sábado, 28 de agosto de 2010

Las veladas del jardín: El loco amor

Hay días en que todos los libros hablan de lo mismo. También el Sartor Resartus, de Carlyle, que abrí al azar una tediosa tarde: “El Universo carece de Vida, de Propósito, de Voluntad y hasta de Hostilidad; es una enorme, inconmensurable y muerta máquina girando con la indiferencia de lo muerto para triturarme poco a poco… Vivo en un temor continuo, indefinido y agotador. Soy un hombre trémulo, pusilánime, temeroso de no sé qué. Me parece que todas las cosas, las de arriba, en el Cielo, y las de abajo, en la Tierra, están destinadas a hacerme daño; como si el Cielo y la Tierra fueran las mandíbulas de un monstruo devorador, mientras yo, tembloroso, permanezco a la espera de ser devorado”.
Cerré el libro. Cerré luego los ojos tras mirar hacia la ventana, sabiendo de sobra que una vez más no iba a tener fuerzas para dar el gran salto que tanto me apetecía. Y de pronto, estridente, suena el timbre de la puerta. Lo dejé sonar no sé cuántas veces. “Si llaman otra vez, abro”, dije. Pero no llamaron otra vez y yo me quedé lamentando no haber abierto, como si quien llamaba –seguramente un vendedor— trajera algún remedio para lo que no tenía remedio.
Una súbita curiosidad, rara en mí, me llevó a asomarme a la ventana. En ese mismo momento una mujer que salía del portal alzó la cabeza y nuestros ojos se encontraron. Supe al instante que era Ella, exactamente Ella, la mujer que, sin saberlo, yo esperaba.
Me lancé corriendo escaleras abajo, pero cuando salí a la calle ya había doblado la esquina de la Avenida de Galicia y desaparecido. Sentí una angustia aún más punzante que la que es mi constante compañera. Me faltaba el aire. Con esfuerzo me puse a caminar. Llegué hasta una cafetería cercana, me acodé en la barra, pedí una certeza. Y entonces noté algo a mi espalda, un resplandor. Me volví: sentada en una mesa junto al ventanal estaba Ella fumando distraída, como si esperara a alguien. Yo sabía que era Ella, aunque ahora llevara otro peinado: la luz de sus ojos era la misma.
No podía dejarla escapar otra vez. Con la cerveza en la mano, pensando en lo que le diría, me acerqué hasta su mesa. Antes de que llegara, se levantó bruscamente, saludó con un beso a una joven que acababa de entrar y las dos se marcharon. Pero antes de salir sus ojos se cruzaron un instante con los míos y en ellos se leía un claro mensaje: “No te olvides, te espero donde siempre”. Y no olvidé que me esperaba, lo que no recordaba era dónde.


Estábamos en el jardín, disfrutando de la fresca y clara noche. Almuzara nos había hecho escuchar dos o tres pasajes de L’incoronazione di Poppea; Xuan Bello había leído un poema de Al Mutamid, rey de Sevilla: “El vino derramaba su esplendor solitario, / la noche desplegaba el manto de la tiniebla, / y de pronto la luna llena surgió en Géminis, / como un rey en el apogeo de su pompa y de su fausto. / Pero eras tú: no era la luna llena”.
A todos nos sorprendió la confidencia de Marcos, hasta entonces mudo y atento asistente a nuestras conversaciones. Nos quedamos callados, un poco incómodos, sin saber qué decir. Fue el conde quien rompió el silencio.
“Yo sé quién es esa mujer, amigo Marcos. ¿No has leído a Jung? En todo hombre hay un Viejo Mundo de conciencia personal y, más allá de un profundo océano, una serie de Nuevos Mundos, la terra incognita del alma vegetativa, el Lejano Oeste del inconsciente colectivo, con su flora de símbolos y sus tribus de arquetipos aborígenes. Separado por otro océano, todavía más vasto, en las antípodas de la conciencia cotidiana, está el mundo de la Experiencia Visionaria”.
No pude evitar sonreír ante aquella palabrería más o menos freudiana. Marcos parecía ausente. Tras estar callado un largo rato, según su costumbre, volvió a hablar, sin mirarnos, como consigo mismo.


Todo el día estuve dando vueltas, entrando y saliendo de librerías y cafeterías. ¿Dónde podíamos haber quedado citados? En ninguna parte, me decía. A esa mujer no la has visto nunca antes, aunque no hayas hecho en tu vida otra cosa que soñar con ella. Eso me decía, eso era lo razonable. Pero seguía buscando, seguía tratando de recordar. Cansado, agotado más bien, me senté en un banco del Campo de San Francisco. Alcé lo ojos y me sorprendió una burlesca estampa del dios del amor. A la cabeza me vino el comienzo de un poema de Víctor Botas: “El loco Amor se me posó en los ojos / y te vi como solo él puede ver a sus hijos”. Sorprendido miraba yo el narigudo Cupido picassiano que colgaba, como otras reproducciones del Museo de Bellas Artes, entre las copas de los árboles, cuando unas manos me cerraron los ojos. Las aparté bruscamente, asustado, y me volví: era Ella. “¿Me he retrasado mucho?”, dijo sonriente. “Casi cuarenta años –dije—, solo me falta uno para cumplirlos”. “Pues nadie lo diría”. Me había puesto de pie y caminaba a su lado. “¿A dónde vamos?”. Me besó en los labios, como si tuviera la costumbre de hacerlo a menudo, aunque era –no me habría olvidado de algo así— la primera vez. “¿A dónde vamos a ir? A mi casa”. Me llevó a un ático de la calle Fruela, con una hermosa terraza sobre los tejados del palacio del Principado. Era como estar en París. Un apartamento diminuto, lleno de libros y también de discos. “Pon la música que quieras”, me dijo. Sobre el sofá estaba una recopilación de melodías francesas cantadas por Philippe Jaroussky. Recordé que habíamos escuchado algunas de ellas aquí en el pazo y me pareció que nada era más adecuado para aquel momento que los versos de Verlaine y la música de Reynaldo Hahn: “La lune blanche / luit dans les bois…”. Cerré los ojos mientras me dejaba acariciar por la melodía y tardé en abrirlos, temeroso de que todo fuera un sueño y me encontrara de nuevo en mi habitación, con el libro de Carlyle en la mano y las mandíbulas del tedio a punto de triturarme por completo. Los abrí, por fin, y ante mí había una mujer desconocida que me miraba sonriente. “¿No te habrás dormido?”, dijo. No, no me había dormido, pero era como si acabara de despertar de un sueño. No es que fuera fea, no, todo lo contrario. Pero no era Ella, de eso estaba seguro. “No sabes lo que me alegra haberte encontrado. Me gustan mucho tus poemas, algunos casi me los sé de memoria”. Comenzó a acariciarme el pelo, a desabrocharme los botones de la camisa.
“Pues parece que no eran solo tus poemas lo que le gustaba”, interrumpió Almuzara. Pero Marcos no pareció oírle.


Comencé a sentirme mal, a sudar. “¿No hace mucho calor aquí?”, dije. Y salimos un momento a la terraza. La vista era espléndida, ciertamente. Pero yo no tenía ojos más que para la terraza de la cafetería La Corte. En una de las mesas, una mujer fumaba solitaria ante un libro y una taza de café. De pronto alzó los ojos, como si se diera cuenta de que yo la estaba mirando. Y no tuve ninguna duda: era Ella. Ni siquiera intenté buscar una disculpa. Salí corriendo del apartamento, no me entretuve en esperar el ascensor, bajé sin aliento las escaleras y, apenas pisaba la acera, vi que se levantaba, dejaba el importe de la consumición sobre la mesa y se ponía a caminar hacia mí. Pasó de largo por mi lado, sin que yo le dijera una palabra. Porque de pronto me entró la duda de si ella era en verdad Ella, o si en realidad quien era Ella era la mujer espléndida, más cerca de los cincuenta que de los cuarenta años, que había abandonado de mala manera en un apartamento lleno de libros y discos. Ahora que lo pienso bien, cada vez estoy más seguro de que era Ella. Y la he perdido para siempre. ¿Comprendéis mi desesperación?
Yo creo –dijo el conde— que de quien de verdad estás enamorado es de tu desesperación, y que no estás dispuesto a traicionarla con nadie.

4 comentarios:

  1. lo mejor del relato es un personaje entrando en un bar y pidiendo "una certeza". Le cuadra muy bien al relato y al personaje (e incluso a Marcos Tramón). A veces las erratas escriben por la boca del deseo o de la verdad.
    Por cierto, ¿cuándo saca libro Tramón? Porque preguntar por Almuzara es causa perdida.
    Y una pregunta más. ¿Quá autores que escriben en Asturias -castellano o asturiano- le resultan de interés?

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    1. Es como cuando quieres leer muchos libros y no sabes por dónde empezar.

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  2. Los amores no correspondidos son los más duraderos (J.L.G.M)
    Un buen destino para el Narigudo de Picasso: colgarlo, pero de un árbol.

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  3. la que llamaba a la puerta seguro que era la afrancesada anabel vaga, tan víctima ella y tan vendedora de victimismo, tan amiga de dramatismos adolescentes, jejeje. seguiría rajando, pero es que me doy cuenta de mi malicia, de lo que me divierte ser mala persona con la gente idiota (tan peligrosa)..., y rectifico, como los sabios, para decir que es un sol de chica, enseñándo tatuaje y todo, qué, si no, para qué hacerse un tatuaje nadie si no es para enseñarlo. ja ja ja.

    saludos anónimos.

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