sábado, 17 de agosto de 2013

Historias de hotel: Cambio de manos


Dejar la Place des Terreaux, abrasadora a aquella hora de la tarde, en la que deslumbraban los oros del Ayuntamiento, y adentrarse en el claustro del Museo, todo frescor y silencio, era entrar en otro mundo.
Parecía desierto, pero estaba lleno de gente: lectores solitarios, amigos que callaban juntos, parejas que se susurraban dulces secretos… Las fuentes, los árboles, los altos setos, los grupos escultóricos formaban una especie de laberinto.
Yo había llegado solo a Lyon, una ciudad en la que no había estado nunca, aquella misma mañana, con intención de regresar a Ginebra en el último tren de la tarde. Había pateado entera la ciudad, o casi, y estaba agotado.


Nada más sentarme, una sombra en la que no había reparado, desde el banco de enfrente, sonrió y me saludó. Aquella cara me resultaba familiar, pero no fui capaz de darle un nombre ni de recordar dónde la había visto.
            ––¡Qué casualidad encontrarnos aquí! No nos conocemos, pero desayunamos juntos todas las mañanas.
            Sí que era casualidad. Cada mañana, poco después de que yo bajara a desayunar, a las ocho en punto, aparecía otro huésped más o menos de mi edad, que se sentaba en la esquina contraria. Poca gente más solía bajar a aquella hora. A veces desayunábamos solos. El Hotel d’Allèves es un hotel confortable y discreto, en el que se puede dormir con la ventana abierta y solo se escucha el rumor de una fuente.
            ––Permítame que me presente. Me llamo Daniel Calvo, soy profesor jubilado de literatura
            Se notaba que tenía ganas de hablar y como yo llevaba unos cuantos días sin charlar con nadie, acepté con gusto su compañía. Además en seguida me resultó simpático porque, al decirle yo mi nombre, recordó haber leído en el ABC algún artículo mío.
            ––Mi padre trabajó en el ABC muchos años; ese periódico me es familiar desde que era niño.
            –-A mí también.
            Y le conté la historia, que cuento siempre, del vecino barbero que era suscriptor y de cómo aquellas páginas en las que colaboraban Azorín y Pérez de Ayala constituyeron el primer alivio de mi pasión lectora.
            –-Mi padre fue corresponsal en Francia durante los años de la ocupación. Guardaba sus crónicas amarillentas en una carpeta. Yo las leí un día y le reproché que llamara criminales y terroristas a los franceses de la Resistencia y que justificara el asesinato de rehenes. Llegó a escribir que los ocupantes no escogían al azar a los rehenes que fusilaban como represalia sino que los seleccionaban entre individuos cuya culpabilidad en delitos que se castigan con la pena de muerte, como la tenencia de explosivos o la propaganda en favor de los comunistas, estaba perfectamente probada. “Era la retórica de la época –decía él–. Entonces veíamos las cosas así. Los franceses de la Resistencia eran como los etarras o los talibanes que atacan a los americanos o a nuestras tropas en Afganistán”. Mi padre no se arrepentía de lo que había escrito ni de lo que había hecho y yo temía que hubiera algo oscuro en su pasado. “¿Pero a ti por lo menos no te parecería bien lo que los alemanes hacían con los judíos?”, le dije. “Por supuesto que no, pero en eso se ha exagerado mucho y ten en cuenta que los judíos siempre han causado problemas en todas partes. Mira ahora en Palestina”. Mi padre, falangista de la primera hora, seguía siendo un nazi. O eso me parecía a mí, que por entonces, ya se había muerto Franco, era más o menos maoísta. Me distancié de él. Le veía solo en las reuniones familiares y hablábamos lo menos posible, lo imprescindible para no disgustar a mi madre. Murió hace un mes y en los viejos papeles que guardaba me encontré con una sorpresa. En la vida abundan más de lo que creemos esas cosas que solo pasan en las novelas.
            Habíamos dejado el claustro del Museo de Bellas Artes, habíamos ido paseando al azar por calles en sombra y decidimos sentarnos en una pequeña plaza casi toda ocupada por las mesas de una terraza. A un lado se alzaba la fachada aparatosa de una iglesia y al otro una placa recordaba que allí había vivido Luise Labé, la poetisa renacentista traducida por Aurora Luque.


            ––¿Por qué ha decidido usted alojarse en el Hotel d’Allèves? Supongo que porque es tranquilo, silencioso, céntrico. Yo no lo escogí por esos motivos. Esto que le cuento a usted todavía no se lo he contado a nadie. Ya sabe la historia del hotel, ¿no? La habrá leído en la información que dejan en las habitaciones. O quizá no. Nadie lee esas cosas. Antes de ser un hotel, fue un famoso restaurante, Le Mazot, y un bar americano, Le Coq Rouge (por eso aparece un gallo como motivo recurrente de la decoración). En el primero un bebé cambió de manos; en el segundo, se fraguó un complot para asesinar a Franco. En ambos asuntos tuvo que ver mi padre. El local del restaurante, que tenía entrada por la Rue Kleberg, es ahora la sala de desayunos; la recepción ocupa el lugar de Le Coq Rouge, que daba a la Rue Cendrier. En 1957, el propietario de ambos locales decidió convertirlos en el hotel en que ahora nos alojamos. Sé incluso la cantidad que mi padre pagó por mí, una cantidad alta, no se aprovechó de la necesidad de aquella mujer que necesitaba deshacerse de su hijo para emprender una nueva vida. Mi madre era francesa, de Lyon, así que yo que me creía madrileño soy de esta ciudad que ahora visito por primera vez; mi padre, un soldado alemán anónimo, quizá uno de los torturadores a las órdenes de Klaus Barbie. A mi madre, embarazada, le cortaron el pelo y la pasearon por las calles. A punto estuvo de abortar. Logró llegar hasta Suiza con el bebé de pocos meses. Aquí se alojó en alguna institución de caridad y entró en contactó con el intermediario. El plato más apreciado de Le Mazot era el filete a la Chateaubriand, ese montón de carne medio cruda –yo soy vegetariano– que le encantaba a Napoleón y al autor de las Memorias de ultratumba. Me imagino que eso es lo que devorarían en aquella cita mi padre y aquel hombre. Un grueso sobre de billetes pasó de unas manos a otras y un bebé de unos brazos a otros. Espero que la mayor parte de ese dinero fuera para aquella pobre mujer y no se quedara en las garras del intermediario. Espero que pudiera rehacer su vida, lejos de la Francia que la había maltratado. La que para mí sigue siendo mi verdadera madre murió hace ya bastantes años, sin que nunca me confesara nada. Ya no puedo preguntarle ninguna cosa, y me alegro por ello. No creo que le gustara revolver este asunto. Mi padre, en cambio, guardó cuidadosamente todos los papeles para que yo un día conociera mi verdadera historia. No sé si me ha alegrado saberla. Debería pasar por el Museo de la Resistencia, revisar archivos. Ya sabe usted que Lyon fue una de las capitales del colaboracionismo, que aquí aclamaron a Petain como en ninguna parte de Francia, y que aquí delataron a Jean Moulin y deportaron hacia los campos de exterminio a miles de judíos. Y todo aplaudido por buena gente, por honrados padres de familia, por cristianos que cumplían escrupulosamente los preceptos de su religión. Y luego hubo otros crímenes, otras venganzas que no se recuerdan en ningún museo. ¿Era un criminal de guerra el soldado que, en la desbandada final, se acostó con una anónima muchacha francesa? ¿Lo era mi padre, que compró su hijo a una mujer necesitada? ¿Qué habría sido de mí si él no me hubiera comprado?
            Volvimos juntos a Ginebra en el último tren, el de las ocho treinta. Delante de la estación de Perrache, tapando su fachada, han construido un poco afortunado centro comercial. Desde su terraza, mi acompañante me señaló un sólido edificio art nouveau, el hotel Chateau Perrache, según se leía en un cartel sobre la fachada.


            –En 1943 se llamaba el Hotel Terminus y era la sede de la Gestapo. Ahí ejercía sus habilidades Klaus Barbie. Ahora ha vuelto a ser un hotel. ¿No oirán los gritos de los ajusticiados los que duermen en sus habitaciones? Por Internet circulan historias de fantasmas con él relacionadas. Ahí pensaba alojarme yo, incluso había hecho la reserva. Pero no fui capaz. Por eso preferí quedarme en Ginebra, uno de los lugares más propicios a la felicidad, según la frase de Borges. ¿Ha visitado usted ya su tumba? Cuando yo lo hice, el lunes pasado, me encontré con una edición en japonés de El Aleph que algún lector agradecido había dejado como ofrenda. La dedicatoria manuscrita decía: “Conscriptorem optimum memoro”. En el Hotel d’Allèves no hay fantasmas. O al menos a mí no se me ha aparecido ninguno. ¿Y a usted? Me imagino que tampoco. A menos que me considere a mí un fantasma. Y no se equivocaría mucho. Todos lo somos de alguna manera, aunque solo a partir de cierta edad comenzamos a darnos cuenta..


8 comentarios:

  1. A la larga, todos profesores de literatura jubilados. Empezamos a darnos cuenta de nuestras fantasmadas, la poesía se va casi siempre con otros y para consolarnos inventamos alguna historia.

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  2. Todos profesores de literatura si hemos tenido la suerte de ser profesores de literatura y de llegar a la jubilación. En estos tiempos, y quizá en cualquier tiempo, un regalo ambas cosas.

    JLGM

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  3. “A la larga, todos profesores de literatura jubilados” o la frecuente pérdida de lo poético con el paso de los años. Malos y definitivos hados obrando en las neuronas contra la razón poética, organizando nuestras palabras y vidas en cada vez peores condiciones: ética y estética encadenando solo derrotas.

    Y en consonancia con su respuesta social, señor Martín, quizá influye todavía más el peso original que tuvieron que soportar las pobres humanas neuronas buena parte de la vida. Ganarse la vida acarrea perdérsela en el camino antes del fin, eso parece en muchos casos. ¿Regalos haber sido profesores de literatura y retirados disfrutar de cierta calma y dos mil euros de pensión? Que al menos siempre exista la posibilidad de seguir pensando en pensiones y trabajos dignos para todos, convendrá usted conmigo.

    Por sus “historias de hotel”, felicidades y gracias.

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    1. ¿Maleficios obrando contra la razón poética? Sortearlos, siempre en sueños, forma parte de nuestra condición. En sueños, porque en la vigilia es verdad que son muchos los factores confabulados contra el mirar poético.

      Pero ahí están los espejos formando parte de la inevitable y necesaria fantasmagoría ; los precisamos para "reconocernos": blancos espejos exorcizando todos nuestros vértigos...

      Así dice Borges en su onírico "Aleph":

      «La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos se conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegíaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales».

      «Yo he sido Homero; en breve, seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto».

      «(...) Vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó».

      Quizás el hecho de no verse reflejado en ningún espejo podría señalar el límite con la rareza poética, ética y estética a un tiempo. Por eso parece propio que Espinosa finalice su Ética diciendo: "(...) En efecto: si la salvación estuviera al alcance de la mano y pudiera conseguirse sin gran trabajo, ¿cómo podría suceder que casi todos la desdeñen? Pero todo lo excelso es tan difícil como raro".

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    2. Gracias por sus palabras y las citas de Borges y el bendito Espinosa.

      "¿Qué hacer con la muerte?, ¿dónde ponerla?"

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  4. Ni la enseñanza de la literatura ni la jubilación tienen por qué suponer "pérdida de lo poético", a mi parecer. (Y conste que ni yo la he enseñado nunca ni tengo edad para jubilarme). Lo poético de veras es raro, entre los profesores de literatura, entre los jubilados y entre los que no son ni una cosa ni otra. Y hay personas de, como se dice, "edad avanzada", que no han perdido o visto disminuir por ello sus facultades poéticas. Baste como ejemplo Borges, que escribió su mejor poesía precisamente a esas alturas.

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  5. Con algún "bolo" que haga Martín, pasará ampliamente de los dos mil de vellón. Pero maldita falta que le iba a hacer; para fabular viajes le basta con sentarse en la mesa de un café y ver el mundo (y sus fantasmas) pasar: total, dos cincuenta. A imitar a Verne, pues.

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  6. Para gustos se hicieron colores. A mí ganarme la vida como profesor de literatura no me parece precisamente un castigo (quizá para los alumnos). Y llegar a la jubilación, por muy poco que a uno le guste que le incluyan entre las "clases pasivas", mejor que no llegar.

    JLGM

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