sábado, 4 de septiembre de 2010

Las veladas del jardín: Adiós a todo eso

Los días se acortan, las noches refrescan, las estrellas parecen haber perdido su fulgor y en el pazo hay un invitado más: la venenosa melancolía. Los otros invitados pronto nos iremos, cada uno a su vida, pero ella se quedará aquí para siempre.
El conde está cada vez de más negro humor. Hoy, después de largo rato de silencio, nos ha preguntado si conocemos la diferencia entre espectro y fantasma. Ana ha respondido: “Pero ¿no son la misma cosa?”. El conde ha sacado del bolsillo un libro: “Diciendo espectro evocamos una envoltura; diciendo espectro, un esqueleto. El fantasma se levanta, de noche acaso, entre los follajes de un jardín, semejante a la niebla; el espectro se yergue fatídico entre las colgaduras de un salón, semejante a una sombra. El fantasma nace de la imaginación; suele surgir solo. Al espectro hay que evocarlo. Puede el fantasma no carecer de seducción; un espectro tiene siempre algo que hiela y que crispa. Podemos correr detrás de un fantasma; nunca lo haremos detrás de un espectro. El fantasma es con frecuencia caprichosa falsía; el espectro, una aterradora, una estremecedora verdad: la sombra de un antiguo crimen”.
Luego ha guardado el libro, sin darnos tiempo a ver el nombre del autor, y se ha quedado en silencio. Pronto comenzamos a sentirnos incómodos, como si nos observara fijamente alguien a quien nosotros no pudiéramos ver.
“Me he acostado con muchas mujeres, con infinitas mujeres. Si yo escribiera la historia de mis conquistas, dejaría chiquitas las plúmbeas memorias de Casanova. También con algunos hombres. Con las mujeres lo he hecho por placer; con los hombres, por el placer de escandalizar. Siempre he tenido buen cuidado de no enamorarme, de no insistir con las mujeres que me gustaban demasiado. Con los hombres no repetí nunca, salvo con Cocteau, que me divertía. Este pazo fue la herencia de una anciana que hasta el momento de su muerte conservó el recuerdo de una noche que pasamos juntos en una quinta de las afueras de Lisboa, allá por los años de la guerra civil. Ella era muy religiosa y muy franquista. Dudó entre dejarme a mí por heredero o al propio general Franco; pero este ya tenía el pazo de Meirás y no iba a disfrutar del suyo, así que me prefirió”.
Volvió a callar el conde y el negro espectro de la melancolía, que daba vueltas en torno nuestro, cayó de pronto sobre mí. Yo tampoco me he enamorado nunca, solo he jugado a estar enamorado. Siempre traté de comportarme de la manera más inteligente posible. Cuántas veces no habré contado aquella anécdota de Menéndez Pelayo. Una noche, en el Teatro Real, el erudito borrachín contempló en un palco a una antigua novia suya. Estaba oronda y deslumbrante y a su lado, como prescindible apéndice, tenía a un hombrecillo, su marido. Menéndez Pelayo se volvió hacia don Juan Valera, su mentor en la vida social, y le dijo: “Dios mío, de qué felicidad me he librado”.
Para mí, hasta hoy mismo, la vida ha sido un baile en el que, para seguir divirtiéndose, hay que cambiar continuamente de pareja. Dije que nunca había estado enamorado y mentía. Toda mi vida he estado enamorado de la misma persona: de mí mismo. Y no me ha ido mal.


Pero de pronto negros nubarrones cubren el horizonte. Quizá todos estábamos pensando en lo mismo. “Si volviera a nacer –dijo Pelayo, hasta entonces silencioso—, viviría de otra manera”.
“Una mujer se suicidó por mi culpa –el conde pareció de pronto seguir en voz alta el hilo sus pensamientos—, o eso creyeron todos. Pero no fue un suicidio, fue un crimen. No lo he contado nunca, lo voy a contar ahora. Ocurrió hace mucho tiempo, el delito ya ha prescrito, no corro ningún riesgo. Preferiría, sin embargo, la cárcel a seguir viéndola cada noche. Yo entonces ya no era joven, tenía la edad que tú tienes ahora –me dijo mirándome fijamente a los ojos—, ella hacía poco que había cumplido veinte años. Fue en 1935, en Ginebra, una ciudad que son dos ciudades: la puritana heredera de Calvino, dedicada a hacer dinero y a cultivar la virtud, y otra con gente de todo el mundo, exiliados y diplomáticos, que quiere vivir al día y que sabe gozar del instante. Ella era española, había sido alumna de Pedro Salinas en los cursos de la Universidad Internacional de Santander, y habría dado cualquier cosa por ser la inspiradora de La voz a ti debida. En realidad estaba enamorada del amor: el poeta o yo éramos meros pretextos para su fantasía, actores de una obra que ella había escrito. Yo me dejé querer, pero me cansé pronto. Decidí marcharme sin avisarla; pero a los dos días la encontré a la puerta de mi apartamento en Londres. Acabó tirándose por una ventana, o eso creyeron todos. Yo no sentí ningún remordimiento. Si no puedes vivir, si tu vida es un infierno, ahí tienes la puerta, o la ventana”.


Ya he hablado de que aquella fresca noche, quizá la última noche de verano, había una invitada más. Hablaba en metáfora: me refería, ya lo dije, a la negra melancolía. Pero ahora, cuando el conde volvió a callar y seguí la dirección de su mirada, me di cuenta de que, efectivamente, había una invitada más. Al principio creí reconocerla: era Susana Rivera, la viuda de Ángel González. Y pensé que acaso había venido a buscar una sede para la nonata Fundación del poeta. Pero no: aquella mujer tendría poco más de veinte años y a quien se parecía era la dulce y desdichada Ofelia de los pintores prerrafaelitas.
El conde se levantó bruscamente y nos dejó solos con ella. Por poco tiempo: todos fuimos testigos de cómo se desvanecía y se convertía en un puñado de niebla que se enredaba entre las ramas de un cercano laurel. “Como Dafne”, dijo Almuzara.
Yo tenía los ojos llenos de lágrimas. Me ocurre a veces, y no hay nada más incómodo si estoy con gente. Disimulé como pude. Luego, cuando todos se fueron, cada uno a su sueño, me quedé un rato más paseando por el jardín, sin miedo al relente ya otoñal. La luna rielaba hipnóticamente sobre las aguas de la ría. Sentí de pronto una tranquila respiración detrás de mí. Me di la vuelta. Allí estaba ella: la falsa Susana Rivera, la Ofelia de los prerrafaelitas, la única mujer que me había querido de verdad, o eso creía yo. “¿Por qué huiste? —me dijo—. ¿Por qué fuiste tan cobarde?”. “¿Por qué no me dejas en paz? Han pasado casi cuarenta años”, pensé yo, pero no dije nada.


Es curioso que, cuando uno hace recuento de su vida, el saldo sale positivo o negativo según el momento en el que haga las cuentas. Siempre he pensado que he sido razonablemente feliz, que en cada momento de mi vida he tomado la decisión correcta. Y sin embargo… Recuerdo los versos de Ángel González: “Yo mismo me encontré frente a mí mismo en una encrucijada”. Y me miré a los ojos: y no me gustó lo que vi en ellos.
La barca se balanceaba en la orilla. Solo entonces me fijé en el remero. Había comenzado a cantar, primero muy suavemente, como en un murmullo, luego elevando poco a poco la voz. La mujer –fuimos inseparables no sé si durante cinco días, cinco años o toda una eternidad— me había besado en los labios y luego había comenzado, una vez más, a desvanecerse. “Es un fantasma amigo”, pensé yo, “no un espectro”. Toda mi melancolía se fue con ella. Recordé entonces unos versos que aprendí de niño: “Quién hubiera tal ventura / sobre las aguas del mar…”. En voz alta dije: “Por tu vida, el marinero, / dígasme hora ese cantar”. Y el joven remero, sonriente, respondió: “Yo no digo mi canción / sino a quien conmigo va”. Cuando me subí a la barca, la Aurora de rosados dedos comenzaba a hacer sus abluciones.

3 comentarios:

  1. Un fantasma:“Me he acostado con muchas mujeres, con infinitas mujeres...

    Un Espectro: "Dios es el creador del Universo, desde hace mucho tiempo". Jesús Sanz Montes (Arzobispo de Oviedo)
    Ya lo decía el "otru" con "tiempo" y dinero, uno puede crear hasta el Universo. Esti arzobispo sólo se podía llamarse Jesús.

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  2. !Ah, esos viejos bujarrones de la nobleza encapsulada...!
    Parece que de lo más orgullosos que están es de haber recibido unos cuantos supositorios surrealistas, que un caritativo Cocteau les supo dispensar... Todo por la causa.
    No tienen bastante con beber el champán con olor a badana de borceguí de vicetiple en precario: quieren probar algo nuevo cada noche y si la erección es ya cosa olvidada, y si el paladar se les empieza a distraer en la cata aminoácida, habrá que pulsar altre trappole de la fatigada carcasa...
    Hay belleza en todo ello; decadente pero belleza. Sin duda.

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  3. Nos ha encantado. Tras el paréntesis de agosto, seguimos siendo fieles lectores tuyos. Un saludo desde zUmO dE pOeSíA.
    zumo-de-poesia.blogspot.com

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