domingo, 30 de mayo de 2010

Línea roja: Su rutina de amor, de ocio y de muerte

Sábado, 22 de mayo
VIA TRAGARA

Me he traído conmigo a Avilés los cuentos completos de Julio Ramón Ribeyro, más de mil páginas de conmovedora felicidad. “El cuento debe contar una historia, se ha hecho para que el lector a su vez pueda contarlo”, dice el primer mandamiento de su decálogo. Y el segundo: “La historia puede ser real o inventada. Si es real debe parecer inventada; si es inventada, real”.


Muchos de estos relatos ya los conocía, pero los releo con idéntica fascinación. Me sorprende un título: “Nuit caprense cirius illuminata”. ¿Noche de Capri iluminada de cirios? Desde el comienzo siento un sobresalto: “Como de costumbre llegué a Capri a mediados de septiembre, a la casita que tenía alquilada desde hacía años en la via Tragara”. Cierro los ojos y vuelvo a caminar por esa calle, una de las más hermosas de la isla, que termina en el mirador sobre los Farallones, las imponentes rocas que alguna vez dieron cobijo a las sirenas. El cuento lo continúo yo a mi manera. Estaba sentado en uno de los cafés de la Piazzeta, entreteniéndome con el ir y venir de la gente. Y de pronto, sin pensarlo, ante una figura esbelta que pasó muy cerca de mi mesa, grité un nombre que no había venido a mi memoria ni una sola vez en muchos años. Nos conocimos allá por 1970, cuando ambos estudiábamos Filosofía y Letras en el convento de San Vicente, frente a la estatua de Feijoo. Me enamoré desde el mismo instante en que por primera vez tropecé con sus ojos, pero yo era muy tímido entonces y nunca dije nada. Solo fuimos amigos, no muy íntimos, conocidos más bien, que se intercambiaban apuntes. Coincidimos en los dos cursos de comunes, luego cada uno se fue por su lado. En mis sueños siguió apareciendo durante una eternidad, pero luego se borró, como se borra todo. Y aquel día, de pronto, en la Piazzetta… Me arrepentí de inmediato de mi grito. Y ya comenzaba a balbucear unas disculpas cuando una familiar sonrisa iluminó el mundo: “Martín, ¿pero eres tú? ¡Quién me lo iba a decir después de tanto tiempo?”.
Prefiero no recordar, prefiero seguir leyendo. ¿Pero cómo no recordar? También en el cuento de Ribeyro el protagonista se encuentra con un antiguo amor en la Piazzetta y lo lleva a su casa en la via Tragara. Cómo reconozco esa casa, con el patio a la entrada perfumado por un jazminero y la terraza atrás, sobre el mar, y la palmera y las macetas con geranios. Tenía prisa en aquel momento, pero a la tarde podíamos vernos. “A las cinco —dijo—, apunta bien el número, es el 115 de via Tragara, poco después del arco de ladrillo”. Éramos de misma edad, quizá yo un año o dos mayor, así que debía de andar por los cincuenta, pero no aparentaba más que treinta. Comí algo e hice tiempo deambulando por las calles de la isla, incluso bajé hasta Marina Grande para enterarme de a qué hora partía el último barco para Nápoles, que era donde estaba mi hotel. A las cinco en punto llamé al timbre. Volví a llamar. Nadie contestó. La casa parecía vacía. O yo no había entendido bien o todo había sido una broma cruel. Me alejaba, cabizbajo, cuando oí mi nombre. Del otro extremo de la calle, por donde estaban las escaleras que bajaban hasta la playa pedregosa de los Farallones, volvía con una pequeña bolsa de deportes en la mano. “Perdona que me retrase; he estado nadando un poco”. Yo también me retrasé luego gozosamente y perdí el último barco. A última hora de la tarde el tiempo cambió. Apareció una nubecilla gris tras el monte Solaro, y luego otra; comenzó a soplar el viento, todo se llenó de nubes negras, de pronto un súbito resplandor y a continuación el primer trueno. Fascinados por el espectáculo no pudimos evitar que nos empapara el chaparrón, preludio de una aterradora tormenta que acabó dejándonos sin luz. A pesar de ello aquella fue una de esas noches —ahora todo parece un sueño— que justifican una vida. Me desperté solo, desnudo, desarropado y frío. Al principio no sabía dónde me encontraba. La casa estaba vacía. Esperé algún tiempo. No aparecía nadie. Me duché, me vestí, dejé una nota con mi gratitud y mi dirección y teléfono, y volví a Nápoles y luego a Oviedo sin volver a tener noticias suyas. Las cartas que escribí al número 115 de la via Tragara me fueron devueltas: destinatario desconocido.


La historia que cuenta Ribeyro es otra, pero es la misma. En su caso el cincuentón que cree revivir un frustrado amor juvenil es quien reside en Capri y es una mujer quien le visita una noche de tormenta iluminada por las velas y quien de pronto desaparece en la mañana dejando como única señal de que no ha sido un sueño su pequeña boina verde olvidada bajo el sofá.


Desde el hotel, en Nápoles, veía la silueta de la isla sobre los tejados del Palacio Real. Recuerdo bien mi angustia de entonces, que creí que no podría soportar, y unos versos que no se me iban de la memoria: “¿A qué volviste si volvía contigo / el aroma de días que no han de volver?”. Pero han pasado diez años, y ya nada de aquello hiere. Ni siquiera sé si ocurrió o fue solo un solo una de esas vívidas fantasías que uno acaba confundiendo en el recuerdo con la vida verdadera, quizá porque son más verdaderas que la vida.


Domingo, 23 de mayo
UNA FÁBULA

Después de morir, cuenta Dino Buzzati, un hombre ni mejor ni peor que otros llegó a un lugar muy semejante a su ciudad, con caras que le recordaban a las que veía todos los días. Un desconocido se le acercó con amabilidad sonriente: “Aquí nada te costará trabajo, no estarás cansado nunca, no tendrás sed, nunca te dolerá el corazón al ser abandonado por una mujer, nunca tendrás que esperar, revolviéndote en la cama, la luz del alba como una liberación. Aquí no tenemos nostalgias ni remordimientos; nada nos da miedo, no sentimos el temor de la muerte. Ya puede el tiempo ir pasando; hoy es igual que ayer, mañana igual que hoy. Nada malo podrá jamás sucedernos. ¡La muerte! ¿Recuerdas cómo la odiábamos? ¡Cómo nos amargaba la vida! Aquí todo es diferente; aquí, por fin, somos libres. Qué satisfacción, ¿verdad? ¡Qué continua fiesta! Nueva gente llega cada día, ¿sabes?, y como tú encuentran aquí todo lo que alguna vez soñaron. Y no tienen enfermedades, ni amor, ni ansias, ni miedo, ni remordimientos, ni deseos, ni nada”. La sonrisa había ido desapareciendo de la cara del desconocido: “Al principio creerás, como todos, que has llegado al paraíso. No tardarás en darte cuenta de que estás en el infierno”.


Lunes, 24 de mayo
CARNAL COMPANIE


Rara es la vez que entro en una librería y no salgo de ella con un nuevo deslumbramiento entre las manos. Esta vez se trata de las Cartas y poesías mediterráneas, de Lord Byron, en edición de Agustín Coletes Blanco. Voy a confesar un secreto: nada me habría gustado más que ser Byron, exactamente lo contrario de lo que soy. A los veintiún años emprendió un viaje por el Mediterráneo que duró dos años y doce días (yo no soporto estar fuera de casa más de una semana). Las mujeres lo encontraban irresistible, y muchos hombres también. Alí Pachá, el sanguinario tirano de Albania, quedó fascinado por sus orejas pequeñas, su pelo rizado y sus manos blancas. Le regaló un caballo, le puso una escolta de cincuenta jinetes y le invitó a visitarle a cualquier hora, “especialmente de noche, cuando podían estar más a su aire”. Agustín Coletes, erudito minucioso y ejemplar que rara vez se permite algún alarde imaginativo, llega a insinuar que el joven Lord estaban siendo utilizado por las autoridades de su país: le enviaron a Alí Pachá como un obsequio sexual de lujo porque necesitaban su alianza para hacerse con las Islas Jónicas, aún en manos francesas.
Siguiendo las huellas de Byron una vez dormí en Atenas frente al monumento a Lisícrates, más o menos en el mismo lugar donde él residió largos meses en un convento de Capuchinos, “con el Himeto delante, la Acrópolis detrás, el templo de Júpiter a mi derecha, el Estadio enfrente, la ciudad a la izquierda”. Una inglesa con ojos de cordero, que me miraba mucho en el comedor, me deslizó bajo la puerta un papelito en que había copiado dos versos del Childe Harold: “Few earthly things found favour in his sight / save concubines and carnal companie”. Fue la única vez en que alguien me confundió con Byron; lástima que ella no fuera precisamente la “carnal companie” que a mí me interesaba.



Miércoles, 26 de mayo
ASOMBRO Y MARAVILLA

Dos pequeños problemas a la hora de asomarnos al Teatro alla Scala desde el centro comercial de mi barrio: el primero, que hace diez minutos que se ha perdido la señal; el segundo, que por error programaron la ópera a las ocho y media, y no a las ocho, y está ocupada la sala con una película. El encargado de los cines Yelmo tiene que hacer frente a un pequeño motín wagneriano (nada que ver, sin embargo, con los que a finales del siglo XIX enfrentaban a los aficionados: aquí la sangre no llega al Rhin ni a ningún otro río). Aparte de sus disculpas, nos ofrece una entrada gratis para cualquier película cualquier día de la semana. Pero no falta quien grite: “A mí no me interesa el cine”. Hay gente para todo.
Yo pienso en lo útiles que resultan estos imprevistos. Nos acostumbramos demasiado pronto al milagro. Solo cuando algo falla nos damos cuenta de la de cosas que tienen que salir bien para que cualquier cosa salga bien. Y en lo rápido que trivializamos lo que nunca debería dejar de ser asombro y maravilla.
Luego resulta que la señal se recupera exactamente en el momento en que Daniel Barenboim entra en la sala a oscuras. Y durante dos horas y media permanecemos en nuestros asientos, atentos a una fábula a la que el prodigio de la música libra de su ingenua pesadez moralizante.
“Tú, como Alberich –me dice una amiga—, serías capaz de renunciar al amor para ser dueño del mundo”. “Sería capaz, pero me temo que nunca me voy a encontrar con tal dilema”, respondo sonriente e inmensamente agradecido a ese mundo del que nunca seré dueño.



Jueves, 27 de mayo
EL ORO DE LOS TIGRES

Yo soy de los que nunca se acostumbran al milagro, aunque apenas recuerde un día de mi vida en que no haya ocurrido alguno. Ayer fueron dos, descontado el milagro mayor de estar vivo: el oro del Rhin, que hace desdichado dueño del mundo a quien renuncia al amor, y un tigre (el circo Holiday alza estos días su carpa frente a Los Prados) que se ha paseado augusto y lento delante de mí y luego ha alzado un momento la cabeza y se me ha quedado mirando tras las rejas mientras yo pensaba en Borges y en Víctor Botas y en Shere Khan y recordaba unos versos que hablan de “la aciaga joya / que, bajo el sol o la diversa luna, / va cumpliendo en Sumatra o en Bengala / su rutina de amor, de ocio y de muerte”. Exactamente como yo, como tú, como todos.

domingo, 23 de mayo de 2010

Línea roja: Algunas cosas que nunca diría

Viernes, 14 de mayo
MIENTRAS ESPERO

“Los sauces de la puerta del Este / tienen hojas profundas de sombra”. Hacía un rato que esos dos versos venían dándome vueltas en la cabeza y, para librarme de ellos, mientras espero que lleguen los contertulios, los he apuntado en el cuaderno. Es posible que sean el comienzo de un poema, pero no pienso continuarlo. Uno pasa por distintas etapas y en la mía de ahora hay cierto rechazo de la poesía, la repugnancia del que ha comido demasiada miel. Durante bastante tiempo, más de veinte años, quizá treinta, me he dedicado tercamente a la crítica poética y he leído demasiados libros de versos, ni siquiera malos (que suelen ser divertidos), solo mediocres, prescindibles. Y me parece que yo mismo he contribuido algo a esa abundancia de versos, que si no son absolutamente necesarios, sobran.
Taché con fuerza los dos versos y pensé en el asombro del joven que fui ante aquel rechazo mío a seguir escribiendo.
Como he ido perdiendo el pelo he ido perdiendo el entusiasmo poético. Pero no he perdido otros entusiasmos. Todavía me gusta arremeter contra este y aquel y llamar al pan pan y al memo memo.
Antes era joven e insoportable; ahora ya no soy joven, pero sigo siendo insoportable. No todo está perdido.
Si no soy capaz de escribir un poema, pero me sigue gustando jugar a que lo escribo. Abro el cuaderno, achino los ojos, vuelvo a copiar las líneas tachadas (“Los sauces de la puerta del Este / tienen hojas profundas de sombra”) y continúo: “Ni puedo ir hacia ti / ni tú puedes llegar hasta mi lecho. / Cuando duerma soñaré contigo, / te tendré desnuda entre mis brazos, / mezclaré tu saliva con la mía / y el nuevo día nos mirará envidioso. / Pero no viene el sueño / que te trae consigo. / Por la ventana abierta / entra la noche entera / y agitan los sauces / en la puerta del Este / el cuchillo de sombra de sus hojas”.
Ya no soy joven, ciertamente. He perdido el entusiasmo poético. Pero sigo siendo un niño capaz de entretenerse con cualquier cosa. No todo está perdido.



Sábado, 15 de mayo
SINCERIDAD

“Un poco de sinceridad es peligroso y mucha sinceridad es decididamente desastroso”. Como siempre Oscar Wilde tenía razón y yo lo compruebo todos los días. La mayor parte de la gente que no me soporta, no me soporta precisamente por eso. A la única persona a la que no le digo siempre la verdad, a la que me gusta mentirle un poquito es a mí mismo.


Domingo, 16 de mayo
SIGO SIENDO

Entro a ver el Robin Hood de Ridley Scott sin demasiado entusiasmo: los críticos (salvo mi amigo José Havel) se han limitado a perdonarle la vida. Pero pronto encuentro en esta historia de reyes tarambanas, bravas damas, hombres bravucones y clérigos goliardos un fascinante aliento shakesperiano. Leonor de Aquitania abofetea públicamente a su hijo Juan sin Tierra y él, acariciando el rostro dolorido, les dice a los cortesanos: “Más desgarré yo su piel que ella la mía”.
Tengo todas las edades que tuve. Sigo siendo el adolescente que, en la sala a oscuras, se olvida de la red de triviales miserias que conforman su vida, cualquier vida.


Lunes, 17 de mayo
SIEMPRE

Oído en el autobús a una joven rubia, quizá no tan joven, que habla por el móvil: “Te querré siempre, ya lo sabes, pero no me pidas que te quiera todos los días”.



Martes, 18 de mayo
EN EL MUSEO

El Museo de Bellas Artes de Asturias cumple treinta años y los celebra con un recital poético. Me invitan a leer mis versos, pero nada me apetece menos, y prefiero jugar a maestro de ceremonias, ordenar a los poetas, ir dándoles la palabra, escuchar sus rotundas o neblinosas sinrazones. Compruebo, divertido, que los años van sacando a luz mi verdadera vocación. Nada de ser marino, ni jardinero, ni mucho menos socrático mentor. Nada de vida contemplativa en el silencio de una biblioteca. A mí lo que de verdad me gusta es mandar.
Como a Stendhal nada me habría gustado más que ser mariscal de campo en el ejército de Napoleón. Y si me hubieran dado a escoger entre ser García Márquez o Fidel Castro, habría escogido sin duda (aunque nunca lo confesaré públicamente) ser Fidel Castro. Claro que, entre ser Neruda o Stalin, me habría resignado a ser Neruda.
Otra vocación frustrada mía esta del mando, porque, salvo cuando juego a ello, como hoy en el Museo, la única persona sobre la que tengo o he tenido algún poder soy yo mismo. Y si nada me gusta más que mandar, nada me gusta menos que obedecer.


Miércoles, 19 de mayo
MESA REDONDA

“En actos como este deberían pagar al público, no a los participantes”, me dice, a la salida, uno de los asistentes al coloquio sobre revistas literarias. Y tiene toda la razón. Yo buscaba desesperadamente algo que leer, pero había cometido la imprudencia de no llevar ningún libro y en la bolsa que nos regalaron solo había unos escuálidos folletos turísticos sobre Gijón.


“Pero ¿tú lees en las conferencias?”, se extraña una amiga. “Pues, claro. Y no solo cuando estoy entre el público. También, a veces, cuando estoy en la mesa, aunque en ese caso prefiero sacar un cuaderno y fingir que tomo notas. ¡La de haikus que habré escrito después de presentar a alguien!”. “¿Y qué te parecería si a ti te hicieran lo mismo?”. “Pues pensaría que he fracasado en mi empeño por atraer la atención de los oyentes. Un mal conferenciante es como un mal amante: no piensa en el otro. El que habla debe mirar al público a los ojos y dejar de hablar cuando su atención desaparece. Un conferenciante debe practicar con público infantil, y cuanto más pequeños sean los niños mejor, que los mayores ya están maleados por la escuela. Son los únicos que no te escuchan por obligación o cortesía”.
Esta tediosa tarde gijonesa, agotados todos los folletos turísticos, me entretuve borroneando prescindibles haikus:

Junto a la lumbre / un niño llora a Héctor, / escucha a Homero.

Duermes conmigo / y mientras duermo / sueño contigo.

Ya no soporto / ningún espejo, / viejo Narciso.

En el desván / corren las ratas, / y en el poema.

El mar y el cielo / algo susurran / que yo no entiendo.

Las velas blancas, / el cielo azul, / el viento y yo.

Ya no te quiero, / pero la herida / sigue sangrando.

Tras la ventana / el mar airado / y yo contigo.

Entre la arena / encontré un pendiente / y una sonrisa.

Sola en su cama, / Safo invita a la luna, / alta en el cielo.

Cuánta impaciencia. / Tiempo, descansa un poco, / no des más vueltas.



Jueves, 20 de mayo
CUÍDATE

Como con Fernando Iwasaki, que ayer participó conmigo en el coloquio gijonés, y que hoy ha venido a un Oviedo luminoso y espléndido a rememorar viejos tiempos. Hablamos de nuestro común amigo Abelardo Linares y de la revista Renacimiento, que Iwasaki dirige y que acaba de publicar su último número. “Hemos querido recuperar a los primeros colaboradores. Brines inició el primer número y también este último con un poema inédito”. “No a todos, yo publiqué un poema y tres o cuatro reseñas en aquel primer número, de 1988 me parece, y nadie me ha llamado”. “De los poetas se encargó Marie-Christine, yo no he tenido nada que ver. No sé qué le habrías hecho, pero recuerdo que yo a veces proponía invitarte a colaborar de nuevo y Abelardo decía, a García Martín no, a García Martín no, que entonces Marie-Christine me echa de casa. Por cierto, no sé qué le parecerá a Andrés Trapiello la reseña que publicas hoy de Las armas y las letras, pero yo creo que, aunque es un poco dura, se nota que le admiras mucho”. “Pues no sé si él lo habrá notado, porque se la estaba esperando y es de los impacientes. Cuando reseño alguno de sus libros, cosa que hago con cierta frecuencia, suele comprar el periódico a primera hora y darme de inmediato sus indignadas gracias. Es raro que no haya dicho nada. Me temo lo peor”.


Paso todo el día preocupado, pero por la noche me llega su irónica respuesta: “Querido José Luis, Google es implacable y llega hasta Las Viñas al atardecer, como los rebaños. Te agradezco de veras la molestia, consciente y aliviado al imaginar lo que podrías haber dicho de no haberlo creído un libro fundamental e imprescindible, aunque no le quede claro ni a mí ni a nadie por qué le consideras un libro fundamental e imprescindible (y casi prefiero que no me lo cuentes, estamos descansando). Cuídate”.


Viernes, 21 de mayo
UNOS VERSOS

Qué curiosa es la memoria. El martes pasado, en el Museo de Bellas Artes, se leyeron muchos hermosos poemas, bien conocidos por mí la mayoría de ellos, pero yo solo recuerdo uno que entonces oí por primera vez. Se titula “Augua mansa” y está dedicado al abuelo del autor, muerto en 1936, a los 33 años: “Dayundes, / na veira d’úa parede, / como cai el augua mansa, / el tou corpo novo féxose terra dulce / debaxo das aguyas dos pinos / y dos fusiles”.
“Agua mansa para los ojos rotos por las lágrimas, / agua mansa para los días que restan” termina pidiendo el poema de Xosé Miguel Suárez, escrito en una lengua astur que no le sonaría extraña ni a Rosalía ni a Pessoa.
Agua mansa. Eso quisiera yo que fueran los días que me restan. Y que tú (a quien nunca nombro) me quisieras siempre, aunque tantos días no me soportes.

domingo, 16 de mayo de 2010

Línea roja: El arte de quedarse solo

Sábado, 8 de mayo
NUEVA YORK Y LOS CABALLOS

Es un hecho que a la gente le gusta quejarse, sobre todo acerca de lo terrible que es el mundo moderno en comparación con el pasado. Casi siempre están equivocados. En casi todos los terrenos que se nos ocurran —guerras, delincuencia, ingresos, educación, transportes, seguridad en el trabajo, sanidad—, el siglo XXI es mucho más acogedor para el ser humano que ninguna época anterior.
Lo he repetido muchas veces, y me alegra encontrar esa idea en un libro de título poco afortunado, Superfreakonomics, y de estridente subtítulo: “Enfriamiento global, prostitutas patrióticas y por qué los terroristas suicidas deberían contratar un seguro de vida”. Con humor, datos e inteligencia arremete contra presuntas obviedades. Ese es el único deporte que a mí me gusta practicar.
Un ejemplo de que no estamos peor que estábamos: el tráfico. ¿Eran más seguras y confortables las ciudades antes de que se inventara el automóvil? Qué elegantes nos parecen, en las películas, los carruajes tirados por caballos. A comienzos del siglo XX había en Nueva York un caballo por cada diecisiete habitantes. Eran frecuentes los atascos de carros en las calles. Y cuando un caballo desfallecía se le solía rematar allí donde cayera. Los caballos muertos a veces se descomponían en plena calle antes de que se los llevaran. Y era muy fácil ser atropellado por un carro o un caballo, sobre todo los días de lluvia y en las horas de mayor afluencia. En 1900 los accidentes de caballos le costaron la vida a uno de cada diecisiete mil neoyorquinos, en el 2007 los accidentes de automóvil a uno de cada treinta mil. O sea que a comienzos del XX había casi el doble de posibilidades de morir en accidente de tráfico que hoy. Y luego estaba el problema del estiércol. Un caballo solía producir una media de diez kilos de excrementos al día. Con doscientos mil caballos eso daba una media de dos mil toneladas diarias. ¿Qué se hacía con ellas? En ciertos lugares, el estiércol se amontonaba hasta alturas de casi veinte metros y flanqueaba las calles principales como la nieve cuando se apila a un lado. En verano, el hedor era insoportable. Cuando llovía, un torrente espeso de porquería inundaba las calles y se metía en los sótanos de las casas. En los barrios residenciales de Nueva York abundan las casas en que una elegante escalinata asciende desde la calle hasta la entrada del edificio: su función no era otra que evitar los montones de estiércol. Y luego estaban las infinitas moscas, los ejércitos de ratas y el metano que emitía el estiércol, un potente gas de efecto invernadero. En 1900 se había llegado a un punto en que las grandes ciudades no podían sobrevivir con el caballo, pero tampoco sin él. Entonces se inventó el automóvil y el problema desapareció.



Domingo, 9 de mayo
QUIERO SER JARDINERO

“¡Parece que lo tienes programado!”, me dice mi quiosquero favorito. “Te quejas hoy en tu diario de que nadie se mete contigo, de que nadie te da importancia y hoy mismo me encuentro con que arremeten contra ti en ese semanario en el que colabora Almuzara, que se pasa un poco con sus elogios de la música barroca. Después del barroco, aunque él no lo crea, también hay música, no todo es Verdi. Apenas entendí qué te reprochaba el articulista, pero creo que algo así como te dedicas a manipular el premio Alarcos y a dárselo a los de tu tertulia, todos feos y gordos, y que del Principado te llamaron para decirte que como siguieras premiando a gente fea y gorda os retiraban el dinero. También me parece que decía que ya eras muy viejo para andar por ahí de jurado, que deberías dedicarte a la jardinería, y dejar esa labor para escritores a Francisco Brines y otros escritores jóvenes”.


Como no hay tema que me interese más que yo mismo (en eso me parece que soy como todo el mundo), compro de inmediato Oviedo Diario. Reírme me río bastante, pero mi vanidad no queda del todo satisfecha. Qué poco importante debe de ser uno cuando los dos únicos enemigos públicos que tiene son mi antiguo amigo Juan Manuel Pendás Benito (articulista de El Revistín, decano de la prensa gratuita avilesina), y un descacharrado grafómano que gusta de elogiar la vida loca, maltratar la sintaxis y citar a la diabla (“Como dijo Voltaire, pienso luego existo” afirma en un reciente artículo). Pero yo soy hombre de buen conformar. Si no tengo mejores detractores, será que no los merezco. Y acepto su sugerencia para mi jubilación, que ya está ahí a la vuelta de la esquina, dentro de apenas diez años: comenzaré a ahorrar (nunca lo he hecho), me compraré una casa con un pequeño terreno y me dedicaré, como mi amigo Xuan Bello y los pocos sabios que en el mundo han sido, a cultivar sabrosas hortalizas y primorosas rosas.



Lunes, 10 de mayo
ELOGIO DE LA POLÍTICA

Cuántos candidatos hay para arreglar el mundo. Trato de leer a Nietzsche, uno de mis interlocutores favoritos, en el café de costumbre, y desde las mesas de alrededor me llegan chillonas recetas para acabar de una vez por todas con los emigrantes, con el paro, con el gobierno, con Garzón (o con Gijón, no he entendido bien). El Oviedo de siempre sigue siendo el Oviedo de siempre. Luego llega mi marxista favorita (una de las pocas que quedan) y me divierte con dogmáticas recetas de probada ineficacia. Debo de ser la única persona que no tiene soluciones para los problemas del mundo contemporáneo. Pequeños parches, sí. ¡Y lo que me cuesta encontrarlos! La verdad es que a nadie aprecio menos que a esa buena gente a la que cualquier periódico mal leído o cualquier noticia entrevista en la televisión, les basta para estar informados, tener una contundente opinión y la solución para cualquier problema. Y a nadie aprecio más que a los denostados políticos profesionales.
De no ser jardinero, de mayor me gustaría ser político. Tener poder. Condición no suficiente, pero sí necesaria, para mejorar el mundo.


Martes, 11 de mayo
AJUSTE DE CUENTAS

Leo las memorias de Carlos Blanco Aguinaga, el estudioso de Emilio Prados y del Unamuno contemplativo, el hispanista que fue amigo de Angela Davis y de Marcuse en los efervescentes Estados Unidos de los años setenta, y me encuentro de pronto con un contundente e inesperado ajuste de cuentas: “Detrás de la revista, no sé cómo ni por qué, estaba el insoportable Octavio Paz, uno de los hombres de mayor vanidad baboseante que haya conocido en mi vida. Pretencioso, grosero y maleducado, capaz de utilizar su poder para hundir a cualquier escritor joven que no le hubiese halagado lo suficiente impidiendo que se publicaran sus versos o sus cuentos en cualquier editorial, porque en todas tenía influencia, como la tuvo en Carlos Fuentes durante muchos años. Anterior izquierdista y se dice que amigo de los refugiados españoles —a quienes en efecto ayudó al principio del exilio—, pero profundamente antiespañol. ¿Qué iba uno a hacer con un tipo así cuyas ambiciones y vergüenzas seguramente provenían de laberínticos complejos sexuales? Un tipo que, ya entonces, era venenosamente anticomunista, y que lo mismo le daba atacar a Neruda que a César Vallejo”.
Siempre me gusta, ante un ataque desmesurado y que no parece venir a cuento, buscar la causa. En este caso, no resulta difícil: Octavio Paz era anticomunista y eso es algo que un correoso marxista como Blanco Aguinaga, que sigue fiel a sus ideas aunque la realidad se empeñe en desmentirlas, no puede perdonarle.


Miércoles, 12 de mayo
ME VUELVO PATRIOTA

“¿Qué te parece eso de que vayan a bajarte el sueldo un cinco por ciento? Me imagino que no se te ocurrirá seguir defendiendo a Zapatero”, me dice burlón mi amigo Vicente nada más llegar hoy a la tertulia.
“Más que nunca, que ahora es cuando más lo necesita. Ya sabes que, si ser patriota es enarbolar la bandera para partir con ella la cabeza a todo el que piense de otra manera (y especialmente si es catalán o vasco), entonces yo soy menos español que nadie. Ahora que si de lo que se trata es de ayudar al país, a mí que no me rebajen el cinco por ciento, que me rebajen el quince, como al que más, que no me gusta ser menos que nadie”.
“Tú con tal de llevar la contraria…”


Jueves, 13 de mayo
LA RAZÓN DE LA SINRAZÓN


Cada día me levanto con una vocación distinta: hoy quisiera ser marino, mañana jardinero, un día político y el otro fundador de alguna benévola religión que ayude a los seres humanos a soportar el ultraje de los años y las heridas de la realidad, pero lo que en realidad soy —por mucho que me empeñe en disimularlo— es maestro, en el sentido menos grandilocuente de la palabra: maestro de escuela, de los que enseñan a leer, escribir y razonar. Nada me gusta más, cuando detecto un error conceptual, que tratar de corregirlo. Todavía no he aprendido que eso precisamente es lo que le gusta menos a la gente. Francis Bacon lo explica así: “¿Duda alguien de que, si se quitaran de la mente de los hombres las opiniones vacuas, los cálculos erróneos, las mimadas fantasías y cosas análogas, se quedaría su cabeza como un destartalado caserón lleno de polvo y telarañas, un desvencijado recinto en el que a nadie le gustaría vivir?”.
Mi cruzada en favor de la razón me está dejando sin amigos. “No respetas la opinión ajena”, se queja uno. “Depende”, le respondo, “respeto las opiniones bien informadas y adecuadamente razonadas, pero ¿cómo voy a respetar las majaderías y los prejuicios?”. “Yo te digo lo que pienso”, “Pues la verdad es que lo que tú piensas sobre cualquier asunto importante, si no te has tomado antes la molestia de informarte adecuadamente y de reflexionar sobre ello, me interesa más bien poco”. “Siempre quieres tener razón”, me dice otro y dice verdad. Lo que no dice es que pongo todo mi empeño en tenerla, en no dejarme distraer por la vanidad, el prejuicio o el resentimiento. Y que a nadie le estoy más agradecido que a quien me señala un error en mis apreciaciones y me ayuda a acercarme un poco más a la verdad.
En la que todavía creo. Es posible que todo sea opinable, pero unas cosas son más opinables que otras.
“Allá tú con tu cruzada”, me dice una querida amiga. “A mí las únicas verdades que me interesan son las que me hacen un poco más feliz. Y sospecho que a ti también, lo que pasa es que lo que te hace feliz es creerte más inteligente que el resto del mundo. Y si eres feliz así, no seré yo quien lo desmienta. Al contrario que tú, soy partidaria de las mentiras piadosas”.

domingo, 9 de mayo de 2010

Línea roja: Vida mía

Viernes, 30 de abril
DICHOSO EL ÁRBOL

“La vida nos hiere siempre que nos acercamos a ella. Las cosas duran demasiado o no duran lo suficiente”. Leo La importancia de discutirlo todo, de Oscar Wilde, y entre las consideraciones sobre la crítica como forma suprema del arte, me sorprende una frase.
Sí, la vida nos hiere siempre que con amor nos acercamos a ella. Dichoso el árbol apenas sensitivo, y más la piedra dura porque esa ya no siente…
Contra esas heridas solo hay un bálsamo eficaz: el olvido. Pero a mí la memoria me funciona cada vez peor: lo recuerdo todo.
Ya sé que es preferible que la vida nos hiera a que nos ignore, pero hay días en que nos gustaría que pasara de largo, sin siquiera mirarnos.



Sábado, 1 de mayo
ESTEBANILLO Y LOS JUDÍOS

Qué poca gracia hacen hoy la mayor parte de las gracias de que está llena la literatura española. Hojeo La vida y hechos de Estebanillo González, “hombre de buen humor”, y le escuchó contar sus aventuras. La estratagema que se le ocurrió en Ruán, capital de Normandía, sin duda sería muy reída y aplaudida por los españoles de su tiempo.
----Al salir de la posada para dirigirme a la Bolsa, cogí un poco de ceniza de la lumbre, lo envolví en papel y lo guardé debajo de la camisa. En la Bolsa me encontré con unos mercaderes portugueses. Me acerqué a ellos y les hablé con la cortesía y sumisión que suele tener el que ha menester de otro, y en su misma lengua, porque como mis padres se habían criado en la raya de Portugal la sabían muy bien. Les pedí ayuda para llegar hasta Viena, donde tenía algunos deudos, por venir pobre, huyendo de quienes por lo que ellos sabían habían quemado a mi padre, cuyas cenizas traía puestas sobre el alma y al lado del corazón. Con semblantes tristes, algunos con lágrimas en los ojos, me llevaron a la casa del que me pareció el más rico y respetado. Me pidieron la ceniza y fue cada uno besándola. Quisieron luego repartir entre ellos aquellas cenizas de mártir, y yo mostrando gran sentimiento les di una parte. Suspiraban todos por el trágico suceso y decían con tiernas lágrimas: “El Dios de Israel te dé infinita gloria, pues mereciste corona de mártir”. Repartieron las cenizas y mostrándome amor y benevolencia me llevaron de nuevo a la Bolsa y allí, contando el caso a todos los de su nación, juntaron para mí veinticinco ducados. Me dieron también carta para un corresponsal suyo, mercadante en la corte de París, y después de haberme encargado que procediese como quien era y que jamás pusiese en olvido la muerte de mi padre y mi felicidad en haber merecido ser su hijo, me despedí de ellos, contento de haber sabido engañar a gente que siempre engaña y jamás se deja engañar.



Domingo, 2 de mayo
MEDIO EN BROMA

“Cuando escribes, solo debe preocuparte una cosa: conseguir que el lector te siga leyendo”, me dice con una sonrisa.
“A mí lo único que me preocupa es que tú sigas queriéndome”, le respondo.
Lo digo medio en broma, como siempre que hablo muy en serio.



Lunes, 3 de mayo
EL DÍA DESPUÉS

Un quebradizo número del Heraldo de Madrid me permite practicar mi deporte favorito: viajar en el tiempo. El estreno teatral de ayer, 30 de enero de 1901, fue uno de los más resonantes que se recuerdan. Esta mañana visito al ilustre autor, “un hombre de muy buenas costumbres y amantísimo de su familia, que vive con dos hermanas suyas y un sobrino. Su domicilio es una casa pacífica del paseo de Areneros, situada al Mediodía para recibir directamente los rayos del sol, de que es tan amigo el gran maestro. Anoche, cuando con no menos contrariedad que agradecimiento vio el grupo numeroso de amigos y admiradores que se disponían a acompañarle, no quiso llevarlos a su apartado domicilio y buscó refugio en la casa que tiene alquilada para la administración de sus obras. Allí tomó chocolate, acompañándoles su sobrino don Hermenegildo, y emprendió después, solito, la caminata desde la calle Hortaleza hasta el paseo de Areneros. Eran las cuatro de la madrugada cuando se metía en el lecho, con los síntomas de la jaqueca que con tanta frecuencia le molesta. Así que no hemos podido menos de experimentar un gran remordimiento cuando esta mañana, apenas habían sonado las diez, nos han recibido en aquella casa. El insigne autor de Electra, el hombre cuyo nombre aparecía a aquella hora en las columnas de los periódicos de la mañana; el que era objeto de todas las conversaciones en oficinas, almacenes, fondas, en todos los sitios donde se reunían dos madrileños, ceñía su cabeza, no con los laureles del triunfo, sino con un pañuelo que se la apretaba; tenía los ojos hinchados y, como todos los que acostumbran a acostarse temprano, no había conseguido descansar”.


Martes, 4 de mayo
ENVIDIADO AMIGO

----Es curioso —le comento a Luis García Montero—, todo el mundo lamenta que se haya ido al garete la Fundación Ángel González, pero hay mucha gente, poetas y no poetas, que a la vez se alegran porque eso supone, según ellos, fastidiarte a ti y a tu banda de sabinas y visores. La verdad es que no sé cómo lo has conseguido pero yo creo que solo hay un hombre más odiado que tú en España: Baltasar Garzón.
----Tampoco hay que exagerar…
----No, si no exagero… Y no sabes cómo te envidio por eso. Soy de los que creen que la importancia de una persona se mide por los odios que despierta.
----Pues a juzgar por lo que tú te empeñas en que todo el mundo te odie parece que quieres ser muy importante —se burla Aurora Luque.
----Quiero, pero no puedo. Yo piso todos los callos posibles a poetastros y figurones; García Montero, en cambio, reparte diplomáticas sonrisas, abrazos, buenas palabras, palmaditas en la espalda. Y sin embargo le detestan más que a mí. Qué injusticia. Claro que también reparte premios, cursos de verano, festivales varios; juega a la política y a todo lo que se tercie, siempre está en el escaparate. La verdad es que, bien mirado, lo tiene más fácil que yo para lograr que le odien.
----No me dirás que le envidias los ladridos de un Fortes…
----A tanto no llego. Pero qué deprimente chequear Google y comprobar que a veces pasa incluso una semana entera sin que nadie se meta conmigo.
----Pues conmigo, salvo tú, nunca se ha metido nadie. O sea que debo ser un don nadie —ironiza Brines.



Miércoles, 5 de mayo
LA VISITA

Desde hace años me levanto siempre a las ocho de la mañana, pero como ayer fue un día especialmente fatigoso (primero el homenaje a Miguel Hernández en el Milán, luego el fallo del premio Emilio Alarcos, más tarde la lectura de poemas y la presentación del libro de Fernando Valverde, que ganó en la edición anterior), hoy cuando a las ocho y diez llamaron a la puerta todavía estaba en la cama. Volvieron a llamar con tanta insistencia que no tuve más remedio que decir “espere un momento” e ir a abrir.
Era Blas de Otero.
Qué maravillosa sorpresa. Llevaba más de treinta años esperando esa visita. Exactamente desde 1979, en que murió en Majadahonda. Y ahora un mensajero ponía en mis manos —recién nacido, casi cuatrocientas páginas, más de trescientos poemas—el diario poético de sus postreros años españoles.
Comienzo a leer de inmediato Hojas de Madrid con La galerna, deslumbrado, fascinado, olvidándome de la ducha y del desayuno. Esto no es un libro, como tituló uno de sus libros. Aquí está Blas de Otero, sentado frente a mí, con su humor y su amor, con sus desesperaciones y sus entusiasmos, con toda su milenaria sabiduría, a ratos gozosamente exhibida y a ratos sabiamente disimulada… Poesía como de andar por casa a veces, cierto, pero siempre que tu casa sea el mundo entero, el hombre y la mujer enteros.


Jueves, 6 de mayo
UN ENCUENTRO EN BRUSELAS

Es curioso pensar que Ángel Ganivet pudo cruzarse por las calles de Bruselas con un marino polaco, nacido en Ucrania, que quería participar en la gloriosa empresa civilizadora del Congo. Seguro que, si fue así, trataría de desengañarle. Como escribió en una carta de mayo de 1893 (una amiga gijonesa me regala la primera edición de su epistolario), él pensaba que “en el fondo no hay tal obra civilizadora, y sí solo una empresa comercial en grande, encubierta con rótulos filantrópicos, que incitan a los hombres de buena fe a coadyuvar a lo que, si viesen lo que hay en el fondo, no coadyuvarían”. Y luego añadía: “Cualquiera que piense, no ya con la cabeza sino con los calzoncillos, comprende que no se trata de la felicidad de la raza negra, ni del progreso, ni de nada por el estilo; se trata de un negocio en gran escala, en el que el rey Leopoldo tiene metidos buenos millones, que dará excelentes resultados si, como es de esperar, no se acaba la raza de los héroes de relumbrón que buscan la muerte o el ascenso, y de los héroes oscuros, que buscan la muerte o un pedazo de pan”
Pero afortunadamente aquel joven polaco no le hizo caso y se embarcó para el Congo. Lo que allí vio ya lo había adivinado Ganivet, pero Joseph Conrad supo contarlo como nadie en El corazón de las tinieblas.


Viernes, 7 de mayo
LA LLAVE PERDIDA

Habiendo yo perdido mi juventud como quien pierde llaves (Blas de Otero, madrugadora visita, sigue acompañándome), me queda la palabra para iluminar tu cuerpo desde las cejas hasta las rodillas. Tu cuerpo que anticipa la mañana, y aunque es de noche recoge la llave perdida en medio de la calle. Y vuelve a abrir los ojos y las manos y la puerta gastada de mi vida, vida mía.

domingo, 2 de mayo de 2010

Línea roja: Diorama

Viernes, 23 de abril
EN POLVO, EN SOMBRA, EN NADA

Había estado leyendo una antigua entrevista del año 83, publicada ahora en la revista República de las Letras, y soñé que iba a buscarlo al Reconquista porque tenía una lectura de sus poemas en el instituto Doctor Fleming. Eran las once y media de la mañana cuando yo le esperaba en el patio del hotel, pero se quejó de tener que madrugar. “Ya ni me acordaba de que tenía que ir a hablar a los alumnos, pero me lo recordó Josefina. No es que me moleste, al contrario, los niños y los adolescentes son el mejor público; nunca te escuchan por cortesía; en cuanto comienzas a aburrirles se desentienden de ti”.
Estaba mucho mejor que la última vez que nos vimos, incluso había engordado algo, ya no era aquel desvalido esqueleto de cuando vino a recibir el doctorado. “¿Qué ha sido de los aforismos inéditos que mencionas en la entrevista?”, le pregunté. No los recordaba. Le repetí el que citaba: “Platón expulsa de la República a los poetas por mentirosos; la monarquía les premia por lo mismo”. Sonrió un tanto avergonzado, enseñando sus dos dientes de conejo: “No imaginaba yo que muy pronto iba a ser uno de los poetas a los que la monarquía premia por no decir la verdad”. Hablamos luego de su Fundación. “¡Vaya lío que han armado!”, le dije. “No me imaginaba yo que se iban a tirar tan pronto los trastos a la cabeza. Habrá que hacer algo, no sé bien qué. Ya conoces aquello que cuenta Baroja en sus memorias. En París se encontró con un republicano exiliado, de la primera república, de la del 73, que había escrito un manual sobre el arte de tocar las castañuelas. La primera frase decía algo así como que no es necesario tocar las castañuelas, pero que, si se tocan, hay que tocarlas bien. Voy a llamar a Luis para que lo arregle. Luis lo arregla todo”.
En el sueño hablamos mucho, y cuando me desperté me entretuve en anotarlo antes de que se desvaneciera en la memoria. Recuerdo lo que me había sorprendido, leyendo la entrevista inédita, que en un pasaje dijera ser “lo suficientemente viejo como para haber visto cómo las cosas cambian, cómo se modifican y se convierten a veces en sus contrarios” y a continuación aludiera a sus 57 años. En ese momento era más joven que yo soy ahora y yo lo veía ya como un anciano venerable. O sea que para ser lo que él era entonces ya solo me falta ser venerable.
Hablamos de muchas cosas en el sueño. Incluso me pasó un poema, mecanografiado, para que lo publicara en Jugar con fuego. “Hace tiempo que no se publica esa revista -le dije-, aparecerá en Clarín”. “¿Te gusta? ¿No me estaré repitiendo? Temo haberme convertido en un viejo poeta incontinente”. Estábamos sentados en Los Porches, tomando el primer café y el primer whisky del día, y a mí aquellos versos inéditos me recordaron los apuntes paisajísticos de Prosemas o menos en los que se escucha un eco del Juan Ramón impresionista: “Cuelga la noche su sombrío volumen / en las jarcias del miedo / y avanza con su negra arboladura / de lejos impulsada por la aurora”.


Cuando me desperté, busqué el folio mecanografiado, pero al contrario que la rosa que Coleridge cortó en el jardín del sueño, no lo tenía en la mano, se había desvanecido. Jirones del poema seguían sin embargo en mi memoria, y me esforcé en anotarlos lo más fielmente posible: “Las nubes puestas a secar al sol. / Los ciruelos condecorados por la primavera. / Abril, de manos húmedas, acaricia la frente de los arces. / La lengua púrpura del atardecer / lame la curva de las lomas de plomo / y las convierte en carne tibia. / Todo ha sido creado / para mayor gloria del viento del oeste / que despeina las aguas del lago. / Más allá, la ciudad, desplegadas las velas de cemento, / en humo se deshace, en polvo, en sombra, en nada”. Otro crepúsculo para añadir a los “American Lanscapes” de los Prosemas o menos, pensé yo. Y antes de despertarme, mientras el poeta me consultaba una duda sobre no sé qué verso, pensé absurdamente que era una suerte que los problemas de la Fundación Ángel González hubieran ocurrido cuando él vivía porque después ya no tendrían remedio.


Sábado, 24 de abril
UN BUEN DÍA

“Amor que no devasta no es amor”, escribió no sé quién, quizá yo mismo. He hecho todo lo posible para protegerme de esa devastación. Pero he tenido la inmensa suerte de no conseguirlo.


Domingo, 25 de abril
EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS

Soy un hombre tan rutinario que sigo celebrando este día de abril, el día de la revolución de los claveles, como uno de los días más hermosos del año. Desde aquella remota mañana de primavera –recuerdo bien cuando me llegaron las primeras confusas noticias- hay dos palabras que siempre asocio: Libertad y Portugal. Quizá por eso me encuentre siempre a gusto en Portugal. “Bah”, me dice un amigo que no comparte mi entusiasmo. “Mira de qué les ha servido a los portugueses la libertad; están al borde de la bancarrota”. Y yo recuerdo las palabras de Azaña: “La libertad no hace a los hombres felices; los hace, simplemente, hombres”.


Luego, en el cine, me pongo las gafas mágicas y acompaño a Alicia al mundo subterráneo. No creo que haya un niño en la sala que disfrute tanto como yo. Cómo recuerdo el asombro y el miedo con que caí rodando por primera vez por aquella madriguera de conejo que me llevaba al País de las Maravillas. Todavía no sabía leer y escuchaba la lectura de aquel libro prodigioso una lluviosa noche de invierno, junto al fuego. Sonaron unos golpes en la puerta. “Es el lobo –dijo mi abuelo-, que se muere de frío en el monte y quiere que le hagamos un sitio cerca de la lumbre”. Yo era un niño, pero ya sabía que se trataba de una broma: “¡Que le corten la cabeza!”, grité.
De la mano de Tim Burton vuelvo al único País de las Maravillas que me ha sido dado conocer, al país de mi infancia, del que solo me expulsarán cuando me expulsen de la vida. Y aun de eso tengo mis dudas.


Lunes, 26 de abril
LOS TRES SASTRES

“¿Conoces la historia de los tres sastres?”, me pregunta. Comienza a contarla antes de que diga nada. “En una de las principales calles de la ciudad se instaló un sastre, que se anunciaba como el mejor del país. Tuvo bastante éxito. A poco llegó otro a hacerle competencia y en letras muy grandes, en la fachada del establecimiento, se declaró el mejor del mundo. También tuvo éxito. Aquella calle se puso de moda. Un tercer sastre comenzó a instalarse allí. ¿Y usted cómo se va a anunciar? ¿Cómo el mejor sastre del universo?, quisieron saber, curiosos, los periodistas. Ah, no, de ninguna manera –les respondió-, yo soy un hombre muy modesto; me limitaré a anunciarme como el mejor sastre de esta calle”.


Martes, 27 de abril
UN PUÑADO DE CENIZA

Con algo de retraso se celebra el día del libro en la Facultad. Me alegra escuchar la gracia disparatada de Ana Rosetti, que me devuelve a los años ochenta. El contrapunto de seriedad lo ponen lo jóvenes poetas que leen después. Rodrigo Olay –veinte años- tiene ya empaque catedrático. “La primera obligación del poeta –afirma- es conocer su oficio”. Y la segunda –pienso yo-, olvidarlo. Lee a continuación dos sonetos, uno de Luis Antonio de Villena, y otro suyo, y no hay duda sobre quien conoce mejor su oficio. Pero a mí me conmueve especialmente la intervención de Carlos Iglesias. Lee primero un poema de Joan Margarit y luego, muy despacio, haciendo pausa tras cada palabra, otro suyo, una escueta despedida filial: “Retuve / tus cenizas / en un puño / como un niño / que quisiera / una vez más / aferrar / la mano / de su padre”.


En el silencio que siguió me vinieron a la cabeza los versos de José Hierro: “No he dicho a nadie / que estuve a punto de llorar”.


Miércoles, 28 de abril
ALICE Y DORIS

Hojeando Alicia en Suderland, la novela gráfica de Bryan Talbot, me entero de que Alice Liddell, la verdadera Alicia, la niña a la que una mágica tarde del verano de 1862, mientras paseaban en barca, le contó Lewis Carroll las aventuras en el reino subterráneo, estuvo en Nueva York, el año 1932. Era el último regalo que aquel extraño clérigo tartamudo le hacía. Habían sido amigos en otro mundo, ella le había abandonado, se había casado, había tenido hijos, había perdido a dos de ellos en la Gran Guerra, había conocido a príncipes y reyes, había llevado una vida fastuosa en una gran mansión, se había arruinado, se había salvado de la ruina gracias al primer manuscrito de las aventuras de Alicia, y había seguido viviendo, como si fuera eterna… En 1932 tenía ochenta años y la vida era para ella, desde hacía tiempo, un negro desmoronarse sin aliciente alguno. Y entonces aquel viejo amigo, muerto desde hacía muchos años, pero que no había olvidado su sonrisa, la tomó de la mano y la llevó a un nuevo País de las Maravillas. Se celebraba el centenario del escritor y la universidad de Columbia quiso celebrarlo por todo lo alto. A Alice Liddell la recibieron en Nueva York como a una gran estrella, como a un ser fabuloso. En el Waldorf Astoria, un hotel que es también museo y laberinto, exponen el menú y la vajilla del banquete en su honor.


Doris Dana, una caprichosa criatura neoyorquina, tenía entonces doce años y se escapó de casa para ver a aquella anciana que había sido Alicia. “La encontré sola, cansada, sentada en una silla, y le pedí que me dejara ir al mundo subterráneo, con la Reina Roja y la Reina Blanca, le confesé que odiaba a mi familia, a mis profesores, todo lo que me rodeaba”, contó, algún tiempo después, a Gabriela Mistral, a quien conoció también en Columbia y fue su gran amor. “Yo soy una impostora”, le confesó Alice Lindell, “la Alicia que él amaba, la que hizo inmortal, no ha existido nunca, pero tú, querida niña, te pareces más que nadie a ella”.


Jueves, 29 de abril
UN MAL DÍA

“Prefiero ser infeliz por haberte tenido y haberte perdido que no haberte conocido”, susurra la canción que suena a lo lejos. Suena bien, pero yo no estoy tan seguro de que sea la mejor opción. Yo preferiría no haberte tenido, haberte perdido y no haberte conocido.