sábado, 31 de agosto de 2013

Historias de hotel: Anita


Uno cree viajar a diferentes ciudades y viaja siempre a los libros que ha leído. A veces pienso que para mí tras los límites de mi biblioteca se acaba el mundo.
            A Biarritz fui porque por allí habían pasado todos los amantes golfos de las novelas del siglo XIX y también un amigo que encontré en la adolescencia y que aún no me ha abandonado, Pío Baroja. En un hotel muy cercano a aquel en que yo me alojo, que entonces no existía, terminó en octubre de 1924 Las figuras de cera, una de las novelas del ciclo de Aviraneta.  Es la primera parte de una trilogía que en buena parte transcurre muy cerca, en Bayona, durante la primera guerra carlista. El protagonista, un adolescente tímido y soñador, vive en la Petit Bayonne, al lado mismo de donde se unen sus dos ríos: “De noche, después de cenar, se asomaba a la ventana de su buhardilla, fumaba y fantaseaba, veía enfrente el Reducto con sus tejados, sus murallas y sus garitas, y el río de aguas oscuras, verdaderamente siniestro. Era un espectáculo sombrío y amenazador el contemplar de noche cómo las aguas negras del Nive iban entrando, de una manera silenciosa y con un murmullo confuso, en el ancho cauce, igualmente negro, del Adour”.
            Lo que yo veía desde la ancha ventana del hotel Café de París no tenía nada de sombrío ni de amenazador. No en vano daba a una plaza llamada Bellevue. Era realmente una bella vista la que formaban la gran playa y el faro, con el antiguo casino a un lado y el que había sido palacio de la emperatriz Eugenia al otro.


            Tardaba en dormirme, a pesar del hipnótico parpadeo del faro que parecía animarme a ir más allá, siempre más allá, a no detenerme nunca.
            Pero yo había quedado varado en Biarritz, sin saber qué hacer, atraído por una quimera. En invierno la ciudad muestra su aspecto más desolado, muy acorde con mi estado de ánimo. Era el único huésped de un hotel que durante la temporada había que reservar con mucha antelación.
            Negros nubarrones se cernían también sobre el horizonte la última vez que Baroja estuvo en esta ciudad, poco antes de la guerra civil. A pesar de todo, y visto lo que vino después, todavía el mundo parecía estar bien hecho, al menos algunos lentos atardeceres.
Tenía Baroja por entonces más o menos la edad que yo tengo ahora, pero él era un anciano ilustre, de barba blanca y andares lentos, al que se quedaban mirando todos aquellos, y no eran pocos, que le reconocían.
Cuando cruzaba la plaza Bellevue, para entretenerse con el espectáculo del cambiante mar, como hacía todas las tardes, le saludaron tres elegantes damas que salían del casino. Dos tenían su edad, la otra bastante menos. En un primer momento estuvo callada, pero luego tras las cortesías habituales y las preguntas por su hermana Carmen, conocida de las señoras mayores, la más joven dijo: “Don Pío, cómo me ha gustado su última novela. Me ha traído tantos recuerdos…”
La última novela de Baroja, recién aparecida, era Las noches del Buen Retiro. “Me halaga usted, pero no puede traerle muchos recuerdos porque habla de una época en que usted no había nacido”. La joven rio a carcajadas y dijo con acento andaluz: “¡Soy más vieja que Carracuca! Y lo que he vivido, madre mía… Podría escribir unas memorias en muchos más tomos que las que algún día escribirá usted”.
Charlaron un poco más, sin que la mujer se decidiera a dar su nombre, y luego se despidieron con la promesa de verse otro día y hablar de los viejos tiempos.
A don Pío le alegró el ánimo aquel encuentro. Siempre había sido tan tímido como enamoradizo. Le asustaban las mujeres de rompe y rasga, que tanto le gustaban a Galdós, pero habría sido feliz en uno de aquellos salones dieciochescos que presidía una mujer ingeniosamente seductora, una madame du Deffand. Ya viejo, y tras una delicada operación que le había dejado muy mermadas ciertas capacidades que nunca había ejercido demasiado, seguía teniendo los mismos amores imposibles que cuando era adolescente. Le atraían especialmente las condesas ilustradas y las estudiantes extranjeras que habían leído algunas de sus novelas y le escribían cartas llenas de admiración.
No volvió a encontrar a la andaluza que presumía de vieja en los días siguientes, aunque hizo todo lo posible, hasta frecuentar el casino. Pero se le aparecía continuamente en sus sueños, incluso cuando estaba despierto, y en sueños se sentía capaz de intercambiar con ella algo más que galanterías.
Y de pronto, cuando más deprimido estaba, se encontró con un tarjetón del Hotel du Palais y una invitación a cenar para el jueves próximo en el restaurante La Rotonda. La letra era elegantemente femenina y la firma constaba solo, como en la más manida novelería romántica, de tres asteriscos. En otros momentos, don Pío habría roto aquel tarjetón y no habría hecho ni caso, considerándolo una broma o un desvarío de alguna de esas locas que tanto abundan en los alrededores de la literatura. Pero se apresuró a aceptar. Aunque lo más probable era que la guasona andaluza quisiera burlarse de él, se sentía capaz de cualquier humillación con tal de volver a verla.


            Cualquier humillación era yo también capaz de aceptar, pero yo no recibía cartas, las escribía sin obtener respuesta. ¡Cómo me avergonzaría ahora que esas cartas salieran a la luz! Me consuelo pensando en los versos de Álvaro de Campos: todas las cartas de amor son ridículas, pero nadie tan ridículo como quien nunca ha escrito cartas de amor.
            La memoria, sin embargo, ha vuelvo grato aquel Biarritz invernal en el que yo daba grandes caminatas por la orilla del mar y más de una vez las olas enfurecidas, en la Roca de la Virgen o en la Côte des Basques, estuvieron a punto de llevarme con ellas. Y no me habría importado demasiado.
            Pero de mi historia hay poco que contar y lo poco que hay no me apetece contarlo. Prefiero seguir con Baroja, que tenía fama de bohemio y descuidado, pero que sabía vestirse como un dandy cuando la ocasión lo pedía. Visitó al peluquero el día anterior y cuando una joven empleada se ofreció para hacerle la manicura no se atrevió a negarse. ¡Si me vieran mis amigos de Madrid!, pensó.
            El restaurante La Rotonda estaba en el mismo suntuoso hotel, rodeado de jardines, que había sido el palacio de la emperatriz. La bella desconocida sin duda alguna quería jugar en terreno conocido. Muy cerca, al otro lado de la avenida, se encontraba la iglesia rusa con sus cúpulas doradas, donde, hacía unos veinte años, se había casado su buen amigo Paul Schmitz, que ahora estaba tan fascinado por Hítler como a comienzos de siglo lo había estado por Nietzsche.
            Un camarero le llevó hasta la mesa reservada. Poco después apareció la anfitriona. El novelista se levantó deslumbrado. “’Parece usted una princesa!”. “Lo soy, o lo he sido”. “¿No me va a decir su nombre?”. “¿Aún no lo ha adivinado?”
            No, no lo había adivinado. Estaba seguro de que no se habían visto antes, él nunca habría olvidado a una mujer así. “¿Y que tal don Ramón? ¿Sigue tan gracioso y tan impertinente como siempre? ¿Y su hermano don Ricardo? Leí que perdió un ojo en un accidente. ¡Lástima!”
            Y siguió preguntando por otra mucha gente, incluso por nombres de todos olvidados. ¿Quién era aquella mujer que tan al tanto estaba de la bohemia literaria de principios de siglo? “¡Pobre Rafael Barrett! ¡Qué mal le trataron todos! En él está inspirado Jaime Thierry, el protagonista de su novela, ¿no es verdad? Creo que luego se hizo un nombre en no sé que país de Sudamérica, en Uruguay o Paraguay”.
            Pío Baroja cuenta el encuentro en un pasaje de sus memorias que finalmente no se decidió a publicar. En el original, que se conserva en la casona de Itzea, en Vera del Bidasoa, está tachado. No me permitieron fotocopiarlo y por eso mis citas no son literales.
            “Tengo en mis habitaciones un álbum de fotos de aquel tiempo. ¿Quiere usted venir a verlo? Y también muchas fotos curiosas de mi época de princesa. A usted, como novelista, seguro que le gustará verlas”.
            Lo que pasó en aquellas habitaciones, la suite imperial del hotel, no lo cuenta Baroja. Pasara o no pasara algo, los memorialistas de entonces eran más discretos que los de ahora y, cuando entraban en el dormitorio con una dama, cerraban cuidadosamente la puerta, no dejaban ni un resquicio para la curiosidad de los lectores.
            Sí contaba que, antes de entrar, le vinieron de pronto a la memoria las noches del Kursaal y unas bailarinas adolescentes que se hacían llamar las Camelias y la boda de Alfonso XIII y los ilustres invitados que llegaron entonces a Madrid, entre ellos el maharajá de Kapurtala… Y también un nombre: Anita. Y se acercó mucho a la hermosa andaluza, quizá más de lo que se había acercado a ninguna mujer, para susurrárselo al oído. Pero no sabemos lo que pasó cuando tras ellos se cerró la puerta.
            A mí, en cambio, en aquellos días de Biarritz, como en tantas otras ocasiones, me dieron con la puerta en las narices. Pero no me apetece hablar ahora de ello. 



sábado, 24 de agosto de 2013

Historias de hotel: Una invitación



Siempre hablo de cosas de las que no debería hablar. Aún no sé cómo no he acabado metiéndome en un buen lío. Ver, oír y callar es un principio de antigua sabiduría. Pero lo mío es ver, oír y contarlo.
            Por supuesto, trato de no contarlo todo, pero lo que no cuento lo doy a entender y eso no sé si no será peor. La invitación para ir a Génova me llegó de manera imprevista y anónima: los billetes de avión, la reserva del hotel. Dudé antes de aceptarla, pero no demasiado. Hago colección de las ciudades que me fascinaron cuando niño, el dedo sobre el mapa en las interminables tardes de verano, y Génova faltaba en mi colección.
            El avión se retrasó más de lo habitual y desembarcamos pasada la medianoche. El aeropuerto estaba ya casi cerrado. Los pocos taxis que aguardaban en la parada desaparecieron en un instante, y al resto de los pasajeros habían ido a buscarles en coche. Antes de que tuviera casi tiempo de darme cuenta, me quedé solo en la parada vacía, con el aeropuerto cerrado.
            Un coche negro, no un taxi, apareció de pronto, cuando ya había comenzado a asustarme. El conductor se bajó, dijo mi nombre y me abrió una de las puertas. No añadió una palabra más hasta que llegamos al hotel. Y allí se limitó a desearme una buena estancia en la ciudad.
            Apenas pude dormir aquella noche. Soy una persona precavida, no me gusta meterme en líos. Pero a veces hago cosas absurdas, como aceptar la invitación de no sé quién para no sé qué.
            Intuía, sin embargo, alguna cosa. Hay en mi vida una etapa –de la que no quiero hablar, pero de la que siempre acabo hablando– en la que, obligado por las circunstancia, establecí relaciones, bastante cordiales y casi podríamos decir que íntimas, con personas que se dedican a actividades poco recomendables.
            Dormí mal, si es que dormí, pero mi humor cambió de inmediato en cuanto subí a la terraza, donde servían el desayuno y vi, recortándose en el azul del cielo sobre los tejados de la ciudad y las grúas del puerto, la Lanterna, el faro de la ciudad, cuya luz sirvió de guía a tantos aventureros.


            Desayuné tranquilamente, pedí un plano en la recepción y salí a la calle. El Hotel Savoia se levanta sobre una colina, la colina de Santa Brigida creo que se llama, y a sus pies tiene la estación del Príncipe y la Piazza Aquaverde con su gran estatua de Cristóbal Colón.
            Pasé la mañana entrando y saliendo de los palacios de la via Balbi, recorriendo el puerto, atravesado por una autopista elevada, perdiéndome en los callejones de la ciudad antigua, los célebres carruggi, de fama un tanto siniestra, pero que a mí no me daban miedo ninguno, todo lo contrario, me producían una cierta sensación de euforia, como si a la vuelta de un estrecho callejón fuera a descubrir el portón de entrada a un patio tras el que se traslucía el jardín que he estado buscando desde siempre.
            En la via Garibaldi visité los jardines del Palazzo Bianco y subí al tejado del Palazzo Rosso. Desde allí se divisaba una vista fascinante de toda la ciudad, la que se apretuja a la orilla del puerto, la que se pone de puntillas sobre las colinas para ver mejor el ancho mar.
            Ningún espectáculo me ha seducido nunca tanto como el apiñado caserío de una vieja ciudad visto desde lo alto, pero desde muy cerca, pudiendo adivinar la vida en las terrazas, tras las ventanas, bajo los tejados.
            Me había olvidado del motivo por el que estaba allí cuando sonó el teléfono, sin duda para recordármelo. Efectivamente, a las siete de la tarde pasarían a recogerme por el hotel para ir a cenar.
            Colgaron antes de que yo pudiera preguntar quién me invitaba a aquella cena, quién me había invitado a aquel viaje. Pero no me hacía falta preguntarlo. Yo también, como Cervantes, y por motivos que ahora no vienen al caso, estuve un tiempo en uno de esos lugares “donde toda incomodidad tiene su asiento”. Allí uno no puede permitirse el lujo de no ser astuto si quiere sobrevivir. Tuve ocasión de hacerle algunos pequeños favores, pero en el momento adecuado, a un empresario o banquero, nunca tuve muy claras cuáles eran sus actividades, cuya extradición había sigo solicitada por el gobierno italiano.
            No le volví a ver, pero mantuvimos algún contacto. Era un tipo curioso, que se me acercó cuando yo estaba en el patio con La divina comedia en las manos y, por todo saludo, me recitó unos versos que yo también me sé de memoria: “Noi leggiavamo un giorno per dilecto / di Lancialotto como amor lo strinse: / soli eravamo e sanza alcun sopetto”.
            Desde entonces charlamos con frecuencia, de libros y de Italia, sobre todo de Leopardi y de Nápoles, nunca, por supuesto, de los negocios que le habían llevado allí. Era un tipo muy respetado. Su amistad me trajo algunos beneficios: dejaron de acosarme los matones, no tuve que volver a limpiar las letrinas ni ducharme con agua helada. Cuando salí, antes que él, me encargó hacer dos o tres gestiones, una de ellas con un juez, que cumplí sin ningún temor (yo entonces era algo irresponsable, y me temo que lo sigo siendo). Luego, de vez en cuando, y en fechas señaladas, me ha llegado algún libro italiano, bien seleccionado y tuve noticias, por los periódicos, de su amistad con el ya fallecido Andreotti, de sus negocios con Berlusconi y de su presunta relación, nunca probada, con algún sonado escándalo financiero.
            Los billetes para Génova, la reserva en el Grand Hotel Savoia tenían que ser cosa suya, y me alegraba la ocasión del volver a verle. Por eso acepté la extraña invitación sin dudarlo un momento.
            Tenía todavía unas horas antes de que pasaran a recogerme. No me decidí a visitar el aparatoso cementerio, no me apetecía emborracharme de melancolía, y preferí llegarme hasta la Lanterna. Un taxi me dejó a la entrada del paseo peatonal que lleva hasta ella ascendiendo sobre el febril laberinto portuario.


            Subí las fatigosas escaleras y cuando me disponía a admirar el espectáculo del mar y la ciudad una voz sonó a mis espaldas: “He acertado al suponer que vendrías aquí”. Le reconocí de inmediato. No había cambiado mucho en todos aquellos años, aunque ahora tuviera el pelo blanco y vistiera con una elegancia como de caballero inglés de otro tiempo. “Cenaremos más tarde y charlaremos de Italia y de España, y de Paolo y Francesca, pero las cenas no son buenas para los negocios. Ya sabes, hay demasiados oídos atentos y más ahora con el nuevo Papa, que nadie sabe por dónde va a salir. Andan los monseñores muy alterados. Prefiero hablarte aquí, pedirte un pequeño favor. No es importante, pero necesito a alguien libre de toda sospecha, a quien no puedan relacionar conmigo. ¿Te ha gustado la ciudad? ¿Y el hotel? Lo escogí yo. Sabía que era un hotel que te gustaría, de vez en cuando leo tu Café Arcadia”.
            Hablaba en un perfecto español, sin acento ninguno. No voy a contar aquí el pequeño favor que me pidió, nada grave, nada importante por supuesto, aunque debía serlo, a juzgar por su interés, pero yo preferí no indagar demasiado. Hice aquellas tres o cuatro gestiones en cuanto volví a España.
            Se disculpó por dejarme solo en el faro, por no explicarme el panorama que se veía desde allí, por no ponerle nombre a las colinas, a los torreones y a las cúpulas. Pero tenía prisa. Nos veríamos a la hora de la cena.
            Disfruté, sí, del hermoso espectáculo del caserío y de la apacible puesta de sol sobre el mar. Cuando regresaba por la senda peatonal, disfruté de otro espectáculo: el registro de un carguero, todo el muelle lleno de estridentes coches policías.


            Pero no hubo cena. A las siete en punto, me llegaron las disculpas. Y la indicación de que tenía una mesa reservada, para dos personas, en Il Peschereccio, un viejo pesquero atracado en el puerto, frente al Acuario.
            Cené solo. Pero como estoy acostumbrado no me resultó deprimente. Y no es del todo cierto que estuviera solo. Tenía a toda la ciudad en torno mío, las luces cabrilleando en el agua. Y también, cuando alzaba la copa, me acompañaba, como a Li Po, la luna, una inmensa luna llena. 


sábado, 17 de agosto de 2013

Historias de hotel: Cambio de manos


Dejar la Place des Terreaux, abrasadora a aquella hora de la tarde, en la que deslumbraban los oros del Ayuntamiento, y adentrarse en el claustro del Museo, todo frescor y silencio, era entrar en otro mundo.
Parecía desierto, pero estaba lleno de gente: lectores solitarios, amigos que callaban juntos, parejas que se susurraban dulces secretos… Las fuentes, los árboles, los altos setos, los grupos escultóricos formaban una especie de laberinto.
Yo había llegado solo a Lyon, una ciudad en la que no había estado nunca, aquella misma mañana, con intención de regresar a Ginebra en el último tren de la tarde. Había pateado entera la ciudad, o casi, y estaba agotado.


Nada más sentarme, una sombra en la que no había reparado, desde el banco de enfrente, sonrió y me saludó. Aquella cara me resultaba familiar, pero no fui capaz de darle un nombre ni de recordar dónde la había visto.
            ––¡Qué casualidad encontrarnos aquí! No nos conocemos, pero desayunamos juntos todas las mañanas.
            Sí que era casualidad. Cada mañana, poco después de que yo bajara a desayunar, a las ocho en punto, aparecía otro huésped más o menos de mi edad, que se sentaba en la esquina contraria. Poca gente más solía bajar a aquella hora. A veces desayunábamos solos. El Hotel d’Allèves es un hotel confortable y discreto, en el que se puede dormir con la ventana abierta y solo se escucha el rumor de una fuente.
            ––Permítame que me presente. Me llamo Daniel Calvo, soy profesor jubilado de literatura
            Se notaba que tenía ganas de hablar y como yo llevaba unos cuantos días sin charlar con nadie, acepté con gusto su compañía. Además en seguida me resultó simpático porque, al decirle yo mi nombre, recordó haber leído en el ABC algún artículo mío.
            ––Mi padre trabajó en el ABC muchos años; ese periódico me es familiar desde que era niño.
            –-A mí también.
            Y le conté la historia, que cuento siempre, del vecino barbero que era suscriptor y de cómo aquellas páginas en las que colaboraban Azorín y Pérez de Ayala constituyeron el primer alivio de mi pasión lectora.
            –-Mi padre fue corresponsal en Francia durante los años de la ocupación. Guardaba sus crónicas amarillentas en una carpeta. Yo las leí un día y le reproché que llamara criminales y terroristas a los franceses de la Resistencia y que justificara el asesinato de rehenes. Llegó a escribir que los ocupantes no escogían al azar a los rehenes que fusilaban como represalia sino que los seleccionaban entre individuos cuya culpabilidad en delitos que se castigan con la pena de muerte, como la tenencia de explosivos o la propaganda en favor de los comunistas, estaba perfectamente probada. “Era la retórica de la época –decía él–. Entonces veíamos las cosas así. Los franceses de la Resistencia eran como los etarras o los talibanes que atacan a los americanos o a nuestras tropas en Afganistán”. Mi padre no se arrepentía de lo que había escrito ni de lo que había hecho y yo temía que hubiera algo oscuro en su pasado. “¿Pero a ti por lo menos no te parecería bien lo que los alemanes hacían con los judíos?”, le dije. “Por supuesto que no, pero en eso se ha exagerado mucho y ten en cuenta que los judíos siempre han causado problemas en todas partes. Mira ahora en Palestina”. Mi padre, falangista de la primera hora, seguía siendo un nazi. O eso me parecía a mí, que por entonces, ya se había muerto Franco, era más o menos maoísta. Me distancié de él. Le veía solo en las reuniones familiares y hablábamos lo menos posible, lo imprescindible para no disgustar a mi madre. Murió hace un mes y en los viejos papeles que guardaba me encontré con una sorpresa. En la vida abundan más de lo que creemos esas cosas que solo pasan en las novelas.
            Habíamos dejado el claustro del Museo de Bellas Artes, habíamos ido paseando al azar por calles en sombra y decidimos sentarnos en una pequeña plaza casi toda ocupada por las mesas de una terraza. A un lado se alzaba la fachada aparatosa de una iglesia y al otro una placa recordaba que allí había vivido Luise Labé, la poetisa renacentista traducida por Aurora Luque.


            ––¿Por qué ha decidido usted alojarse en el Hotel d’Allèves? Supongo que porque es tranquilo, silencioso, céntrico. Yo no lo escogí por esos motivos. Esto que le cuento a usted todavía no se lo he contado a nadie. Ya sabe la historia del hotel, ¿no? La habrá leído en la información que dejan en las habitaciones. O quizá no. Nadie lee esas cosas. Antes de ser un hotel, fue un famoso restaurante, Le Mazot, y un bar americano, Le Coq Rouge (por eso aparece un gallo como motivo recurrente de la decoración). En el primero un bebé cambió de manos; en el segundo, se fraguó un complot para asesinar a Franco. En ambos asuntos tuvo que ver mi padre. El local del restaurante, que tenía entrada por la Rue Kleberg, es ahora la sala de desayunos; la recepción ocupa el lugar de Le Coq Rouge, que daba a la Rue Cendrier. En 1957, el propietario de ambos locales decidió convertirlos en el hotel en que ahora nos alojamos. Sé incluso la cantidad que mi padre pagó por mí, una cantidad alta, no se aprovechó de la necesidad de aquella mujer que necesitaba deshacerse de su hijo para emprender una nueva vida. Mi madre era francesa, de Lyon, así que yo que me creía madrileño soy de esta ciudad que ahora visito por primera vez; mi padre, un soldado alemán anónimo, quizá uno de los torturadores a las órdenes de Klaus Barbie. A mi madre, embarazada, le cortaron el pelo y la pasearon por las calles. A punto estuvo de abortar. Logró llegar hasta Suiza con el bebé de pocos meses. Aquí se alojó en alguna institución de caridad y entró en contactó con el intermediario. El plato más apreciado de Le Mazot era el filete a la Chateaubriand, ese montón de carne medio cruda –yo soy vegetariano– que le encantaba a Napoleón y al autor de las Memorias de ultratumba. Me imagino que eso es lo que devorarían en aquella cita mi padre y aquel hombre. Un grueso sobre de billetes pasó de unas manos a otras y un bebé de unos brazos a otros. Espero que la mayor parte de ese dinero fuera para aquella pobre mujer y no se quedara en las garras del intermediario. Espero que pudiera rehacer su vida, lejos de la Francia que la había maltratado. La que para mí sigue siendo mi verdadera madre murió hace ya bastantes años, sin que nunca me confesara nada. Ya no puedo preguntarle ninguna cosa, y me alegro por ello. No creo que le gustara revolver este asunto. Mi padre, en cambio, guardó cuidadosamente todos los papeles para que yo un día conociera mi verdadera historia. No sé si me ha alegrado saberla. Debería pasar por el Museo de la Resistencia, revisar archivos. Ya sabe usted que Lyon fue una de las capitales del colaboracionismo, que aquí aclamaron a Petain como en ninguna parte de Francia, y que aquí delataron a Jean Moulin y deportaron hacia los campos de exterminio a miles de judíos. Y todo aplaudido por buena gente, por honrados padres de familia, por cristianos que cumplían escrupulosamente los preceptos de su religión. Y luego hubo otros crímenes, otras venganzas que no se recuerdan en ningún museo. ¿Era un criminal de guerra el soldado que, en la desbandada final, se acostó con una anónima muchacha francesa? ¿Lo era mi padre, que compró su hijo a una mujer necesitada? ¿Qué habría sido de mí si él no me hubiera comprado?
            Volvimos juntos a Ginebra en el último tren, el de las ocho treinta. Delante de la estación de Perrache, tapando su fachada, han construido un poco afortunado centro comercial. Desde su terraza, mi acompañante me señaló un sólido edificio art nouveau, el hotel Chateau Perrache, según se leía en un cartel sobre la fachada.


            –En 1943 se llamaba el Hotel Terminus y era la sede de la Gestapo. Ahí ejercía sus habilidades Klaus Barbie. Ahora ha vuelto a ser un hotel. ¿No oirán los gritos de los ajusticiados los que duermen en sus habitaciones? Por Internet circulan historias de fantasmas con él relacionadas. Ahí pensaba alojarme yo, incluso había hecho la reserva. Pero no fui capaz. Por eso preferí quedarme en Ginebra, uno de los lugares más propicios a la felicidad, según la frase de Borges. ¿Ha visitado usted ya su tumba? Cuando yo lo hice, el lunes pasado, me encontré con una edición en japonés de El Aleph que algún lector agradecido había dejado como ofrenda. La dedicatoria manuscrita decía: “Conscriptorem optimum memoro”. En el Hotel d’Allèves no hay fantasmas. O al menos a mí no se me ha aparecido ninguno. ¿Y a usted? Me imagino que tampoco. A menos que me considere a mí un fantasma. Y no se equivocaría mucho. Todos lo somos de alguna manera, aunque solo a partir de cierta edad comenzamos a darnos cuenta..


sábado, 10 de agosto de 2013

Historias de hotel: Un secreto


Un viernes apareció por la tertulia un poeta argentino que estaba haciendo los cursos de doctorado en la Facultad de Psicología. Los poemas, muy derramados y crípticos, me interesaron poco, al contrario que las historias que contaba. Antes de recalar en España, había ejercido mil y un oficios, entre ellos, como no podía ser de otra manera, el de psicoanalista. A mí me vio muy tenso, muy huidizo, con no sé qué tensiones no resueltas y se ofreció a ayudarme. Me atendería gratuitamente, según repitió, pero yo sabía que andaba mal de dinero, así que acepté –me divertía ser psicoanalizado como un personaje de Woody Allen– con la condición de abonarle su trabajo razonablemente.
            Para mí aquello era un juego. Me tumbaba los martes y los jueves en el sofá de mi casa (previamente había que quitar los libros que lo llenaban casi por completo) y el se sentaba, a mi cabecera, en el único sillón que hay para las visitas.
            No tardé en sentirme algo incómodo con aquel juego. Yo le contaba la mezcla de medias verdades y completas mentiras que suelo contar habitualmente cuando escribo de mí mismo (no tengo otro tema), pero él sabía hábilmente separar unas de otras.
            “Encuentro muchas resistencias”, me dijo. “Eso es señal de que estoy poniendo el dedo en la llaga”. Sí, lo estaba poniendo y a mí eso no me gustaba mucho. Me acordé de Rilke, que no quiso someterse al psicoanálisis porque temía que si se libraba de sus conflictos y de sus angustias ya no podría escribir. Un viaje que me surgió por entonces fue un buen pretexto para interrumpir las sesiones, que ya no se reanudaron.
            Recuerdo bien que la última tarde en el sofá habíamos estado hablando de Coimbra y de un encuentro en el parque da Sereia. Él quería seguir indagando, intuía que allí había algo importante, pero yo me negaba a entrar en más detalles.
            Esto fue hace algunos años. Últimamente se me ha acentuado el desasosiego, el malestar, la sensación de que en alguna encrucijada tomé el camino equivocado.
            Decidido a enfrentarme con mis fantasmas, volví a Coimbra. Me alojé en un hotel que siempre me había fascinado, el Astória, cuyo perfil, que algo me recordaba al Flatiron neoyorquino, se recortaba en el Largo da Portagem, entre la calle que bajaba hacia la estación y el río.
Llamaron a la puerta de mi habitación ya bien entrada la noche. No conocía a nadie en aquella ciudad que me había sido tan familiar hacía treinta años y naturalmente me asusté. “Soy yo, abre”. Me levanté a abrir, en pijama, pensando en que sería alguien que se había confundido de habitación. En el pasillo había una mujer muy joven, sonriente, que no se extrañó al verme. Como si no se percatara de mi extrañeza, me dio un beso y entró decidida.
            Yo había llegado a Coimbra aquella misma mañana. Al abrir la ventana de mi habitación me sorprendió un panorama de tejados que iban ascendiendo hasta la poderosa mole de la Universidad, un panorama muy semejante al que vi el primer día tras un interminable viaje en tren. Entonces la ciudad estaba llena de promesas, ahora de recuerdos, reales o inventados.


            Me había pasado el día acariciando los lugares conocidos: la Rua Ferreira Borges, el café de Santa Cruz, la Praça da República, la Sé Velha, la Porta Ferrea, la Via Latina, el Jardín Botánico… Pero tras la ilusión del reencuentro todo me parecía el desconchado decorado de una obra que hacía tiempo que había dejado de representarse.
            Muchas cosas habían cambiado desde que yo fui estudiante en Coimbra. Ya no cruzaba el tranvía la larga calle que iba desde el Largo da Portagem, junto al río, hata la Igreja da Santa Cruz, ya no existía O Mandarim, en la Praça da Republica, ni el Café Arcádia, ni tantos otros lugares. Seguía existiendo, sin embargo, la librería en el Arco da Almedina donde compré aquellas sobrias primeras ediciones de los diarios de Torga, que él mismo editaba.
            La ilusión de la llegada se fue desvaneciendo a lo largo del día, Al final, de regreso al hotel, tras una cena ligera, a la memoria me venían insistentes unos versos: “Donde fuiste feliz alguna vez / no debieras volver”. Y menos si se trababa de resolver enigmas sin solución.
            Me acosté borracho de melancolía. Tardé bastante en dormirme. Apenas había comenzado a coger el sueño cuando llamaron a la puerta. “¿Quién será?”, pensé. Y recordé un poema de Álvaro Pombo: “No tengo aquí ni amigos ni fantasmas”. Amigos no, ni siquiera conocidos, después de tanto tiempo, pero fantasmas tenía muchos. Pero los fantasmas no llaman a la puerta. O sí.
            La mujer se desnudó y se metió en la cama. Con un gesto me invitó a acompañarla. Yo no sabía qué hacer.
            Recordé una escena de treinta años atrás. Yo me alojaba en una pensión de la Rua Antero de Quental, muy cerca de la Praça da Republica, donde los estudiantes de la Universidad se reunían a beber y conversar hasta altas horas, y del parque da Sireia, lugar de encuentros furtivos. Estuve yo charlando aquella noche con algunos compañeros del curso de Férias; poco a poco se fueron yendo todos. No tenía yo ninguna gana de retirarme al estrecho, caluroso cuarto de la pensión. Era una noche hermosa y llena de estrellas, con una gran luna en lo alto. La plaza se había ido quedando vacía.
Una joven pasó a mi lado, me sonrió y, sin decir palabra, se dirigió hacia la entrada del parque, cuyos tres arcos orientales  parecían abrirse a un mundo donde todo era posible.
            Entré inmediatamente tras ella, pero en la avenida que hay ante la gran fuente barroca no vi a nadie. Me extrañó. No había tenido tiempo para llegar hasta el fondo y desaparecer en la oscura arboleda. Miré a mi izquierda, donde se encuentra el busto de Camilo Pesanha, y a mi derecha, sin verla. Noté de pronto algo extraño y me volví: allí estaba, a mi espalda, muy cerca, casi rozándome con su aliento. “¿Te he asustado?”. Sentí de pronto unos bultos que se movían sigilosos entre las sombras del parque y me asusté aún más. Rápidamente me dirigí hacia la salida y ella me miró triste, sin intentar detenerme.
            No la volví a ver. No tardé en olvidarme de ella, o eso creía. Pronto comenzó otra historia, también en el parque, que me tuvo entretenido hasta que llegó la hora de volver a Asturias.
            Desde aquel largo verano de hace más de treinta años no había vuelto a dormir en Coimbra. Alguna vez pasé por ella, camino de Lisboa, de Oporto o de Aveiro, pero siempre tenía prisa por marchar, me resultaba imposible soportar más de unas horas el peso de tanta melancolía.


            El hotel Astória, con su algo marchita elegancia de los años veinte, me pareció el mejor lugar para firmar una tregua con mis fantasmas. Cumplía además un viejo sueño: en mis tiempos de estudiante siempre había querido alojarme en él.
            Me recosté en una esquina de la cama, sin atreverme a acercarme a la mujer. Se acercó ella y me abrazó con fuerza. No era tan joven como me había parecido en la penumbra. Debía de tener unos cuarenta años.
            Volvieron a llamar a la puerta. Esta vez con mayor intensidad. “Abra o llamo a la policía. Sé que mi mujer está ahí”. La historia de fantasmas que yo me imaginaba se convertía de pronto en una comedia bufa. Seguían golpeando, cada vez con más fuerza. Iban a despertar a todo el hotel.
Me levanté a abrir. Un hombre me apartó de un empujón y fue directo hacia la cama. Estaba vacía. Como había visto tantas veces hacer en el teatro de vodevil y en las películas españolas de los años setenta, registró los armarios, apartó las cortinas del ventanal, entró en el baño. Me miraba luego desconcertado. “Habría jurado que estaba aquí”. Salió deshaciéndose en disculpas. Tendría más o menos mi edad, pero conservaba el pelo y se notaba que frecuentaba el gimnasio. Respiré tranquilo cuando abandonó la habitación.
Lo volví a encontrar a la hora del desayuno. Estaba sentado, solo, en la mesa de la redondeada esquina, una especie de proa que avanzaba sobre la plaza. Me hizo un gesto sonriente y me invitó a acompañarle. Todo el resto del salón estaba vacío. Pensé que querría disculparse. “Usted no se acordará de mí”. ¿Cómo no iba a acordarme? “Coincidimos aquí en los tiempos de estudiante, allá por 1980”. De pronto me volvió a la memoria aquella misma sonrisa, con treinta años menos, y no pude evitar ruborizarme. Él lo notó: “Veo que ya me recuerda”.
Recordaba, recordaba, pero no me encontraba muy a gusto con ese recuerdo y prefería hablar de otra cosa. “Siento lo que ha ocurrido esta noche”, dije. “¿Ha ocurrido algo?”, “Usted vino a mi habitación pensando que su compañera se encontraba en ella”, “¿Mi compañera? Yo he venido solo. Dormí de un tirón toda la noche. Entre sueños creí oír que alguien alborotaba y golpeaba una puerta, pero yo seguí durmiendo tranquilamente”. “Yo probablemente también, pero no tranquilamente.  Tuve un sueño raro. Su mujer se metía en mi cama y usted entraba a buscarla. Qué raro que apareciera en mi sueño si es ahora cuando le veo por primera vez”. “Por primera vez no…”, “Bueno, aquello no cuenta”. Volvió a sonreír. “Quizá me vio en algún momento y la imagen quedó grabada en el subconsciente”.
Esa palabra me trajo a la memoria al poeta y psicoanalista argentino. “Tienes que atreverte a bajar al sótano, tienes que atreverte a enfrentarte con lo que allí vas a encontrar”, me dijo en una de las últimas sesiones. Pero yo, como Rilke, el mayor miedo que tengo es a perder mi miedo, librarme de mi angustia, ver las cosas claras. ¿De qué iba a escribir si no tuviera un secreto del que no me atrevo a escribir?




sábado, 3 de agosto de 2013

Historias de hotel: Aquella noche en Jerusalem


Cuando yo era niño y vivía en Aldeanueva del Camino, el peor insulto que podía hacerse a alguien de Hervás era llarmarle judío. Ahora hay estrellas de David por todas las esquinas y la herencia judía –real o inventada– se ha convertido en su principal atractivo turístico.
            Una de las pocas cosas realmente judías de Hervás es la pastelería La Candela, regentada por Abigail Cohen, nacida en un kibutz de Israel, pero cuyos antepasados anduvieron por Siria y por Argentina y un poco por todas partes.
            Como siempre que vuelvo a mi pueblo, y lo hago todos los veranos, me paso la mayor parte del tiempo en Hervás. Aldeanueva es para mí uno de esos parientes a los que queremos mucho, pero a los que no soportamos.
En Aldeanueva, aguanto poco. A la media hora de estar allí ya se desploma sobre mí todo el tedio de la infancia sin libros, las largas horas de la siesta, una enervante, exasperante, asfixiante modorra.
Hervás es otro mundo. Pero estas cosas no las puedo decir porque la vieja rivalidad entre los dos pueblos cercanos –poco más de cinco kilómetros los separan– continúa y no quiero que me declaren persona non grata precisamente en mi pueblo natal.


            Después de visitar el museo de Pérez Comendador, donde hay también una muestra de las esculturas geométricas de Ángel Duarte, tomaba yo un café en La Candela y saboreaba los maamul, las pastas rellenas de dátiles o nueces que se solían comer después del ayuno del Yom Kipur, cuando, por una de esas nada raras coincidencias del azar, apareció en la puerta precisamente la persona en la que estaba pensando. Me la había traído a la memoria aquel exótico sabor: habíamos disfrutado juntos de unos pastelillos semejantes en una cafetería de Jerusalem. “¡Qué alegría verte, José Luis! ¿Qué haces por aquí?”
            Ella se alojaba en el Jardín del Convento y, tras pagar la cajita de pastas que había venido a comprar, me invitó a acompañarla. Aparte del gusto por charlar con una querida amiga, un coleccionista de jardines como yo no podía negarse a conocer un hotel así llamado.
            El Jardín del Convento está en la plaza del mismo nombre, junto a la iglesia, en una hilera de sobrios edificios que a mí siempre me había recordado a la casa Masides, muy cerca de la mía, en la carretera de Aldeanueva.
            ––Es una casa particular adaptada como pequeño hotel de solo siete habitaciones. Los dueños viven en el último piso. Yo vengo siempre que ando enredada con un libro nuevo y necesito concentración. Lo mejor es el jardín. Ya lo verás.
            Lo vi y tuve la sensación de que no lo veía por primera vez. Muchas veces había soñado con aquel lugar, con esos setos en forma de laberinto, con la palmera, con los macizos de flores y la serranía del fondo.  Era exactamente el jardín entrevisto en mi infancia tras las altas verjas del otro lado de la carretera, el jardín que yo he tratado siempre de reencontrar en todos los jardines del mundo.


El jardín de mi infancia solo existe ya en mis sueños, aunque ahí sigan sus muros y la gran puerta de hierro. No hay nada tras ella, solo la burla y la desolación: la barbarie municipal lo ha convertido en una polvorienta pista para eventos varios.  Únicamente ha respetado el inmenso castaño que se eleva sobre la carretera para dar testimonio de lo que una vez fue.
            ––Te voy a contar una historia que te hará este jardín aún más fascinante. Tú sabes de sobra quién fue Severiano Masides. Editaste con Ana Reviriego su único libro, La estela de un campesino, pero lo que no creo que sepas es que el modelo de su casa en Aldeanueva es esta en la que ahora estamos. Y su jardín quiso ser una réplica de este mismo jardín que ha conservado bastante de su original disposición isabelina. Severiano Masides acabó siendo un conservador, partidario de Primo de Rivera, al que Alfonso XIII concedió la medalla del trabajo. Recuerda uno de sus aforismos: “A una democracia impuesta por el fanatismo, prefiero una dictadura inspirada en la templanza y la virtud”. Pero no siempre tuvo esas ideas, que se fueron acentuando hasta la caricatura en sus descendientes. En su juventud, fue un liberal y un revolucionario. Participó muy activamente en las conspiraciones que destronaron a Isabel II y por eso le nombraron alcalde en Aldeanueva tras la Gloriosa, tras la revolución de septiembre. Esta casa la acababa de construir un comerciante que había hecho su fortuna en América. Severiano Masides, que entonces tenía poco más de veinte años, se enamoró de la casa, del jardín y de la mujer del dueño. Al parecer fue correspondido, al menos durante una noche y en este mismo jardín. Pero quedan muy pocos datos de esa relación. De un lado y de otro se ocuparon de borrar todas las huellas. Yo quería hacer un trabajo de investigación, pero creo que voy a terminar escribiendo una novela. Hay verdades a las que solo la imaginación puede llegar.


            ––De la autobiografía de Severiano Masides, dos pasajes me gustan especialmente. Solo fue a la escuela hasta los nueve años, pero nada le gustaba más que leer. Como la lectura escaseaba, convenció  a sus padres para que le pidieran a un vecino, que estaba suscrito a La Iberia, los números atrasados. A mí me pasó lo mismo. Vecino nuestro era el peluquero del pueblo, suscrito al ABC, y los ejemplares viejos del ABC fueron mi primera biblioteca. Supongo que no entendía gran cosa, pero lo devoraba todo. Todavía recuerdo unos versos citados en una reseña de un libro de Gerardo Diego. Me parecieron tan malos que me los aprendí de memoria: “Cuando yo era niño, me traía el mar / las cadencias de don / Emilio Castelar. / Hoy me deleita, raro sireno, / don José María Pemán, / el bueno”.
            ––Se ve que ya de niño ibas para crítico literario feroz.
            ––Al niño Severiano le entusiasmaban las campañas políticas de Calvo Asensio y también los versos que se publicaban en el periódico. Sin saber nada de métrica, se atrevió a escribir un soneto y se lo envió al director de la publicación. Y poco tiempo después, cuando estaba con su padre trillando en la era, llegó la madre con una carta en la mano. Ella no sabía leer y temía que fueran malas noticias. Pero la carta venía con membrete del Congreso de los Diputados y estaba dirigida a aquel niño de un pueblo remoto. Calvo Asensio le agradecía cariñosamente sus versos. Desde entonces su mayor ilusión era abandonar el pueblo y dirigirse a la Corte, hacer allí carrera política. Se sentía destinado a grandes cosas. Pero tú todo esto, si estás escribiendo una novela sobre él, ya lo sabes de sobra.
            ––Me gusta oírtelo contar. Creo que en alguna parte le comparas con un personaje de Galdós, con el Felipín de El doctor Centeno.
            ––Sí, parece un personaje de Galdós o de Balzac, uno de esos jóvenes provincianos que llegan a la capital dispuestos a conquistarla o incendiarla. Poco después de la historia de la carta, el padre de Severiano llegó del mercado de ganado, que se celebraba todos los miércoles desde la época medieval, con la que al chico ambicioso e impaciente le pareció la mejor de las noticias: le había “ajustado” (como se decía entonces) para llevar cerdos a Madrid y debía prepararse para emprender de inmediato la marcha. Era invierno y el viaje a pie por tierras de Ávila y el puerto de Guadarrama, malcomiendo y durmiendo en la cocina de los mesones con un poco de paja encendida por toda lumbre, se hacía interminable. El joven porquero estaba impaciente, le parecía que llegar a la Corte y conquistar la gloria sería todo uno. Tras veinte días de caminata, cerca de Villalba se presentó el dueño y dispuso el embarque del ganado en esa estación. Eran dos porqueros y cada uno iba apretujado con los animales a su cargo en un vagón plataforma. Al llegar a la vista de Madrid, su compañero le señaló un edificio que sobresalía entre todos y le gritó: “El Palacio”. Y lo que pensó Severiano fue: “Algún día despacharé en él de ministro o moriré en un asalto como un mártir de la libertad”.
            –-No fue ministro, pero sí un gran terrateniente y fue condecorado por un nieto de aquella reina frescachona a la que contribuyó a expulsar de España y de la que quizá, como todos los revolucionarios de entonces, estuvo un tiempo secretamente enamorado. Quién le iba a decir que toda su fortuna desaparecería, tras su muerte, en las ávidas manos de quienes de joven tanto combatía.
            –-No le importaría. De viejo se convirtió, como nos ocurre a casi todos, en todo aquello contra lo que luchaba a los veinte años.
            (Mientras hablábamos, había ido atardeciendo en el jardín. Ya casi era de noche, pero aún no se habían encendido las luces. Miré a mi amiga y recordé el susto de aquel otro anochecer cuando nos encontramos, cerca de la puerta de Solimán, en medio de un altercado entre adolescentes palestinos y soldados israelíes, y la noche luego en el hotel. Del amor imposible de Severiano Masides quedó un jardín y luego no quedó nada. Como no quedó nada, nada, de aquella noche en Jerusalem. Salvo este jardín, en Hervás, por el que tantas veces había paseado en sueños sin haberlo visto nunca y esta mañana encuentro al despertar.)