Los días de lluvia, con el barco anclado en el puerto, sin nada que hacer, son infinitos. Pasear por Marín entretiene poco, ya he leído todos los libros y discutido con todos los que tuvieron la paciencia de discutir conmigo. ¿Qué puedo hacer?, me pregunto como uno de esos niños que enseguida se aburren de todo. Pues darme una vuelta por Pontevedra, ¿cómo no se me había ocurrido antes?
En Pontevedra estuve solo una vez, hace más de treinta años. Me queda el recuerdo de plazas apacibles, calles con soportales y una esbelta iglesia de forma raramente cilíndrica. Bajo del autobús y comienzo a caminar al azar por barrios impersonales. No pregunto, me dejo guiar por el instinto. Y una vez más compruebo que es una guía cierta. Primero me encuentro con la iglesia de la Peregrina, al lado el convento de San Francisco y su larga escalera iniciática; un poco más allá, la plaza de Méndez Núñez. En una esquina, asomándose a un alto jardín, un inmenso magnolio, el más hermoso que yo haya visto nunca. Lo coloco en el lugar preferente de mi colección de árboles. Bajo sus ramas, elegante y distante, Valle-Inclán pasea a su perro.
Luego, en el Museo Provincial, se reconstruye el gabinete de Méndez Núñez, con sus libros, sus colecciones de conchas y labrados marfiles y todo el encanto de aquella doña Isabel tan frescachona y tan devota. Valle-Inclán se burló de ella; el casto Méndez Núñez fue siempre su secreto enamorado.
La emoción aumenta en la cámara de La Numancia, la fragata que bombardeó el puerto de El Callao y de la que Galdós contó su vuelta al mundo en uno de los Episodios Nacionales.
No sé muy bien en qué consistió aquella heroicidad ultramarina que tanto dio que hablar en las postrimerías del régimen isabelino, cuando rodaba en coplas de guitarrón la sátira chispera de licencias y milagros. Supongo que no pasaría de un enfático arañazo del viejo león español a las antiguas colonias, pero ahora ya importa poco toda la rancia mitología nacionalista de los bancos sin honra y la honra sin barcos y la España sin honra porque a la reina le gustaba sonreír al más guapo de los guardiamarinas. Importa la sensación de tiempo detenido entre estas nobles maderas que aún parecen balancearse en las no demasiado pacíficas aguas del Pacífico.
Salgo del museo, que se extiende por varios caserones, y toda la ciudad se me figura detenida en el tiempo, sentada a tomarse un café o a pasearse por calles soportaladas.
Añado dos o tres plazas a mi colección, una fuente decimonónica que parece sacarle la lengua al tiempo presente, una armería que seguramente frecuentaron los personajes de Valle-Inclán. Recuerdo luego versos de Miguel d’Ors que hablan de la lectura digestiva del ABC en un viejo café, el Savoy, mientras “la vida iba y venía por la plaza de piedra”.
Qué extraño tiempo el de las ciudades que visitamos de paso, que no sabemos si volveremos a pisar… Nada me gusta más que disfrutar de estos imprevistos. Hoy pensaba estar en Oporto, pero estoy en Pontevedra. Ni pierdo ni gano, pero a Oporto espero arribar mañana, o sea, que gano.
Al anochecer regreso a la Escuela Naval. Ha dejado de llover, asoma el arco iris. Se trata, sin embargo, de una falsa alarma. Las previsiones metereológicas siguen siendo malas. Mañana un autobús nos llevará a Oporto. El barco, si hay suerte, estará allí esperándonos al final del día para conducirnos a Lisboa.
Acabo encontrándole su encanto a la vida en un barco que no puede soltar amarras. Comemos en tres turnos, cada día un grupo ha de ayudar al cocinero, hay tiempo para charlar sin prisas, para observar a este puñado de jóvenes españoles y portugueses sacados de su entorno, a mis sabios colegas. También la tripulación ofrece materia de observación, empezando por el capitán, en nada parecido al del Creoula, tan cordialmente protocolario . El cocinero aprovecha cualquier pretexto para entablar conversación. ¿Qué contará luego de la vida a bordo? Otro cocinero, en una página de Internet dedicada al barco, se refirió a las muchas fiestas de sexo, drogas y rock and roll que habían transcurrido entre estos mamparos. Me temo que lo que ahora contemplan no resulta tan escandaloso, aunque quizá no sea menos divertido. Para mí, bastante más.
El miércoles pasado ni siquiera me imaginaba donde iba a estar este miércoles. Ahora llueve, el barco se balancea con suavidad y mientras ceno con buen apetito pienso en lo rara que es la vida. Hace una semana, no conocía personalmente a ninguna de las personas con las que aguardo a que amaine el temporal. Y me encuentro tan a gusto como si siempre hubiera llevado esta vida. Escucho discutir a Adrián, puro nervio, con Celso, calmosamente luso. “Has de te comportar con más tranquilidad; si no, envejecerás pronto”, le dice. Pero Adrián, que ha protestado por esto y por aquello, no puede hacer nada sin prisa. Como yo. Pero si yo hago todo lo que tengo que hacer con prisa no es porque tenga prisa, sino porque es mi manera de aprovechar el tiempo. También sé perderlo en no hacer nada.
Soy una persona que nunca deja de cumplir una obligación por un capricho. Pero que he tenido la habilidad de ir consiguiendo poco a poco que mis obligaciones laborales coincidan casi exactamente con mis caprichos.
El poema de la lectura digestiva del ABC no es de d'Ors sino de Trapiello. Sigo tus andanzas. Un fuerte abrazo:
ResponderEliminarJLP