domingo, 31 de marzo de 2019

Revelación de secretos: Volver a casa



Sábado, 23 de marzo
ORIENT EXPRESS

Si no mencionas ningún nombre, puedes burlarte cuanto quieras de los malos poetas. Nadie se va a dar por aludido y te aplaudirán como un crítico valiente.
            Pero a mí me gusta dar nombre y apellido, que es como ir sembrando de minas unipersonales mis alrededores. Cualquier día piso una y salto por los aires.
            A veces tengo pesadillas al estilo de Asesinato en el Orient Express. Aparezco muerto en la biblioteca y todos los poetas de los que alguna vez me he ocupado –como descubre al final Poirot-- habían ayudado a apretar el gatillo o a echar veneno en la taza de té.


Domingo, 24 de marzo
OTRO AMANTE DE LA REINA

Leo la nueva biografía de Emilia Pardo Bazán, aparecida en la colección “Españoles eminentes” (¿para qué titularla “Españoles y españolas eminentes?”, para qué atentar contra la economía del lenguaje si las mujeres son en ella rara excepción?), cuando me encuentro con la sorprendente afirmación de que, entre los amantes de Isabel II, figuró también Juan Valera, “de forma breve, pero suficientemente escandalosa”. Y ni una nota ni una información más.
            Lo más curioso es que, según creo recordar, la autora, Isabel Burdiel, no alude a ello en su biografía –la mejor hasta la fecha– de aquella reina “tan española, tan caritativa, tan devota de la Virgen de la Paloma”, para decirlo con palabras de Valle-Inclán.


Lunes, 25 de marzo
ENCUENTRO EN EL CAMPILLÍN

Íbamos paseando por el bullicio del Campillín, en la mañana soleada de ayer, mi amiga Aida Masip y yo, cuando se nos acercó un tipo que en principio creí un mendigo. Traté de esquivarle, pero él se me puso delante.
            ––¿No me conoces? ¿De verdad no me conoces?
            No, no le conocía. Y ya comenzaba a sentirme incómodo con su insistencia, cuando sonrió y aquella sonrisa pareció quitarle de encima en un momento cuarenta años. Dije su nombre y sus dos apellidos, escuchados día tras día en clase cuando los profesores pasaban lista.
            ––¿Ves cómo me recuerdas?
            Habíamos hecho el bachillerato juntos y acabamos siendo los mejores amigos. Luego se marchó a Madrid, a estudiar no sé qué licenciatura que no se impartía en Oviedo, y perdimos el contacto. Tantos años después, volvíamos a encontrarnos y me daba la impresión de que la vida no le había tratado demasiado bien.
            Charlamos un rato y quedamos para volver a vernos al día siguiente. Me contó una historia que no me creí, que seguramente era inventada, pero que coincidía con alguna de mis más persistentes pesadillas.
            Mi amigo trabajaba como ejecutivo en una importante empresa, creí entender que de electrodomésticos, se había casado, era feliz, tenía dos hijos, niño y niña. Una mañana, al volver del trabajo, no encontró su casa. Recordaba perfectamente la dirección: la calle, el número, el piso. Pero en aquella calle no existía ningún edificio con tal número. Acabó yendo a la policía, le llevaron a un hospital, pensando que tenía algún problema neurológico, hicieron público su nombre por si alguien se interesaba por él. En seguida fueron a verle amigos, compañeros de trabajo. Pero ni su mujer ni sus hijos dieron señales de vida. Y ninguno de los que le conocían los había visto nunca, aunque les había hablado varias veces de ellos. Le dieron de baja, se puso en tratamiento, fue de mal en peor. Un día, paseando por el Retiro, vio a sus dos hijos jugando con otros niños mientras su mujer los miraba sentada en un banco. Se acercó a ellos alborozado. Los niños se asustaron, su mujer, que no le reconoció, acabó llamando a un guardia ante la insistencia de aquel desconocido.
            Regresó a Asturias, donde ya no le quedaban parientes cercanos. Lo había pasado mal, muy mal, me dijo, pero ahora no tenía problemas económicos gracias a una pequeña herencia.
            ––¿Tú también creerás que nunca estuve casado, que todo fue una paranoia, una alucinación?
            ––Hombre, la verdad…
            -–-Busqué los papeles, el certificado de matrimonio, la partida de nacimiento de mis hijos, los testigos de la boda.
            ––¿Y?
            ––Alguien lo había cambiado todo, allí estaban sus nombres, pero no el mío. Mi mujer se había casado con otro, mis hijos no eran míos. Incluso en las fotos familiares que yo llevaba en la cartera alguien había cambiado mi rostro por el de un desconocido.
            Quedamos en volver a vernos hoy lunes, le invité a comer en casa, quería mostrarle mi biblioteca (en el Instituto, nos pasábamos el tiempo hablando de libros), pero no apareció. Iba a enseñarme las fotos familiares que guardaba, los papeles que había conservado.
            Yo he soñado muchas veces con que me ocurría algo semejante. Todos estos días felices no son más que una alucinación. Me despierto una mañana y nadie me reconoce. Yo no soy quien creo ser, sino un paria, un mendigo, alguien a quien de pronto han robado una vida que quizá no ha tenido nunca.


Martes, 26 de marzo
MEMORIA HISTÓRICA

Qué extraña sensación, al explicar en clase los últimos capítulos de la literatura española, la de caer en la cuenta de que uno ha conocido a la mayoría de esos autores y que, si se trata de poetas, todos son o amigos o enemigos.
            Medio siglo es tiempo suficiente para poder asistir, como testigo, al laboratorio de la historia. ¿Qué tenía que ver la España de 1900 con la de 1950? A mí me parece que, en lo que a la literatura se refiere, mucho menos que la de 1968 con la actual. Mi amigo Abelardo Linares diría que porque aquel medio siglo fue bastante más rico literariamente que este, que la Edad de Plata se convirtió en Edad de Alpaca, con plomo de por medio. No estoy yo tan seguro.
            El término “memoria histórica” se ha convertido en un arma arrojadiza, en motivo de burla para la derecha más o menos torera. Pero a mí me parece que no puede ser más preciso.  Basta vivir el suficiente número de años para comprobar cómo nuestra memoria se hace historia, cómo lo que fue actualidad periodística que a nosotros nos sorprendía cada mañana es un capítulo del manual de Historia que se estudia en las escuelas.
            Siempre que paso por Barajas y leo por todas partes el nombre de Adolfo Suárez, me acuerdo de la sorpresa de su nombramiento y del título del artículo de El País que lo glosaba (“¡Qué error, qué inmenso error!”); de los ataques de unos y de otros, empezando por el rey que lo había nombrado y que no sabía cómo tirarlo después de usarlo; de su dimisión o expulsión a patadas; de su fracaso político cuando quiso actuar por su cuenta (sin “impulso soberano”) y de su mitificación después que la enfermedad lo apartó del mundo.
            Escuchando los cuentos que nos cuentan sobre la parte de la historia que hemos vivido, si no como protagonistas, sí como testigos atentos, aprendemos a interpretar sin cuentos otras etapas.


Miércoles, 27 de marzo
SIN POR QUÉ

Mañana leo poemas en Sofía, junto al poeta búlgaro Marín Bodakov, y hoy al hojear novedades en la librería Cervantes, abro al azar un libro, El paraguas balcánico, de Enrique Criado, y me encuentro con un paisaje que me resulta familiar: “Terminé por alquilar un piso amplio en un edificio desvencijado, con la fachada desconchada, mugrienta y con grandes madejas de cables colgando, pero con unas magníficas vistas despejadas hacia el parque de los Doctores, al bonito edificio de la Universidad de Sofía y a la montaña de Vitosha. Cierto que había que asomarse por un lado de la terraza y forzar un poco la mirada, pero también tenía vistas a las cúpulas doradas de Alexander Nevski”.
            Enrique Criado, diplomático, estuvo destinado tres años en la embajada de España en Bulgaria. Su libro –casi lo termino mientras tomo un café en Las Salesas– se lee como quien escucha una agradable conversación, llena de humor y detalles de buen observador (aunque incurra en alguna confusión entre el este y el oeste: desde Georgia no ven salir el sol en las costas búlgaras del mar Negro).
            Nunca he vivido en Sofía, nunca he vivido en ninguna parte salvo en Aldeanueva, Avilés y Oviedo (y por eso siempre digo que yo no leería jamás a un escritor como yo, con tan poca experiencia vital que apenas ha cambiado de domicilio y nunca de trabajo en casi setenta años), pero he pasado por muchos lugares y en todos ellos tengo mis rincones favoritos.
            Soy tan rutinario que, en cuanto voy más de dos veces a una ciudad, ya tengo creadas mis rutinas. En Sofía, forman parte de ellas el paseo solitario por el Doctors Park, sembrado de restos arqueológicos, y sus alrededores de casas bajas con patios arbolados. Muy cerca están la Biblioteca Nacional, la Universidad de San Clemente de Ohrid, donde yo hablé de Pedro Salinas y de Víctor Botas, el monumento a Vassil Levski (en el lugar en que fue ahorcado por los turcos), el jardín botánico, la catedral… Pero a mí lo que más me gusta es perderme por las calles del barrio de Oborishte, con sus pequeños cafés y restaurantes, sus escondidas embajadas, su aire bohemio. Siempre tengo la sensación que da de estar en casa, aunque tan lejos de casa.
            Una ciudad es un mundo cuando amamos a uno de sus habitantes, decía Lawrence Durrell. Yo no he tenido amores búlgaros (al menos de los que se pueden contar), pero sí la amistad de amigas excepcionales, buenas conocedoras de la literatura española, que representan las dos caras del país: Liliana Tavakova, profesora en la Universidad, que estudió en Cuba (allí se enteró de la caída del muro de Berlín), de familia ligada a la intelectualidad comunista, cosmopolita, refinada, y Rada Panchovska, poeta, editora, traductora incansable y todo un personaje representativo de la fuerza y el coraje de la Bulgaria más popular. Rada pasa temporadas en España, en la casa del traductor de Tarazona, y siempre viene en autobús (más de un día de viaje), cargada con inmensos paquetes de libros y de regalos para todos sus amigos.
            En Sofía, como en cualquier lugar por el que estoy de paso, me gusta levantarme temprano y caminar a solas antes de encontrarme con algún amigo y asistir a los actos previstos. Es una sensación extraña pasear por una ciudad en la que no conoces el idioma, en la que lees con dificultad los nombres de las calles y, sin embargo, te sientes acompañado, inmerecidamente bien acompañado y en tu sitio. No sabes por qué, pero el amor es sin por qué.






sábado, 23 de marzo de 2019

Revelación de secretos: Si quieres ser feliz



Sábado, 16 de marzo
NO ME TIENTES

––¿Te has dado cuenta de que la palabra que más se repite en todo lo que escribes es “yo”?
            ––Me he dado cuenta. En la revisión final, siempre elimino algunos por redundantes.  
            ––¿Y no temes acabar cansando a tus lectores con ello?
            ––Si me leen, ya saben a lo que se exponen.
            ––Acabarás escribiendo solo para ti mismo.
            ––Lo dudo. Nunca he tenido la costumbre de leerme, salvo para corregir antes de dar por terminado un texto. Una vez publicado, no vuelvo sobre él. Ahí queda. Para aquellos a quienes pueda interesar.
            ––Pues como no cambies de tema, te lo digo yo, vas a interesar a cada vez menos.
            ––Hablo de mí, cierto, pero ningún hombre es solo un hombre: es el universo entero encerrado en un hombre. O en una mujer, por supuesto. Y no te olvides que un escritor solo es un verdadero escritor cuando consigue interesar a los lectores hable de lo que hable, aunque lo que diga –como es mi caso– vaya en contra de los prejuicios políticos de la mayoría de sus lectores.
            –-Irritar se te da muy bien. Solo tienes que hablarnos de Cataluña.
            ––No me tientes…
           

Domingo, 17 de marzo
LA PRIMERA PELÍCULA

Acompaño a mi jovencísimo ahijado, dos años y medio, la primera vez que va al cine. Ha escogido bien la película: Mirai, mi hermana pequeña, de Mamoru Hosoda, que viene a ser una versión japonesa y en dibujos animados de la novela de Delibes El príncipe destronado.
            “Qué oscuro”, dice cuando se apagan las luces. Luego sigue con atención la peripecias de aquel niño, un poco mayor que él, que ve cómo su mundo se derrumba cuando llega a casa su hermana recién nacida.
            A media película, se cansa y salimos un rato a corretear por el largo pasillo estrellado de los Yelmo. Pronto pide volver con el pequeño Kun, que no soporta a su hermanita, que se siente marginado, que un día se escapa de casa y se pierde en la inmensa estación. El espectador primerizo observa fascinado el ir y venir de los trenes y la gente.
            La historia de que nos cuenta Mirai, mi hermana pequeña es a la vez muy japonesa y muy universal, realista y fantástica, con toques de humor, comprensiva con nuestras limitaciones. Para niños de todas las edades, como Las aventuras de Martín que yo estoy escribiendo ahora.
            Al salir, Martín mira a sus padres un tanto escamado. “Vamos a ver, ¿por qué me habéis traído a ver precisamente esta película? –parece pensar– ¿No me estaréis preparando una sorpresita?”
            Ver Mirai, mi hermana pequeña tan bien acompañado es una emocionante e irrepetible  maravilla.


Lunes, 18 de marzo
LOS PUÑOS Y LAS PISTOLAS

Siempre me ha fascinado la gente que no piensa como yo, o sea, que está equivocada (porque yo, como buen español, soy así de dogmático).
            El azar, mi guía habitual en materia de lecturas, me hace alternar hoy un número de la Revista de Occidente, correspondiente a mayo del 31, el primero de la época republicana, y Los que nacimos con el siglo, las memorias de Guillén Salaya.
            En la Revista de Occidente, un artículo de Carl Schmitt, Hacia el Estado total”, explica las bondades del nuevo régimen que querían imponer los nazis. El término “totalitarismo” no había adquirido la connotación negativa que tiene hoy día. El joven y brillante catedrático de Derecho explica las ventajas de la nueva concepción del Estado que pretende sustituir al caótico e ineficaz Estado liberal.
            Guillén Salaya fue miembro de la CNT, participó activamente en la renovación vanguardista de los años veinte (dirigió Atlántica, participó en La gaceta literaria) y combatió en Marruecos. Luego sería, junto a Ramiro Ledesma Ramos y Onésimo Redondo, uno de los fundadores de las JONS, la organización fascista que acabó confluyendo con Falange Española.
            El primero de los puntos de esas Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista podría firmarlo hoy lo mismo Abascal que Guerra: “Afirmación rotunda de la unidad española. Lucha implacable contra los elementos regionales sospechosos de separatismo”.
            “Guerra y bohemia”, la sección inicial de las memorias de Guillén Salaya, se ocupa más de la guerra de Marruecos –entona un lírico canto a la Legión– que de la bohemia literaria. La parte final nos refiere los meses que pasó encarcelado en Gijón al comienzo de la guerra civil; la central, “Noche y alborada”, sus ataques a la legalidad republicana.
            Baste un ejemplo, del que parece especialmente orgulloso: “Una mañana del 14 de julio de 1933 tres jóvenes entraron en la oficina de ‘Los amigos de la URSS’, sita en la Gran Vía de Madrid. En el local se hallaba el cobarde y pedante Wenceslao Roces, presidente de la entidad, una mecanógrafa y dos amiguitos más de Rusia. Después de un rápido saludo cordial, los tres jóvenes sacaron sendas pistolas y apuntaron con ellas a los bravos moscovitas. ‘Manos arriba y cara a la pared’, ordenaron. Roces se puso a temblar como una damisela histérica. ‘¡No me matéis! ¡No me matéis!’, gritaba con una voz aguda entrecortada por el pánico. ‘¡Silencio y cara a la pared!’. Los amigos de Rusia obedecieron, gentiles y sumisos, a las batutas de las pistolas jonsistas. ‘Venga, el fichero de la sociedad’, dijo un joven español. La muchacha entregó el fichero (durante la escena, fugaz, Roces temblaba como un azogado), Los tres jonsistas salieron al pasillo de aquel séptimo u octavo piso, bajaron la escalera tranquilos y ligeros y a los pocos minutos entregaban en la JONS el fichero de los amiguitos de Rusia y enemigos declarados o encubiertos de España”.
            Guillén Salaya no es Carl Schmitt,  no es Heidegger, es un matón con una pistola que se ríe de cómo tiemblan los malos españoles cuando están frente a él, desarmados.
            Me gusta saber cómo piensa la gente que no piensa yo como yo, pero a veces descubro con sorpresa que no piensa, solo embiste.


Martes, 19 de marzo
LO SIGO PENSANDO

“¿Y nunca has pensado en tener hijos, Martín?”, me pregunta un amigo después de felicitarme por mi santo en este día tan señalado.
            ––¡Muchas veces! Y lo sigo pensando. Tendré que decidirme pronto, porque el tiempo pasa.


Miércoles, 20 de marzo
TIENE SU MÉRITO

Luis García Montero, en la cena que siguió a su conferencia-mitin sobre León Felipe y el exilio –no me aburrí demasiado: apenas si escribí media docena de haikus–, me dijo sonriendo: “Ya sé que te has quejado en el periódico de que Araceli Iravedra no te saluda”. Tras contarle la anécdota, añadió medio en serio, medio en broma: “Es que, compréndelo, no todo el mundo tiene la paciencia que tenemos Josefina y yo”.
            Y la verdad es que él ha tenido conmigo algo de paciencia. Desde el primero, allá por 1980, comento puntualmente sus libros y no le he puesto menos reparos que a tantos otros poetas que hace años han dejado de hablarme. Y tampoco he callado nuestras discrepancias a la hora de interpretar las normas de los jurados literarios. Recuerdo –lo he contado varias veces– cuando me llamó Ángel González: “Me ha dicho Luis que hay un libro de Vicente Gallego presentado al premio y que no está entre los preseleccionados. Habría que incorporarlo”.
            Me negué. Los libros se presentan anónimamente. Si algún miembro del jurado quiere añadir algún libro a la preselección, está en su derecho, pero debe leerse antes todos los libros presentados para poder escoger. García Montero insistió en que la norma habitual era otra, que un miembro del jurado se entera de que un libro de un autor importante no ha sido seleccionado puede solicitarlo, que así pasa en el Loewe y en todos los premios que publica Visor. Yo me mantuve en mis trece y el libro de Vicente Gallego no se tuvo en consideración. Y García Montero siguió siendo amigo mío, tras este y otros rifirrafes de política literaria.
            Mientras Ana Caro, la gerente de la Universidad, que cena con nosotros, nos da una  instructiva charla de derecho administrativo, yo me dedico a pensar en mis cosas y hacer recuento de cuántos amigos literarios me quedan. De los viejos tiempos de Jugar con fuego y Las voces y los ecos, solo han sobrevivido dos y medio (el primero en caer creo que fue Luis Antonio de Villena); de los ochenta, me quedan cinco (si incluyo a Andrés Trapiello, que es más bien intermitente); luego se fueron incorporando algunos más… No les reprocho nada a los que me retiraron su amistad, seguro que tenían buenas razones –alguna crítica atinada y destemplada– para ello. Pero su abandono hace más meritorio el gesto de los que siguieron apreciándome a pesar de que eso no les garantizaba un mejor trato (más bien todo lo contrario).
            La verdad es que tiene su mérito persistir en ser amigo mío. Suelo callarme las alabanzas, pero nunca los reparos. Ciertas dosis de hipocresía no me vendrían nada mal.
            Pase que, mientras el conferenciante habla y no ocupa más de la mitad de mi atención, yo haga como que tomo notas mientras en realidad escribo aforismos o haikus. Lo que no está bien, parece un poco de recochineo, es que, al final de la cena con García Montero, cuando nos despedimos, se lo cuente y luego le lea mis garabatos:
            Vuelves a casa / y contigo no vuelven / los días perdidos.
            Curiosa luna. / Sin perderme de vista, / sigue mis pasos.
            Envuelta en niebla, / la mañana de marzo / se despereza.
            En la montaña. / Se oye lejano el silbo / de algún pastor.
            Una hoja cae, / un niño mira, / las nubes pasan.
            Dejo los remos / sobre la barca. / ¡Tan alto el cielo!
            Luce la yerba / temprano en la mañana / mil y un diamantes.
            Toda la noche / esperando tu vuelta / la luna y yo.


Jueves, 21 de marzo
QUIEN LO PROBÓ LO SABE

––¿Qué es para usted la poesía?
            ––Una enfermedad contagiosa que afecta especialmente a los jóvenes y a la tercera edad.
            ––¿Tiene cura?
            ––Se cura leyendo, pero en cualquier caso no es peligrosa y solo puede matar de aburrimiento.
            ––Pero usted ¿no ha escrito poesía? ¿No forma parte de jurados poéticos? ¿No es un gran lector de poesía?
            ––Sí, por eso hablo con conocimiento de causa.


Viernes, 22 de marzo
MENTIRAS INOCENTES

Me dices que me quieres y yo finjo que te creo: “Si dos mentirosos hablan / es la mentira inocente. / Se mienten, mas no se engañan”.
            Qué razón tenía el poeta Bartrina: “Si quieres ser feliz, como me dices, / no analices, muchacho, no analices”.




sábado, 16 de marzo de 2019

Revelación de secretos: Oscuras golondrinas



Sábado, 9 de marzo
ALTERO MI RUTINA

No soy un hombre que cambie de costumbres fácilmente, lo reconozco. Pero alguna vez cambio, tampoco soy un robot. Desde hace más o menos un cuarto de siglo, todos los días, también domingos y festivos, también en vacaciones, si no estoy de viaje, paso un rato a revolver papeles, corregir trabajos de alumnos, contestar cartas, por mi despacho en la Facultad, a dos pasos de casa. No siempre es necesario, la verdad, pero es que los días son demasiado largos y en algo hay que pasar el tiempo.
            Ayer, 8 de marzo, por primera vez no pisé el Milán. Y bien que me costó. Pero estaba en huelga, con todas las consecuencias.


Domingo, 10 de marzo
LA CASA DE LAS RIMAS

Cuando a Julia Espín le preguntaban por aquel poeta que había conocido en la juventud y que, tras su muerte, se había convertido en uno de los más admirados de la lengua española, siempre respondía lo mismo:
            ––Era un hombre sucio.
            Gustavo Adolfo Bécquer conoció a Julia y a Josefina Espín una tarde en que paseaba con su amigo Julio Nombela por las calles del viejo Madrid. Las dos hermanas estaban asomadas al balcón de su casa, en la calle de la Justa.
            Se pensaba que esa casa había desaparecido cuando se creó la Gran Vía. Juan Carlos de Lara, tras una detectivesca investigación, nos descubre en El balcón de las golondrinas que todavía sigue en pie, que es el número 5 de la actual calle de Libreros. En el bajo hay una librería de viejo y yo recuerdo que en ella compré una curiosa edición de las Rimas con anotaciones de una lectora entusiasta. No podía imaginar que por el portal en el que yo me había detenido para hojear el breve volumen había entrado más de una vez el propio poeta y que en su segundo piso tuvieron lugar los encuentros que dieron lugar a las rimas.
            Allí vivía, con su mujer, vagamente emparentada con Rossini, y con sus hijos, Joaquín Espín y Guillén, compositor y director del coro del Teatro Real. De las veladas que en su domicilio tenían lugar daba noticia la prensa, por la que sabemos que en los intermedios musicales se leían “bellísimas poesías”. Allí se leyeron algunas de las rimas, que luego Bécquer transcribió en el álbum de las hermanas, junto a fantasiosos dibujos.
            Acompañando a Juan Carlos de Lara, subimos las escaleras hasta el segundo piso –siguen siendo las originales –, entramos en el segundo derecha, donde vivía la familia Espín, nos acercamos a la chimenea de mármol de Carrara en la que sin duda apoyó su mano Julia; pasamos luego al piso de la izquierda, que también tenía alquilado don Joaquín y que era donde se celebraban las reuniones, nos asomamos a uno de los balcones. ¿Es este el balcón al que vuelven las oscuras golondrinas? No lo sabemos, un poema no es un documento, pero a este balcón se asomaron alguna vez Bécquer y la hermosa y ambiciosa Julia que con sus desdenes le rompió el corazón.
            En 1861, poco después de dejar de frecuentar el piso de los Espín, Bécquer se casó con Casta Esteban, la hija del médico que le atendía.
            Julia intentó abrirse camino en el mundo de la ópera y llegó a cantar en Milán y en Moscú, luego se casó con uno de los prohombres de la época. Se cuenta que el último poema que Bécquer leyó ante ella, a modo de despedida, le estaba dedicado: “Voy contra mi interés al confesarlo, / no obstante, amada mía, pienso cual tú que una oda solo es buena / de un billete de banco al dorso escrita.”
            Nunca se arrepintió Julia Espín, que le sobrevivió más de treinta años (murió en 1906), de haber rechazado a Bécquer. De él solo conservaba el recuerdo de que era un hombre sucio.
            El padre de Casta Esteban, el doctor que asistió a Bécquer a poco de dejar de frecuentar a Julia Espín, estaba especializado en enfermedades venéreas. Parece que el poeta, por aquellas fechas, no solo tenía platónicas relaciones con la musa desdeñosa de las Rimas.



Lunes, 11 de marzo
EL DÍA MÁS TRISTE

¿Qué diferencia hay entre afirmar que los alienígenas están entre nosotros, que los gobiernos lo saben y lo ocultan, y exigir, como los dirigentes de algunos partidos políticos, que se nos diga toda la verdad sobre los atentados del 11-M? A mí los primeros me divierten (nada me ayuda más a dormir que los programas del canal Historia en que se nos habla de las líneas de Nazca y del cinturón de Orión), los segundos me intrigan. ¿Se creerán lo que dicen? Probablemente sí, la capacidad del ser humano para tragarse sus propias patrañas es infinita.
            ¿Cuándo un bulo se convierte en una hipótesis razonable? Cuando conviene a nuestros intereses.
            Detectar los de los demás es muy fácil, pero ¿cuáles son los bulos en los que yo creo como cosa cierta? Me aterra pensar que pueda ser como esa candidata del PP o de Vox que repite, quince años después, “queremos que nos digan toda la verdad”, algo que tuvo sentido los días siguientes al atentado, cuando mantener el engaño constituía una prioridad del gobierno para no perder votos.
            ¿Seré yo así de estólido en otros asuntos? ¿En lo que se refiere a Venezuela? ¿Al independentismo catalán? ¿Al feminismo? ¿A los premios literarios?
            Pero yo no niego el trágico desastre de Venezuela, simplemente sospecho que los causantes deben buscarse entre aquellos a los que beneficia.
            El avispero catalán, ni tocarlo: no quiero perder más amigos; digo solo que no se puede resolver sin tener en cuenta la opinión de los catalanes y que, para saberla, hay que preguntarles. ¡Más moderado no puedo ser, amiga Rosa!
            Y no defiendo a las mujeres por ser mujeres, sino por ser seres humanos: aunque fueran hombres, las defendería igual.
            Lo de los premios literarios, reconozco que es una manía. Me llega un libro de poemas premiado con algún galardón y lo mismo me da que lo publique la Diputación de Soria que Visor o Renacimiento, siempre lo abro temiendo encontrarme lo peor –que en poesía es lo convencional y lo mediocre– y rara vez me equivoco.


Martes, 12 de marzo
LA INFIEL MEMORIA

La historia de la literatura está llena de escritores muy justamente olvidados. Uno de ellos, Eusebio Blasco, que conoció a Bécquer y que lo retrató con escasa simpatía en Mis contemporáneos. Fue el primero, allá por 1886, en aludir en letra impresa a Julia Espín, aunque sin nombrarla: “No es un secreto para nadie que el poeta estuvo ciegamente enamorado de una hermosura que no debo nombrar porque existe todavía y tiene ya legal y legítimo dueño”. (Quiere decir que estaba casada, no que había sido vendida como esclava.)
            Había otra razón para que no dijera su nombre. Así la retrata: “Muy hermosa criatura, pero sin seso. Un admirable busto como el de la fábula, y muy incapaz de comprender las delicadezas del hombre que quiso vivir para ella. A él no le importaba; sabía que era ignorante, vulgar, prosaica, pero ¡tan hermosa!”
            La mujer con la que se casó Bécquer no sale mejor parada. “Aún vive”, nos dice, y no le niega “honradez, carácter tranquilo y cualidades de mujer de su casa”, pero cuenta que, unos días antes de morir el poeta, fue a visitarle y al ver el hogar en que vivía pensó que lo mejor era que se muriese pronto: “la casa descuidada, el cuarto en desorden, la compañera del poeta que no sabe hablaros de nada, el enfermo solo y entregado a la desesperación sorda”. ¿Y de qué querría que le hablara la compañera del poeta cuando este se estaba muriendo? ¿De las últimas novedades literarias?
            Pero Blasco, escritor de éxito en la época, como memorialista es bien poco fiable. Así comienza su semblanza de Galdós: “Una mañana, hace catorce años, recibí una carta de Federico Balart, que era entonces el crítico de moda. ‘Querido Eusebio –me decía–, puesto que tú has llegado al pináculo del éxito, ayuda a los demás. Te presento a mi paisano don Benito Pérez Galdós, un joven de mucho talento, que tiene desde hace dos años una comedia en el teatro del Príncipe’. El mismo joven murciano traía la carta. Un muchacho flaco, serio, casi sombrío, en honor de la verdad no muy simpático”.
            No sabía nada de Galdós, ni siquiera que era canario, y le dedica una semblanza quizá solo para decir que ya era famoso cuando el otro empezaba y que se había dirigido humildemente a él, provisto de una recomendación, para que lo ayudara. Lo más curioso es que si Galdós, de 1843, era entonces un muchacho, Blasco, nacido en 1844, lo era aún más.


Miércoles, 13 de marzo
SIN IRONÍA

“Maneras de viajar” titula Eusebio Blasco uno de los capítulos de Recuerdos. Sube al tren en París: “Viajeros de diferentes aspectos y distintas condiciones. Todos muy limpios, todos muy serios. Cada cual lleva un paquete de periódicos y un libro. Me quedan dieciséis horas mortales para la frontera española. Pensar que yo las pase sin hablar es pensar boberías. Alguno de los compañeros de viaje debe ser comunicativo…”
            Lo intenta con un joven de aspecto militar, pero está leyendo la primera hora, y la segunda, y la tercera. Para entablar conversación, le pregunta si le molesta el humo. “¿A un hombre tal pregunta?, se me dirá”. Y entonces Blasco aclara que “en Francia hay caballeros que protestan cuando uno fuma; los reglamentos se cumplen al pie de la letra, y para fumar está el vagón dedicado a eso”. ¡Estos franceses!
            Blasco respira tranquilo cuando, a partir de Irún, el vagón se llena de españoles –un tipo cargado de bastones y mantas; un teniente de la guardia civil con botas y espuelas, capote, sable, una caja de cigarros, una botella envuelta en papel y una jaula con una cotorra; un obeso matrimonio; un cura con un buen cigarro y un paquete de bizcochos– que hablan a gritos, fuman, tosen, comen. “¿Periódicos? ¿Libros? No hay nada de eso, salvo que el cura tiene en el bolsillo del levitón un número de La Lidia, colocado de tal modo que la cabeza del Espartero asoma como para darnos los buenos días”.
            ¡Qué grandes los españoles –afirma Blasco sin ironía ninguna– que aprovechan los viajes para hacer amigos, que fuman en cualquier parte y que no pierden el tiempo leyendo!


Jueves, 14 de marzo
CAMBIO DE CHAQUETA

Me llaman para invitarme al almuerzo que el 24 de abril tendrá lugar en el Palacio Real con motivo del Premio Cervantes. Sé de sobra que para ser consecuente debería rechazar la invitación. Pero acepto encantado. Ya se me ocurrirá alguna buena razón para justificarlo ante mis amigos. La verdad es que me hace ilusión comer en la misma mesa que los reyes, pero jamás lo reconocería públicamente.



viernes, 8 de marzo de 2019

Revelación de secretos: El misterio de las flores



Domingo, 3 de marzo
QUERER Y NO QUERER

“¡Tú no has querido nunca a nadie!”, me reprochan en una de esas riñas que yo procuro siempre evitar. Lo mío son las trifulcas literarias, que siempre me relajan, no las sentimentales, que me deprimen bastante, supongo que como a todo el mundo.
            “Mejor me hubiera ido si eso fuera verdad”, pienso recordando tantos malos momentos.
            ¿Mejor me hubiera ido? No estoy yo muy seguro. Creo que podría vivir sin que nadie me quisiera, pero nunca he podido vivir sin nadie a quien querer.


Lunes, 4 de marzo
UN TRIUNFADOR

Presenta Álvaro Valverde su exitoso El cuarto del siroco en la librería Cervantes y a la memoria me vienen aquellos primeros ochenta en que nos conocimos, La nueva poesía española estaba entonces representada en Extremadura por él, Ángel Campos Pámpano y Diego Doncel, ansiosos por saltar las lindes regionales.
            Recuerdo un encuentro en Montánchez al que invitaron, dentro sus estrategias de promoción, a Abelardo Linares y a Felipe Benítez Reyes. En seguida se formaron dos bandos. Por un lado estaban los llamados “poetas de la experiencia” y por otro los experimentales o conceptuales o vaya usted a saber, que en aquel congresillo encabezaba Aníbal Núñez.
            Había otro Núñez, Felipe, que leyó unos disparatados poemas de los que Abelardo y yo, y no recuerdo si también Benítez Reyes, nos reímos bastante. La polémica literaria casi se convirtió en enfrentamiento personal.
            Álvaro Valverde, que quería estar a bien con unos y con otros, se sintió ninguneado por los andaluces y se marchó a  mitad del encuentro sin despedirse de nadie. Luego, de los tres jóvenes mosqueteros, ha sido quien mejor ha gestionado su carrera literaria. Ángel Campos Pámpano –con quien la vida no fue demasiado justa– se dedicó más a la traducción, a las relaciones con Portugal y a la gestión cultural; a mí su poesía siempre me interesó poco. Diego Doncel, que tuvo sus premios y sus incursiones en la novela, nunca logró asentarse, aunque es posible que todavía ande preparando nuevos asaltos al esquivo prestigio. Álvaro Valverde siguió el camino que se había trazado inteligentemente, cultivando las mejores relaciones, esquivando escollos y polémicas. ¿Premios? Sí, pero el Loewe, que hace que hablen de uno en los programas televisivos de máxima audiencia, según se ocupó de recordarnos. ¿Editoriales? Tusquets, donde publican los grandes, aunque le hagan a uno esperar mucho. Y a no llevarse mal con nadie y a hablar bien de Gamoneda y de Trapiello, que nunca se sabe.
            Las luchas de los ochenta han quedado atrás. También aquella su poesía primera, borrosamente del lado oscuro. Su poesía de madurez, muy literaria, muy de línea clara, muy basada en referencias culturales, entremezcladas con las autobiográficas, sigue la línea de lo que en los tiempos de Montánchez detestaba.
            Se le ve feliz con el éxito de su libro. Incluso tiene la deferencia de agradecerme que no lo haya reseñado. La verdad es que lo hice, pero luego preferí no enviarla al periódico. Todo lo bueno que yo decía del libro ya lo habían dicho otros, y en términos más entusiastas. El autor solo tendría ojos para los pequeños reparos. Preferí ahorrarle esa molestia. ¿Será verdad que me voy ablandando con el tiempo?
            Al final de la presentación, vuelvo a conectar el teléfono y veo que tengo una llamada perdida de Abelardo Linares. Mientras recordábamos aquellas discusiones ochenteras, resulta que se le ocurre llamarme a uno de los más activos polemistas de entonces. Me alegra la coincidencia.
            Han pasado más de treinta años y no ha pasado el tiempo. Aquí seguimos los tres y cada uno donde quería estar: Álvaro Valverde, admirado y respetado por tirios y troyanos, con una biblioteca con su nombre; Abelardo Linares, editando a velocidad de crucero, y ya no solo poesía, ni fundamentalmente poesía, sino a esos autores olvidados que gracias en buena parte a él han regresado a la actualidad y en más de un caso le han dado la vuelta a la historia literaria, y yo, que sigo siendo como entonces una especie de antisistema del sistema literario, el niño del cuento que grita “el rey está desnudo” cuando algún nombre importante (Gimferrer no es el único, pero sí mi monstruo favorito) publica un nuevo bodrio y nos da gato por liebre con la bendición de los suplementos culturales.
            ––¿Y no te deprime un poco que la mayoría de los jóvenes poetas a los que apoyabas con alguna palmada en el hombro y muchas pataditas hayan triunfado y sean ahora más importantes que tú?, me pregunta maliciosamente Miguel Floriano.
            ––No me deprime nada, y la verdad es que estoy orgulloso de ellos, aunque lo disimule bastante bien.
            Por cierto, Álvaro Valverde no es el único que me agradece que no me ocupe de su obra. Martín López-Vega, la última vez que estuvo en Lisboa, me compró la espléndida edición (solo por fuera) que Eduardo Pitta ha preparado de la poesía de António Botto. Cuando me la entregó un domingo en el Fontán, me dijo, medio en serio, medio en broma: “Te la regalo con una condición: que no reseñes mi próximo libro”.


Martes, 5 de marzo
AÑOS, LIBROS, VIDA

Debo de ser la única persona del mundo que está encantada de tener la edad que tiene. Cada año que se va sumando lo veo aún como un regalo, no como una carga. ¿Por cuánto tiempo?


Miércoles, 6 de marzo
NEGOCIO SEGURO

Uno de los capítulos del libro autobiográfico de Ida Vitale, Shakespeare Palace, se titula “De un plagio autorizado”, pero no habla de ningún plagio, sino de todo lo contrario.
            Colabora ella en la revista El Correo del Libro, García Márquez acaba de publicar Crónica de una muerte anunciada y el director le encarga que le solicite unos folios donde explique cómo ha escrito su novela.
            Ida Vitale, por medio de amigos, logra contactar con el famoso autor y este le dice que escriba ella esas páginas que él las firmará. Y así fue: en El Correo del Libro hay un artículo firmado por García Márquez que escribió Ida Vitale. Se trata de un texto apócrifo, no de un plagio, pero Ida Vitale, premio Cervantes después de los 95 años, ya no está para muchas precisiones.
            ¿Es el único apócrifo que circula por ahí? No, pero al contrario que ocurre con los políticos, se trata de una práctica vergonzante entre los escritores. Yo creo que debería regularizarse y convertirse en remunerada costumbre.
            A partir de un cierto momento, lo que importa de un escritor no es el texto, sino la firma. Yo recuerdo el estupor con que leía, después de haber admirado El señor presidente, los artículos de Miguel Ángel Asturias, ya premio Nobel, en el ABC. Eran planos y sin gracia ninguna.
            “¿Los habrá escrito él?”, me preguntaba. Probablemente no, pero no había tenido mucho tino al escoger colaborador. Ahora sospecho que, si los hubiera escrito otro, serían mejores.
            Miguel Ángel Asturias es autor de uno de los libros más vergonzosos que conozco, Rumanía, su nueva imagen, de 1964, en el que canta a la Rumanía de Ceaucescu con prosa que parece copiada directamente de los folletos propagandísticos del régimen.
            Pero mejor no hablar de esos trapicheos, de esa puesta del escritor al servicio de las peores causas (siempre habrá Miguel Ángeles Asturias, siempre habrá Mario Vargas Llosas), sino de un proyecto utilísimo: una agencia que facilita textos de circunstancias al escritor de éxito, tan solicitado.
            Un ejemplo, le dan el premio Cervantes a Francisco Brines o a cualquier otro ilustre valetudinario. De todas partes le solicitan entrevistas, él pide que le envíen las preguntas por escrito y no le cuesta demasiado responderlas (siempre dice lo mismo: que si la poesía no tiene público, sino lectores y etc., etc.), pero qué ocurre si le piden una tercera para ABC, un artículo sobre Walt Whitman en el segundo centenario de su nacimiento o su opinión sobre los toros (es gran aficionado). Una agencia –la que yo pienso crear– resolvería de inmediato el problema. Los honorarios se repartirían a partes iguales y todos contentos.
            ¿Que a Ida Vitale le solicitan un artículo sobre Juan Ramón Jiménez para Babelia o a Antonio Gamoneda otro sobre el lenguaje de la poesía para El Cultural? Se busca en Internet lo que han dicho sobre el asunto, se mejora un poquito y en menos de una hora tenemos dos o tres folios dignos.
            Y no hace falta ser un escritor importante, todos tenemos compromisos. Recuerdo que a Víctor Botas le pidió un prólogo cierto poetastro ovetense y él no supo decir que no. Acabó encargándoselo, y pagándoselo (era más bien tacaño, así que la cosa no le hizo ninguna gracia) a un entonces joven contertulio, Antón García.
            Una agencia que despache pregones de fiestas, discursos de agradecimiento, artículos en la muerte de tal o cual personaje, respuestas a cuestionarios varios y otras pejigueras que acechan al escritor de alguna fama sería de gran utilidad, un negocio seguro. Los textos podrían ir personalizados (resultarían más caros) o en un esquema general, con sus citas y sus gracias, que luego cada uno debería completar.
            ¿Un engaño, una estafa? En absoluto, como no es una estafa que el ministro correspondiente o el presidente de tal o cual autonomía firme un texto que ha escrito otro al comienzo de un lujoso catálogo o al frente de las actas de un congreso.
            Y por otra parte da igual quien los escriba porque, como ya dije, esos textos de circunstancias casi nunca los lee nadie.  
            Y si alguien los lee –como yo los artículos de Miguel Ángel Asturias o las memorias de Ida Vitale o los poemas últimos de no diré quién– casi mejor que los escriba otro para que no avergüencen demasiado al autor.


Jueves, 7 de marzo
MISTERIO ACLARADO

Estoy ante el Ayuntamiento, en una concentración para apoyar la huelga feminista de mañana, cuando suena el móvil. Es para invitarme a presentar el próximo día 20 a García Montero, que viene para hablar del exilio y León Felipe. Luego la conversación sigue por otros derroteros. “¿Te gustaron las flores?”, “¿Me las enviaste tú?”, “Yo no digo que te las enviara, pregunto si te gustaron las flores que recibiste el día de San Valentín”, “¿Lo viste en Facebook?”, “¡Ni tengo ni pienso tenerlo!”. Tampoco lee el periódico en que yo hablaba de ello, ilustrado con un ramo en la papelera. “Me gustaron. Y me intrigó no saber quién las enviaba”, “Pues no lo vas a saber. Alguien que te quiere”.
           

Viernes, 8 de marzo
EN LA TERTULIA

––Un escritor es un triunfador cuando le conocen los que no le han leído ni piensan leerle nunca.
            ––No, eso es un escritor famoso, no un triunfador. Basta con participar en Gran Hermano, como Lucía Etxevarría, que no es precisamente una triunfadora.
            ––Ni famosa. Yo no he oído hablar de ella.
            ––La fama televisiva dura poco. Hay demasiada competencia.
            ––A veces dura más que la literaria.
            ––Un escritor es un triunfador cuando todo el mundo se siente obligado a comprar sus libros y a intentar leerlos, aunque luego nunca lo consiga.
            ––¿Cervantes?
            ––Yo pensaba en el Benet de los buenos tiempos, pero vale como el más perfecto ejemplo.



domingo, 3 de marzo de 2019

Revelación de secretos: Aprendo a mentir



Sábado, 23 de febrero
CUIDADO CON LOS ELOGIOS

Como todos los escritores (como todos los seres humanos, casi me atrevería a decir), soy bastante vanidoso. Los elogios, sin embargo, me ponen siempre en guardia; mis admiradores suelen ser poco de fiar.
            Recuerdo el caso de aquel escritor portugués, callaré el nombre, que me escribía cartas y cartas de hiperbólica admiración. En una de ellas –la encontré el otro día entre papeles viejos–, me decía que había estado hablando de mí con Eugénio de Andrade y que me habría ruborizado si los escuchara.
            A este narrador, periodista y poeta le tradujeron un libro de versos al español y me pidió un prólogo. Dije que sí antes de leerlo; cuando lo leí, me interesó más bien poco. No supe cómo volverme atrás del compromiso y escribí unas páginas vagamente elogiosas, como suele ser habitual en estos casos. Pero sospecho que mi verdadera opinión se transparentaba (siempre me ha costado disimular lo que pienso) y ahí acabaron admiración y amistad.
            Nunca volví a saber de Viale Moutinho, así creo que se llamaba, aunque algunas noticias me llegaron de lo dolido que estaba con mi ingratitud.
            Los elogios de un escritor siempre han de ser devueltos y a ser posible con intereses. Por eso yo me siento muy incómodo cuando me elogian: temo no ser capaz de devolver el favor.
            Claro que existen además los simples lectores, los que no tienen mercancía que intercambiar. Me encuentro con la calle con un conocido al que no veía desde hace tiempo. Me felicita por mis artículos, que lee todas las semanas, y yo le sonrío feliz y agradecido. “¿Los lees en el blog?”, se me ocurre preguntarle. “No, no, yo no manejo Internet. Los leo en…”. Y me cita el nombre de un diario en el que hace cerca de diez años que no colaboro.
            Otro encuentro con admirador anónimo: “He leído su último libro. Me ha gustado mucho”. “¿Qué libro?”, se me ocurre preguntar porque en mi caso el último libro deja rápidamente de serlo. “El último, uno de portada verde; no, no, amarilla o quizá azul, uno en el que hablaba de poesía, creo, no recuerdo el título”.
            Ahora ya no pregunto. Cuando me elogian, doy las gracias y cambio rápidamente de conversación. ¿Por modestia? No, que yo no sé lo que es eso: para evitar desengaños.


Domingo, 24 de febrero
EL QUE NO SE CONSUELA

Algunas veces, ya en la cama, esperando que llegue el sueño, me digo: “Vamos a ver, ahora que no nos oye nadie, dime, ¿has conseguido en la vida lo que pretendías?”
            ––Pues mira –me respondo–, ahora que no nos oye nadie, voy a ser sincero: no sé si tengo todo el éxito que merezco, pero desde luego tengo todo el que necesito. Lo mismo me pasa con el dinero, aunque esté mal el decirlo. La verdad es que de uno y de otro necesito más bien poco. De la salud, hasta la fecha (cruzo los dedos, que comienza a adentrarse uno en terreno pantanoso), tampoco me puedo quejar.
            ––¿Y qué me dices del amor?
            ––Ahí también he tenido suerte. Siempre he sido rechazado. No sé qué hubiera sido de mí en caso contrario.
            Y me duermo engañosamente feliz. Hay cosas que uno no se atreve a confesar ni a sí mismo.



Lunes, 25 de febrero
TENER RAZÓN

Leo El arte de tener razón, de Schopenhauer, un libro que enseña a discutir de tal modo que uno acabe siempre triunfante, con razón o sin ella.
            Para ello nos explica una serie de estratagemas, treinta y ocho exactamente. Sospecho que alguna ya la he utilizado más de una vez. La número ocho, por ejemplo, que dice así: “Suscitar la cólera del adversario, ya que encolerizado no está en condiciones de juzgar de forma correcta. Se le encoleriza no dándole la razón en los puntos en que evidentemente la tiene, enredándole abiertamente y, en general, mostrándose insolente”.
            Sí, todas esas estratagemas me las sé de sobra y casi todas las he usado reiteradamente. Yo habría sido un buen sofista en la antigua Grecia.
            Todo tiene sus pros y sus contras, como decía Pero Grullo, y en ocasiones a uno le toca poner el acento en los pros y otras en los contras, ser abogado defensor o fiscal.
            Pero ya me aburren esos juegos dialécticos. Ahora solo me interesa tener razón de verdad, jugar limpio, aceptar cuando sea menester los argumentos y las razones del contrario.
            Cambiar de opinión cada vez me cuesta menos y me gusta más. Siempre que haya buenas razones para ello, claro.
            No me gusta que me engañen;  me gusta todavía menos engañar. Sé hacer trampas, me sé todos los trucos, no hace falta que venga Schopenhauer a recordármelos, pero no tengo que ganar ningún debate televisivo, ni entretener al personal, ni conseguir votos.
            Defiendo mi opinión sobre cualquier asunto, y con mucha vehemencia, solo mientras creo que es verdadera. En cuanto me muestran o me demuestran que no se ajusta a la realidad, deja de ser mi opinión.
            No tengo razón siempre que creo tenerla, ya lo sé, pero me esfuerzo todo lo posible por tenerla.


Miércoles, 27 de febrero
A BOTE PRONTO

¿Cómo le gustaría que fuera el último día de su vida?
            ––Como cualquier otro.
Un consejo para ser feliz.
            ––Conformarse con serlo solo un poco.
¿Monogamia o poligamia?
            ––Polimonogamia.
¿Religión?
            ––Cualquiera que no me obligue a comulgar con ruedas de molino, o sea, ninguna.
¿Prohibiría algún libro?
            ––Sí, pero no diré cuáles. Algunos los han escrito amigos míos.
Una razón para leer poesía.
            ––Que te guste la poesía.
Una razón para no leerla.
            ––Que conozcas al autor.
¿Cree que la novela está sobrevalorada?
            ––No por mí.
¿Todavía lee periódicos en papel?
            ––Sí, y todavía bebo agua en vasos de cristal, aunque hace tiempo que se ha inventado el plástico.
Una obra maestra que no haya sido capaz de terminar.
            ––Muchas, pero no creo que fueran obras maestras.
¿Cree en el amor eterno?
            ––Por supuesto, pero suele durar poco tiempo.
¿Cuántos libros lee al día?
            ––Muy pocos, bastantes menos de los que dejo de leer.
¿A quién piensa votar en las próximas elecciones?
            ––No lo diré. Le haría perder votos.
¿Le gusta España?
            ––Sí, mucho. Los españoles, un poco menos; se me parecen demasiado.
¿Cree que es una democracia plena?
            ––Prefiero no responder.
¿Qué hace falta para triunfar en literatura?
            ––Si lo supiera, habría triunfado.
¿Es necesario saber mentir sin ruborizarse para hacer carrera política?
            ––Sí, pero esa habilidad suele ser connatural a los seres humanos.
¿Es usted un hombre vanidoso?
            ––Al menos procuro parecerlo.
¿Le gustaría ser más leído?
            ––Según por quién.
¿Hace suyos los versos de Machado: “Y al cabo nada os debo; debéisme cuanto he escrito. / A mi trabajo acudo, con mi dinero pago / el traje que me cubre y la mansión que habito, / el pan que me alimenta y el lecho en donde yago”?
            ––A mí nadie me debe nada.
Un escritor con el que le gustaría tomar un café,
            ––Cualquiera que admire (y cualquiera que me admire).
¿Envidia a alguien?
            Por supuesto.
¿Podría dar nombres?
            ––Prefiero no darlos, a no ser que estén muertos como Sócrates y Sherlock.
¿Su deporte favorito?
            ––La falsa modestia, aunque últimamente lo practique poco.
¿Qué le gustaría hacer antes de morirse?
            ––Nada que no haya hecho ya. Lo que más me gusta es repetirme.



Jueves, 28 de febrero
ENCUENTRO EN SEVILLA

Alguien, no sé si Oscar Wilde o quizá yo mismo, escribió que la realidad es casi completamente imaginaria.
            Como todas las paradojas, no pasa de ser una obviedad camuflada. De mis amigos, de mis amantes, de los políticos que apoyo o detesto, sé cuatro o cinco cosas e imagino el resto. Todos ellos, como los centauros y las sirenas, son criaturas mitad reales y mitad imaginarias.
            Había quedado citado yo, hace de esto algunos años, en Sevilla, donde él vivía, con un poeta con el que solía cartearme y al que no conocía personalmente. Él elogiaba mis poemas y yo me esforzaba por hacer lo mismo con los suyos, aunque la verdad es que me interesaban más bien poco. Quedamos para comer en un restaurante cerca de la Giralda. No llegamos a hacerlo. Tomando algo antes, las primeras palabras que me dijo fueron: “Esos poetas que tú reseñas y has antologado son una mierda. El primero de todos, Fernando Ortiz”.
            Y luego siguió despotricando contra Víctor Botas, Miguel d’Ors, Sánchez Rosillo y no sé cuántos más.
            Yo trataba de responder, tomándomelo primero un poco a broma, pero pronto pude comprender que iba en serio. La gente de las mesas cercanas comenzó a mirarnos cada vez con menos disimulo. La verdad es que llegué a temer una agresión. Mi interlocutor era alto, fuerte, con una fea carota que se fue encendiendo de ira. Dije que tenía que ir al baño, pagué discretamente la cuenta al camarero y me escabullí sin que él se diera cuenta. Los tres días que pasé en Sevilla andaba temeroso de encontrármelo en cualquier esquina.
            Le conté lo sucedido a Fernando Ortiz, que no daba crédito: “Pero si me para cada vez que me ve y me tiene media hora elogiando mis versos. Hasta se sabe algún poema mío de memoria, como el soneto a Blanco White”.
            Cuando volví a Asturias, releí sus cartas, todas llenas de deferencias y signos de admiración, sin ninguna reticencia, pero si en lugar de haber quedado citados en un bar hubiéramos quedado en su casa, como él propuso, yo no sé si ahora lo estaría contando.
            Bastante tiempo después, creí reconocerlo en Ginebra, cuando esperaba, en la estación de Cornavin, a dos amigos, José Cereijo y María Taibo, con los que iba a desplazarme hasta Lausanne. Volví a asustarme, volví a temer que se lanzara sobre mí y tratara de estrangularme, que fue lo que sentí por un instante en aquel bar de Sevilla. Pero no era él, o no me reconoció, o me había olvidado.


Viernes, 1 de marzo
A TODO SE APRENDE

La verdad es que a todo se aprende. Siempre he tenido dificultad para elogiar a quien conviene elogiar y no a quien lo merece. Pero cada vez se me da mejor mentir. Ya hasta sería capaz de escribir un elogio de la justicia española, de los toros o de la poesía última de Pere Gimferrer.