Aunque nunca he estado en Alejandría, creo que jamás he salido de las salas de su biblioteca. Como Borges, soy de los que se imaginan el paraíso “bajo la especie de una biblioteca” y siempre que he viajado ha sido para ir de una de las sucursales de ese paraíso a otra.
No, no conozco la biblioteca que estuvo en Alejandría –y que ahora mágicamente vuelve a estar- y a la que un mítico incendio inmortalizó en la memoria de los hombres. Pero entré en ella un día feliz de hace ya casi medio siglo. La puerta estaba en la calle Jovellanos, en el número 3. Entré temeroso en aquella gruta del tesoro, tras rondar varios días antes de decidirme, y quedé deslumbrado para siempre. Eran tiempos heroicos, los libros constituían un material escaso –no solo en mi caso y en mi casa- y además peligroso. La biblioteca del Instituto Carreño Miranda –todavía en el hermoso edificio racionalista del Carbayedo— estaba cerrada desde tiempo inmemorial –quizá desde el final de la guerra— y muchos títulos tenían que conseguirse a escondidas, como una rara droga de infaustas consecuencias para la salud pública, para la estabilidad de la dictadura, que entonces parecía perpetua.
Aquella gruta del tesoro no era enteramente de libre acceso. Había un fichero y una ventanilla y por ella se solicitaban los libros. Yo recuerdo la primera vez que –como raro favor- me permitieron circular entre los estantes para que yo mismo localizara el título que me interesaba. Qué deslumbramiento pasear entre las estanterías, acariciar los lomos de los libros. Una pared entera la ocupaba Galdós, todo Galdós, desde La Fontana de Oro hasta El caballero encantado: empecé a devorarla por una esquina y acabé por la otra.
La biblioteca Bances Candamo fue mi casa durante muchos años –todavía lo sigue siendo-, mi primera biblioteca de Alejandría. La segunda la encontré en París, recién muerto Franco. Acababan de inaugurar el centro Pompidou, para escándalo de muchos una especie de refinería en el centro urbano y suntuoso. Pero aquel raro edificio, rodeado de tuberías, guardaba un tesoro en lo alto. Y no me refiero a los cuadros de las vanguardias históricas, sino a la biblioteca rodeada de inmensas cristaleras sobre los tejados abuhardillados, las torres y las cúpulas. Era de libre acceso –algo no frecuente entonces— y algunos lectores se sentaban despreocupadamente en el suelo enmoquetado. No solo había libros en francés, también en otras lenguas, y la sección española atesoraba muchos títulos prohibidos: los tomos de El laberinto mágico, de Max Aub, por ejemplo.
Desde entonces, siempre que voy a París, no dejo de pasar por el Pompidou ni por el cercano centro comercial de Les Halles, que ocupa el lugar del mercado al que Zola llamó “el vientre de París”. Ahora, como un animal mitológico, alberga en su vientre otra gruta del tesoro, una FNAC inagotable, casi infinita.
Llegué a Avilés en enero de 1960. Desde entonces no he dejado de estar en Avilés, aunque estuviera en el más remoto rincón del mundo. Mi primer teatro fue el Palacio Valdés –en él asistí al estreno de El tragaluz, de Buero Vallejo, en 1967- y en cualquier gran teatro que descubra a partir de entonces resuena la emoción de aquella primera vez. Recuerdo la impaciencia con que, en la Metropolitan Opera House, del Lincoln Center, esperaba no hace mucho tiempo el comienzo de un fabuloso Giulio Cesare, de Haendel. El educado murmullo del público iba llenando las butacas. Cerré los ojos: volvía a ser –nunca he dejado de serlo- el adolescente deslumbrado que en Avilés comenzaba a descubrir toda la belleza del mundo.
Avilés, que siempre ha sido el centro de mi mundo, gracias a una iniciativa feliz, se coloca ahora en el centro del mundo. Esos lugares fabulosos con los que soñaba en otro tiempo se acercan hasta Avilés, le dan la mano.
Paseo por el Parque del Muelle y veo, junto al puerto, sobre los restos de la antigua siderurgia, alzarse la grácil cúpula blanca del Niemeyer. No parece obra humana, sino surgida de pronto una noche por obra de algún encantamiento.
Yo lo considero como un regalo personal. El más hermoso regalo que haya recibido, que vaya a recibir nunca.
Buenas tardes.
ResponderEliminarSoy un asiduo lector de los libros de diarios de J.L. García Martín. Me gustaría saber se en breve va a editarse alguno nuevo.
Gracias.
Santi Bruch.
Vaya foto con la obra de Luis Vigil de fondo. Muy buen encuadre.
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