domingo, 30 de marzo de 2014

A buen entendedor: De un hombre y de un país


Sábado. 22 de marzo
NO QUIERO SER FELIZ

Como me gusta llevar cuenta de todo, repaso mis apuntes y llego a la conclusión de que perder la cabeza, lo que se dice perder la cabeza por amor, solo la he perdido siete veces. Las otras veces jugaba solo a perderla, hacía literatura, buscaba únicamente tener algo que contar.
            Y ahora me miras, y sonríes, y qué ganas me entran de arrojarme de nuevo al agua. Pero recuerdo a tiempo que no sé nadar. Y además, a cierta edad, da un poco de pereza ser demasiado feliz.
           
Domingo, 23 de marzo
TINTÍN EN ZUBROWKA

Juguetona, tintinesca, con su inteligente mezcla de parodia, nostalgia y folletín, El Gran Hotel Budapest, de Wes Anderson, me recuerda que sigo siendo un niño al que nada le gusta más que el que le cuenten una buena historia.
            Una historia de iniciación, que son las que a mí más me gustan, la historia de cómo llegar a ser un hombre cabal.
            Yo también, como Zero, el joven huérfano, el aprendiz del Gran Hotel, he llegado a ser el que soy porque en el momento justo conocí a Monsieur Gustave. O quizá solo lo soñé, como lo soñó Wes Anderson mientras leía a Stefan Zweig.


Lunes, 24 de marzo
ABDUCCIÓN

Las charlas de los sábados en Avilés con mi amigo José Manuel Feito –a veces incluso comentamos el sermón que ha preparado para el domingo, siempre lleno de inteligentes citas literarias– me han aficionado a la lectura de libros de teología, esa rama de la literatura fantástica. Releyendo hoy las cartas a los Corintios de San Pablo me encuentro con lo que no sería demasiado aventurado tomar como el relato de una abducción: “Yo sé de un hombre en Cristo que hace catorce años, si en cuerpo no sé, si fuera del cuerpo no sé, Dios lo sabe, fue elevado al tercer cielo. Y yo sé de este hombre, si en cuerpo o fuera del cuerpo no sé, Dios lo sabe, que fue elevado al Paraíso y oyó arcanas palabras que al hombre no está concebido escuchar”.
            Quizá fue el encuentro con un ovni lo que hizo a San Pablo caer del caballo; quizá toda su doctrina no es más que una reelaboración de lo que escuchó en aquella nave a la que fue llevado, no sabe si en cuerpo y alma o fuera del cuerpo.


Miércoles, 26 de marzo
CHARLA EN LA CORTE

“Yo creo que la capacidad de decir tonterías del ser humano aumenta exponencialmente con la edad y con la cultura”, afirmo con mi rotundidad acostumbrada tras dejar a un lado el periódico.
            –-Ya sé por qué dices eso, Martín. Has vuelto a leer otra diatriba contra la decadencia de la ortografía de algún profesor.
            ––No, no. Se trata de otra descerebrada profecía apocalíptica. El profeta, en este caso, es Dan Dennett, filósofo al parecer de cierto prestigio. Te leo el titular: “Internet se vendrá abajo y viviremos oleadas de pánico”.
            ––¿Y no lo crees posible? ¿No crees que dependemos demasiado de la Red?
            ––Y del agua corriente y de la luz eléctrica. Y vaya si fastidian las averías, sobre todo cuando te estás duchando. Y no digamos los apagones, recuerda los famosos de Nueva York. Con frecuencia hay averías en Internet, pero son parciales. En casa de uno o en la Intranet de la Universidad. Pensar en que se pueda venir abajo en un momento la Red en todo el mundo es no saber como funciona Internet, y eso es grave para un filósofo. Pero además Dan Dennett da la impresión de que hace tiempo que ha perdido cualquier contacto con la realidad. Su mentalidad apocalíptica es todavía más infantil que las de los que predijeron el famoso efecto 2000. Mira su profecía: “En Estados Unidos todo se vendría abajo en cuestión de horas: te levantas y la tele no funciona. Obviamente no tienes línea en el móvil. No te atreves a coger el coche porque no sabes si ese va a ser tu último depósito de gasolina y los únicos que se han preparado para ello son todos esos chalados que construyen bunkers y almacenan armas. ¿De verdad queremos que ellos sean nuestra última esperanza?”. Resulta que ni siquiera recuerda que la telefonía y la televisión existían mucho antes que Internet y pueden seguir existiendo al margen de ella. Según Dan Dennett, es cuestión de tiempo que la Red vaya a caer. Debemos prepararnos para esa catástrofe, reconstruir lo que hemos perdido: “Antes solía haber clubes sociales, congregaciones, iglesias, etc. Todo eso ha desaparecido o va a desaparecer. Si tuviéramos otra red humana a punto… Si supieras que puedes confiar en alguien, en tu vecino, en tu grupo de amigos, porque habéis previsto la situación, ¿no estarías más tranquilo?”. Luego añade: “¿Quién compra música ahora? ¿Y libros? Lo mismo puede decirse del cine o de cualquier otra actividad artística”. A Dan Dennett, filósofo, parece que nadie le ha enseñado a razonar, que el hecho de que ahora se vendan menos libros no es sinónimo de que nadie compre libros. ¿Y qué es eso, cuando tanto auge alcanzan los más varios fanatismos, de que han desaparecido las iglesias? La gente, mucha gente, amigo Dan Dennett, sigue reuniéndose los viernes, los sábados o los domingos, en sus mezquitas, sinagogas o como llame a sus templos, para rezar en común, con Internet o sin Internet, y sigue habiendo clubs que reúnen multitudes, como los de fútbol, y seguimos confiando en los vecinos (en algunos vecinos) y tomando cerveza con los amigos… Pero ¿por qué digo yo estas obviedades? Pues porque un periódico serio publica esas declaraciones apocalípticas de un filósofo presuntamente serio y no las tira directamente a la papelera, como debería haber hecho.


            –-Bueno, hablemos de otra cosa, qué emocionante el funeral de Suárez, que bueno que los españoles nos pongamos de acuerdo en respetar a alguien. Necesitamos ahora políticos como Suárez.
            –-Qué historia la mitificación de Suárez, amiga Catarina; se estudiará pronto como un caso de interesada manipulación o de alucinación colectiva. Yo viví todo ese período y guardo periódicos y toda la documentación que he podido encontrar. Suárez como político no era más que una cara bonita. Fue el último presidente de gobierno de la Dictadura, tras Arias Navarro, nombrado por el rey con las leyes franquistas para facilitar el cambio a unas leyes nuevas que le permitieran seguir siendo Jefe del Estado. Hizo lo que le mandaron, ganó las primeras elecciones democráticas, organizadas por él mismo desde el poder, con el control total de la televisión pública, la única que existía, y de la antigua cadena de prensa del Movimiento (que solo desapareció con los socialistas). Y cuando terminó el encargo se creyó un estadista, pero era incapaz de gobernar; sin ideas, sin partido, sin el apoyo del rey. Por eso se vio obligado a dimitir. Todos los partidos políticos estaban de acuerdo con que España no podía seguir así. El descontento generalizado ante la ineptitud de Suárez alentó el golpe de Estado. Él seguía pensando que el cambio había sido cosa suya (creía que no era el figurín que ponía la cara, sino quien manejaba los hilos) y fundó otro partido político. Fracasó elección tras elección. Luego vino la enfermedad y su desaparición de la escena política. Y fue entonces cuando se convirtió en una figura manipulable por unos y por otros.
            –-Pero eso que tú dices no lo dice nadie, amigo Martín.
            –-Si no lo dicen ahora, lo han  dicho, y lo volverán a decir, no te preocupes. Lee, o relee, Anatomía de un instante, de Javier Cercas, un libro al que no se le puede acusar de estar escrito en contra de Suárez, y verás cómo era la España de 1980, y verás cómo trataba el rey a una creación suya que se había creído la ficción de que era un estadista. La mitificación  de Suárez no es más que un intento de santificar la Transición, ahora tan cuestionada. Veremos si lo consiguen. La gente no es tonta, dicen. Pero le gustan demasiado los cuentos de hadas, añado yo. Y abundan en exceso los que tienen alergia al pensamiento, y no ya entre la gente de la calle, sino entre los presuntos intelectuales, como Dan Dennett.


Jueves, 27 de marzo
QUIEN MANDA MANDA

Aunque se exilió a Argentina a comienzos de la guerra civil, y allí continuó hasta su muerte, Ramón Gómez de la Serna se mostró siempre decidido partidario del régimen de Franco. Desde Buenos Aires siguió escribiendo en periódicos españoles, como Arriba, que era el que más generosamente pagaba. Hubo un cambio de dirección en el diario falangista y, a los pocos días, Gómez de la Serna recibió una carta del nuevo director que le conminaba a que sustituyera sus “frasecitas”, que no interesaban a nadie, por artículos “como Dios manda” o se vería obligado a prescindir de su colaboración.
            ¡Que dejara de escribir “frasecitas”! Gómez de la Serna leyó una y otra vez aquella carta. No se la podía creer. ¡El nuevo director del periódico ni siquiera había oído hablar de las greguerías, ese invento del que él se sentía tan orgulloso, esa creación genial que le concedía un lugar de honor en la literatura del siglo XX! Estuvo una semana deprimido, sin ser capaz de escribir una línea. Pero había que comer… Y poco después reanudó su colaboración en Arriba con artículos como Dios manda.
            He recordado esa historia al recibir un ukase de la dirección del periódico señalándome la conveniencia de que las entradas de mi diario hablen menos de libros. Yo no soy Gómez de la Serna, evidentemente, y la sugerencia me divierte. He respondido de inmediato: “Tomo nota”, pero lo que me habría gustado responder sería: “A sus órdenes”. Siempre he tenido el complejo de no ser un escritor como Dios manda, de no ser más que un aficionado. Nunca he tenido jefes, nunca he estado sometido a la tiranía del editor, siempre me he reído de las exigencias del mercado.
            Me encanta jugar a ser un escritor profesional, a tener que aceptar las sugerencias del jefe si no quiero ser despedido. Y me alegra que, de momento, no me haya “sugerido” que hable menos de política, que es lo que más me divierte últimamente. Y lo que más lectores me resta, para qué nos vamos a engañar. Cada vez que defiendo algo tan obvio como el derecho de los catalanes (o de los asturianos) a opinar sobre su futuro político (tan obvio que hasta el Tribunal Constitucional ha tenido que admitirlo y recordar a los más papistas que el Papa que la Constitución no es inamovible), unos cuantos seguidores, españoles a machamartillo, deciden dejar de leerme. Creo que bastantes más que si hablo de libros, que a fin de cuentas es lo que mejor sé hacer. Pero quien manda manda. No soy yo nadie para llevarle la contraria a la superioridad, no vaya a ser que me despidan (claro que ya he tomado la precaución de cobrar unos honorarios simbólicos para que no resulte demasiado traumático).


Viernes, 28 de marzo
FRENTE A LA CATEDRAL

Entro por primera vez en el palacio de la Rúa, frente a la catedral, y paseo por el jardín en que Ana Ozores se sentaba a soñar mientras el Magistral la observaba desde lo alto de la torre. Mañana leeremos allí poemas y me gusta pensar que van a venir a escucharnos don Fermín de Pas, que no tendrá ojos más que para las modelos que nos acompañan, la Regenta, tímida y cabizbaja, y el catedrático don Leopoldo Alas, que convirtió a esta ciudad y nos convirtió a todos en un sueño suyo.

lunes, 24 de marzo de 2014

A buen entendedor: Elogios, terrores y cautelas


Domingo, 16 de marzo
ELOGIO DEL TURISTA

Al anciano Maurice Barrès le preguntaron qué deseo pediría y él respondió: “Tener veinte años y viajar a Italia por primera vez”.
            Lo leo en las Cartas de Italia, de Josep Pla, uno de esos libros a los que uno, como a Italia, nunca se cansa de volver. Su idea de la felicidad se parece mucho a la mía: “Llegar a una ciudad desconocida, dirigirme al hotel, tomar un  baño, vestirme y salir a la calle al azar, a curiosear y a hacer de franco forastero”.
            Quien ha vivido largos años, o toda la vida, en París, Venecia o Nueva York no conoce lo mejor de París, Venecia o Nueva York. El secreto de una ciudad está a la vista de todos, pero solo sabe verlo el viajero de paso.
            Las ciudades hechas de historia y de literatura a menudo se muestran ceñudas con sus habitantes, pero siempre sonríen al enamorado que las visita por primera vez, o que vuelve continuamente a ellas, pero siempre con la ilusión de la primera vez.


Lunes, 17 de marzo
MIS TERRORES FAVORITOS

Siempre he vivido lleno de temores, pero no siempre han sido los mismos. Ahora me angustia el miedo a quedarme sin ideas, a que no se me ocurra nada a la hora de escribir.
            Un miedo absurdo, porque nadie se ha muerto de no escribir y lo que sobran son escritores en el mundo. Si me ganara la vida escribiendo, resultaría preocupante, pero no teniendo ninguna obligación, ¿por qué me preocupa no ser capaz de cumplir con una obligación que no tengo?
            Cierto que siempre bromeo con eso de la posteridad, con que me gustaría ser leído dentro de cien o de mil años, y la verdad es que no me molestaría demasiado pasar a las páginas de la historia de la literatura (que para mí es como la historia de mi familia). Pero no me parece que la posteridad se vaya a ocupar mucho de mí, siga o no siga escribiendo. No es cierta, o solo lo es en muy pequeña parte, la afirmación de que el tiempo es el mejor juez y arregla los entuertos de los contemporáneos. El tiempo lo único que hace es añadir más paletadas al olvido. No hay gran nombre de la historia de la literatura que no fuera reconocido como tal por sus contemporáneos. ¿Y Pessoa? ¿Y Bécquer? ¿Y Cervantes?, me replicará alguno. El reconocimiento no siempre es inmediato; a veces se retrasa. Ni Pessoa ni Bécquer vivieron lo suficiente para ver publicada su obra, y Cervantes conoció el éxito con su Quijote, y las burlas de algún envidioso coetáneo, como Lope, no hacen sino acrecentar ese éxito. Cuando un escritor llega a los sesenta años y publica desde los veinte todo lo que escribe, no hay sorpresa posible post mortem.
            Estas cosas las pienso, pero no se me ocurre decirlas en público. Por una doble razón: porque parecen una petición para que alguien las refuten, y porque hay otros escritores –y de más talento-  a los que todavía se les ha hecho menos caso que a mí.
            En realidad, yo no tengo la sensación de que se me ha hecho poco caso, aunque me queje a menudo de ello. He disfrutado siempre del mayor de los lujos, el de decir lo que quería, sin preocuparme demasiado de si molestaba o no.
            La verdad es que no estoy demasiado a disgusto con mi destino literario. “Yo he hecho lo que he podido, / fortuna lo que ha querido”, y si los que escriben los manuales del futuro no me tienen en cuenta, pues qué se le va a hacer, pero seguro que no me van a quitar el sueño en la plácida eternidad.
            Y no sería muy grave que no escribiera más. ¡Hay tanta gente con talento en el mundo! Podrá no ocurrírseme nada a la hora de escribir, pero de lo que estoy seguro es de que no me faltarán maravillas a la hora de leer.
            O sea que no debería estar preocupado, pero el hombre es un animal paradójico. Y hay noches de insomnio, demasiadas noches, que me aterra el miedo a no ser capaz de escribir una línea más. Para probarme lo contrario, nada más levantarme, antes de desayunar, todavía no sé si dormido o despierto, acostumbro a pergeñar un soneto como quien hace una crucigrama, doy luego a la tecla de borrar y me voy a la primera clase recuperado el buen ánimo.
            Esta mañana, por juego, he decidido conservar esos versos y los releo antes de ir a acostarme para evitar que se repita la absurda pesadilla de ayer.
            La lluvia que en la calle cae callada / y desterrada del oscuro cielo, / el llanto que en mis ojos pone un velo, /el corazón que corre hacia su nada,
            la realidad que sigue ensimismada / y la verdad que súbita alza el vuelo: / es tarde ya para cualquier anhelo / y todo es soledad y sombra helada.
            A mi lado respiras todavía / --ayer no eras, no serás mañana--, / eternidad que dura un solo día.
            Un dios cansado mira a su criatura / --tras de tanto fervor tanta desgana--, / simple ejercicio de literatura.


Miércoles, 19 de marzo
LOS QUE NO VALEMOS PARA OTRA COSA

Abro el correo que me envían desde el Vicerrectorado de Profesorado y Ordenación Académica indicando la capacidad docente para el curso 2014-1015: “Carga inicial: 320 horas. Reducciones de la carga docente (total 0 horas). Carga final: 320 horas”. Debería sentirme un poco avergonzado. En la Universidad, como bien dijo el ministro Wert, hay que reducir la carga docente a los mejores para que se dediquen a la investigación y a la gestión, y aumentársela como castigo a los que no sirven para la política universitaria o no son capaces de conseguir un proyecto de investigación homologado.
            Debería sentirme avergonzado de ser –tras dar clases durante cuarenta y dos años (y no ya sin ningún año sabático, sino sin ningún día de baja)– uno de los profesores con más docencia. Debería sentirme avergonzado, pero me siento orgulloso, y espero que el señor ministro me disculpe por ello.


Jueves, 20 de marzo
ESTAFAS JUAN RAMÓN, S. A.

Me llega hoy, obsequio de la editorial, un libro que estaba deseando leer. Nada menos que una obra mayor e inédita de Juan Ramón Jiménez, Vida, la autobiografía que comenzó a escribir en 1923 y que quedó sin concluir, como tantas otras cosas suyas. El otro sábado el suplemento cultural más leído subrayaba el acontecimiento dedicándole la portada, y mi amigo Andrés Trapiello, uno de los grandes conocedores del poeta, lo glosaba encomiásticamente.
            El volumen, de mil páginas, encuadernado y en formato de bolsillo, es un hermoso objeto que uno no se cansa de acariciar. Picoteo acá y allá disfrutando por anticipado de las horas de placer que me esperan.
            Pero debería haberme limitado a acariciarlo y a hojearlo, como cualquier reseñista que se precie. Solo así sería capaz de escribir con el entusiasmo de mi buen amigo Andrés y tantos otros periodistas culturales. He cometido el error de leerlo, página tras página, y aunque todavía voy solo por la mitad, ya he podido darme cuenta de que se trata de otra estafa.
            Este no es un libro de Juan Ramón Jiménez, aunque casi la mitad de lo que incluye lo haya escrito él. Este es un libro que avergonzaría a Juan Ramón Jiménez.
            Mercedes Juliá y Mª Ángeles Sanz Manzano han realizado un trabajo minucioso durante largos años. Tan minucioso como el de quien construye con palillos de dientes una réplica de la torre Eiffel, y exactamente con el mismo valor intelectual: ninguno.
            Estas cosas, por supuesto, no las diría yo en público, ¿para qué? Se enfadaría demasiada gente. Renuncio a hacer una reseña. Pero alguien, con más valor que yo, debería ser capaz de decir que hay formas más agradables de despilfarrar el dinero público (el libro está subvencionado y, por supuesto, a las profesoras que se dedican a prepararlo se les reduce su carga docente) que manosear los papeles de Juan Ramón y enturbiar su obra.
            Juan Ramón Jiménez y Fernando Pessoa son dos de los mayores poetas del siglo XX y, además, un inagotable venero para la investigación universitaria. Cada poco un nuevo investigador avanza unos pasos en su escalafón publicando el enésimo libro inédito de cada uno de ellos. ¿Y cómo se hacen esos libros? Con mucha paciencia y un desconocimiento completo de lo que es una obra literaria, con material ya publicado y con cualquier borrador inédito, que se encuentre por ahí o que otros investigadores hayan desdeñado. Y si hay varias versiones de un mismo texto, no se escoge la más acabada, sino que se ponen una tras otra para aumentar páginas.
            Vida, la magna obra autobiográfica de Juan Ramón Jiménez que se anuncia como un magno acontecimiento, lleva el subtítulo de “Volumen I. Días de mi vida”, y el primer fragmento que incluye dice “Mis hados orientales” (escrito con mayúsculas) y el segundo “Abrí los ojos, vi un mundo, etc”. Las correspondientes notas nos indican que ambos fragmentos son  inéditos y que están escritos “en el reverso de un menú del Washington Sanitarium & Hospital”.
            Los tres últimos capitulillos de la primera parte, titulada “Niñez, mocedad, juventud”, vale la pena copiarlos íntegros. El que lleva el número CCXLIV dice así: “Mi letra / Juan R. Jiménez / Juan R. Jiménez / Juan Ramón Jiménez”. El numerado CCXLV: “El Imparcial / Luis López Ballesteros, generoso y noble conmigo”. Y el siguiente: “El Imparcial / López Ballesteros / Escelente conmigo / Agradecimiento”. Y no son las únicas llamativas piezas de este mosaico. Otro ejemplo: “Blanco y Negro / (Navarro Ledesma)”. El siguiente lleva título “Colaborador” y ofrece esta variante: “Blanco y Negro, ABC. / Navarro Ledesma”.
            ¿No hay entonces ningún texto de interés en estas mil páginas? Por supuesto que los hay, incluso podría editarse con ellos un sugerente volumen juanramoniano de casi un centenar de páginas, pero pocos no han sido ya publicados en otros volúmenes.
            En las notas, las editoras distinguen entre “texto” (“prosa publicada por el poeta”) y “ante-texto” (prosa inédita o publicada en ediciones póstumas, confudiendo mero borrador inacabado con texto completo, aunque inédito). En el cuerpo del libro no; con el mismo tipo de letra y al mismo nivel aparece una maravillosa página juanramoniana que una simple palabra garabateada en un trozo de papel.
            Como tantos investigadores literarios, las editoras de este volumen han olvidado lo que es una obra literaria, la confunden con un trabajo de investigación (o lo que en la Universidad se entiende por tal). Este nuevo volumen juanramoniano no va destinado a los lectores, sino a los profesionales académicos de Juan Ramón, sirve para hacer carrera académica, no para dar a conocer una nueva obra del poeta. Al poeta le parecería una ofensa y una estafa a los lectores que se dejen engañar por los suplementos. Pero no seré yo quien diga estas cosas. Buscaré otro libro para la reseña de la próxima semana.
           
Viernes, 21 de marzo
SIGO SIN SER EL MÁS VIEJO

En la tertulia de hoy, que cambia de sede, nos dedicamos a buscar nombre para una nueva revista literaria. Será la cuarta que publica la tertulia, tras los irreverentes Cuadernos de Oliver, la efímera Escrito en el agua y la añorada Reloj de Arena. Cuando preparamos la primera, creo que ninguno de los contertulios de esta tarde había nacido. Me divierte comprobar que, a pesar ello, sigo sin ser el más viejo.




lunes, 17 de marzo de 2014

A buen entendedor: Vuelta a empezar


Domingo, 9 de marzo
CITAS

Escribe Andrés Barba al comienzo de una reseña: “Hay un hermoso proverbio chino (que más de uno ha atribuido a Borges) que asegura que Dios inventó el gato para que el hombre pudiera acariciar al tigre”.
             Yo siempre creí que ni era chino ni era de Borges, sino de José Emilio Pacheco. Lo he citado como suyo incontables veces. Y no creo que mi memoria me engañe. En seguida lo encuentro en mi edición de Tarde o temprano, comprada en los ochenta, leída y releída con admiración y asombro. El poema “Gato” dice así: “Ven / acércate más. / Eres mi oportunidad / de acariciar al tigre / –y de citar a Baudelaire”. Me doy cuenta de que parte del poema está en cursiva; quizá sea efectivamente un proverbio chino que José Emilio Pacheco se limita a copiar, añadiéndole una culta coletilla.
            El poema que yo más veces he citado es también de José Emilio Pacheco. Se titula “Antiguos compañeros se reúnen” y dice exactamente lo que mi memoria recuerda: “Ya somos todo aquello / contra lo que luchamos a los veinte años”.
            Mi memoria no suele ser tan fiel. Le gusta corregir, cambiar, retocar. Y a mí me gusta respetar esos arreglos. Casi todas mis citas son inexactas, o simplemente inventadas.  Cualquier ocurrencia parece siempre más ingeniosa cuando se la atribuimos a Oscar Wilde: “La gramática es el esqueleto de la poesía”, “Los grandes poetas, como las mujeres enamoradas, están siempre ciegos”, “En una pareja siempre hay alguien que falta, o que sobra”.
            Para compensar, muchos de mis páginas más personales y más confidenciales las han escrito otros. El poema mío que más me gusta es de Manuel Altolaguirre: “No me has querido y huyes por tus años / hacia un país en donde yo no existo”. Se titula “Despedida” y todos los poemas de amor que yo he escrito glosan ese poema.

Lunes, 10 de marzo
CONFESIONES PERSONALES

Como a los políticos, me gusta más hablarle a la gente que hablar con la gente.
            Yo no soy una persona normal; yo soy como todo el mundo.
            No he estado nunca casado, no sé lo que es odiar de verdad a alguien.
            Si toda la mala gente desapareciera de pronto, el mundo dejaría de funcionar.
            Quizá a veces sea un mal amigo, pero siempre soy un buen enemigo.


Martes, 11 de marzo
ANTES DE LO PREVISTO

Vierten este día periódicos y televisiones ritualizadas lágrimas de cocodrilo por los muertos de hace diez años. Pero a mí no me duelen ya esos muertos (y creo que a los políticos que componen el gesto mirando de reojo al electorado, tampoco). Uno no manda en su dolor. Me aterra hoy el naufragio de Avilés, la desaparición de un avión en Malasia. Salió el Santa Ana en la madrugada de un puerto que conozco bien. Sus tripulantes se fueron a dormir. Uno se quedó al mando. Ninguno sabía que el puerto de destino estaba muy cerca, frente al Cabo Peñas, en un lugar bravío y hermoso que a mí me gusta contemplar. Un amigo mío, Manuel Ferreira, ha viajado incontables veces con los pescadores de Asturias para hacer fotografías. En invierno y en verano, con buen y con mal tiempo. Hace unos días me llamaba para decirme que había estado en el Gran Sol, como el novelista Ignacio Aldecoa. Y me dijo que si no me apetecía embarcarme a mí también, que él podía hablar con algún patrón de pesca. Y yo soy tan temerario que pensaba aceptar, a pesar de mi edad y de que ni sé nadar ni he practicado jamás ningún deporte. Uno de los desaparecidos en ese barco si sabía nadar y era un gran deportista. Se llamaba Marcos del Agua Chacón, y el nombre ya parece una predestinación. Ahora está bajo el agua, en el estrecho camarote, con forma de nicho. Ojalá a él, como a los otros desaparecidos, no le diera tiempo a despertarse.
            Y en el cielo de Malasia un avión desparece, con más de doscientas personas a bordo, sin dar el más mínimo aviso, sin dejar rastro, como raptado por extraterrestres. Si pasa el tiempo, y siguen sin encontrarse sus restos, nada me extrañaría que algún experto ufólogo fuera al programa Cuarto Milenio a contarnos peregrinas teorías.
            No más peregrinas que las que otros contaron, y muchos interesadamente creyeron, a propósito de aquellos muertos de hace diez años. Que nunca importaron a nadie, salvo a sus familiares y amigos, sino como arma arrojadiza contra el contrincante político. Creo que ya va siendo hora de que se los deje en paz.
            Hoy me aterra ese barco que se desvió en el mar en calma, ese avión volatilizado, los tripulantes y los pasajeros que creían ir hacia un destino y en realidad iban a otro. Al mismo al que vamos todos. Pero ellos llegaron antes de lo previsto.


Miércoles, 12 de marzo
ANÉCDOTAS

Leo lo que cuenta Armas Marcelo de su admirado Jorge Semprún: “En una ocasión, Pasionaria lo llamó a París y le ordenó que tomara un tren hasta Moscú. Cuando Semprún llegó, Pasionaria estaba a punto de salir para el balneario del Mar Negro y le dijo que la acompañara. Por fin, tras muchas horas de viaje, llegaron al balneario del Mar Negro, a la ciudad de Constanza, donde Augusto desterró a Ovidio. Pasionaria tomó el coche que la estaba esperando y Semprún la acompañó hasta la dacha. Cuando llegaron, Pasionaria le dijo que no bajara del coche, que volviera a la estación y que allí tomara el tren para Moscú y luego de inmediato volviera a París”.
            Si la anécdota es cierta –Armas Marcelo afirma que se la contó el propio Semprún durante “una noche gloriosa” en la Rumanía de Ceaucescu–, el afamado escritor no solo merecería el calificativo de “cabeza de chorlito” con que le obsequió Pasionaria cuando lo expulsó del Partido, sino el más entrañable de “perrito faldero”. Pero ya se sabe que las anécdotas que los escritores cuentan de sus amigos suelen ser un vengativo género de ficción.
            La anécdota que yo suelo contar de Aleixandre creía haberla leído en Los encuentros, pero cuando he querido citarla textualmente no he sido capaz de dar con ella.
            Poco después de que le concedieran el Premio Nacional de Literatura por La destrucción o el amor, fue a su peluquería habitual. Como su nombre había salido en los periódicos, el barbero le recibió con zalamería, mostrándose muy orgulloso de contar entre sus clientes con alguien tan importante. Luego le dijo que también cortaba el pelo a otro señor que escribía versos. “No es un personaje como usted, pero dicen que escribe versos, es un señor mayor”. “¿Ah, sí? ¿Y recuerda usted como se llama?”, preguntó Aleixandre por decir algo. “Usted no le conocerá, no es famoso como usted, pero también escribe versos. Creo que da clase a niños. Se llama don Antonio”. Se trataba –lo supo después– de Antonio Machado.
            Creo recordar ahora que esa anécdota, que yo creía tomada de Los encuentros, me la contó Carlos Bousoño cuando era profesor en los cursos de verano de la Universidad de Oviedo y yo le acompañaba, después de las clases, hasta su hotel, en el edificio de La Jirafa.
            Antonio Machado no era importante para nadie; ni siquiera para su peluquero. Solo lo era para quienes le habían leído. Eso es lo que distingue a un escritor de un figurón.


Jueves, 13 de marzo
METAFÍSICO ESTÁIS

Tras la presentación del último libro de Lorenzo Oliván, Nocturno casi, le acompañé un momento al hotel, mientras los demás amigos esperaban en el café, y aproveché para ponerle algunos reparos, como en los años de la tertulia. “¿No crees que imprimir como prosa poemas escritos en verso no añade nada, sino que dificulta la lectura?”, “Juan Ramón lo hacía, y Valente”. “Y Unamuno”, añado yo. “Y este último fue el único que dio razones convincentes de esa práctica. Resulta que en su tiempo los periódicos pagaban los artículos pero no los poemas, así que él –que era muy tacaño– escribía los versos todos seguidos, como si fuera prosa, para poder cobrarlos”.
            Otro reparo mayor le pongo y pronto nos ponemos a discutir, como en los viejos tiempos. Le acuso de utilizar lo que yo llamo “el efecto Gamoneda”, esto es, de emborronar el poema, eliminar referencias concretas, para hacerlo parecer más profundo. “¿Y cuándo he hecho yo eso? Lo que pasa es que a mí no me interesa el realismo en poesía, y en eso sí coincido con Gamoneda, yo soy un poeta metafísico; a mí, de lo que se ve, lo que más me interesa es lo que no se ve”. “Pues a mí a veces me da la impresión de que haces lo que se cuenta que hacía Eugenio d’Ors. Cuando escribía un artículo, antes de enviarlo al periódico, se lo leía a su secretaria, y le preguntaba si lo entendía. Si esta respondía que sí, él añadía: Pues oscurezcámosle un poco”.
            Le leo el comienzo de su poema “Una alucinación” (el título remite a José Hierro): “Entraste en el recinto de lo cuadrado. La paleta metálica, repleta de cemento, golpea en lo cuadrado, precisa de un sonido seco, cortante, duro para alzar lo cuadrado”. Se habla luego de “visión cuadriculada”, de “alrededor cuadrado”, de “lapidación de la contemplación”, de “la razón suprema de todo lo cuadrado”.
            “¿Y no entiendes de qué hablo? Vaya, Martín, estás perdiendo facultades. Pues ¿de qué voy a hablar? De un cementerio. Lo cuadrado se refiere a los nichos; en el poema cuento, bueno, no cuento, dejo que el lector la adivine, una cosa que me ocurrió cuando era niño en el cementerio de Castro”.
            (En el fondo, lo que me fastidia es que Oliván, el poeta de la tertulia que ha llegado más lejos en el escalafón literario y ha ganado más importantes premios, deba sus éxitos en buena parte a no hacer ningún caso de mis consejos.)


Viernes, 14 de marzo
NUEVO DESCUBRIMIENTO DEL MEDITERRÁNEO

La tertulia de los viernes, iniciada allá por 1980 primero en el bar La Perla, frente al Campoamor, y luego en la cafetería Oliver, en la Avenida de Galicia, inicia una nueva etapa en el café del Paraíso, junto a los restos de la antigua muralla.
            Decía Borges que la batalla de Junín, uno de esos episodios gloriosos de la historia argentina, “son dos civiles que en una esquina maldicen a un tirano”. Pues del mismo modo la historia viva de la literatura tiene menos que ver con premios Planetas, sesiones solemnes en la Real Academia o lectura de tesis doctorales que con un grupo de jóvenes que, en el rincón de una cafetería, comentan apasionadamente los Mediterráneos que acaban de descubrir, los poemas recién escritos.

Sábado, 15 de marzo
ELOGIO DE LA REPETICIÓN

¿Llega uno a una edad en que ya ha dicho todo lo que tenía que decir y solo le queda repetirse? Es posible, pero cuando unos lectores y unos interlocutores nos abandonan, llegan otros a los que todo les suena a nuevo.


lunes, 10 de marzo de 2014

A buen entendedor: Un golpe de timón


Sábado, 1 de marzo
LA VIEJA RUSIA

Escojo mis lecturas para cada ocasión con el mismo cuidado que los elegantes dedican a su indumentaria. Esta tarde he traído conmigo, además de los habituales suplementos literarios, el manual de historia de Rusia que acaba de publicar mi primo Pedro García Martín, catedrático de Historia en la Universidad de Madrid, y también novelista y hombre de muy variados saberes. Me parece lo más adecuado para los intermedios de El príncipe Igor.
            Los largos descansos de la ópera, que tanto me aburren en el Campoamor, los aprovecho, en las retransmisiones neoyorquinas de Los Prados, para tomar un café y leer un poco. A la música de Borodin, a su exaltación de la vieja Rusia, le pongo como contrapunto unas líneas de Gogol que se citan en el manual: “Cuanto más se adentraban en la estepa, más hermosa se volvía. En aquel entonces, todo el Sur, hasta el Mar Negro, era un territorio virgen. Nunca el arado había atravesado las inmensas olas de vegetación salvaje. Solo los caballos, ocultos entre ellas como en un bosque. Toda la superficie de la tierra parecía un océano verde y dorado sobre el que hubieran salpicado millones de flores distintas. Mezclados con los tallos finos y delgados de las altas hierbas, se veían muchos cardos de color azul celeste, azul oscuro y lila; la retama erguía su pirámide de flores amarillas; el trébol blanco, con caperuza en forma de paraguas, resaltaba en lo alto; una espiga de trigo traída de Dios sabe dónde maduraba al sol; entre las gruesas raíces corrían las perdices estirando el cuello…”
            Y se escucha el canto de un millar de pájaros distintos, los halcones se mantienen inmóviles en el cielo con las alas extendidas, una bandada de gansos salvajes se alza sobre un distante lago. Ese es el paisaje que sigo viendo luego mientras escucho la música y me invade la melancolía. “Gime la tierra rusa y ruega por los tiempos pasados y por los antiguos príncipes”, como dice uno de los versos del Cantar de la hueste de Igor.
            ¿Quién ganará en la partida de ajedrez que ahora se juega en Ucrania? Mis simpatías, aunque me cuide de reconocerlo para no despertar demasiadas antipatías, se inclinan hacia Rusia. Yo creo que, si aprovecha bien sus bazas, el golpe de Estado propiciado por la Unión Europea, le brinda en bandeja la ocasión para arreglar el entuerto de Crimea, ese regalo de un dictador soviético, como si los países pudieran regalarse. 


Lunes, 3 de marzo
PRETEXTO PARA VOLVER

Salgo de la librería de Valdés con dos viejos números de Revista de Occidente, disfrutando por anticipado el placer de hojearlos mientras tomo un café. El primero es de mayo de 1925 y está, como era de esperar, lleno de maravillas, ya desde la colorista y primaveral viñeta de Bores. 


Fernando Vela habla de cine y Jorge Guillén publica por primera vez sus décimas, que tanto asombro causaron, entre ellas la del beato sillón en que se afirma que el mundo está bien hecho. No faltan ni Benjamín Jarnés ni Antonio Espina ni Díez-Canedo. Pero no me admira menos, y me sorprende más, el otro número, de 1966, de los años oscuros del franquismo. Comienza con unos poemas de Salvador Espriu, en catalán por supuesto, titulados “Pais basc”. Eran otros tiempos, entonces los intelectuales de izquierda aún no habían demonizado el nacionalismo.
            Tras los versos de Espriu, unas páginas de Julián Gállego sobre Venecia que enseñan a mirar de otra manera las fachadas barrocas tan denostadas por Ruskin: San Moisé, Santa Maria Zobenigo, el Ospedaletto. Son fachadas menos arquitectónicas que pictóricas y están hechas para ser vistas de cerca, de abajo arriba, tal como propicia el estrecho lugar en que fueron construidas. La Calle Ancha del 22 de Marzo no existía cuando se construyó San Moisé y por eso la vemos deformada.
            La revista trae muchas cosas más (entre ellas las famosas notas sobre lo “Camp”, de Susan Sontag, que tanto juego darían luego a Castellet y los novísimos), pero a mí “La visualidad veneciana”, de Julián Gállego, me ofrece un buen pretexto para regresar a Venecia a la primera ocasión y comprobar su teoría.


Martes, 4 de marzo
DEBATIR POR DEBATIR

––Martín, Martín, deja ya de meterte con Savater, a quien antes admirabas tanto. El que apoye un partido político distinto al tuyo no me parece motivo suficiente para que le descalifiques de esa manera.
            ––No le descalifico por eso, ni tampoco porque avale con su nombre material intelectual averiado, como el famoso libro Las ciudades y los escritores.
            ––Desde que te conozco has actuado igual. ¿Cuánto tardaste en arremeter contra Aleixandre o contra Bousoño o contra Villena? A ti lo que te fastidia de Savater es que desmonte, con muy buenas razones, los argumentos de los nacionalistas.
            ––¿Con muy buenas razones? Eso es que le has leído poco. Vamos a ver lo que dice en el enésimo artículo que dedica a la materia, “Otra asignatura pendiente”, que hoy mismo publica en El País. En el debate actual echa de menos “la elucidación de la cuestión de fondo: en qué consiste la ciudadanía misma”. Y continúa: “Porque desespera ver que en la disputa actual los protagonistas siguen siendo Cataluña, Andalucía, Euskadi y demás territorios, con sus agravios o exigencias, pero nunca los ciudadanos con los derechos y deberes que los configuran como tales. Es la confusión entre pertenencia (prepolítica, acrítica, sentimental e intelectualmente irrefutable) y la participación basada en derechos civiles y leyes, en acuerdos institucionales y en la deliberación de cada cual. O si prefieren entre ‘identidad’ que es una construcción esencialista a base de rasgos culturales o folclóricos, y ‘ciudadanía’, que es la titularidad del ejercicio democrático moderno para la que no cuentan particularismo previos religiosos, raciales o regionales”. Creo que cito lo fundamental de su pensamiento, sin desnaturalizarlo ni caricaturizarlo para rebatirlo más fácilmente.
            ––Citas bien, citas bien. Yo también he leído ese artículo. Y ahora me gustaría saber en qué no estás de acuerdo.
            ––Estoy de acuerdo en todo lo que acabo de citar, y me atrevo a suponer que, no ya Artur Mas u Oriol Junqueras, estarían de acuerdo, sino hasta Arnaldo Otegui. En Cataluña lo que se pretende (y se trata de impedir por todos los medios) es preguntar a los ciudadanos de Cataluña con derecho a voto cual es su opinión sobre un asunto político de especial importancia. Preguntar a los ciudadanos de Cataluña, sean cristianos, musulmanes o judíos, bailen o no la sardana, les guste o no el pan con tomate, hayan nacido en Cataluña, en Andalucía (no olvidemos que un andaluz fue presidente de la Generalitat) o en Mozambique. No es necesario que compartan ninguna construcción ‘esencialista’, basta que estén empadronados en Cataluña y tengan derecho al voto. Savater combate un espantajo que él mismo se ha formado, no el derecho de los ciudadanos de Cataluña a decidir su futuro político. Detrás de sus razonamientos presuntamente racionales hay un dogma nacionalista, esencialista, de la peor especie, un dogma que expresó de la mejor manera José Antonio Primo de Rivera: “España es una unidad de destino en lo universal” y Cataluña ha de formar parte de España porque sí, lo quieran o no los catalanes. Y cómo da igual cuáles sean los deseos de los ciudadanos de Cataluña, ¿para qué preguntárselo? Hacer una consulta es perder tiempo y dinero, aunque el noventa por ciento quisiera formar un Estado propio no se lo íbamos a permitir. Esa es la razón última de Savater, la razón de la fuerza, del porque no nos da la gana y si estás a disgusto pues te jodes. Y su habilidad retórica le sirve de poco, solo engaña con ella a los previamente convencidos.
            ––Hombre, en ese asunto, algo tenemos que decir también los demás españoles.
            ––Mucho tenemos que decir, por supuesto. Pero lo que no podemos es obligar a una región o nacionalidad (sea o no histórica) a ser española contra su voluntad. A eso no se puede obligar ni a los gibraltareños. Para que el Reino Unido salga de la Unión Europea basta que sus ciudadanos así lo quieran, no hace falta que también lo aprueben los alemanes y los griegos y el resto de los europeos. Para formar parte de una asociación hace falta que el resto de los miembros nos acepte; para salir, basta la voluntad propia libremente expresada. 
            –-Tú no tienes en cuenta la ley.
            ––Si hay una ley que impide a los ciudadanos de una comunidad expresar su opinión sobre una cuestión de capital importancia, esa ley debe cambiarse. Pero no hay ninguna ley que impida un referéndum meramente consultivo, no vinculante. No te dejes engañar, amigo Ángel. Ni todos los savateres del mundo pueden hacer que lo blanco sea negro. No hay ninguna ley que impida colocar una terraza frente a un local, pero hace falta el permiso del Ayuntamiento. Lo mismo pasa con las consultas. Basta con que el gobierno central la autorice para que sea perfectamente legal. Pero el gobierno central no está por la labor, su intención es ponerles una mordaza en la boca a los ciudadanos de Cataluña para que no digan lo que piensan. Empeño inútil porque lo que no digan de una manera lo dirán de otra: las elecciones autonómicas no se pueden prohibir, aunque sospecho que a más de uno le gustaría.


Sábado, 8 de marzo
TUVE UN SUEÑO

Soy una persona muy racional, tan racional que, a la hora de tomar cualquier decisión, jamás dejo de tener en cuenta mis sueños. Anoche dormí poco y mal, atormentado por borrosas pesadillas. Antes de despertar, y quizá ya medio despierto, tuve sin embargo un sueño claro y preciso. Navegaba, cerca de la costa, en un velero que se parecía mucho al barco-escuela de un pasado verano, pero que en el sueño, con su gran biblioteca, recordaba al Nautilus de alguna edición decimonónica de La isla misteriosa. En la biblioteca, parte de la tripulación y algunos polizontes bebían, fumaban, jugaban a las cartas. Los pasajeros se habían ido bajando en los diversos puertos. Solo yo, el capitán, seguía a bordo tras el motín. Pensé arrojarme al agua, nadar hasta la orilla y construir un nuevo barco.
            Me desperté de la ensoñación pensando que era hora de dar un golpe de timón a la vieja tertulia que se viene reuniendo todos los viernes desde hace treinta años. Convertirla de nuevo en un lugar de descubrimientos. La próxima semana presenta su último libro de poemas Lorenzo Oliván en el Club de Prensa, el mismo lugar en que en 1988 –hace más de un cuarto de siglo– presentó sus Cuatro trazos, editado precisamente por la tertulia Oliver. ¿Podríamos descubrir hoy a un nuevo Oliván o a un nuevo López-Vega, que tardaría todavía algunos años en llegar? Me temo que no. Entonces publicábamos una revista (primero Cuadernos Óliver, luego Escrito en el agua, finalmente las más longeva Reloj de Arena), habrá que volver a hacerlo. Se me ocurre un título: Los Nuevos. Poemas del grupo de la tertulia y de autores que admiren, solicitados por ellos. La literatura siempre ha avanzado así.
            Después de la mala noche, el amanecer me llena de optimismo. El día parece que va a ser soleado y luminoso. De las dos tertulias de los viernes, la primera, a las siete de la tarde, será solo para gente dispuesta a trabajar. Gente joven, la única capaz de aprender.
            El problema será cómo decir estas cosas a los habituales de los últimos tiempos sin que se sientan como el lastre que hay que soltar para que el barco pueda seguir navegando. Tendré que ser muy discreto y sumamente diplomático. Pero ya se sabe que a discreto y a diplomático no me gana nadie.






lunes, 3 de marzo de 2014

A buen entendedor: Cercanías


Domingo, 23 de febrero
STEVE JOBS Y YO

¿Cómo voy a saber lo que busco si todavía no lo he encontrado? La frase se la escuché a un niño, pero podría ser de Unamuno. O de Steve Jobs. Leo el pequeño volumen en que Walter Isaacson resume las razones de su liderazgo.  “La gente no sabe lo que quiere hasta que no se lo enseñas”, afirmaba. Otra frase suya que a mí me gusta mucho: “Nuestra tarea es leer cosas que todavía no están en la página”.
            Coincido con casi todas las ideas de Steve Jobs. Coincido en que decidir lo que no hay que hacer es tan importante como decidir lo que hay que hacer. Coincido en que todo lo que no es imprescindible estorba. Coincido en hacer lo que creo que tengo que hacer aunque nadie sea capaz de apreciarlo. Coincido en que nadie es lo suficientemente sensato sin un punto de insensatez.
            Me asombra comprobar tantas coincidencias. En realidad, entre Steve Jobs y yo, si prescindimos de su genialidad, apenas hay diferencias.


Lunes, 24 de febrero
UN LIBRO EN BLANCO

Cruzo la calle Antonio Machado y sigo por Leopoldo Lugones hasta el colegio público de La Ería. Me da la impresión de que estoy recorriendo a la vez un capítulo de la historia de la literatura y otro de mi propia vida. Desde el fondo del aula, escucho al alumno de Magisterio en prácticas que les habla a los alumnos de Egipto mientras les proyecta imágenes del país. Los niños y niñas –de unos diez años– escuchan absortos y de vez en cuando hacen alguna ingenua exclamación o preguntan algo. Y yo recuerdo aquel curso en que tuve que dar clase a cuarenta niños –entonces eran solo niños– de seis o siete años en el colegio de Ventanielles. No eran tan dóciles como estos. Cuando ya no había manera de mantener el orden mínimo –y especialmente los viernes por la tarde, cansados de toda la semana, resultaba imposible–, recurría a un sistema que siempre me dio resultado: contar un cuento. Los cuentos los leía de un gran libro que tenía bien a la vista sobre mi mesa. Al final, me bastaba hacer el ademán de coger el libro para que se hiciera el silencio en clase. Un silencio expectante. Porque aquel era un libro mágico. Lleno de historias inagotablemente seductoras y de ilustraciones maravillosas. Pero no todos las podían ver. En realidad era un volumen de hojas en blanco que había preparado yo mismo cuando asistí a un taller de encuadernación. Yo lo abría por cualquier parte y sentía que todos aquellos ojos muy abiertos y fijos en mí. No podía fallar como narrador o los angelitos se convertirían otra vez en inquietos diablos. “Érase una vez…” Me gustaba empezar siempre con la fórmula consabida. Y a continuación venía la acostumbrada sucesión de enredos y maravillas. Si la atención parecía decaer, una trampilla se habría en el suelo de la habitación del pequeño héroe o un tiranosaurio asomaba la cabeza por la ventanilla del coche y la clase se unía en un unánime grito de asombro. Al final del curso el libro mágico que yo había inventado se volvió verdaderamente mágico. Los niños me pedían a menudo que se lo enseñara y se asombraban de que aquellas páginas en blanco pudieran contener tantas historias. Pero de pronto uno de ellos me señaló el dragón que aparecía en una de las páginas y comenzó a describirme sus siete cabezas que arrojaban fuego. Y otra tarde el más listo, el que mejor leía, me pidió que le dejara el libro y comenzó a leer una historia, la misma que yo había contado la semana pasada. “Me tomas el pelo”, le dije. “Estás haciendo como que lees”. “No, maestro, ya sé leer sin equivocarme. A mi padre le leo el periódico”. Y luego otros niños se ofrecieron a leer ellos. Y las historias que encontraban en aquel volumen en blanco elegantemente encuadernado ya no eran variaciones de las que habían escuchado otras tardes. Quizá el libro era verdaderamente mágico y el único que no podía ver lo que en él estaba impreso era yo.
            En el colegio de la Ería, he vuelto a revivir la sensación de aquellas tardes, que hacía tiempo había olvidado. Como a Sherezade, a mí también me salvó una vez el arte de contar historias. Un arte que he perdido, como tantas otras cosas.


Martes, 25 de febrero
EL ARTE DE QUEDARSE SOLO

En el reverso de una hoja de calendario que aparece en un libro de segunda mano (Días ejemplares de América, de Walt Whitman), encuentro esta frase de Ramón y Cajal: “Considero la afición a la soledad, tan común en los viejos, como el fruto amargo del conocimiento de los hombres. Al final de una larga travesía por mar se ansía, más aún que pisar tierra, perder de vista a los harto conocidos compañeros de viaje”.
            No estoy yo muy de acuerdo. Los viejos no tienen ninguna afición a la soledad. Todo lo contrario. Por eso se ponen a charlar con cualquiera, conocido o desconocido, al menor pretexto. Se queda solo quien ya no es útil para nadie, quien ya no sirve para nada.  Pero resulta menos deprimente, para los viejos y para los jóvenes, pensar como Ramón y Cajal, pensar que si están solos es por su gusto, no porque no encontremos ni un momento libre para ir a hacerles un rato de compañía.


Miércoles, 26 de febrero
ANTES DE FREUD

El Walt Whitman de Días ejemplares de América, apuntes y anotaciones que muchas veces parecen escritos a vuela pluma, con descuidada espontaneidad, no es el memorable poeta de la democracia, pero está lleno de encanto. Habla de sus lugares favoritos de Nueva York, que en más de un caso son también los míos. Union Square, por ejemplo, y el tramo de la calle Catorce entre Broadway y la Quinta: “Todo ese espacio es amplio y libre, inundado por el oro líquido del poderoso sol de las horas últimas. A las cinco de la tarde la zona se llena de mujeres hermosas, abundantes jóvenes y niños con sus ayas”. Para mí esa zona la delimitan dos librerías: Barnes & Noble al norte y Strand al sur. En el laberinto de la segunda se encuentran más tesoros, pero en la cafetería de la primera, con hermosas vistas a la plaza, puede uno pasar la tarde leyendo o charlando sin prisas.
            A Walt Whitman le gustaba ir a los muelles: “La partida de los grandes vapores, al medio día y por las tardes. No existe mejor medicina cuando se está deprimido o con ánimo melancólico”. También pasear, a pie o a caballo, por Central Park. Allí se ha hecho muy amigo de un joven policía; “bien plantado y de tez curtida”, precisa. El lector actual sonríe ante la ingenuidad y el candor con que Whitman manifiesta su particular imagen del paraíso: “De nuevo a bordo del Minnesota. El teniente Murphy vino amablemente en mi busca con su bote. Me gustan estos breves viajes en barco –los marinos bronceados, fuertes, de miradas tan brillantes e inteligentes, moviendo los remos con largas brazadas mientras me conducen a través de las aguas. Veo a los marineros, en grupo, aprendiendo el manejo de armas cortas. A las doce todos estamos reunidos para el almuerzo alrededor de una gran mesa en el salón de guardia; una alegre, concurrida y cordial reunión; mucho para comer y de lo mejor; me relaciono con los nuevos oficiales, charlo con algunos de los muchachos”.
            Todavía Freud no se había dedicado a rebuscar en el sótano de esa alegre camaradería viril.


Jueves, 27 de febrero
 REGALOS

Soy de esas personas que se pasan la vida quejándose, pero sospecho que no soy de las que tienen más motivo para ello. Con los recortes, se contratan menos profesores y cada vez es más el trabajo, y peor el horario, de los que quedamos. Este año, además de las clases habituales, tengo que visitar a algunos alumnos que hacen sus prácticas de Magisterio en diversos colegios de Asturias. Comodón y rutinario, lo tomo como engorro. Me doy cuenta ahora de que, en realidad, se trata de un regalo.
            Esta mañana estuve en el colegio público de Muros del Nalón. Cuando llegué, estaba a punto de terminar el recreo y desde las calles próximas se oía esa discorde algarabía infantil que es una de las bandas sonoras de la felicidad. Al entrar en el patio, vi que no todos los niños daban patadas al balón. En una esquina, había uno leyendo absorto y, junto a la puerta de entrada, otro, de unos seis años, sentado en el suelo, tocaba la flauta mientras seguía atentamente la partitura desplegada sobre sus piernas cruzadas. Parecía uno de esos ángeles músicos que hay en el pórtico de las catedrales. El alumno al que vengo a calificar da clase de lengua. Pide a los niños que lean un texto en voz alta. Lo hacen con una dicción tan perfecta que no puedo por menos de comentarlo con la maestra. “Es que todos los días leemos algún poema. El otro día leíamos un poema de Berta Piñán y como antes habíamos hablado de la historia de Dafne que se convertía en laurel les gustó mucho encontrársela en el segundo verso”. Y yo siento envidia de estos niños y niñas que a los diez años ya leen en clase a los mejores poetas y conocen y reconocen a los héroes de la mitología.
            Los periódicos no traen más que malas noticias, pero el mundo se sostiene porque está lleno de gente que hace con amor su trabajo, de héroes anónimos que no son noticia.
            La visita al colegio no es el único regalo de este día. Hay también un plácido café en la plaza de Muros del Nalón, con su campanario de piedra, el ayuntamiento decimonónico (1876 es la fecha que se lee en la fachada), el busto bigotudo del prócer y su tranquilidad de otro tiempo. Y las casas llenas de misterio y grandes jardines, muy cuidadas o desvencijadas, cada una susurrando un secreto. Y está el mirador del Espíritu Santo con su mínima ermita blanca que a mí, no sé por qué, me trajo el recuerdo de las islas griegas; el azul del mar era el mismo, pero no el verdor de la tierra. Y el otro mirador, el de la Atalaya, donde han colocado unos muy ripiosos versos de Alfonso Camín: “Yo nací en una cumbre cerca del cielo / donde ruge el valiente mar de Cantabria, / donde van a galope de las galernas / con la cruz de Pelayo vientos de España…”


            Desde lo alto había visto la barra de San Esteban que marca la desembocadura del Nalón; luego paseé por primera vez por la orilla del puerto, con sus viejas grúas y las vías del ferrocarril carbonero que allí termina. Parecía un pueblo desierto, un escenario fantasma por el que solo el tibio sol de la mañana paseaba sus melancolías.
            Aún tuve tiempo, antes de regresar a casa para comer a su hora, para descubrir la villa de Pravia, en la que nunca había estado. Uno suele desdeñar, o postergar, lo que tiene demasiado cerca. Nos pasa con los lugares y con las personas. Pero como yo soy optimista –hoy por lo menos– eso también tiene sus ventajas. ¿Cómo si no podría hacer tantos descubrimientos en una sola mañana?


Viernes, 28 de febrero
JUGAR LIMPIO

Interviene, desde Sevilla, mi amigo Abelardo Linares en la tertulia de los viernes. Es curioso cómo cambian las cosas. Anda ahora polemizando, en su blog y en el mío, con un poeta barcelonés y yo soy quién le aconseja que no siga, que mire para otro lado, que ciertos debates ensucian (como citar, en una reseña displicente, el pasaje villeniano de El invitado amargo, amigo García Pérez). Tengo fama de polemista, de agresivo, de malintencionado. Y quizá bien ganada. Pero me gusta jugar limpio, o lo que yo entiendo por tal. Arremeter contra el poetastro o el infautado personaje, pero dejar a salvo la persona. Reírme de las declaraciones de quien dice que está contra el realismo en poesía porque “el realismo es el lenguaje del poder” mientras le abraza el presidente del gobierno y le besa el ministro de cultura. Pero solo de las declaraciones, no del valetudinario y entrañable anciano. Claro que para muchos las heridas en la vanidad son siempre ataques personales, y los más dolorosos. Creo que no es mi caso, aunque yo soy tan vanidoso como cualquiera. Le recuerdo a Abelardo que, en una revista que él dirigía, un crítico de cuyo nombre no quiero acordarme (pero me acuerdo perfectamente) escribió: “Las opiniones sobre la poesía de García Martín están divididas: unos opinan que es un mal poeta; otros, que no es un poeta”. A mí me hizo mucha gracia esa observación, y la repito con frecuencia (lo que no estoy tan seguro es de habérsela perdonado al autor).