jueves, 5 de marzo de 2009

Jardín y Averno

Está cerrado el túnel que, entre las tumbas de Virgilio y Leopardi, lleva al Averno y a la gruta de la Sibila. El rayo de sol que, dos días al año, limpiamente lo atravesaba de parte a parte hace tiempo que no puede hacerlo: lo impide la desidia de los hombres.

No es éste el mejor momento para visitar Nápoles: la basura se acumula en las calles, la indignación en las gentes, casi tan harta de intrigantes políticos como de los otros honestos e ineptos. Pero la belleza convulsa, turbia y deslumbrante de la ciudad se conserva intacta. Ni siquiera en los peores momentos –y casi todos lo son— pierde su capacidad de fascinación.

El ruido de los trenes de la estación de Mergellina sirve solo para acrecentar la sensación de silencio y soledad. No sabemos si Virgilio está enterrado aquí, en el añoso columbario. Tampoco importa demasiado. Sabemos que por este lugar anduvo Eneas, en busca de la Sibila, camino del infierno: “Iban oscuros por las sombras bajo la noche sola, / como el camino bajo una luz maligna que se adentra en los bosques”. Es posible que tampoco Leopardi repose tras el mármol solemne. Cuando él murió, casi ciego, una epidemia de cólera –otra más— asolaba Nápoles: su cadáver se confundiría con el de tantos otros anónimos. Pero junto al énfasis neoclásico y mussoliniano de este monumento está la amistad sin tregua de un napolitano, Antonio Ranieri, su Antígona en los últimos y malos días. Y aquí resuenan sus versos sobre “la infinita vanidad de todo”.


En este jardín ilustrado, donde se dan cita las plantas que aparecen en los poemas de Virgilio y Leopardi acompañadas de los versos correspondientes, el tiempo conserva ecos del tiempo sin tiempo en que Eneas se acercó a Nápoles para visitar el infierno. Quizás sigue estando aquí, pero menos en el lago Averno que en el centro histórico –con mugre de siglos— y en tantos otros barrios sin pasado y sin futuro, con solo un precario presente, un vivir de milagro.

Pero también aquí está el paraíso, no solo para el viajero ocasional que llega con los ojos cegados de erudición y magia, sino para el napolitano que charla sin prisa en las terraza del Gambrinus, llena de festivo bullicio via Toledo y via de Chiaia, caracolea orgulloso en su moto y sabe encogerse de hombros ante cada nueva frustración y gozar del instante porque “del mañana no hay certeza”.

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