sábado, 31 de agosto de 2013

Historias de hotel: Anita


Uno cree viajar a diferentes ciudades y viaja siempre a los libros que ha leído. A veces pienso que para mí tras los límites de mi biblioteca se acaba el mundo.
            A Biarritz fui porque por allí habían pasado todos los amantes golfos de las novelas del siglo XIX y también un amigo que encontré en la adolescencia y que aún no me ha abandonado, Pío Baroja. En un hotel muy cercano a aquel en que yo me alojo, que entonces no existía, terminó en octubre de 1924 Las figuras de cera, una de las novelas del ciclo de Aviraneta.  Es la primera parte de una trilogía que en buena parte transcurre muy cerca, en Bayona, durante la primera guerra carlista. El protagonista, un adolescente tímido y soñador, vive en la Petit Bayonne, al lado mismo de donde se unen sus dos ríos: “De noche, después de cenar, se asomaba a la ventana de su buhardilla, fumaba y fantaseaba, veía enfrente el Reducto con sus tejados, sus murallas y sus garitas, y el río de aguas oscuras, verdaderamente siniestro. Era un espectáculo sombrío y amenazador el contemplar de noche cómo las aguas negras del Nive iban entrando, de una manera silenciosa y con un murmullo confuso, en el ancho cauce, igualmente negro, del Adour”.
            Lo que yo veía desde la ancha ventana del hotel Café de París no tenía nada de sombrío ni de amenazador. No en vano daba a una plaza llamada Bellevue. Era realmente una bella vista la que formaban la gran playa y el faro, con el antiguo casino a un lado y el que había sido palacio de la emperatriz Eugenia al otro.


            Tardaba en dormirme, a pesar del hipnótico parpadeo del faro que parecía animarme a ir más allá, siempre más allá, a no detenerme nunca.
            Pero yo había quedado varado en Biarritz, sin saber qué hacer, atraído por una quimera. En invierno la ciudad muestra su aspecto más desolado, muy acorde con mi estado de ánimo. Era el único huésped de un hotel que durante la temporada había que reservar con mucha antelación.
            Negros nubarrones se cernían también sobre el horizonte la última vez que Baroja estuvo en esta ciudad, poco antes de la guerra civil. A pesar de todo, y visto lo que vino después, todavía el mundo parecía estar bien hecho, al menos algunos lentos atardeceres.
Tenía Baroja por entonces más o menos la edad que yo tengo ahora, pero él era un anciano ilustre, de barba blanca y andares lentos, al que se quedaban mirando todos aquellos, y no eran pocos, que le reconocían.
Cuando cruzaba la plaza Bellevue, para entretenerse con el espectáculo del cambiante mar, como hacía todas las tardes, le saludaron tres elegantes damas que salían del casino. Dos tenían su edad, la otra bastante menos. En un primer momento estuvo callada, pero luego tras las cortesías habituales y las preguntas por su hermana Carmen, conocida de las señoras mayores, la más joven dijo: “Don Pío, cómo me ha gustado su última novela. Me ha traído tantos recuerdos…”
La última novela de Baroja, recién aparecida, era Las noches del Buen Retiro. “Me halaga usted, pero no puede traerle muchos recuerdos porque habla de una época en que usted no había nacido”. La joven rio a carcajadas y dijo con acento andaluz: “¡Soy más vieja que Carracuca! Y lo que he vivido, madre mía… Podría escribir unas memorias en muchos más tomos que las que algún día escribirá usted”.
Charlaron un poco más, sin que la mujer se decidiera a dar su nombre, y luego se despidieron con la promesa de verse otro día y hablar de los viejos tiempos.
A don Pío le alegró el ánimo aquel encuentro. Siempre había sido tan tímido como enamoradizo. Le asustaban las mujeres de rompe y rasga, que tanto le gustaban a Galdós, pero habría sido feliz en uno de aquellos salones dieciochescos que presidía una mujer ingeniosamente seductora, una madame du Deffand. Ya viejo, y tras una delicada operación que le había dejado muy mermadas ciertas capacidades que nunca había ejercido demasiado, seguía teniendo los mismos amores imposibles que cuando era adolescente. Le atraían especialmente las condesas ilustradas y las estudiantes extranjeras que habían leído algunas de sus novelas y le escribían cartas llenas de admiración.
No volvió a encontrar a la andaluza que presumía de vieja en los días siguientes, aunque hizo todo lo posible, hasta frecuentar el casino. Pero se le aparecía continuamente en sus sueños, incluso cuando estaba despierto, y en sueños se sentía capaz de intercambiar con ella algo más que galanterías.
Y de pronto, cuando más deprimido estaba, se encontró con un tarjetón del Hotel du Palais y una invitación a cenar para el jueves próximo en el restaurante La Rotonda. La letra era elegantemente femenina y la firma constaba solo, como en la más manida novelería romántica, de tres asteriscos. En otros momentos, don Pío habría roto aquel tarjetón y no habría hecho ni caso, considerándolo una broma o un desvarío de alguna de esas locas que tanto abundan en los alrededores de la literatura. Pero se apresuró a aceptar. Aunque lo más probable era que la guasona andaluza quisiera burlarse de él, se sentía capaz de cualquier humillación con tal de volver a verla.


            Cualquier humillación era yo también capaz de aceptar, pero yo no recibía cartas, las escribía sin obtener respuesta. ¡Cómo me avergonzaría ahora que esas cartas salieran a la luz! Me consuelo pensando en los versos de Álvaro de Campos: todas las cartas de amor son ridículas, pero nadie tan ridículo como quien nunca ha escrito cartas de amor.
            La memoria, sin embargo, ha vuelvo grato aquel Biarritz invernal en el que yo daba grandes caminatas por la orilla del mar y más de una vez las olas enfurecidas, en la Roca de la Virgen o en la Côte des Basques, estuvieron a punto de llevarme con ellas. Y no me habría importado demasiado.
            Pero de mi historia hay poco que contar y lo poco que hay no me apetece contarlo. Prefiero seguir con Baroja, que tenía fama de bohemio y descuidado, pero que sabía vestirse como un dandy cuando la ocasión lo pedía. Visitó al peluquero el día anterior y cuando una joven empleada se ofreció para hacerle la manicura no se atrevió a negarse. ¡Si me vieran mis amigos de Madrid!, pensó.
            El restaurante La Rotonda estaba en el mismo suntuoso hotel, rodeado de jardines, que había sido el palacio de la emperatriz. La bella desconocida sin duda alguna quería jugar en terreno conocido. Muy cerca, al otro lado de la avenida, se encontraba la iglesia rusa con sus cúpulas doradas, donde, hacía unos veinte años, se había casado su buen amigo Paul Schmitz, que ahora estaba tan fascinado por Hítler como a comienzos de siglo lo había estado por Nietzsche.
            Un camarero le llevó hasta la mesa reservada. Poco después apareció la anfitriona. El novelista se levantó deslumbrado. “’Parece usted una princesa!”. “Lo soy, o lo he sido”. “¿No me va a decir su nombre?”. “¿Aún no lo ha adivinado?”
            No, no lo había adivinado. Estaba seguro de que no se habían visto antes, él nunca habría olvidado a una mujer así. “¿Y que tal don Ramón? ¿Sigue tan gracioso y tan impertinente como siempre? ¿Y su hermano don Ricardo? Leí que perdió un ojo en un accidente. ¡Lástima!”
            Y siguió preguntando por otra mucha gente, incluso por nombres de todos olvidados. ¿Quién era aquella mujer que tan al tanto estaba de la bohemia literaria de principios de siglo? “¡Pobre Rafael Barrett! ¡Qué mal le trataron todos! En él está inspirado Jaime Thierry, el protagonista de su novela, ¿no es verdad? Creo que luego se hizo un nombre en no sé que país de Sudamérica, en Uruguay o Paraguay”.
            Pío Baroja cuenta el encuentro en un pasaje de sus memorias que finalmente no se decidió a publicar. En el original, que se conserva en la casona de Itzea, en Vera del Bidasoa, está tachado. No me permitieron fotocopiarlo y por eso mis citas no son literales.
            “Tengo en mis habitaciones un álbum de fotos de aquel tiempo. ¿Quiere usted venir a verlo? Y también muchas fotos curiosas de mi época de princesa. A usted, como novelista, seguro que le gustará verlas”.
            Lo que pasó en aquellas habitaciones, la suite imperial del hotel, no lo cuenta Baroja. Pasara o no pasara algo, los memorialistas de entonces eran más discretos que los de ahora y, cuando entraban en el dormitorio con una dama, cerraban cuidadosamente la puerta, no dejaban ni un resquicio para la curiosidad de los lectores.
            Sí contaba que, antes de entrar, le vinieron de pronto a la memoria las noches del Kursaal y unas bailarinas adolescentes que se hacían llamar las Camelias y la boda de Alfonso XIII y los ilustres invitados que llegaron entonces a Madrid, entre ellos el maharajá de Kapurtala… Y también un nombre: Anita. Y se acercó mucho a la hermosa andaluza, quizá más de lo que se había acercado a ninguna mujer, para susurrárselo al oído. Pero no sabemos lo que pasó cuando tras ellos se cerró la puerta.
            A mí, en cambio, en aquellos días de Biarritz, como en tantas otras ocasiones, me dieron con la puerta en las narices. Pero no me apetece hablar ahora de ello. 



4 comentarios:

  1. AY KAPHURTALA

    « (…) A partir de 1910, Anita y el marajá pasaban la mayor parte del tiempo de viaje: primero viajaron por la India, por Decán, Rajastán y el sur, y después, a partir de 1913, por Europa, norte de África, Norteamérica y Sudamérica durante largos periodos de tiempo. Estuvieran donde estuviesen, el marajá y la maharaní de Kapurthala eran los personajes más famosos de la escena social. Los fotógrafos los seguían allá donde fueran. Anita tenía un estilo propio y una forma de vestirse tan particular que todas las revistas de moda querían que saliera en ellas, al igual que las revistas de sociedad. Como de costumbre, los periodistas exageraban la parte de Cenicienta de su historia.

    Había aparecido en revistas como “American Vogue” y “British Tatler” con poco más de veinte años, tanto con vestidos occidentales como con saris indios. Hubo un tiempo en el que la princesa aparecía en los ecos de sociedad de prácticamente todos los periódicos de Delhi a Nueva York.

    La Primera Guerra Mundial comenzó el 28 de julio de 1914 y Anita y el marajá acompañaron a las tropas que éste había enviado a Francia. Después partieron en visita oficial a la Exposición Internacional de 1915, que se celebró en San Francisco y que conmemoró la apertura del canal de Panamá el año anterior.

    De allí fueron a Sudamérica y su primera escala fue Buenos Aires. Conocedor de su deseo de aprender tango argentino, Jagatjit animó a Anita a hacerlo durante su estancia en esa ciudad. La maharaní entró en contacto con el director del Teatro Colón y le comentó que había sido bailaora de flamenco en Madrid y que quería que le diera unas clases. Éste aceptó encantado. Al principio se mostró reticente, ya que hacía tiempo que no bailaba, pero en cuanto salió a la pista notó que aquellos movimientos le salían de forma natural.

    Jagatjit continuó consintiéndole todos los caprichos, le compró todo lo que quiso, la llevó a los mejores restaurantes y le presentó a “la crèmede la crème” de la sociedad sudamericana.

    En 1916, tras varios meses en Sudamérica, volvieron a París. Mientras Jagatjit fue a Londres a reunirse con funcionarios del ForeignOffice, Anita permaneció en la ciudad de la luz para ayudar a las tropas sij que combatían junto a los británicos. Organizó numerosos envíos de ropa: calcetines gruesos, abrigos y cualquier cosa que les diera calor. Aunque su mayor tarea fue asegurarles que llevaría personalmente sus cenizas a la India si morían en el campo de batalla. La muerte no era a lo que más temía el batallón sij, sino a que sus cenizas no llegaran a Kapurthala (…) ».

    [“Ansí” es la vida,“asij”.]

    http://es.scribd.com/doc/142541220/Akhtar-Maha-La-Nieta-de-La-Maharani

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    1. En diálogo oído o inventado por José Bergamín, más o menos así:

      ―La vida es “asín”.

      ―Y mucho más “asín” de lo que usted cree.

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    2. Asín o ansí o asíj… Sijs y nojs, los hunos y los hotros con que jugaba horrorizado Unamuno…

      El mundo, la vida, lo que sea, espantosamente increíble siempre. Sí.

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  2. Interesantes datos sobre un fascinante personaje.

    JLGM

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