domingo, 24 de abril de 2011

Al otro lado: The music goes on…

Domingo, 17 de abril
DE UN DRAGÓN Y DE UN SABIO

Mientras paseamos por los jardines de la Rodriga, que no conocía, y a los que se extraña de llegar en ascensor, le cuento a mi amigo el sueño de esta mañana. “Me dormí pensando que hoy tenía que escribir un soneto (soy de esas personas a las que les gusta ponerse deberes) y me desperté con una historia en la cabeza. Hablaba de un niño huérfano al que recoge un herrero. Le ayuda con los trabajos más duros de la fragua y se dedica a guardar las briznas de hierro que sobran porque sueña con hacerse una espada y llegar a ser caballero. Hay un dragón, como en todos los cuentos, que asola al reino. El rey, que no tiene herederos, ha prometido dejar su corona a quien acabe con él. Los más famosos caballeros del mundo acuden a intentarlo: Palmerín de Oliva, Amadís de Gaula e incluso Lancelot du Lac. Ninguno lo consigue, a pesar de venir armados con las mejores lanzas y los más ágiles caballos. Todos se ríen cuando el desmedrado rapaz saca a pasear su espada por el pueblo (tiene que arrastrarla porque apenas tiene fuerzas para levantarla) y dice que él acabará con el dragón. Entre las burlas de todos se pone en marcha. Camina y camina bajo el sol y cuando le parece que no puede más y todavía le queda mucho para llegar a la gruta se encuentra con un anciano de larga barba blanca encorvado bajo un gran haz de leña. “Es para hacer fuego durante el invierno”, le dice. Bajo aquel sol abrasador, parece un anciano, pero gentilmente se ofrece a ayudarle y con una mano arrastra la espada y con la otra carga el haz de leña. El anciano vive en lo alto de una montaña. Su casa, poco más que una choza, está llena de libracos enormes, de alambiques y retortas, de balanzas para pesar extraños ingrediente. El aprendiz de herrero lo mira todo admirado mientras le cuenta al anciano, que ahora sabe que es un sabio y no un loco, sus intenciones. “No creo que lo consiga, volveré al pueblo fracasado y todos se reirán de mí”. “Vamos a ver si en los libros encontramos algo que nos sirva de ayuda”, sonríe el anciano. Alcanza un grueso infolio, que casi pesa más que él. “Aquí esta todo lo que se sabe de los dragones”. Pasa las páginas y encuentra una gran lámina con el dragón que aterra al reino. El joven herrero da un salto atrás. Aterra ya con solo verlo dibujado.


No te voy a contar el cuento entero, le digo a mi joven amigo. Resumo: Acaba siendo el nuevo rey y no se vuelve a acordar de aquel viejo hasta que tres años de malas cosechas llevan el país a la ruina. Entonces lo llama, pero no quiere dejar su cabaña. “Tiene que ocurrírseme algo para hacerle venir”. Y como era un joven muy listo en seguida se le ocurre la idea. “Decidle que le nombraré bibliotecario mayor del reino con el encargo de reunir en mi palacio todos los libros del mundo, los escritos y los por escribir”.
“Me parece que sé quién es el sabio Merlín de tu sueño. No te preocupes, cuando yo sea presidente de mi país, te nombraré director de la biblioteca nacional sin necesidad de que haya antes tres años de malas cosechas”.


Lunes, 18 de abril
UNA APARICION

Soy un hombre muy racional, pero por eso mismo no desdeño los sueños. Buscando hotel para un próximo viaje de pronto me sorprende la imagen de un aparatoso edificio victoriano. Me da un vuelco al corazón. Yo ya debía de tener cerca de cuarenta años, pero era ya casi tan adolescente como ahora. Me alojaba en un hotel cercano a Russel Square, tomaba algo en un local con terraza que se llamaba Night and Day, bebía distraído y de pronto vi pasar una belleza que no era de este mundo. Me arrastró en su estela sin que pudiera hacer nada por impedirlo. Pero solo unos pocos pasos. En el portal de un edificio inmenso, frente a la plaza, que parecía sacado de un cuento de hadas que fuera a la vez un cuento de terror, se dio la vuelta, me miró fugazmente y desapareció.. No me atreví a entrar en aquel recinto inmenso y mágico. Pero la volví a ver otra vez, sentada tras una de las ventanas y volvió a mirarme y sé que debería haberme decidido a ir en su busca. Ahora, con dos o tres golpes de ratón, ya estoy autorizado para entrar en el castillo. ¿Todavía conservo la esperanza de encontrar aquella aparición? Por supuesto que no, por eso me atrevo a volver a Londres y a atravesar puertas que me estuvieron vedadas. En caso contrario no me atrevería a hacerlo.
Ya ni siquiera en sueños me atrevo a ser un héroe, ya solo puedo aspirar a ser el ayudante del héroe.



Martes, 19 de abril
AÚN
Como quien va en una bicicleta pedaleo y pedaleo; sé que en cuanto deje de hacerlo caeré al suelo. Pero aún me quedan fuerzas.


Miércoles, 20 de abril
DOS AMIGOS

Soy un coleccionista de muchas cosas, también de experiencias religiosas. La variedad de ritos y creencias me parece como la variedad de lenguas. Qué pobreza intelectual la del que solo sabe expresarse en la suya y solo comprende lo que se dice en ella. Las diversas religiones me parecen como imperfectas traducciones de una lengua única. Una lengua que quizá no existe.
He subido hasta lo alto de la cúpula de San Pablo, he tenido inmensa y ofrecida la ciudad a mis pies, y luego bajo su abrazo protector he asistido al oficio religioso de las doce de la mañana. Me he levantado, me he sentado, he dicho las palabras que había que decir en el momento adecuado, les he dado la mano y deseado la paz a quienes compartían conmigo aquel momento, en medio del ir y venir y la curiosidad de los turistas, sin saber que yo era un intruso.
¿Un intruso? Nadie más sensible que yo a las emociones ajenas. Me gusta ser un recipiente vacío, una cuerda que vibra al menor soplo de aire. Cierro los ojos y sé que lo que me une con cualquier desconocido es más de lo que me separa.
Antes he cruzado por primera vez el puente del Milenio, otra pieza para mi colección. Una pieza maestra. Como una esbelta trirreme que ha quedado atravesada en el río, que parece quieta pero que avanza por otro río.


En San Pablo tengo muchos amigos, pero especialmente dos: William Blake, el visionario, y John Donne, el apasionado que supo amar a Dios como se ama a una mujer. En la lápida conmemorativa de Blake hay unos versos que hace tiempo he hecho míos: “Ver el mundo en un grano de arena / y el cielo en una flor silvestre, / sostener el infinito en la palma de la mano / y la eternidad en un instante”.
John Donne, que sabía que cualquier campana celebra nuestro propio funeral, me recuerda que no morimos, que nos traducen a un idioma mejor. .
Soy el ateo más religioso del mundo, creo en todo lo que cree la buena gente, creo en la bondad y en el abismo negro por cuyo borde caminamos sonrientes y mirando, mientras sea posible, hacia otro lado.


Jueves, 21 de abril
COLECCIÓN DE INSTANTES

Nada me gusta más que mirar una ciudad desde lo alto. Ayer lo hice desde la cúpula de San Pablo y hoy lo hago desde la más fascinante noria del mundo, el Ojo de Londres. Poco a poco me va elevando sobre el vacío y sobre el río la trasparente burbuja que algo tiene de cúpula espacial. Reconozco los lugares por los que acabo de pasear, les doy nombre a los palacios y a las iglesias, no me acostumbro al milagro. ¡Lo que habrían dado Dickens y Chesterton, y cualquiera de los londinenses que más amo, por una experiencia así!


Y luego, al querer entrar en la Abadía de Westminster me encuentro con que no puedo hacerlo porque allí está la reina celebrando su cumpleaños. Recuerdo bien los que cumple: ochenta y cinco. Y ese cumpleaños me lleva a pensar en otro cumpleaños que hace que los ojos se me llenen de lágrimas (es algo que ahora me ocurre con frecuencia). Pero pronto me consuelan los jardines de Saint James, con su multicolor floración adolescente. “Ellos serán siempre fieles / tú no lo serás un día”, me digo con Cernuda. “Aprende cómo es la dicha”. Aprendo. Todavía aprendo.


El día termina en el Wigmore Hall escuchando a Anne Sofie von Otter, que sabe hacernos reír con las bufonadas de Francesco Provenzale a propósito de Cristina de Suecia y apretarnos el corazón con el lamento de Penélope en la ópera de Monteverdi o con la prodigiosa nana que su nodriza le canta a la orgullosa y desdichada Popea.Al final pasamos a saludar a Daniel Zapico, el asturiano que toca la tiorba. Desde lo alto de la escalera nos mira Boris Begelman, el joven violinista que a mí me ha interesado especialmente. No me atrevo a decirle nada. Me lo vuelvo a encontrar luego, ya fuera del teatro, vestido de negro, fumando distraído y con la funda del violín en la otra mano, como símbolo de alguna cosa que no acierto a descifrar. Tampoco soy capaz de decirle nada.
Colecciono muchas cosas, pero las joyas de mi colección son un puñado de instantes sin antes ni después


Viernes, 22 de abril
RECORDAR, LLORAR, CELEBRAR

Recuerdo una frase que escuché en la catedral de San Pablo: “Durante siglos, los ingleses se han reunido en este lugar para recordar, para llorar, para celebrar”. Recordar, llorar, celebrar es lo que yo hago todos los días. También en este viernes santo que comienza en Tavistick Gardens, con sus árboles y sus bancos llenos de epitafios. En la placa dedicada a Stan Carpentier (1922-2002) se lee: “A londoner who love the world and all its people”. Pero yo prefiero la que recuerda a Simon Fletcher, que solo vivió treinta y seis años: “The music goes on…”
La música continúa y el día termina en St Martin in the Fields escuchando el lamento de Purcell por la reina Mary (poco antes los he visto juntos para toda la eternidad en la National Portrait Gallery) y el Requiem de Mozart. Vuelven a llenárseme los ojos de lágrimas y recuerdos.


Pero también tengo cosas que celebrar. Tantas cosas. El momento en que me quedé solo en el patio de la casa de Dickens, en Doughty Street, y la fuente me volvió a contar las mil y una historias que me hicieron llorar y reír en mi adolescencia. El laberinto de Foyles, en Charing Cross Road, de donde no me gustaría salir nunca. La doble epopeya que Paul Day cuenta en el monumento a la batalla de Inglaterra, junto al Támesis, y en la estación de St Pancras, esa prodigiosa ensoñación victoriana. El violinista de la Cappella Mediterranea.
Tantas cosas que celebrar. No hay día en que no se me llenen los ojos de lágrimas, pero no siempre es por la desolación que me inunda de pronto.
Donde quiera que estés sigo estando contigo.

domingo, 17 de abril de 2011

Al otro lado: Nunca pasa nada

Sábado, 9 de abril
DÍAS IGUALES

Soy la persona menos aventurera del mundo, lo he dicho muchas veces. Nada más fácil que seguir mis pasos. Vista una semana, vistas todas. Menos mal que no soy importante, ni estoy amenazado, porque nada más fácil que seguir mis pasos. ¿Alguien quiere encontrarme, por ejemplo, a las doce de la mañana? Nada más fácil: de lunes a viernes, el Colonial; los sábados, el Atrio, en Avilés; los domingos, el Yuppi del Rosal. Todos los días iguales y, sin embargo, todos distintos. José Manuel Feito me trae desde Valliniello a mi antiguo maestro, que quiere tomar un café conmigo después de que le recordara en el periódico. Hace algunas precisiones: aún no ha cumplido noventa años, solo tiene ochenta y nueve, y los alumnos que llegaron a estar a su cargo en aquel barracón prefabricado durante un mismo curso no fueron cien sino ciento cuarenta (los dividió en setenta por la mañana y setenta por la tarde). Conserva una memoria minuciosa. Ha seguido la trayectoria posterior de muchos de sus alumnos de entonces: empresarios, ingenieros, gente importante, cuyos padres, en más de un caso, no sabían leer ni escribir. Yo le miro como le miraba entonces, como a un héroe, y le escucho anécdotas olvidadas de mis diez o doce años. Por ejemplo, que las clases en el instituto terminaban antes que en la escuela y que mi madre fue a decirle que si podía ir a ayudarle porque me aburría en casa (todavía no había descubierto la biblioteca pública: ocurriría poco después). ¡Y yo que siempre creí que lo mío era escribir y que las clases solo eran una forma de ganarme la vida! Tuvieron que querer prejubilarme en la Universidad (siguen empecinados en ello) para que me diera cuenta de lo contrario.



Por la tarde, un café y un libro en el Niemeyer. Hoy toca Fantasmas de la China, de Lafcadio Hearn, que como todos los libros solo habla de mí: “Hay alguien en quien estoy pensando. / Allá lejos hay alguien en quien estoy pensando. / Cien leguas de montañas nos separan. / Pero es la misma luna la que brilla / encima de nosotros / y el mismo viento es el que nos empuja”.
Luego, como fin de fiesta, Juan Diego Flórez y El conde Ory, de Rossini, desde el Metropolitan. Nunca me acostumbraré a los milagros de la cotidianidad: asisto a la ópera en Nueva York desde el cine de mi barrio. ¡Y qué chispeante y picante maravilla esta historia de rijosos ermitaños y de falsas monjas que parece sacada del Decamerón! Juan Diego Flórez disfruta como un niño travistiéndose y haciendo travesuras. Se le ve feliz. En uno de los intermedios me entero de la razón: media hora antes ha nacido su primer hijo, Leandro. ¡Cuántas cosas pasan en un día en el que no pasa nada!


Domingo, 10 de abril
QUÉ REMEDIO

Como a todo el mundo, me gusta estar solo, pero no me gusta quedarme solo. Me voy acostumbrando, sin embargo. Qué remedio.





Lunes, 11 de abril
SENABRE Y LA FIERA

Lo confieso: siempre he tenido una cierta debilidad por La fiera literaria, ese panfleto que desde hace años llega puntualmente a mis buzones. Todo el resentimiento y la zafiedad posibles tienen su asiento en unas páginas que a mí me sirven para reírme no de quienes en ellas se ríen sino de sus autores y de quienes los toman en serio. De Ricardo Senabre, por ejemplo, que es la estrella del último número. Se disculpa por no haberle dedicado ningún artículo, como sí hizo Martínez Cachero, pero afirma mostrarla en sus clases, mencionarla de vez en cuando en sus escritos y contribuir con aportaciones anónimas. Le pagan así: “El hilarante Ricardo Senabre termina sus reseñas con una andanada de correcciones absurdas. Uno casi puede oír el acento de maestro rural, estilo Amanece que no es poco, cuando deplora en una novela ‘ciertos anglicismos de moda’, asevera que no debe decirse ‘no sufras’ sino ‘no te preocupes’, y termina despachando al autor con una palmadita en el hombro: hala, ahora a jugar, chaval, y no hagas trastadas”. Pero lo más divertido del número es ver al ilustre catedrático defendiéndose de que unos locos a los que nadie con dos dedos de frente toma en serio –Manuel García Viñó a la cabeza— le reprochen haber elogiado Caligrafía de los sueños, la última novela de Marsé: “¿Dónde digo que Marsé es un gran escritor? Solo afirmo que la obra no añade nada nuevo a lo ya publicado, y hablo de una ‘fidelidad’ a unos modos narrativos que usted ha interpretado como elogio. No es así, pero ¿para qué discutir? Lo único que he hecho en esa reseña es lo que antes se llamaba ‘respetar las canas’, no ensañarme abiertamente con alguien que lleva muchos años en el oficio, aunque en ningún caso haya alcanzado brillantez”. Compruebo que, aunque yo fuera el único que lo dijera públicamente, no soy el único en pensar que Caligrafía de los sueños carece de interés.
Si respetables son las canas, qué poco respetable resulta la inteligencia de quienes, como Ricardo Senabre, se toman en serio La fiera literaria y su zafia paranoia.


Martes, 12 de abril
LAS CUENTAS CLARAS

Toda mi vida he estado enamorado y han estado enamorados de mí. Como me gusta llevar al detalle las cuentas, sé exactamente las veces en que ha habido coincidencia entre quien quería y quien me quería: cuarenta y dos. Pero todas esas historias felices no han durado en conjunto más que siete meses, catorce días y dieciocho horas. A mí la felicidad me aburre, qué se le va a hacer. Afortunadamente casi nunca le gusto a quien me gusta. Es la única manera de que no deje de gustarme demasiado pronto.
Los amores eternos que prefiero son los que no duran demasiado tiempo. Con el amor me pasa como con los libros. Me gusta hojear, picotear, estrenar diez o doce al día, pero leer solo uno o dos. En el amor no soy tan ambicioso. Me bastaría con coquetear, juguetear, picotear cuatro o cinco novedades al día, pero quedarme con solo una de ellas. Y alguna noche repetir, pero muy de tarde en tarde.
Un sueño imposible, afortunadamente. Con éxito en el amor, no tendría nada que contar, porque un caballero, en materia de amor, solo habla de sus fracasos. Y si de fracasos se trata el mío es el cuento de nunca acabar. Incluso cuando no fracaso, raras veces, finjo que fracaso.
En materia de amor, qué poco elegante resulta tener suerte. Pero qué bien se pasa. Claro que yo cuando mejor lo paso es cuando lo paso mal y en lugar de terminar en la cama termino encendiendo el ordenador y escribiendo un soneto.





Miércoles, 13 de abril
DÍAS Y DÍAS

Hay días en que daría cualquier cosa por estar en otra parte, ser otra persona. Pero si estuviera en otra parte, si fuera otra persona, querría estar aquí y ser quien soy.


Jueves, 14 de abril
SUS LUCES Y SUS SOMBRAS

No sé si la manera más adecuada de celebrar el ochenta aniversario de una de las pocas fechas ilusionantes de la historia de España es leer El holocausto español, de Paul Preston, subtitulado “Odio y exterminio en la guerra civil y después”. Como no soy de los que ven solo la paja en el ojo ajeno comienzo con el capítulo dedicado a las matanzas de Paracuellos. Las sitúa en su contexto, en el Madrid sitiado y aterrado, pero no intenta justificar lo injustificable. Se abre paso, con un rigor deductivo que nada tiene que envidiar a Sherlock Holmes, entre la maraña de infundios y tintas de calamar con que se trataron de disimular las responsabilidades. Desmonta una por una las afirmaciones de Santiago Carrillo, que no podía no saber cuál era el destino de quienes eran sacados de las cárceles que estaban bajo su responsabilidad última y bajo la responsabilidad directa de Segundo Serrano Poncela, especialista en Unamuno y uno de los grandes narradores del exilio. Serrano Poncela firmaba las órdenes de salida: en unas ponía “libertad”, en otras “Chinchilla” y en otras “Alcalá de Henares”. Solo estos últimos llegaban a su destino; los otros militares presos eran ejecutados en Paracuellos del Jarama o en Torrejón de Ardoz. Ni Carrillo ni Serrano Poncela podían no saber lo que significaba “libertad” y “Chinchilla”, pero ellos no habían tomado esa decisión ni quizá pudieron hacer nada por evitarla.
No soy de los que han tratado nunca de justificar o disimular los crímenes cometidos en la zona republicana. Yo, antes que de ningún otro, soy del partido de las víctimas, no del de los verdugos. Pero leo a Paul Preston, compruebo el distinto destino de víctimas y verdugos en uno y otro bando, la muy diferente duración de las matanzas represivas (en un lado acabaron antes de que acabara la guerra, en el otro continuaron muchos años después) y no puedo dejar de sentirme heredero de aquella República y orgulloso de ella, con todas su luces y sus sombras.


Viernes, 15 de abril
UN REGALO

Comenté Laberinto veneciano, de Marina Gasparini, y la autora me escribe desde Venecia para agradecer mis palabras e invitarme a visitarla cuando vuelva por allí: “Vivo en Dorsoduro 3120, entre Campo San Barnaba y Campo Sta. Margherita”. Conozco esa zona. Alguna vez me alojé en un hotel cercano y todas las noches, tras cruzar el Campo San Pantaleón, me llegaba hasta el Campo Sta. Margherita, tan juvenilmente animado. Y recuerdo las barcazas que vendían fruta y hortalizas junto a San Barnaba. Responde de inmediato (ventajas del correo electrónico): “Ojalá podamos tomarnos pronto un aperitivo en Campo Sta. Margherita, donde además está el árbol que hace unos años regalé y que fue noticia en los periódicos locales; en esta ciudad de piedra y agua nunca nadie había regalado un árbol. ¡Y desde la ventana del apartamento en que estoy se ve la barca de la fruta y la verdura!”.
Quién pudiera ahora mismo sentarse bajo ese árbol, saborear esa fruta.





Sábado, 16 de abril
TEMOR

Nunca salgo de mi rutina, nunca me aventuro fuera. Tengo miedo a lo que pueda encontrar. Sé que más allá hay monstruos. De noche, tras atrancar puertas y ventanas, escucho pasos al acecho. Me aseguro de que todo está bien cerrado, de que no queda ningún resquicio por el que pueda entrar algo no previsto.
El aliento de lo desconocido, el aullido de los depredadores… Y de pronto una sonrisa, la mayor amenaza.


sábado, 9 de abril de 2011

Al otro lado: Unos versos de amor

Sábado, 2 de abril
COSTUMBRE

Nada me gusta más que inaugurar costumbres. Este sábado difícil en que trato de que todo sea lo mismo cuando ya nada es lo mismo, paseo por la ancha plaza del Niemeyer, asciendo por la escalera helicoidal, estreno la cafetería. Ya estuve aquí la noche en que me dejé acariciar por la magia neoyorquina de Woody Allen. Ahora no hay otro espectáculo que el extraño espacio y la vieja ciudad, la ría espejeante y lo que queda de la antigua siderurgia. Pero sigue habiendo magia. Y yo me siento abrigado, protegido, confortado.


Inauguro un nuevo espacio y una nueva etapa de mi vida. Nadie más conservador que yo, nadie más enemigo de buscar la aventura. Porque de sobra sé que todo es aventura. Saborear un primer café, abrir un primer libro en esta cafetería a la que se asoman las grúas del puerto y las curvas ensoñaciones del arquitecto centenario.
El azar, que suele trazar con segura mano el guión de mi vida, ha querido que el primer libro sea una antología de Aquilino Duque, Reloj de Arena, y que la abra por el poema “Plenitud”: “Hay que buscar con la esperanza / de no encontrarlo todo. / Hay siempre que pararse a dos jornadas / de la felicidad. / Hay que tender al infinito. / Estar a punto de llegar / pero no llegar nunca. / Eso es la plenitud. Eso es la vida”.
Siento que estoy a punto de llegar a donde no llegaré nunca.



Domingo, 3 de abril
SONETO

Creo que lo primero que debe hacer un poeta joven, o un joven que quiere ser poeta, es aprender a escribir sonetos, aunque una vez que sepa hacerlos no vuelva a escribirlos nunca. Que es lo que yo hice después de practicar mucho cuando tenía veinte años. Ahora acepto el reto de intentarlo de nuevo y de competir con avispados aprendices que, en cuanto te descuidas, te dejan atrás.
Había perdido la práctica, pero en seguida descubro que escribir un soneto, si uno quiere hacer solo eso, y no poesía, es como resolver un crucigrama, igual de divertido. ¿Escribir a lo que salga o proponerme un tema? Prefiero lo segundo, y no me resulta difícil encontrarlo. Anoto el título, “Sobre un amor que no puede decirse ni callarse”, mi obsesión favorita, y comienzo: “Cuando quiero decir lo que te quiero, / siento que he de callar lo que yo siento / para que no te abrase mi tormento / ni arrase mi dolor el mundo entero”.
Me divierte jugar con las hipérboles barrocas sin temerle al tópico: “No es posible decir por lo que muero, / el horror que me sirve de alimento, / la causa y la razón de mi tormento / y todo aquello que a vivir prefiero”.
Qué fácil es escribir un poema cuando no se quiere hacer un poema, sino solo jugar con las palabras. Y qué fácil decir lo que uno no se atreve a decir cuando parece que solo quiere jugar: “¿Qué importa que me muera de tu ausencia / si en el morir por ti hallo la vida / que a mí mismo me quito con violencia?”
Me gusta jugar a estar enamorado, jugar a estar desesperado. O fingir, cuando estoy más enamorado que nunca, que solo juego a estar enamorado. Parece que no hallara consonante, como diría Lope de Vega, y ya estoy en el último terceto: “La piedad que te tengo es mi homicida / y no quiero gozar de tu presencia / pues todo mi remedio está en la herida”.
Releo los versos que acabo de escribir antes de salir, como cada mañana de domingo, hacia el Fontán. Me ha gustado el juego. Voy a seguir escribiendo sonetos sin pretender escribir poemas, pero con la esperanza de que en alguno de ellos asome imprevistamente la poesía.
Medio en broma diré lo que no podría decir en serio sin que pareciera broma. Que estoy estúpidamente enamorado. Que si el hombre es el único animal que tropieza mil veces con la misma piedra, yo en eso soy muy hombre, es decir, muy animal.



Lunes, 4 de abril
RECORD

Éxito. Un libro sobre el rechazo editorial, de Iñigo García Ureta, comienza con una cita con la que me siento muy identificado: “El éxito es ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo”. No sé si yo voy de fracaso en fracaso pero me parece que hoy he alcanzado un record difícil de superar. Recibo una carta del Grupo Planeta en la que se me adjunta “la liquidación de derechos de autor correspondiente a las ventas realizadas en el año 2010, con toda la información relativa a ediciones, ventas, devoluciones, precios, regalías y existencias finales de almacén”. No me puedo quejar de la atenta minuciosidad: “Asimismo le informamos que como consecuencia de las modificaciones introducidas en la normativa del Impuesto Sobre el Valor Añadido (IVA) por las Directivas de la Unión Europea 2008/8/CE, 2008/9/CE y 2008/117/CE todas las entregas de bienes y prestaciones de servicios realizadas entre empresarios o profesionales establecidos en la Unión Europea deberán incluirse en la Declaración recapitulativa de operaciones intercomunitarias. A estos efectos, tiene la consideración de prestación de servicios, la cesión de derechos de autor”. Leo, releo, y me siento todo un profesional de la escritura. Hasta que me da por mirar la cantidad que me corresponde cobrar en concepto de derechos de autor: exactamente 48 (cuarenta y ocho) céntimos, ni uno más ni uno menos. ¿Y qué es lo que he publicado yo con el Grupo Planeta capaz de devengar anualmente tan exorbitante cantidad? Se trata de la edición, en Seix Barral, de La poesía y sus circunstancias, los ensayos críticos de Ángel González. En el 2010 se vendieron 23 ejemplares mientras que 99 correspondieron a “destrucciones y ejemplares sin cargo” (¡qué mal cuidan los libros en esa editorial!) y yo tengo derecho al 0’10 por ciento del precio de venta. No me quejo. Ni siquiera lo recordaba. Pero no deja de divertirme comprobar que he alcanzado otro record difícilmente superable (¡48 céntimos!). Y sin perder el entusiasmo.


Martes, 5 de abril
DESEO

¿Tiene usted algún deseo inconfesable?, me preguntan en no sé qué radio para no sé qué programa. Tengo muchos, pero como su propio nombre indica no se pueden decir aquí ni en ninguna otra parte. Ni a mí mismo me atrevo a reconocer algunos de ellos. Por ejemplo, que me gustaría estar rodeado de aduladores. Tener siempre a mi lado alguien que me diga exactamente lo que quiero oír: lo listo y lo guapo que soy, lo bien que escribo, cosas así. Y es que yo puedo hablar y hablar sin cansarme sobre cualquier tema, pero el único del que nunca me canso soy yo mismo.
La verdad es que envidio a Dios. Qué maravilla. Ser único y estar rodeado de seres que se dedican a cantar tu gloria.
Pero, en fin, ya que no puedo ser Dios, me conformaré con ser yo, que tampoco está nada mal, para qué nos vamos a engañar.
(Hay cosas que uno piensa muy en serio, pero que solo las puede decir fingiendo que habla en broma.)



Miércoles, 6 de abril
ME GUSTA

Ponerme muy serio para hacer el payaso.

Jugar a estar enamorado, pero no estarlo nunca.

Perder el tiempo cuando ya no me queda otra cosa que perder.

Prestar dinero a gente que detesto para estar seguro que no voy a volver a verla más.

No hacer nada después de haberlo hecho todo.

Soñarme felizmente casado y con hijos y respirar aliviado al comprobar que es solo un sueño.

Enamorarme de verdad pensando que estoy jugando otra vez a estar enamorado.
Despertarme solo después de haber pasado toda la noche en la mejor compañía.

Tener buenos enemigos.

Hacer de guía turístico en Venecia o en Avilés.

Escribir cartas de amor de las que estoy seguro que voy a avergonzarme antes de que pase una semana.

Hablar mal de los amigos, pero siempre con cariño, y bien de los enemigos que se lo merecen, pero sin cariño ninguno.

Decir lo que no debo decir y no decir nunca lo mucho que necesito que me quieran.
No bajar nunca la guardia, salvo en los momentos más inoportunos.

No leer el Ulises de Joyce.

No releer el Quijote, salvo en casos de extrema necesidad.

Viajar siempre a los mismos lugares y no llegar nunca al mismo lugar.

Escribir siempre el mismo libro, pero no leerlo nunca.

Que me abandone la gente que he dejado de querer antes que yo me canse de fingir que la sigo queriendo.

Llevar la contraria, especialmente a mí mismo.

Mimarme un poco.

No hacerme demasiado caso.



Jueves, 7 de abril
SUDOR

Es el día más caluroso del año. En el intermedio entre una clase y otra, me apoyo sin darme cuenta en el radiador del pasillo. Me retiro de inmediato. Abrasa. Ya quisieran en Siberia, cuando la temperatura es de veinte grados bajo cero, tener una calefacción así. En la Universidad de Oviedo la disfrutamos cuando el termómetro alcanza casi cuarenta grados. No habrá dinero para contratar profesores (aunque sí para jubilarlos antes de tiempo), pero que no falte para ayudar a convertir las aulas en una sauna. Me limpio el sudor y pienso, una vez más (pero por precaución no digo nada), que parece más fácil encontrar vida inteligente en Marte que en la gestión universitaria.


Viernes, 8 de abril
SMS

Mando un mensaje con el móvil: “No sé si es amor que sientes o amor que mientes / lo que me das. Me lo das. Eso me basta”. Y de inmediato recibo la respuesta: “Yo, en cambio, no tengo ninguna duda. Tú ni mientes ni dices la verdad, solo haces literatura”.

domingo, 3 de abril de 2011

Al otro lado: El ojo de Dios


Domingo, 27 de marzo
VENTANA

Visito por primera vez el remodelado y acrecido Museo Arqueológico, vuelvo a pasear por el claustro en el que pasé más de una melancólica tarde cuando estudiaba en el edificio de enfrente. Ha perdido polvorienta penumbra y misterio; ha ganado en amplitud y en pedagógica claridad.
Si tuviera que escoger una, entre todos los minuciosos asombros que encierra me quedaría con la ventana del tercer piso. Me ocurre con casi todos los museos: nada me interesa más que los ojos con que miran el mundo.
Por encima del hombro parece mirar la gótica torre a la que se encaramó Clarín para trazar los planos de Vetusta a la más humilde y románica; con los historiados recovecos ábside dialogan las limpias geometrías que agrandan el antiguo monasterio de San Vicente… Yo me muevo y la ventana, como un visor prodigioso, me va ofreciendo aspectos inéditos de la catedral, me enseña a mirar el mundo con otros ojos. Me parece que esa es también la función del arte. Por eso en los museos la primera obra de arte son las ventanas.




Lunes, 28 de marzo

MANUAL

Cuando alguien habla de mí por escrito, cosa que ocurre con menos frecuencia de la que me gustaría, me entero puntualmente gracias a las alertas de google. Pero si hablan mal, casi siempre se adelanta algún buen amigo.
--¿Has visto la nueva historia de la literatura que publican Jordi Gracia y Domingo Ródenas?
--No, todavía no la he visto. Seguro que está muy bien, pero que ni me mencionan. Ya sabes que yo comenté negativamente la antología de Ridruejo preparada por Jordi Gracia. Se vengó diciendo en una reseña de La poesía y sus circunstancias, de Ángel González, que el prólogo, que yo firmaba, era poco brillante. Ahora tiene una ocasión mejor para vengarse, ignorándome.
--Pues no te ignora, te pone en su manual. ¡Y cómo te pone! Dice –textualmente— que “te chifla la maledicencia, la confidencia revelada o la indiscreción calculada a varias bandas”. Te llama también “sismógrafo impúdico” y destaca tu “afición delatora”. No te habrá leído, eso está claro –dice que siempre vuelves a tu “entorno más inmediato en Gijón”—, pero parece que te conoce muy bien.
Finjo sentirme muy molesto –no quiero defraudar a mi amigo, que me ha llamado precisamente para eso—, pero la verdad es que la noticia me alegra y que, en cuanto cuelgue el teléfono, voy a ir corriendo a la librería.
--¡Qué van a pensar de mí mis alumnos —exclamo haciendo un poco de teatro— al verme denigrado de esa manera en una historia de la literatura!
--No te preocupes, los alumnos no leen manuales.
De pronto parece tener una idea maliciosa, y yo me imagino su sonrisa:
--Claro que siempre puede haber algún colega tuyo que les pase casualmente una fotocopia…
La verdad es que estoy muy contento de que la vanidad herida del hiperactivo y barullento Jordi Gracia le lleve a matar moscas a cañonazos. ¡Una historia de la literatura que no se olvida de referirse a lo que a mí “me chifla”! Eso me halaga más que cualquier vacuo elogio.




Martes, 29 de marzo

DESPACHO

Mi despacho va a acabar convirtiéndose en una atracción pública. Esta mañana un alumno me dijo que si podía hacer una fotografía con su teléfono. Seguramente la enseñará en casa cuando su madre se queje del desorden de su habitación.
Asusta un poco, la verdad. De vez en cuando, como en los glaciares, un montón de libros y papeles, que se ha ido deslizando sin que me diera cuenta, se viene al suelo con estrépito. Pero no a todo el mundo le asusta. Por la tarde pasó a verme una antigua compañera, y tras admirar sonriente el caótico entorno, dijo: “Se ve que sigues siendo un hombre ordenado”, “Te burlas”, “En absoluto. En tu despacho todo se acumula en aparente desorden porque no hay sitio para tantas cosas, pero seguro que en tu cabeza sí que hay un sitio para cada cosa; de caso contrario no podrías hacer todo lo que haces. Se necesita una cabeza muy organizada para poder trabajar rápido y bien en un sitio así”.
Yo sonreí, halagado, aunque no estaba muy seguro de que se creyera lo que decía. Es agradable dejarse acariciar. Después de los sesenta años, contra lo que yo me temía, también se puede aprender; yo estoy aprendiendo a ser menos erizo, menos orgulloso, más infantilmente vanidoso.


Miércoles, 30 de marzo
MAESTRO

Suena el teléfono mientras estoy en clase. Devuelvo la llamada a la salida. Es José Manuel Feito, el párroco de Miranda, que me dice que estaba con un antiguo maestro mío y que querían saludarme. “No sé si le recuerdas, se llama José Ramón y te dio clase en Valliniello”.
¡Cómo no voy a recordarle! Gracias a él soy lo que soy. Recuerdo bien aquella escuela del Fondo de Valliniello, un barracón de madera levantado al lado mismo de los muros de Ensidesa, junto a un vertedero de productos tóxicos que nos servía de patio de recreo. Recuerdo que una vez hubo que llevar urgentemente al hospital a una niña que se había caído sobre un raro montón de cenizas. Ya no existe esa escuela ni las casas en que se amontonaban gentes venidas de todos los rincones de aquella mísera España en blanco (o en Franco) y negro. Ahora es una zona verde, un ecológico cinturón de seguridad en torno a los edificios industriales. El maestro, don José Ramón, tenía a su cargo cerca de cien niños, de todas las edades. Para poder atenderlos nos dividió en dos turnos, mañana y tarde. Uno de esos niños era yo, que entonces tenía nueve años. Fue él quien habló con mis padres, les convenció de que debía hacer el examen de ingreso para estudiar el bachillerato, solicitó para mí una beca. Y así, poco después, pasé de aquella escuela donde se amontonaban los hijos de los coreanos (ese era el nombre despectivo de los nuevos avilesinos) a la solemnidad del Instituto Carreño Miranda, con sus grandes puertas y sus inmensos pasillos (eso me parecían a mí). Recorría cada día a pie los tres o cuatro quilómetros que me separaban del instituto, entonces al final de la calle Galiana. Todavía no había amanecido cuando salía de casa en las heladas mañanas de invierno. En esos años del bachillerato elemental, cuando todavía vivíamos en Valliniello, iba a menudo a ver al maestro, a la escuela o a su casa. Me ayudaba con las matemáticas, con el latín. Recuerdo que otras veces era yo quien ayudaba en la escuela, y hacía un dictado o leía con los más pequeños. Los mayores se preparaban para entrar en la Escuela de Aprendices de Ensidesa. Recuerdo con agrado aquellos enrevesados problemas de matemáticas con ecuaciones de dos o tres incógnitas. Yo de niño ya era tan discutidor como ahora y no aceptaba nada porque sí; a don José Ramón, sabio y paciente, le divertía que le llevara a menudo la contraria, que tratara de razonarlo todo.
“¿Cómo no voy a recordar al maestro de Valliniello si fue mi mejor maestro, casi podría decir que el único maestro que he tenido?”, le digo a José Manuel Feito.
“Pues aquí sigue, en Miranda, con una salud y una cabeza envidiables a sus noventa años”, me responde.
Recuerdo los versos de Antonio Machado: “Y al cabo nada os debo, debeisme cuanto he escrito”. Yo no puedo decir lo mismo. Estoy lleno de deudas que no podré pagar, y una de las mayores es la que tengo con mi maestro de aquellos años remotos, casi medievales. Aunque ahora parecen duros, y sin duda lo fueron, en mi memoria conservan un halo de ilusión y magia: unas puertas se iban abriendo poco a poco ante mí; fuera me esperaba el mundo con todas sus maravillas, la inagotable biblioteca de Alejandría; cada día me traía un nuevo deslumbramiento.
Me lo sigue trayendo. Sigue siendo aquel niño. Gracias, maestro.


Jueves, 31 de marzo
RESISTENCIA

Escucho decir al fiscal general del Estado que si alguno de los promotores de Sortu es incluido en sus listas por un partido legal, ese partido corre el riesgo de ser inmediatamente ilegalizado. A mí no me gusta entrar en política, y nunca entro en cuestiones de política menuda, pero cuando están en juego los fundamentos mismos de la democracia, no puedo por menos de dar mi opinión. Para que conste que otros (sin duda con las mejores intenciones) pueden ser cómplices, pero yo no. Todos los ciudadanos españoles, de acuerdo con la Constitución, tienen derecho a elegir y a ser elegidos, salvo que hayan sido privados de ese derecho por decisión judicial firme. Y ningún juez se ha atrevido hasta la fecha a retirarle sus derechos a las ciudadanos vascos que decidieron un día (cuando era legal) votar o apoyar a Batasuna.
La respuesta que los partidos democráticos vascos deberían darle a las palabras del fiscal general es incluir en sus listas, de modo testimonial, cada uno a uno de los promotores de Sortu. Y que se atrevan a ilegalizarlos a todos.
Estar contra la violencia utilizada para conseguir objetivos políticos, como yo lo estoy y lo he estado siempre, no supone renunciar a la resistencia civil. A mí me enseñaron que no hay democracia si no es para todos, especialmente para los que no piensan como la mayoría bien pensante (que, sin embargo, no duda, cuando le conviene, en retorcer las leyes hasta pasárselas por debajo del puente colgante).


Viernes, 1 de abril
POSTERIDAD

“¿Pero tú todavía crees en eso de la posteridad?”, se ríe de mí un amigo. “¡Qué importancia tiene que te lean o no después de muerto!”.
Para mí no tiene ninguna y tiene mucha importancia. El éxito me gusta, pero si puedo pasar perfectamente sin él ahora, mucho mejor podré pasar dentro de cien años. Ocurre, sin embargo, que cuando escribo un poema, como el carpintero cuando hace una mesa, me esfuerzo en que esté bien hecho y sea capaz de resistir el tiempo. No es cuestión de vanidad, sino de profesionalidad. Por otra parte (y ya sé lo ridículo que resulta decirlo) la posteridad ha sustituido para mí al ojo de Dios que todo lo ve del que me hablaban cuando niño. Hace mucho tiempo que trato de vivir como si siempre me estuviera contemplando el ojo minucioso del biógrafo futuro (vamos, como si yo fuera Lorca y tuviera un Ian Gibson al acecho). Me esfuerzo por no hacer nada en privado de lo que tendría que avergonzarme si se llega a conocimiento público. Me esfuerzo, pero no siempre lo consigo.