingo, 4 de enero: Un paseo.

“Además de ser mi ciudad, Turín es mi casa –me dice Giuseppe Culicchia—, y como toda casa tiene una puerta de entrada, la estación de Porta Nuova; una cocina, el mercado de Porta Palazzo; un baño, el Po, y además el salón de Piazza San Carlo, la terraza para tomar el sol que es el parque del Valentino y otras muchas cosas que me gustaría irte mostrando”.

La estación de Porta Nuova, inmensa y palaciega, se alza exactamente enfrente del blanco palacio de los Saboya. Quienes la construyeron, a mediados del XIX, lo quisieron así: representaba el nuevo poder, el de la industria y el progreso. Entre una y otro, discurre perezosa una de las calles más hermosas del mundo, Via Roma, barroca y racionalista. Delante de la estación, se abre en horquilla para abarcarla entera y deja sitio en medio para los frágiles jardines Samboy. A ellos se asoman las ventanas del Hotel Roma, enfrente del cual está el monumento a Edmundo d’Amicis, que a tantas generaciones de escolares hizo llorar con su Corazón. El primer tramo de Via Roma, reconstruido en época de Mussolini, tiene una gracia muy años treinta; termina en una pequeña plaza del mismo elegante, geométrico estilo. A continuación, el rectángulo de Piazza San Carlo, con su rey a caballo –Emanuel Filiberto envainando la espada tras la batalla de San Quintín— y la simetría de sus palacios y de las iglesias de Santa Cristina y de San Carlo. El tramo siguiente cambia la apariencia, pero no la magnificiencia, de sus soportales y nos lleva a Piazza Castello, una plaza que no tiene en medio ni una estatua ni una fuente, sino el castillo que le da nombre, un castillo Frankenstein, el Palazzo Madama. Su amable rostro es barroco, femenino, delicado; su tronco rudamente medieval y sus extremidades, dos torres romanas. La plaza del Castillo tiene adosada otra, la Piazzeta Reale, separada por una verja y las estatuas ecuestres de Cástor y Pólux, que continúa el eje de Via Roma; la cierra la fachada deslumbrante del Palacio Real. A un lado asoma la maravillosa cúpula de San Lorenzo, una tímida iglesia, oculta entre los edificios, que solo alza ese dedo prodigiosa para advertirnos de que no debemos perdernos su minucioso interior, obra de Guarino Guarini.

Piazza Castello era el corazón de la ciudad en tiempos de Nietzsche, y lo sigue siendo. Si quieres ver a alguien, no importa a quien sea, siéntate en una esquina y más pronto o más tarde lo verás pasar delante de ti. ¿En qué dirección seguir? Por una callejuela escondida a la izquierda del palacio se llega al Duomo, con su campanile románico, exento como los venecianos, y con la capilla de mármol negro que guarda la sábana santa, durante siglos propiedad privada de los Saboya, y su mejor fuente de ingresos. Se rumorea que el autor de la reliquia –un antecedente de la fotografía— fue nada menos que Leonardo, y que el presunto retrato de Cristo es su propio autorretrato.

Delante del Duomo esta Porta Palazzo, monumental resto de la antigua muralla romana. Yo prefiero seguir de frente, y luego, por las galerías de Umberto I, llegarme hasta Piazza de la República, el mercado y el rastro de la ciudad, su rincón más napolitano.


Lunes, 5 de enero: Asesinos.

El sábado me sume a una manifestación que gritaba “Israel asesino” y “Justicia para Gaza”; recorrimos el centro de la ciudad escoltados muy de cerca por la policía. Hoy en el Cinema Nazionale veo Il giardino di limoni, la película de Eran Riklis que nos da una visión del conflicto en tono poético y menor. Una mujer palestina lucha por defender su huerto de limones que los israelíes quieren destruir porque dificulta la protección de la nueva casa del ministro de Defensa.

La sangre de Gaza me salpica. Qué sensación de impotencia. Me siento como la buena gente que veía pasar por la estación de su pueblo trenes cargados de un doliente rebaño humano; trenes que luego volvían siempre vacíos.

Los hijos de padres maltratadores suelen ser también padres maltratadores; los hijos de las víctimas acostumbran a convertirse en verdugos. Cómo duele tener que escribir que Israel es hoy la vergüenza del mundo. Matones que se aprovechan de que nadie manda en Europa ni en la Casa Blanca, de que nadie puede pararles los pies. En Piazza Castello grito con todas mis fuerzas: “Israel, asesino”.

Pero pienso de pronto en mis amigos de Jerusalem, en los adolescentes amenazados a los que hacen crecer junto al fusil, y preciso mi protesta: “¡Abajo el gobierno genocida de Israel! ¡Abajo Hamás! ¡Viva Israel, viva Palestina!”. Y que entre ellos se alce no un muro de la vergüenza, sino un fragante huerto de limoneros con la puerta siempre abierta por ambos lados. Soñemos, alma, soñemos…

Escucho las noticias de Gaza y siento vergüenza de ser hombre.


Martes, 6 de enero: A quien corresponda.

La ciudad nevada como un especial regalo de Reyes al niño que fui, que no he dejado de ser. Paseo gozoso bajo los soportales, acariciándolo todo con los ojos. Puedo caminar quilómetros sin abandonar su mano protectora, sin tener que pisar el suelo nevado.

Dejo a un lado las preocupaciones en esta fría, luminosa, prodigiosa mañana. He aprendido, como Barba Azul, a encerrar con siete llaves, en la más oscura habitación del sótano, mis preocupaciones y remordimientos, todo el daño que hice o que no fui capaz de evitar. Pronto aparecerá bajo la puerta una delatora gota de sangre, lo sé. Pero ahora nada mancha la nieve. Y yo alzo en mi mano una esfera de cristal, el deslumbrante pisapapeles del mundo. Miro caer la nieve como la miraba de niño. Silenciosa y lenta, maternal y mágica. Sé que escapará pronto de mi mano torpe. Y que el milagro se hará súbitamente añicos. Pero ahora –ningún ruido, ningún silencio— el tiempo se enrosca sobre sí mismo y se convierte en eternidad.

Me siento en el café de costumbre y comienzo a escribir un poema para darle las gracias a quien corresponda.


Miércoles, 7 de enero: Que espere.

“Aquí los días se suceden soleados con la misma extraordinaria perfección: la espléndida vegetación, el cielo y el gran río de un tierno azul, el aire de una sublime pureza: un Claude Lorrain como nunca habría soñado ver”.

Era el otoño de 1888, Nietzsche se sentía en el paraíso sin saber, o sabiéndolo quizá, que avanzaba hacia el cercano precipicio. Yo pensaba en él mientras paseaba por el parque del Valentino, un domingo soleado y fresco, el río todavía con niebla, desvaneciéndose entre los árboles como un Claude Larrain. De vez en cuando me cruzaba con algún solitario ciclista. Lo recuerdo ahora al releer las cartas que Pavese le escribió a Fernanda Pisano, su alumna, uno de sus amores imposibles: “¡Que hermoso atravesar el campo en bicicleta! La carretera corre lisa entre el verde, el cielo azul refleja la serenidad de nuestros pensamientos. A veces lanzo un grito jocundo y luego me inclino sobre el manillar, rojo de felicidad”.

Nietzsche, Pavese fueron felices en estos mismos lugares en los que yo paseo mi solitaria felicidad ahora. A uno le esperaban diez años de infierno, al otro un tubo de pastillas en una habitación de hotel.

No sé lo que a mí me espera, pero, sea lo que sea, que espere todavía un poco.



Jueves, 8 de enero: I piccoli piaceri.

Atizar el fuego una noche de invierno. Asomarse al balcón, como cuando era niño, y saludar a conocidos y desconocidos. Ver pasar las nubes sentado en lo alto de una colina. Pasear en barca, soltar los remos, dejarse llevar por la corriente. Saborear el goce de estar triste. Mirar un mapa y soñar con lugares en los que nunca he estado, en los que quizá no estaré nunca. Tirar piedras al agua y ver como rebotan sobre la superficie. Andar en bicicleta una mañana de verano sintiendo la brisa del mar en la cara. Caminar bajo la lluvia. No pensar en nada mientras el mundo desfila gozoso tras la ventanilla del tren. Filosofar con los amigos en la cafetería del Rosal. Ver caer la nieve desde los soportales de Via Roma.


Viernes, 9 de enero: Otra historia de amor.

Me preguntó una dirección y yo enseguida adiviné que se trataba solo de un pretexto. Como no tenía nada mejor que hacer y estaba un poco aburrido, dije: “Precisamente yo voy muy cerca, si quieres puedes acompañarme”. Caminamos juntos un rato sin saber qué decirnos. Hemos seguido caminando juntos desde entonces, ojalá lo hagamos el resto de la vida.

Publicado en La Nueva España (11.01.2009).

1 comentario:

  1. Magnífica bitácora, escritura en esencia. Un saludo y una invitación a la mía. Tomás Rodríguez.
    http://tropicodelamancha.blogspot.com

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