miércoles, 12 de agosto de 2009

De Avilés a Cádiz (10): Duermo en el mar

Atraca el velero junto a un inmenso navío. Salto a tierra y noto su balanceo. Cádiz es un gozoso galeón cargado de tesoros que acaba de llegar de las Indias, o a punto de partir para La Habana. Con qué impaciencia lo vi asomar en el horizonte en una mañana de límpido y fresco azul, de esas que solo se encuentran en el mar. Poco a poco fui distinguiendo elementos en el único trazo oscuro. En un extremo, con su faro antena, el castillo de San Sebastián. En el centro, haciéndose notar con los primeros destellos, la cúpula de la catedral.


Atracamos en el muelle Reina Victoria. Antes de quedar libre para escudriñar a mi aire todos los rincones de la ciudad, tenemos una visita guiada por dos profesores de la Universidad. Yo me preocupo de que nadie se distraiga y se pierda. Un trabajo enojoso, con este calor y con mi impaciencia, que me lleva a trotar siempre en primera fila y a anticiparme a las explicaciones del guía. Un trabajo enojoso si fuera un trabajo, pero solo es un divertimento más. Aguardo a los alumnos que se demoran en una heladería y luego los llevo hasta donde espera el autobús.
Como todavía no tengo sesenta años -me faltan unos meses-, estoy aprendiendo algunas cosas. Por ejemplo, a no interrumpir y a no discutir. Pero, claro, ante el aparatoso monumento a la constitución de 1812 (ahora la ciudad se pone a punto para el segundo centenario) no puedo dejar de decir algo cuando oigo hablar de la invasión napoleónica y de los españoles que se levantan para defender a su gobierno legítimo. No, señor, la legalidad estaba de parte del rey José; lo que hubo entonces fue otra cosa: un motín y una revolución.


La historia de España, como la de cualquier país, está llena de historietas. Qué absurdo, qué ridículo resulta cualquier nacionalismo siempre que no sea el nuestro. Pero yo he aprendido a ver la ridiculez incluso en casa propia. A mí que no me vengan con cuentos patrioteros.
Puesto que todo en Cádiz está dispuesto para conmemorar el fausto acontecimiento del año 12 (el anterior centenario llenó la ciudad de redichas placas conmemorativas), yo también quiero celebrarlo a mi manera y en una librería de viejo de la plaza de San Francisco compro una edición facsímil de la tan nombrada “Constitución política de la nación española”. Resulta fascinante desde el primer capítulo, donde se define a la nación española como “la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”. ¿Y quiénes son los españoles? “Todos los hombres libres nacidos y avecindados en los dominios de las Españas y los hijos de estos”. Esa condición se pierde cuando uno se convierte “en criado doméstico”. Entre sus principales obligaciones se encuentra la de ser “justos y benéficos”.
Cuántas tonterías ha tenido uno que oír sobre la constitución del 12. Cuántas tendré que oír en los próximos años. Me froto las manos ante las veces en que podré llevar la contraria. A ser dócil y tragarme todos los cuentos ya aprenderé cuando sea más viejo. Cuando me dé por leer Millenium y otras majaderías. (Siempre he creído que las modas lectoras son como la gripe A: algo que se contagia involuntariamente, una especie de necia pandemia).
A mí Cádiz me recuerda a Venecia y a Nueva York. A muchos les parece un absurdo, pero yo creo que esa relación, para el que sabe mirar y sabe sentir, resulta evidente. Se trata de tres ciudades navíos, ancladas en medio de las aguas, dispuestas para partir. (Cuando hablo de Nueva York, hablo solo de Manhattan, no del conglomerado administrativo al que ahora se llama así). Battery Park es la quilla de un navío cuyos altos mástiles son los rascacielos. También Venecia, como Cádiz, tiene su puerta de tierra allá en el feo Piazzale Roma, ahora engalanado con el grácil y poco practicable –marca del artista- puente de Calatrava.


De Cádiz me gustan las calles largas y rectas, como los estrechos pasillos entre los camarotes de un barco, con el regalo inesperado de las plazas. De todas ellas, la que yo prefiero es la de la Candelaria, minuciosamente arbolada. Junto a la estatua de Castelar en su más aparatoso gesto tribunicio juegan los niños, vuelan las palomas, se detiene la tarde. La placa que señala la casa en que nació el orador es quizá la más hermosa de esta ciudad en la que tanto abundan.
Para dormir, he de volver al velero. No sé qué tal se dormirá en el angosto camarote recalentado por el sol. Supongo que no demasiado bien. No importa. No tardaré en echarlo de menos.
Regreso al muelle demorándome en la interminable cubierta, a ratos amurallada, a ratos ajardinada, contemplando el negro mar susurrante y el cerco de luces que cierran la bahía.


Se acaba el viaje, y eso pone a estos últimos instantes una guirnalda de melancolía. Pero de sobra sé que los verdaderos viajes empiezan precisamente cuando acaban.
No quiero sentir nostalgia antes de tiempo. Cuando voy a subir al barco, un solitario que lo ha estado admirando se me acerca. “¿Es un buque escuela? ¡Hermosa estampa! ¿De dónde viene? Yo soy marino, ¿sabe usted?”. Escucha luego mi pormenorizada respuesta con admiración y envidia. Y yo disfruto de que un marino de verdad envidie a quien juega a serlo.
Estoy en Cádiz, pero duermo en el mar. No es mala manera de estar en Cádiz, esa ciudad siempre a punto de soltar amarras y aventurarse en el Océano rumbo a La Habana o a Cartagena de Indias.

3 comentarios:

  1. He seguido con envidia tu travesía, por la travesía en sí y por lo bien narrada que está.
    Buen regreso.

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  2. Me gusta como cuentas. Volveré!!!

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  3. Sí, los lectores también sentimos nostalgia.

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