Tardó, pero por fin llegó el momento tan esperado. A las ocho de la tarde, con algo de lluvia y cielo encapotado, el bergantín-goleta “Cervantes Saavedra” inicia el desamarre del muelle de la Escuela Naval. Hemos embarcado algunas horas antes. El capitán, antes de la partida, no da algunas indicaciones que a mí, por lo menos, me meten el miedo en el cuerpo. No hay que dejar nada enchufado en el camarote, ni siquiera el móvil recargándose, porque es fácil provocar un cortacircuito y entonces el barco, todo de madera, se convertiría en una bola de fuego en menos de cinco minutos. Y totalmente prohibido pasear por la cubierta principal cuando llueve y el mar está agitado: es fácil resbalar, caer al agua, no ser visto. “No debe ser agradable –añade con cierto humor negro—ver el navío alejarse y uno quedarse allí a merced de las olas”.
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Cuando el barco ya enfila la salida de la ría de Pontevedra, comienzan las instrucciones de seguridad: balsas, chalecos salvavidas, bengalas de aviso. No aumentan precisamente mi sensación de seguridad. Pero luego, en la proa, viendo al barco romper las olas entre las dos hermosas orillas que se van oscureciendo poco a poco, me siento tranquilo y bien.
Sigue lloviendo, aumenta el viento. Cubierto con el chubasquero naranja, dejo que viento y lluvia me den en la cara. Se está bien ahí, camino del mar abierto, rumbo a lo desconocido. Mentalmente me recito, cómo no, a Espronceda: “Navega, velero mío, sin temor, / que ni enemigo navío, / ni tormenta ni bonanza, / tu rumbo a torcer alcanza / ni a detener tu labor”.
Pero este buque-escuela no es el velero pirata de Espronceda. El mal tiempo arrecia, los cabeceos son cada vez mayores, algunos comienzan a vomitar. Yo los miro con aire de superioridad, como creyéndome el rey del mundo.
Estoy algo mojado, no quiero resfriarme y decido bajar al camarote a cambiar de ropa. Llegar hasta él por el estrecho pasillo ya es una odisea, realizar cualquier actividad en el diminuto receptáculo es como hacerlo dentro de una coctelera que alguien agita velozmente. Bastante tengo con no chocar con una esquina, con uno u otro mamparo. Cometo el error de tenderme un momento en el cubículo. Inmediatamente comienzo a sentirme mal. Vuelvo a cubierta, me resguardo debajo de una de las lanchas salvavidas, trato de concentrarme en la línea del horizonte, desentenderme de las olas y los bandazos.
Aunque llevamos más de una hora de marcha, aún no hemos salido de la larga ría y a mí el escenario comienza a recordarme al de la película La tormenta perfecta. Creo que son solo temores míos, y decido concentrarme en el paseo que voy a dar al día siguiente en Oporto. Pero de pronto el barco comienza a cambiar de rumbo. A mí me parece que estamos dando la vuelta. Me imagino que será falsa impresión. Pregunto y no es así: regresamos a Marín.
“Vaya, me digo, así que la peligrosidad no era solo una temerosa imaginación mía”. Me entero de que los vientos son de 30 nudos, con rachas de 34, por la amura de babor y eso que aún no hemos llegado a las islas Cíes. A partir de allí la situación será mucho peor. El capitán decide no arriesgar el barco ni el pasaje. Parece además que hay pequeñas lanchas de pesca por estos lugares y cabe la posibilidad, en estas condiciones, de hundir alguna.
Tenemos la suerte de que en la Escuela Naval nos permiten atracar, con lo que la seguridad y la comodidad es infinitamente mayor que si solo fondeáramos. A las doce de la noche ya estamos de nuevo en el punto de partida.
Estoy cansado, regreso a mi camarote, diminuto, pero donde nada se mueve, nada danza. Cuando lo vi la primera vez me pareció que hay nichos más espaciosos. Ahora no lo cambiaría por la más lujosa suite del Palace. Me acuesto y, por primera vez en bastantes días, duermo como un lirón y de un tirón. Me despierto cuando Horacio, uno de los tutores pasa, poco después de las siete, dando con los nudillos en la puerta de los camarotes y anunciando que es la hora de levantarse.
El desayuno resulta bastante caótico, es necesario reorganizarlo todo. Charo, Rosario Martínez, que es la cabeza organizadora, se encuentra desbordada. Hay una cierta bicefalia en la expedición, los portugueses son muy conscientes del afán imperialista tradicional de los españoles, y a veces cuesta algún esfuerzo ponerse de acuerdo.
Yo me levanto con el optimismo de costumbre. Incluso me alegro de volver a Marín. El día de la llegada todo me resultaba ajeno y distante en este recinto militar. Pero ayer por la mañana, después de saludarnos el comandante-director, nos enseñó el recinto un capitán de corbeta que demostró ser un digno heredero de los marinos ilustrados del siglo XVIII. Estuvimos en el planetario y en un mágico simulador de navegación, tan perfecto que hubo algunos que sintieron síntomas del mareo, a pesar de que el suelo no se movía. Podíamos entrar en el puerto que quisiéramos, atracar, hacer cambiar el tiempo a voluntad. Un maravilloso juguete, un magnífico instrumento de práctica para los capitanes.
El día grande de la Escuela es el 16 de julio, cuando el rey entrega los despachos a una nueva promoción. Este año el acto quedó deslucido por un violento chaparrón. El rey y la ministra de Defensa aguantaron a pie firme y pescaron una buena mojadura.
Vuelvo a la Escuela Naval como si volviera a casa. Nos prestan un aula para que sigan las charlas a los alumnos. Yo me voy a una sala de estudio para poder enchufar el ordenador, redactar estas líneas y revisar las fotos. Tengo una hora, luego empieza mi clase. Quién me iba a decir que una imprevista tormenta iba a convertir la Escuela Naval de Marín, ahora casi sin nadie tras el ajetreo del día del Carmen, en uno de mis familiares lugares de trabajo.
El azar suele hacerme esos regalos. ¿Solo a mí? No creo. Lo que ocurre es que yo, al contrario que otros, siempre los estoy esperando y no dejo escapar ninguno.
Cuando era más joven, fantaseaba con comprar un barco y vivir en él, pero debe de ser bastante aburrido. En cuanto al humor negro del capitán, me recuerda a una horrible película (cómo no) en la que los protagonistas van a hacer submarinismo en alta mar, se olvidan de ellos y se los acaban comiendo los tiburones. El cine y sus recreaciones: variaciones del Infierno de El Bosco. ¡Qué diferencia con la escena similar de La Eneida, escrita hace más de veinte siglos!
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