domingo, 25 de marzo de 2012

Razón de más: Donde no llega el sol

Sábado, 17 de marzo

UN SECRETO

Donde terminan las palabras empieza la verdadera conversación.

Yo no paro de hablar porque tengo mucho que callar.

Escribo para ocultar un secreto.


Domingo, 18 de marzo
EN LOS MARES DEL SUR

Acompaño a Bougainville en su viaje por los mares del Sur. Siento, con el libro en las manos, la brisa marina, me deslumbra el azul del mar y del cielo, me contagia su alegría  la ruidosa tripulación cuando desembarca en islas paradisíacas: “Todos los días nuestras gentes se paseaban sin armas, solos o en pequeños grupos. Se les invitaba a entrar en las chozas; allí les daban de comer; pero no solo se limita aquí a una colación la cortesía de los dueños: les ofrecían doncellas. La choza se llenaba inmediatamente de una multitud curiosa de hombres y de mujeres que hacían círculo alrededor del huésped y de la joven víctima del deber hospitalario. La tierra se cubría de hojas y de flores y los músicos cantaban al son de la flauta un himno de gozo. Venus es aquí la diosa de la hospitalidad; su culto no admite misterios y cada gozo es una fiesta para la nación”.
            Y de pronto se me ocurre pensar que para “las jóvenes víctimas del deber hospitalario” aquel paraíso no era precisamente un paraíso.
“No está el mañana ni el ayer escrito”, decía Machado. Yo creo que el pasado sí está escrito, pero está mal escrito.


Lunes, 19 de marzo
VIVA LA PEPA

Todo el mundo dice hoy maravillas de la constitución de 1812. Pero también se pueden decir otras cosas. No ya que afirme que la religión de la nación española “es y será perpetuamente la católica” y prohíba cualquier otra, sino que distinga entre los hombres libres, los únicos que pueden ser españoles, y los esclavos. También diferencia entre ser español y ser ciudadano español. Un español que por cualquier línea tenga alguna gota de sangre africana solo podrá ser ciudadano español, por concesión especial de las Cortes, “si hiciere cualificados servicios a la patria” y siempre que sea “hijo de legítimo matrimonio de padres ingenuos; de que estén casados con mujer ingenua, y avecindado en los dominios de las Españas, y de que ejerza alguna profesión, oficio o industria útil con capital propio”. Una profesión no servil, se entiende. Porque cualquier ciudadano español queda suspendido de sus derechos si se convierte en “sirviente doméstico” (los sirvientes domésticos, se deduce, no pueden ser ciudadanos españoles). Y cuando se habla de ciudadanos, a pesar de que se emplee el género no marcado que ahora tanto defienden los gramáticos como consustancial al idioma, no parece que hablen de ciudadanos y ciudadanas. Así se nos dice que para que un extranjero avecindado en España pueda obtener la condición de ciudadano “deberá estar casado con española y haber traído o fijado en las Españas alguna invención o industria apreciable”. “Extranjero”, ya lo vemos, quiere decir extranjero y no extranjera. Ni los esclavos, ni los descendientes de esclavos (salvo concesión muy especial), ni los criados, ni los hijos ilegítimos ni las mujeres eran ciudadanos españoles. ¿Lo eran los indígenas de los territorios americanos? No queda claro, pero yo me inclino a pensar que no.
            Está bien que, del rey abajo, todos digan maravillas de la constitución de 1812. Pero tampoco hay que pasarse. Y conviene leerla antes.

        
Martes, 20 de marzo
ALGUNOS DÍAS, CIERTAS NOCHES

Por estos días hace cuarenta años que comencé a dar clases. Un paso pequeño para la humanidad, pero grande para un hombre, podría decir parafraseando a los astronautas que pisaron por primera vez la luna. ¡Cuarenta años! Y, según creo recordar, ni un día de baja. Y no porque no tuviera problemas de salud, aunque tampoco demasiados, sino porque suelo aprovechar las vacaciones para ponerme enfermo. Recuerdo que una vez me quedé afónico (algo que no es de extrañar: le ponen a uno micrófono para dar una conferencia a veinte personas y no para dirigirse a ochenta inquietos alumnos), pero coincidió con los exámenes de febrero, cuando se suspenden las clases.
            El azar ha querido que celebre este aniversario con más horas de clase y más alumnos que nunca. Lo considero un regalo.
            También hace cuarenta años que publiqué mi primer libro. Y ahí sigo, con el mismo entusiasmo y las mismas dudas que entonces. No me imagino un premio mayor.
            De sobra sé que lo correcto, lo elegante, lo educado es quejarse. Que si el plan de Bolonia, que si los alumnos cada vez saben menos, que si nos hacen trabajar cada vez más horas… O que la literatura apenas se vende, los críticos me ignoran, la poesía no importa a nadie. En fin, las habituales jeremiadas.
            Pero yo –y pido disculpas a quien pueda molestar– a pesar de ser el último, o uno de los últimos, en el escalafón universitario y de no estar mucho más arriba en el literario, me considero un hombre afortunado. En ese aspecto, al menos.
            En otros, me siento el más desdichado de los hombres. Bueno, no tanto. Tampoco hay que exagerar. Y solo algunos días, ciertas noches.


Miércoles, 21 de marzo
OTRO HOMENAJE

Hoy, primer día de primavera, deberíamos celebrar el homenaje al soneto en la Casa del Verso. Pero problemas de salud del anfitrión, el admirable Juan Gutiérrez, aconsejan posponerlo.
Al volver de mis clases de la mañana, mientras atravieso el Campo de San Francisco, me entretengo recordando o inventando haikus de las cuatro estaciones.

En el silencio / una hoja que cae / muy lentamente

Bien te recuerdo / cabalgabas desnuda / en la tormenta

Cierra los ojos / deja que brillen / tantas estrellas

A media noche / hurga en la herida / flauta distante

Estoy en casa / pero tú faltas / y ya no hay casa

Trigo amarillo / el segador descansa / junto al arroyo

Río sin agua / puente sin nadie / cielo vacío

Un gorrión / y las hojas que brillan / tras de la lluvia

Hoy no he dormido / y conmigo ha dormido / la primavera

Al vagabundo / todo le falta / salvo el camino

En el recuerdo / una vez más florecen / blancas camelias

Alta cometa / un mendigo la mira / irse con ella

Noche de invierno / junto a la lumbre / junta de sombras

Como la nube / de un sitio a otro / y a ningún sitio

Duermes desnuda / en el claro del bosque / luna de agosto

El lago helado / el sol danza conmigo / sobre el abismo

Hago balance / ninguna primavera / tantos inviernos


Jueves, 22 de marzo
AÚN SIGO ALLÍ

De pronto, hojeando los Cuadernos de Paul Valery, me encuentro con una viñeta urbana que me había pasado inadvertida en una primera lectura: “Génova, ciudad de los gatos. Rincones oscuros. Callejuelas. Innumerables niños juegan alrededor de las putas. Hay una prostitución elemental, análoga al pequeño comercio en las calles. Aquellas venden su naturaleza como vende la vecina sus castañas, sus higos, sus inmensas hogazas doradas. Caminamos en la vida espesa de estos senderos profundos como entraríamos en el mar, en el fondo oscuro de un universo extrañamente poblado. Sensación de cuentos árabes. Olores concentrados. En lo alto las callejuelas trepan, se adornan con cintas de ladrillos y piedras. Cipreses, cúpulas, fatigosos escalones. Cocinas olorosas. Esas hogazas gigantescas, harina de garbanzos, sardinas en aceite, huevos duros incrustados en la masa, tortas de espinacas frituras. Esa cocina tan antigua, esa vida tan antigua”.
            Y yo me pierdo de nuevo, como aquellos días de hace años, en las callejuelas cercanas al puerto y persigo una esbelta sombra de Oriente y no encuentro la salida. Aún sigo allí, dando tumbos, en tu busca.


Viernes, 23 de marzo
AL VOLVER

Como cada viernes, al volver de la tertulia trato de compendiar en aforismos algo de lo que allí se ha hablado.

La salud es un estado pasajero que no promete nada bueno.

Se escribe para desaparecer más despacio.

Un poeta malo es menos malo que un poeta mediocre.

Para gustar a mucha gente hace falta menos que para gustar a unos pocos.

Extrañarse ante lo obvio es el principio de la sabiduría.

El silencio habla, pero no dice nada.

Para enfrentarse consigo mismo hay que armarse hasta los dientes.

De nadie aprendo tanto como del imbécil que hay en mí.

No puede tratar con delicadeza a los demás quien se trata a sí mismo a patadas.

Hay que atreverse a negar las evidencias.

Quien se contenta con poco, vale poco.

La eternidad siempre dura una eternidad, pero puede caber en un instante.

Ningún problema lo es de verdad si puede ser resuelto.

Ser genial al menos una vez en la vida está al alcance de cualquiera.

Disparatado capricho de no sé quién, de Dios o del demonio, el Universo.

Un amor que acaba es un amor que nunca ha comenzado.

Una historia que termina bien es una historia que aún no ha terminado.


Sábado, 24 de marzo
CREÍA

Creía conocer todos los rincones de mi casa; de pronto, tras una estantería, encuentro una puerta. La empujo y voy a parar a una estancia maloliente, con un camastro sin hacer y los ojillos de una rata que me miran un instante y luego desaparecen. Hay un ventanuco que parece dar a un callejón oscuro. Alguien llora, no sé dónde, y susurra mi nombre. Creía conocer todos los rincones de mi vida, y está llena de recovecos y de habitaciones a las que no llega nunca el sol y donde alguien, quizá yo mismo, se muere de hambre y de sed y de frío.


domingo, 18 de marzo de 2012

Razón de más: La realidad y yo


Sábado, 10 de marzo
UNA CASA EN LA LLUVIA

No sé cómo había llegado hasta allí. Caminaba distraído, pensando en mis cosas, cuando comenzó de pronto a llover y, al buscar un sitio en el que refugiarme, me di cuenta de que me había perdido. Estaba en un descampado, sin árboles, sin un edificio cercano. Me di la vuelta y comencé a retroceder, cada vez más deprisa, por dónde había venido. ¿Cuánto tiempo había estado caminando? Parecía que horas y horas, a juzgar por lo lejos que me encontraba de cualquier lugar habitado. La lluvia seguía arreciando, pronto sería de noche y yo estaba ya completamente empapado. Me entró una cierta angustia, impropia de una persona de mi edad, como de niño que se encuentra perdido en el bosque. Y súbitamente, como surgido de la nada, apareció un hombre con un paraguas. Un paraguas inmenso, de esos propios de los porteros de ciertos hoteles. “Gracias”, dije. No respondió.
            (Estábamos en el Caffè di Roma, en Los Prados, mis amigos iban a ver Luces rojas, la película de Rodrigo Cortés, que yo había visto la semana pasada, y mientras hacían tiempo para que llegara la hora de la proyección hablamos de algunas cosas que nos han pasado, que no nos han contado, y para las que no tenemos explicación.)
Muy cerca, casi allí mismo, se alzaba un caserón oscuro, sin ninguna luz, que parecía confundirse con la lluviosa tiniebla. Por eso no le había visto antes. En el porche con columnas vagamente clásicas, cerró el paraguas y con un gesto me invitó a entrar. Empujé la puerta, que se abrió suavemente. Encontré una estancia en penumbra, con pesados muebles de otro tiempo; al fondo una aparatosa escalera, que parecía de mármol, y que no encajaba demasiado en aquel lugar. Me di la vuelta. La puerta se había cerrado y yo estaba solo. La abrí buscando al hombre del paraguas, pero en el porche no había nadie y la lluvia seguía cayendo cada vez con más fuerza. Intenté llamar por teléfono. No había cobertura. Pensé que debía buscar un lugar donde dormir, o al menos descansar, y al día siguiente, cuando amaneciera, lo vería todo de otro modo. Encontré un pequeño dormitorio, allí mismo, en la planta baja, con cuarto de baño adjunto. Sobre la cama había toallas limpias y un pijama cuidadosamente doblado. “Parece que me esperaban”, pensé. Lo curioso es que no tenía ningún miedo, solo un poco de extrañeza. Me di una buena ducha, me puse el pijama y me quedé profundamente dormido. Al despertarme sonreí al recordar lo que me parecía un extraño sueño. Pero no era un sueño. Allí estaba, con un pijama prestado en una habitación que no era la mía. Abrí la ventana. Daba a un jardín umbroso, con pérgolas de rosas y altos cipreses; bajo el azul del cielo se divisaba, entre los árboles, el azul más intenso del mar. Me duché, me vestí, recorrí la casa sin encontrar a nadie, pero en la cocina había café y tostadas y zumo de naranja, todo recién hecho. Tenía hambre, no había cenado, así que decidí sentarme tranquilamente, disfrutar de todo aquello, y dejar para más adelante la resolución del enigma. Pero el desayuno lo interrumpieron unas risas, que parecían venir del jardín. Me asomé a la ventana. Dos jóvenes y una mujer de cierta edad, todos elegantemente vestidos a la moda de los años veinte, desayunaban fuera. Me saludaron con un gesto, como si me conocieran, sin extrañarse de verme allí. Yo busqué mi ropa, que estaba sobre una silla, lavada y planchada. Me vestí y salí fuera. No había jardín ninguno. El caserón, que parecía a punto de derrumbarse, tenía trazas de llevar mucho tiempo abandonado. La puerta se cerró de un golpe tras de mí. Intenté abrirla de nuevo, pero ya no me fue posible. Me puse a caminar. A los diez minutos reconocí dónde estaba. Cientos de veces había paseado por aquel lugar. ¿Cómo podía haberme perdido? Vivo solo, nadie se había preocupado por aquella noche que había pasado fuera. Unos días después me encontré con Mediavilla, el psiquiatra, y allí mismo, en Uría, en la esquina de El Corté Inglés, le conté lo que me había pasado. Hizo como si me creyera y me habló de Jung y del subconsciente colectivo, pero yo sé que pensaba que todo era un cuento. “Tú lo que tienes que hacer”, me dijo como me dice siempre, “es escribir una novela”. No se lo volví a contar a nadie.

Domingo, 11 de marzo
MI DEPORTE FAVORITO

“¿Cuál es su deporte favorito?”, me preguntan en no sé qué programa de radio. Respondo de inmediato: “Tirar piedras contra mi propio tejado”.

Lunes, 12 de marzo
CONFUSIONES

En una entrevista de no sé qué periódico, el novelista Luis García Martín, que hasta entonces firmaba Luis G. Martín, dijo que iba a cambiar de nombre porque estaba harto de que le confundieran con un crítico asturiano que casi se llamaba igual, José Luis García Martín. A partir de entonces firma Luisgé Martín. “Era un engorro para mí”, añadía, “pero sobre todo para él porque de vez en cuando me llegaban cheques de poetas que pretendían sobornarlo”.
            Lo de los cheques supongo que era una broma, claro, como lo de cambiar el nombre para que no lo confundieran conmigo. Es narrador, publica en Alfaguara, tiene El País a su disposición; soy yo quien corre el riesgo de que me confundan con él, no al revés.
            Pero como la realidad imita al arte hoy la broma de los cheques se ha hecho realidad. Resulta que la reciente editorial de Luisgé Martín, Anagrama, me envía a mí la certificación del adelanto correspondiente a La mujer de sombra, su nueva novela recién aparecida. Y compruebo sorprendido que muy rácanos tenían que ser los poetastros con sus sobornos para que no ganara más cuando le confundían conmigo.


Martes, 13 de marzo
IGUAL ME DA

Uno de esos días en que se pierde el tiempo enredado en mil cosas sin importancia y todas las que pueden salir mal salen mal. Para colmo, después de tanto callar cuando debía haber hablado, hablo cuando debía haber callado. ¿Por qué será tan fácil querer a algunas personas y tan difícil soportarlas?
            Vuelvo pronto a casa. Preparo algo ligero; ceno en la cocina, sin música ni televisión, solo con mis pensamientos; friego; poco a poco me voy tranquilizando, recuperando el placer de estar conmigo, que casi nunca me falla. Me siento luego junto al montón de los libros recién llegados. Abro uno al azar, y el azar le pone colofón al día: “Nada es mío, de nadie soy; no sé nada, lo se todo; igual me da vivir que no vivir”.
            Igual me da vivir que no vivir.


Miércoles, 14 de marzo
MI PRIMER RECUERDO

Siempre he hecho mucho caso de los sueños. En las perplejidades de la vida, cuando dudaba ante qué decisión tomar, han solido venir en mi ayuda con la precisa ambigüedad de los oráculos antiguos. Esta noche soñé que estaba a la orilla de un ancho río de aguas calmas y grises; por la otra orilla desfilaba una larga procesión de jinetes. Yo quise unirme a ellos; busqué mi caballo, que pastaba en la yerba, y me adentré en el agua. Desperté en ese momento y, mientras el sueño se desvanecía, nítido, con hiperrealistas colores, con zumbido de abejas y todos los olores del verano, me vino a la memoria mi primer recuerdo. Mi madre lavaba con otras mujeres en el río, cerca del puente romano. Las voces de las mujeres, todas ellas jóvenes, sus risas, sus bromas, y yo, que no tenía dos años, persiguiendo fascinado la lagartija que se escondía entre las piedras o tratando de atrapar una libélula, resbalo y caigo al agua. Me sacan chorreante, como a un nuevo Moisés. Todas las mujeres me rodean, mi madre grita, pero enseguida, al ver mi susto, trata de calmarme y me abraza y me besa. Y cuando regresamos al pueblo y a todos le cuenta la peripecia, yo sonrío feliz sintiéndome el protagonista de una rara aventura, mi primera aventura, mi primer recuerdo. No sé por qué me vuelve hoy a la memoria. O sí.  Hace un año que no tengo quien, si me caigo al río, me saque del agua.


Jueves, 15 de marzo
CUANDO ESTOY SOLO

No sé quién dijo que un rinoceronte es un unicornio diseñado por un comité. La nueva edición de las obras de Juan Ramón Jiménez publicadas con motivo del cincuentenario de su muerte, en la que participan no sé cuantos especialistas, encabezados por Javier Blasco, e innumerables instituciones, nos ofrece una sorpresa en cada entrega. El tomo segundo de los Libros de Madrid lleva un prólogo de José María Conget que se ocupa, y muy bien, no de Madrid, como cabría esperar, sino del Nueva York de Juan Ramón.  Conget, autor de una de las mejores y más breves obras sobre esa ciudad, sigue el itinerario del poeta por la ciudad en aquellos meses de 1916 en que llegó a ella para casarse. ¿No habría resultado más adecuado este prólogo para la edición del Diario de un poeta recién casado? En otra época yo habría escrito una reseña furibunda arremetiendo contra los editores y los presuntos especialistas que no leen lo que editan; ahora me limito a encogerme de hombros, a pasear de la mano de Conget por lugares en los que siempre me encuentro bien –Washington Square, con su pianista y sus ardillas, el Riverside Park, el cementerio de Trinity Church en medio del ajetreo de Wall Street, la librería y el mercadillo de Union Square–, y luego vuelvo a las soledades madrileñas del poeta.
            Extrañas soledades las suyas. “Odio la soledad solitaria”, escribe. “Me gusta sentirme solo pero en medio del corazón del mundo”.
            Yo también, cuando estoy solo, rara vez estoy solo.


Viernes, 16 de marzo
UNA PAREJA MAL AVENIDA

Durante bastante tiempo, hemos sido una pareja mal avenida. A mí me gusta la vida rutinaria, hacer todos los días lo mismo, evitar las sorpresas, tenerlo todo previsto en la agenda y que todo salga según lo previsto. A ella le gusta improvisar, desbaratar mis planes, darme sustos. A veces, exagerando un poco, he dicho que en el paraíso que yo me imagino todos los días están repetidos. “¡Tu paraíso es un infierno!”, me grita.
Pero dos que duermen en el mismo colchón acaban siendo de la misma opinión. Nosotros no hemos llegado a tanto, pero hemos acabado pareciéndonos bastante. Ahora sé que ella disfruta también con las repeticiones, con el sol que sale y se pone cada día a la hora prevista, con el sucederse de las estaciones, con los ritos y los mitos, y yo he aprendido a contar con lo imprevisto, y a disfrutar con ello.
            Durante mucho tiempo hemos sido una pareja mal avenida la realidad y yo; ahora, como un viejo matrimonio, hemos aprendido a soportarnos. Claro que he sido yo el que más ha tenido que ceder porque sé de sobra que, si bien yo no podría vivir sin ella, ella podría vivir perfectamente sin mí.


domingo, 11 de marzo de 2012

Razón de más: Una silla en Park Avenue

Sábado, 3 de marzo
SÓCRATES Y YO

“A ti mucho te gusta discutir”, me dice mi amigo Cristian. Y es verdad. Si yo fuera uno de esos millonarios ociosos que no saben qué hacer con su tiempo ni con su dinero, no me compraría un yate ni daría grandes fiestas ni me entretendría con costosos amoríos; lo que yo haría sería contratar buenos, pacientes, incansables interlocutores.
Invitaría a mi casa a gente inteligente interesada en los mismos temas que me interesan en cada momento, pero con opiniones distintas, y nos pasaríamos el día discutiendo, como el que juega una apasionante e interminable partida de ajedrez.
Si se tratara de hablar de literatura o de política, mi amigo Abelardo Linares sería un invitado perpetuo; también Andrés Trapiello, aunque no sé si conserva aún la cintura dialéctica. Pero a mí de lo que más me apasiona discutir es de lo que sé poco, o incluso nada, como la física teórica, la teología o la ciencia jurídica.
Cómo disfrutaría, si yo tuviera una gran fortuna, invitando a mi casa con jardín y terrazas sobre el mar o la Quinta Avenida, a los mejores en cualquier campo. Y devorando libros, antes de su llegada, para tratar de estar a la altura.
            No lo conseguiría, desde luego. Pero ya procuraría yo llevarles a mi terreno, sin dejarme enredar por las minucias del especialista.
Siempre me ha divertido aquel pasaje del Banquete platónico en el que Alcibíades, el joven más guapo de Atenas, se mete en la cama de Sócrates y Sócrates no le hace ni caso. La diosa de Sócrates era Palas Atenea, no Afrodita. Sócrates prefería dialogar con Alcibíades, aprender a pensar enseñándole a pensar.
            A mí nada me divierte más que una buena pelea dialéctica, con un contrincante inteligente y bien entrenado, en la que acabe vencedor, aunque sea por los pelos y cuando estaba a punto de tirar la toalla. Nada me divierte más, salvo tirar la toalla y darme por vencido ante alguien mejor que yo. Pero tengo mala suerte y esta última diversión la he probado poco.


Domingo, 4 de marzo
DE VANIDAD Y PROMISCUIDAD

Mi primera lectora de los domingos, tras varios amables elogios, me llama la atención: “Te diré que con el juez que has convertido en mártir te estás equivocando, como con el economista francés (ya lo tenemos a este hasta en red de proxenetismo); y te lo digo solo para darte gusto, porque sé que no hay nada que te dé más placer que el que alguien te lleve la contraria. Ese juez se embarcó en todas las reivindicaciones posibles solo porque Felipe González no le hizo ministro como le había prometido: es un vanidoso de alma. De todas formas ha logrado lo que a ti y a mí nos gustaría: que el taxista jienense que me llevó a Granada, al pasar cerca del pueblo de Garzón, me lo dijo con reverencia, como si fuese ya san Garzón y me estuviera indicando un lugar sagrado”.
            Mi respuesta a bote pronto: “Ciertamente, amiga Rosa, nada me gusta más que el que me lleven la contraria, sobre todo si quien lo hace es inteligente. Con lo del economista francés, a quien han dado la razón los hechos es a mí, me parece: no hubo agresión sexual en la suite del hotel neoyorquino, sino fugaz relación consentida (y es posible que una trampa). Lo de la agresión, tal como se contaba el asunto, resultaba inverosímil: el personal de limpieza se retira de inmediato en cuanto descubre que todavía está ocupada la habitación. Fue un sucio asunto, pero por parte de quienes dieron crédito demasiado tiempo a declaraciones contradictorias y difícilmente sostenibles. Otra cosa es la catadura moral de la víctima de la acusación falsa; en eso ni entro ni salgo. Cuando a uno le acusan de un delito que no ha cometido, importa poco que se trate de un casto varón o de un promiscuo sexual. Lo mismo pasa con Garzón. Lo que importa es si ha cometido o no el delito concreto de que se le acusa (un raro delito por cierto, donde unas mismas actuaciones pueden ser delito o no según la animadversión con que se miren), no si es más o menos vanidoso y megalómano. (Me temo que, si la vanidad fuera un delito, yo soy el primero que debería ser inhabilitado a perpetuidad)”.


Lunes, 5 de marzo
RUIDOSO ORÁCULO

Ayer, después de ver Luces rojas, la película de Rodrigo Cortés sobre los fenómenos paranormales, volví a casa preocupado. Desde hace unos días hay ruidos raros en el edificio: como si un motor se pusiera en marcha a intervalos irregulares. El origen parecía estar en mi cocina. El jueves pasado encontré muy asustada a la asistenta: temía que estallara la caldera. Llamé al fontanero. Estaba perfectamente: los ruidos debían tener otro origen. Los vecinos se quejaban de no poder dormir. Yo he dormido perfectamente, salvo esta noche última, sin duda a causa de la película.
Comenzaban los ruidos como un silbido que iba creciendo en intensidad, luego paraban; eran silbidos largos y cortos. Se me ocurrió pensar en el código morse y cogí lápiz y papel. Como no podía dormir, así al menos estaría entretenido. Iba anotando letras y trascribiendo: “s”, “e”, “a”, “u”, “t”, “o”, “n”, “g”, “n”, “o”, “z”, “i”. No parecían tener mucho sentido. Pero de pronto caí en la cuenta: ¡Gnozi seauton! ¡Conócete a ti mismo! Las palabras del oráculo griego.
            Cuando se hizo de día, pensé en lo absurdo de que un espíritu se tomara la molestia de jugar con las cañerías del edificio para decirme esa banalidad. ¡Conócete a ti mismo! Como si no me conociera ya demasiado bien.
            Soy demasiado racionalista como para no creer en fantasmas. Mi cabeza es una casa vieja llena de ruidos y goteras y de puertas que no me atrevo a abrir.
            Las fétidas aguas negras inundan el sótano. Pronto comenzarán a subir por las escaleras hasta la habitación soleada en que me encuentro.
            ¡Conócete a ti mismo! Llega tarde la advertencia. La verdad es que hay días en que preferiría no haberme conocido.


Martes, 6 de marzo
MALAS ARTES

Me fascina ver cómo razona la gente. Luis María Anson, con quien tan buenos ratos he pasado en  los premios Príncipe de Asturias, arremete en El Cultural contra la asignatura de Educación para la Ciudadanía y felicita al nuevo ministro por haberla eliminado. Dice que “cerca de 30.000 colegios no han tenido otro remedio que enseñar esa doctrina de tintes comunistas”. O sea que durante los últimos años en los colegios –públicos y concertados– se han estado dando clases de marxismo. Y los de Izquierda Unida sin enterarse. Para demostrarlo se apoya en pintorescas afirmaciones de los libros de texto. Por ejemplo: “El comunismo es cosa de gente tranquila y sensata. Lo que reclama es un poco de tranquilidad”. Como no señala la fuente concreta, podemos pensar que esas citas son tan apócrifas como las que el ministró Wert utilizó para cargarse la asignatura. Otra presunta cita arremete contra Felipe González porque renunció al marxismo. De donde se deduce que José Luis Rodríguez Zapatero, socialista en apariencia, era en realidad un caballo de Troya de los comunistas, un maquiavélico Lenin que con la asignatura de Educación para la Ciudadanía quería imponer el pensamiento único y convertir a España en un Estado totalitario. Qué cosas. Y qué método más poco eficaz: sería como tratar de vaciar el mar con una cuchara.
Pero no son estas malas artes –utilizar citas inventadas o de dudosa procedencia y no los programas oficiales de la asignatura– lo que más llama la atención, sino que una persona adulta y medianamente inteligente pueda afirmar en serio semejantes tonterías. Y lo que es peor, quizá hasta creérselas.


Miércoles, 7 de marzo
OKUPAS

A poco de sentarme cada mañana en la mesa redonda de Los Porches, una señora me pide permiso para pasar por mi lado, asomarse a la ventana y contemplar, al otro lado del gran patio interior, las ventanas de un piso que tiene alquilado. “A ver qué me han destrozado hoy. Ya les queda poco. El día ocho tienen que irse por orden judicial. Me lo dejarán lleno de basura”.
            También al gobierno que desgobierna Asturias le queda poco. Pero aprovecharán bien estos pocos días para tratar de destrozar lo que  puedan y dejarlo todo lleno de basura. Especialmente, el Centro Niemeyer. No se conforman con sacar facturitas (¡en Nueva York se compró un teléfono móvil por 400 dólares!), con comparar lo que costó la exposición de Carlos Saura (¡las fotos estaban desenfocadas!) con lo que cuestan las suyas (también se pueden hacer exposiciones que no cuesten nada y cobrar una comisión de lo que se venda), sino que incluso se permiten insinuar que Oscar Niemeyer no tiene ni idea de arquitectura y que habría que demoler la cúpula y reconstruirla con paredes rectas porque, tal como está, no se pueden colgar cuadros.
            Hay gobiernos okupas como hay inquilinos okupas. Pero ya les queda poco. Tratan de llenarlo todo de basura, pero no hay que preocuparse: cuando se vayan, la peor basura se irá con ellos.


Jueves, 8 de marzo
LOS DERECHOS DEL HOMBRE

Rosa Montero, a propósito del informe académico sobre el sexismo lingüístico, dice que no hay que cambiar el lenguaje porque ya lo cambia de modo automático la realidad: “Hace seis años, al comienzo de las bodas homosexuales, nos chocaba que un hombre llamara a otro ‘mi marido’, pero hoy ya no”. Y continúa: “A veces, estando muchas mujeres con un solo hombre, se nos ha escapado sin querer un ‘todas’ y nos hemos reído. Quién sabe, quizá en el futuro la concordancia se hará con el género que más abunda en cada momento”.
            Pero los prejuicios culturales no cambian “naturalmente”. Hay que decir “mi marido”  y “niños y niñas” y “los vascos y las vascas” bastantes veces, y soportar pertinaces gracietas, antes de que parezca natural. Porque por mucho que los gramáticos (que no son dueños de la gramática, solo sus estudiosos, y con frecuencia poco perspicaces) nos digan que en la expresión “los derechos del hombre” la última palabra alude tanto al hombre como a la mujer, todos sabemos que, cuando se formularon por primera vez esos derechos, eran solo, y en muchos países lo siguen siendo, “los derechos del hombre” y no los de la mujer.


Viernes, 9 de marzo
SOLEDAD, SEQUEDAD

En el cartel se leía: “Be a part of our future”. No lo pensé dos veces. Y ahora Hilario Barrero me envía una foto de la inscripción en que invito a hacer sitio en nuestro corazón a los que no lo tienen.
Mi amiga Marina Gasparini regaló un árbol a la ciudad de Venecia, y allí sigue en Campo S. Margherita; yo, más modestamente, he regalado una silla a la ciudad de Nueva York. Está en la rosada y dorada maravilla neobizantina de St. Bartholomew, entre los elegantes rascacielos de Park Avenue, muy cerca de Grand Central.
¿Cómo voy a sentirme solo, por muy solo que esté, si tengo el corazón lleno de gente?


domingo, 4 de marzo de 2012

Razón de más: Mentiras, verdades y verdades jurídicas

Sábado, 25 de febrero
ELOGIO DE LA BASURA

Me fascinan los malos programas de televisión. Basta que un amigo me hable de un nuevo disparate o que lea alguna referencia descalificativa en los periódicos para que lo busque de inmediato. Los videntes, por ejemplo, no me defraudan nunca.
Mi último descubrimiento ha sido en la Cuatro fagocitada por la Cinco. Madres que ayudan a sus hijos, ya maduritos, a encontrar novia o novio. Seguro que a Freud le habría encantado tanto como me entusiasma a mí. Una madre pasea con su hijo por la playa. A ella no le gusta nada Christopher (creo que se llamaba así) y está entusiasmada con Mohamed, un joven marroquí. “Pues yo prefiero a Cristopher –dice el hijo— porque me da más marcha y yo necesito que me den mucha marcha; lo prefiero a Mohamed, a mí no me va el rollo ese de ir de padre”. La madre acaba recriminándoles a gritos su elección. “¡No me grites, que ya tengo treinta y dos años!”, dice el hijo gritando también. Y yo quedo seducido por este tierno esperpento, más real que la vida misma gracias a la pequeña ayuda de unos astutos guionistas.
            Hace tiempo, eran otros tiempos, José Luis de Vilallonga afirmó desdeñoso que la televisión no era para verla, sino para salir en ella. Hoy, en cambio, la televisión, o buena parte de ella, es para verla y para reírse de los que salen en ella.
            Siempre procuro pasar un rato con los adivinos. Tomo nota de la parafernalia, de las velas y los santos y las referencias astrales, también de su voz meliflua, de su apariencia con frecuencia andrógina. No me río de ellos. Mucho menos de la gente afligida que les llama, casi siempre mujeres de muy poca cultura. Pero lo que estos personajes ofrecen –y por menos dinero— es lo mismo que la mayor parte de los fieles buscan en cualquier religión de las consideradas serias: un poco de alivio para las heridas de la realidad. Ya sé que entre ellos puede haber dañinos estafadores, pero por mucho que lo sean ninguno lo será tanto como aquel buen amigo de Juan Pablo II, a quien consideraba maestro y guía de la juventud, que se llamó Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo.
            Paso un rato con esta calderilla del misterio y me siento identificado con la pobre gente que llama angustiada por una enfermedad, un despido, un hijo del que hace tiempo que no saben nada.
            No mucho rato. Nunca estoy más de cinco minutos revolviendo entre la basura. Pero aprendo más de mí mismo y de la sociedad en que vivo en esos cinco minutos que con páginas y páginas de serios estudios sociológicos.


Domingo, 26 de febrero
LA BUSCA

“¿Qué buscas?”, me pregunta un amigo que me ve revolviendo entre los libros de un puesto del Fontán. “No lo sé, lo sabré cuando lo encuentre”.
            ¿A quién busco cada día, mañana, tarde y noche? No lo sé, lo sabré cuando te encuentre.


Lunes, 27 de febrero
PERIÓDICOS VIEJOS

Titular en letras grandes: “Hambre en Extremadura”. Subtítulo: “Invaden una finca y desarman a tres guardias civiles”. La noticia entera dice así: “Badajoz, 8. Se reciben noticias en el gobierno civil de que en el pueblo de Navalvillar de Pela un numeroso grupo de individuos que se dedicaba a recoger bellotas en una finca de las cercanías fue sorprendido por tres números de la guardia civil, que les dio el alto. Los desconocidos consiguieron desarmar a la fuerza. Se limitaron a llevarse los fusiles, que después entregaron al alcalde, el cual ordenó su restitución al cuartel”.
            Nada me gusta más que leer periódicos viejos. En El Imparcial del 8 de noviembre de 1932 encuentro esta noticia que habla de una España en la que aún era posible la paz. Ni un tiro ni una detención. Juego limpio. Un episodio de comedia, una astracanada. Pero las cañas se volvieron lanzas muy poco después.


Martes, 28 de febrero
UN ENCUENTRO

Me lo encontré de pronto, al dar la vuelta a una esquina, y naturalmente no le reconocí. Se quedó quieto, mirándome fijamente, y cuando yo, extrañado, ya me alejaba me llamó por mi nombre. Su voz no la había olvidado y de pronto me vino a la cabeza una historia que creía olvidada para siempre. “Vaya, qué sorpresa”, dije. “Pues por la cara que pones no parece que te alegre mucho verme”. Teníamos mucho de qué hablar, demasiado, pero yo no tenía ninguna gana de hablar de ello. “Voy con un poco de prisa, llego tarde a clase. ¿Qué te parece si tomamos mañana un café?”. “De acuerdo. ¿Te viene bien a las doce en Los Porches? Yo siempre estoy allí a esa hora”.
            Le estuve esperando, pero Alberto no apareció. Yo estaba nervioso y apenas si pude entretenerme en los libros que traía conmigo: una novelita de César Aira, El congreso de literatura, y una fascinante y algo deprimente Historia del veneno, escrita por Adela Muñoz Páez. En ella leo que el matemático y filósofo Alan Turing, uno de los padres de la informática y de la inteligencia artificial, se suicidó comiéndose una manzana envenenada con cianuro. En 1952, cuando tenía cuarenta años, entraron en su casa para robarle. Denunció el caso a la policía y los policías descubrieron que el ladrón tenía un cómplice: el compañero que vivía con Alan. Y descubrieron algo más: que ambos mantenían relaciones sexuales. Alan Turing solo pudo evitar la cárcel sometiéndose a un tratamiento hormonal que modificara sus perversas inclinaciones. Las inyecciones de estrógenos le volvieron impotente y le deformaron físicamente. La mayor parte de sus colegas dejaron de tratarle. Se había convertido en un apestado. Una manzana puso fin a la historia.


            A Alberto lo conocí en el Gambrinus, en Nápoles, hace diez o quince años. Yo estaba absorto con un libro que acababa de comprar –creo que era la Vita de Vittorio Alfieri– y él se acercó a saludarme. Me conocía de los tiempos en que estudiábamos Filosofía y Letras frente al viejo convento de Feijoo, aunque él iba a otro curso y entonces no tuvimos trato. Vivía con un amigo francés, que ahora estaba fuera, en el piso noble de un palazzo renacentista. Me invitó a conocerlo y yo no me hice de rogar: siempre me han fascinado los viejos caserones. El de Alberto no me defraudó. Estaba muy céntrico, en la Via S. Biagio dei Librai, y tras una fachada no muy llamativa tenía en el patio la gran escalera monumental característica de los palacios napolitanos. La planta que ocupaba mi amigo era inmensa y principesca, con suntuosos cortinajes, cuadros de valor (yo creí reconocer un Caravaggio, pero seguramente era una copia de la época) y una gran biblioteca tan decorativa, con todos los libros encuadernados en piel y los títulos en letras doradas, que parecía falsa. “Pero tu amigo ¿qué es? ¿Un príncipe?”. “Un anticuario. Ya le conocerás”.
            No llegué a conocerlo, salvo por los periódicos. Alberto me invitó a dejar el hotel y a acompañarle el resto de los días que me quedaban por pasar en Nápoles. No tuvo que rogar mucho. Por las mañanas llegaba una asistenta que, antes de irse, dejaba preparado algo de comida, pero casi siempre comíamos y cenábamos fuera. En la biblioteca, que yo creo que era el mayor tesoro de aquella casa, había muchos libros en español de los siglos XVI y XVII, bastantes de ellos editados en Italia. Recuerdo una de las primeras ediciones del Quijote y otra del Lazarillo, impresa en Venecia, que me parece que no figura en ninguna de las bibliografías que conozco.
            Al abrir la maleta, ya en Asturias, me encontré con una minúscula edición dieciochesca de los poemas de Garcilaso; la había tenido más de una vez entre las manos, seducido por el tacto del papel y la elegancia de la tipografía. La acompañaba una nota con una sola palabra: gracias.
            Lo que ocurrió después prefiero no recordarlo. Una sórdida historia de la que hablaron ampliamente los periódicos de allí y a la que también se refirieron alguna vez los de aquí. No volví a saber de Alberto. Le creía en la cárcel. Donde también podía haber estado yo si el descubrimiento del cadáver hubiera tenido lugar unos días antes.
            Me deshice inmediatamente de los poemas de Garcilaso. No quería tener nada que me relacionara con aquel palazzo de la Via S. Bagio dei Librai en el que, pocos días después de que yo lo dejara, había aparecido, escondido y troceado en el sótano, el cadáver de su dueño, un francés que amaba a Caravaggio –el San Sebastián del salón era auténtico–  y a la literatura española del Siglo de Oro.


Jueves, 1 de marzo
MENTIROSAS VERDADES

Soy de esas personas que siempre quieren tener razón, lo sé. Y eso me hace insoportable para la mayor parte de la gente. “Tú sabrás mucho de literatura –me dice un amigo que prepara oposiciones a juez–, pero de leyes no sabes nada”. Hemos discutido muchas veces sobre la condena a Garzón. Me enseña una página de El País de hoy en la que no sé qué experto razona sobre el sagrado derecho a la defensa. Viene a decir que, aunque los legos no entendamos la razón de esa condena por prevaricación, los expertos saben que los siete jueces del Supremo aplicaron rigurosa y escrupulosamente la ley, aunque les doliera tener que aplicarla, y no tuvieron más remedio que condenarle.
            ––Pues a mí el asunto no me parece particularmente complejo –le digo a mi amigo, que se pasa ocho o diez horas al día estudiando los temas de sus oposiciones y que sonríe ante mi atrevimiento–. La ley prohíbe intervenir las comunicaciones entre los detenidos y sus abogados, salvo en ciertos supuestos. Hubo una discrepancia en la interpretación de esa norma. Un juez –Garzón–  interpretó que, en el caso concreto que investigaba, se podían intervenir; recurrida esa decisión, una instancia superior decidió que no era así y que se debían anular esas escuchas. Se anularon, como ocurre con tantas decisiones judiciales, y aquí no habría pasado nada si el juez primero que autorizó esas escuchas (al juez que le sustituyó y que mantuvo esa autorización nadie le ha, no ya condenado, sino ni siquiera denunciado) no fuera Garzón. El Tribunal Supremo le ha expulsado de la carrera judicial porque unánimemente ha considerado que esa interpretación de la norma que regula las escuchas a los abogados la tomó “a sabiendas” de que era errónea. ¿Y qué pruebas puede haber de que esa decisión la tomó “a sabiendas”? Ninguna, salvo la creencia subjetiva de los magistrados de que fue así. Han condenado sin pruebas, saltándose el más sagrado de los principios: “in dubio pro reo”.
            ––La verdad jurídica la establecen las sentencias del Supremo, contra las que no cabe recurso posible. ¿Cuándo un juez ha prevaricado? Cuando el Tribunal Supremo afirma que ha prevaricado. El Tribunal Supremo crea jurisprudencia, si decide que lo blanco es negro, a efectos jurídicos lo blanco es negro, por mucho que los legos en la materia os empeñéis en no entenderlo.