Domingo, 4 de septiembre
QUIZÁ
Llego con varias horas de retraso. Es casi media noche. Frente a la estación, y en la calle cercana, hay todavía alguna gente. Pero cruzo el puente sobre el canal del Cannaregio, atravieso un sottoportego y la ciudad deja de ser real para convertirse en el escenario de una historia de fantasmas. Ni un alma, ni un ruido, salvo el eco de mis pasos. Cruzo el campo del Ghetto Nuovo, que parece más inmenso ahora sin nadie. Atravieso un puente. Calles estrechas, canales oscuros, y el cielo sin una estrella.
Si no encuentro el lugar al que voy, en este barrio perdido, ¿a quién preguntar? Me sentaría en el escalón de un puente a esperar a que amaneciera. Y entonces se iluminaría una ventana frente a mí, y una voz diría: “¿Por qué has tardado tanto?”
Me detengo un momento, cierro los ojos. Detrás de alguna de estas fachadas oscuras, está el jardín que busco, el centro del laberinto. Cierro los ojos, y ahí estás: “¿Por qué has tardado tanto?”
Juego a que estoy perdido. Sé que tras cruzar el primer puente, he de caminar a la izquierda, por la orilla del canal, luego seguir una calle que termina en otro puente, volver a caminar a la izquierda de la fondamenta hasta que la interrumpe una verja a la que asoma un rosal. A la derecha está la calle dei Reformati y en ella el lugar que busco, un antiguo squero o taller donde se arreglan las góndolas, ahora convertido en residencia. Juego a que estoy perdido para disimular que estoy perdido.
Cierro los ojos y a la memoria me vienen los versos de Borges: “Pienso también en esa compañera / que me esperaba y que quizá me espera”.
Lunes, 5 de septiembre
SAN JORGE Y EL DRAGÓN
Mañana lluviosa y desapacible. Tengo muy cerca la iglesia de S. Alvise, sobre cuyos muros, en el escenográfico techo, se dibujan los muros de la Jerusalem celeste. Pero tras cruzar el puente de la Bonaventura , me encamino en sentido contrario y pronto encuentro el camino cortado por una puerta acristalada. Tras ella, un descuidado jardín con rotas estatuas, juegos para niños, pabellones dispersos acá y allá.
En un portal un anciano inmóvil me mira fijamente, a una ventana se asoma una mujer que, tras verme, la cierra de golpe. El sendero que sigo termina en medio de la maleza. Entre los huecos de la vegetación se entrevé el gris de las aguas plácidas. Creía saberlo todo de esta ciudad, a la que tanto me gusta volver, y al primer paso que doy ya estoy en otra ciudad secreta.
Suena el teléfono. Es mi amiga Marina Gasparini, que lo sabe todo de los infinitos laberintos de este laberinto: “Estás en un antiguo hospital psiquiátrico, ahora me parece que han hecho viviendas sociales”. Y el lugar calmo y apacible se convierte de pronto en un lugar siniestro. Busco la salida, no la encuentro. La mujer ha vuelto a abrir la ventana y me mira, o eso me parece, como miran los niños a la mosca atrapada en un vaso de cristal puesto boca abajo. Tengo la sensación de que por mucho que gritara, como en las pesadillas, nada se oiría.
Pero un instante, o una eternidad, después encuentro el lugar por donde entré y entonces me fijo en que hay un cartel que prohíbe la entrada y que al lado hay una especie de corredor con raros trampantojos. No me atrevo a seguirlo. Vuelvo a la orilla del canal, camino rápido hacia S. Alvise, respiro aliviado al pisar terreno conocido.
Pero no hay terreno conocido, de sobra lo sé. En cualquier lugar, aparece una grieta, una puerta, una piedra que nos hace tropezar y nos lleva a otro mundo.
Vivo en una casa llena de habitaciones cerradas a las que no me atrevo a entrar, y de vez en cuando oigo ruidos, un charco de sangre asoma por debajo de la puerta.
Para olvidarme de que estoy perdido juego a que estoy perdido. Voy de iglesia en iglesia, en esta mañana lluviosa, tratando de distraer mi angustia (¿Por qué has tardado tanto?) con sus penumbrosas maravillas.
En San Giobbe, al otro del Ponte dei Tre Archi, mientras contemplo la cúpula de la Cappela Martini , una voz de mujer, aterrada, pide ayuda. Es la chica que cuida la entrada (una iglesia, tres euros; un pase para diecisiete, válido por un año, diez euros). Habla muy rápido, no se la entiende. Pero sus gestos son inequívocos. La ha asustado un monstruo que se ha colado en el pequeño habitáculo donde trabaja. Sonrío. Me siento como San Jorge que ha de salvar a la princesa. Cojo una de las cartulinas informativas y con ella levanto al dragón, en realidad una diminuta lagartija, y cuidadosamente lo dejo fuera. La princesa, libre de la amenaza, sonríe y me da un beso.
Martes, 6 de septiembre
TODO ME FALTA
Huelga de transporte. No circulan los vaporettos. Y es hoy cuando tengo una cita para visitar el nuevo laberinto que esta ciudad de laberintos ha construido en la isla de San Giorgio Maggiore. Solo se puede visitar los sábados y domingos, pero la persuasiva Marina me ha logrado concertar una cita para hoy. Vamos de una parada a otra hasta encontrar aquella donde funcionan servicios mínimos.
Antes de llegar al nuevo laberinto, hay que cruzar dos claustros, el de los cipreses y el de Andrea Palladio. Los había visto muchas veces desde lo alto del Campanile, pero nunca los había atravesado. En su armonioso silencio apetece quedarse para siempre.
Desde la terraza de la nueva residencia de la Fondazione Cini contemplo, por fin, el laborioso homenaje a Borges. Los setos trazan doblemente su nombre y dibujan una clepsidra, un bastón de ciego, una interrogación… Pero, laberinto por laberinto, yo preferiría perderme en la Nuova Manica Lunga, la biblioteca que ocupa el antiguo dormitorio de los frailes y que termina en un ventanal sobre el puerto deportivo y el bacino de San Marco. Ese corredor abovedado, un claro laberinto rectilíneo, me gusta más que la de Baldassare Longhena, con sus oscuras estanterías barrocas y los libros bien protegidos en ellas. En la Manica Lunga los libros están al alcance de la mano y uno puede dejarlos sobre la mesa para seguir trabajando, o disfrutando, al día siguiente.
Pero ni siquiera este prodigioso lugar me haría aceptar una larga estancia en este lugar. Soy como un gato viejo al que no le gusta abandonar su territorio. De vez en cuando hago una exploración por los alrededores, pero en seguida vuelvo a casa.
Desde el campanile vuelvo a ver el verde laberinto borgiano. Es para recorrer con los ojos, un laberinto para leer. Y solo repite un nombre: Borges, Borges. No hace falta más porque, como el prodigioso Aleph, esas sílabas contienen el Ródano y el Arno, las calles de Buenos Aires y los rojos laberintos de Londres, “lunas, marfiles, instrumentos, rosas, / lámparas y la línea de Durero, / las nueve cifras y el cambiante cero…”
Y también la “Venecia de cristal y crepúsculo” que, en la dedicatoria de Historia de la noche, le ofrece a María Kodama. Ahora la tengo en torno mío, entre el azul verdoso de la laguna y el cambiante cielo (al fondo, con turbante de nubes, las montañas del Friuli).
Nunca, a ningún rey, a ningún emperador, le ofrecieron un más prodigioso presente. Lo tengo todo y, sin embargo, todo me falta: “Que no daría yo por la dicha / de estar a tu lado / bajo el gran día inmóvil / y de compartir el ahora / como se comparte la música / o el sabor de una fruta”.
Miércoles, 7 de septiembre
EL ARTE DEL LUGAR
El arte es ilusión. Es arte lo que, quienes saben de eso, nos dicen que es arte. Paseo desdeñoso por los Giardini de la Biennale. Admirando , a veces, algunos pabellones, casi nunca lo que se encuentra en ellos. El menos interesante es el de España, ocupado, no por ningún artista, sino por una idea de Dora García. Entro y un artista, o similar, explica no sé que a un grupo de desatentos alumnos. En una esquina, un joven observa lo que ocurre, lo teclea en su ordenador e inmediatamente lo podemos leer en una gran pantalla: “Entra una mujer rubia, mira a un lado y a otro sorprendida, ¿qué es esto?, le dice a su acompañante…”. Y yo, en voz alta, añado: “Esto es la demostración de que si entre cierto arte y el ridículo solo hay un paso, Dora García ha dado ese paso”. Pero el ordenador no está encendido, el joven hace como que escribe. En la pantalla blanca va apareciendo un texto pregrabado.
Lo mismo me ocurre en el Arsenale. Me gustan los grandes espacios, el jardín de las Vírgenes, que tantas veces había rodeado desde la laguna, pero que hasta ahora solo había adivinado. Aunque las esculturas dispersas acá y allá tienen, a veces, su gracia no consiguen competir con la magia del lugar.
Bangladesh e Irak ocupan dos viviendas consecutivas de la Fondamenta Sant ’Ana. La Biennale permite entrar en suntuosos palacios abandonados. No menos fascinantes resultan estas dos casas, con su pequeño patio detrás, con restos de la antigua cochambre en el baño y la cocina, con sus empinadas escaleras y sus crujidos fantasmales. ¿Qué valen frente a esas ausentes presencias los ingeniosos cachivaches o las fáciles denuncias que los artistas han querido colgar acá y allá? En el estrecho pasillo que separa ambas casas, lleno de maleza, unos uniformados tamborileros (solo se ve el uniforme y el tambor: dentro no hay nadie) le ponen hipnótica banda sonora a la melancolía.
Dedico la tarde a descubrir Tizianos, Tintorettos, Bellinis en la penumbra de las iglesias. Pero, de pronto, en una de ellas, tras admirar largo rato una obra de Tiépolo, descubro un pequeño cartel que indica que se trata de una copia, que el original está en no sé qué exposición. Y pienso: si todos esos cuadros que admiré fueran copias, ¿me habría quedado pasmado frente a ellos? De ninguna manera, salvo que no lo supiera. El arte es ilusión, el de ayer y el de hoy.
Si yo me atreviera a ser sincero, diría que el pabellón de los Giardini que más me ha interesado es la cafetería, con su colorido pop y el fragmentado espejo del fondo que todo lo convierte en la viñeta cubista de un inesperado cómic.
Jueves, 8 de septiembre
LA ÚLTIMA COSTA
Cada noche, antes de dormirme, voy oscuro por las calles solas, como en el verso de Virgilio, hasta la parada de S. Alvise. Apoyado en el parapeto, contemplo la negra lámina de la laguna, el cambiante reflejo en ella de algunas dispersas luces. Se oye solo el chapoteo del agua. Sigilosamente se acerca el último vaporetto. Trae unos pocos viajeros, a veces no se baja nadie. Le veo alejarse como un fanal fantasmal sobre su tembloroso reflejo. Se adivina al fondo el muro con cipreses de San Michele. ¿Cómo no pensar en otra laguna y en los dos versos con que Francisco Brines termina el último poema de su último libro: “Mi madre me miraba, muy fija, desde el barco, / en el viaje aquel de todos a la niebla”?
"Querido amigo: ¿usted no ve como todo lo que sucede es siempre un comienzo? ¡Y comenzar, en sí, es siempre tan hermoso! Deje que la vida le acontezca. Créame: la vida tiene razón en todos los casos" R.M.R.
ResponderEliminara.r.
http://www.youtube.com/watch?v=nvN4cWE7Urs