Sábado, 11 de septiembre
UN CAFÉ
Tomo un café con una amiga y ella, de pronto, interrumpe una conversación trivial en que nos reímos de dos o tres escritores que admiramos poco (nuestro deporte favorito) para apenas susurrar, con una voz distinta: “Tengo la sensación de que voy cuesta abajo, dando tumbos, y cada vez más deprisa”. “Eso nos pasa a todos a partir de cierta edad”, dije yo por decir algo.
Por un momento pareció que me iba a hacer alguna confidencia, pero enseguida se recuperó y seguimos haciendo bromas sobre Javier Marías, Juan Goytisolo, César Antonio Molina y otras figuras y figurones de nuestro parnaso particular. Sentí un cierto alivio, la verdad. Nunca hablamos de cosas demasiado personales y quizá por eso nos divertimos tanto juntos.
No sé si es buena o mala filosofía, pero yo procuro, cuando un problema no tiene solución, mirar por otro lado y olvidarme en lo posible del asunto. Al despedirnos recuerdo los versos de Vicente Gaos que tanto me gusta repetir: “La vida es dura / y no hay consuelo. / Saca el pañuelo, / literatura”. Y mi amiga sonríe y yo pienso que me agradece que no insistiera. Sí, la vida es dura y no hay consuelo, pero a veces basta tomar un café con alguien con quien te encuentras a gusto para que el mundo, por unos instantes, vuelva a estar bien hecho.
Domingo, 12 de septiembre
UNA CANCIÓN
Esta mañana desapacible y lluviosa, al pasar por el Campillín, mientras desalojaban los puestos de ropa, libros y cachivaches a toda prisa porque la lluvia comenzó a arreciar súbitamente, escuché a un músico callejero: “Si la vie s’en va / adieu la prochaine / si la vie s’en va s’en va s’écoulant…”
Esa canción la había oído yo en París, en el Boulevard St Michael, muy cerca del verleniano jardín del Luxemburgo: “Si la vie s’en va / adieu la dernière / si la vie s’en va s’en va s’épuisant…”
Cerré los ojos y se me llenaron los ojos de lágrimas (últimamente lloro por nada): “Si la vie s’en va / adieu la présente / si la vie s’en va s’en va s’éteignant…”
“Si la vida se va / se va para siempre” cantaba una voz ronca esta mañana de domingo mientras yo me empapaba de melancolía.
“Si la vida se va / se va sin retorno” insistía esa voz que de pronto abre una puerta que me lleva del Oviedo de todos los días a la ciudad soñada, acariciada un dorado otoño que parecía que no iba a acabar nunca y que acabó de pronto sin un gesto de despedida.
“Si la vie s’en va c’est qu’aucune est proche…”
Si la vida se va es que nadie está cerca. Nadie, salvo la terca melancolía de un domingo que también se hará hermoso en el recuerdo.
Lunes, 13 de septiembre
UN TESTIGO
Escucho a Esteban Volkov, nieto de Trotsky, hablar del primer atentado contra su abuelo, liderado por el pintor Sequeiros: “Dormía en un cuarto al lado del suyo. De repente sentí que abrían la puerta-ventana, que hacía ruido porque rozaba abajo, y al abrir los ojos vi entrar una silueta con vestimenta clara. Pensé que sería alguno de los secretarios de mi abuelo, no me imaginé que pudiera ser alguien de la calle. Casi en seguida oí disparos y sentí olor a pólvora. Ametrallaron la habitación del abuelo desde tres direcciones con unas Thompson como las que usaba Al Capone en Chicago. Me encogí en mi pequeño catre y luego me dejé caer al suelo. Sentí como una quemadura en un dedo del pie: me había rozado una bala. Se hizo luego el silencio. Los que estaban disparando salieron, pero todavía entró otra persona a la que oí decir: Allá van las bombas. Lanzaron unos frascos dentro del cuarto. De pronto surgió una llamarada. En ese momento pensé que la casa iba a volar y el miedo se convirtió en pánico. Salí de mi escondite y corrí hacia el jardín. Casi me tropiezo con alguno de los asaltantes, que se retiraban a la carrera. Por suerte no me hizo ni caso”.
Le escucho y pienso que es ya el único testigo de ese acontecimiento. Y recuerdo una de las prosas de El hacedor: hubo un momento en que murieron los últimos ojos que vieron a Cristo, la última persona que escuchó a Mozart interpretar su música, a Goethe hablar de la filosofía de los colores. “¿Qué morirá conmigo cuando yo muera?”, se preguntaba Borges y me pregunto yo.
Martes, 14 de septiembre
UN SECRETO
Cada día me gusta más disfrazarme de persona normal, vivir de incógnito, no llamar la atención. Hablo de fútbol, de Belén Esteban, de lo mal preparados que están los jóvenes de ahora, no saben ni ortografía, de lo que hay que hablar. Por eso hoy, al igual que los otros profesores, me quejo de que el curso comience un mes antes, de que nos hayan bajado el sueldo (eso dicen, yo ni me he enterado), del barullo de Bolonia, de la burocratización de la enseñanza. Y callo que, como cada año, desde hace treinta y ocho, tal día como hoy es para mí uno de los más hermosos del año. Me gusta mi trabajo, qué se le va a hacer.
Procuro no decirlo para que nadie se ofenda. Pero es que mi trabajo no es un trabajo cualquiera. Durante un cuatrimestre voy a hablar de poesía, voy a hablar de mis maestros, de Rubén Darío y de Antonio Machado, de Juan Ramón Jiménez y de Luis Cernuda. La mayoría de los poemas que comentaremos me los sé de memoria desde la adolescencia, son carne de mi carne y sangre de mi sangre. Nunca cansan, nunca se agotan, están siempre recién nacidos, como el mar de Paul Valery: “Dichoso el árbol apenas sensitivo / y más la piedra dura porque esa ya no siente…”. Y cada curso la inédita mirada de los alumnos me ayuda a verlos con distinta luz.
Luce un sol espléndido en este día inaugural de septiembre. Todos mis problemas quedan a la puerta del aula. Comienzo a disfrutar mi ración diaria de felicidad, probablemente inmerecida y por eso más de agradecer. A la salida, si me encuentro algún compañero, me quejaré, según costumbre, del fastidio de empezar a clase, y además un mes antes. A nadie le confesaré mi ofensivo secreto.
Miércoles, 15 de septiembre
UN PALACIO
En viejos libros ilustrados aprendí a construir un palacio para mí solo. Se parece a la Villa Rotonda, de Palladio. Está rodeado de jardines y cerca de una ciudad de enrevesadas callejuelas y secretas plazas. No es muy grande. Pero hay un sitio para cada cosa y todo está en su sitio. Puedo recorrerlo con los ojos cerrados. En la galería de pinturas hay sesenta cuadros, ni uno más ni uno menos. Son mis preferidos de entre todos los que he contemplado a lo largo de mi vida. Las obras maestras alternan con los caprichos, y el azar de los encuentros no respeta la cronología: a “Hipómenes y Atalanta”, de Guido Reni, le sigue una minuciosa acuarela de Alexandre Serebriakoff (el despacho de Robert de Balkany con ventana a la plaza Vendôme); y el erótico “Bodegón de frutas en una repisa de piedra”, de Caravaggio, cuelga al lado de una viñeta de Tintín navegando por el Río Amarillo.
En el diminuto salón de al lado está la biblioteca, de solo cien libros. Son los libros a los que vuelvo siempre; en las noches de insomnio no necesito más. El primero, y no solo por el orden alfabético, es de Azorín: El escritor. Me lo regalaron un día de mi cumpleaños, debía yo de cumplir once o doce años, un poco en broma, porque me pasaba todo el día escribiendo. Fue el primer libro que tuve que no era un libro infantil. Cierro los ojos y todavía puedo repetir el comienzo: “Nada en suma. Absolutamente nada. Nada que salga del carril cotidiano. La vida fluye incesable y uniforme: duermo, trabajo, discurro por Madrid, hojeo al azar un libro nuevo, torno a casa, leo de pensado, escribo bien o mal –seguramente mal—, con fervor o con desmayo. De rato en rato, me tumbo en un diván y contemplo el cielo, añil o ceniza”.
El palacio de la memoria. Hay otras estancias: el salón de música, el de la poesía. “Abenamar, Abenamar, / moro de la morería…” Nunca me canso de escuchar los versos que me fascinaron cuando niño. Para el final suelo dejar un soneto en cuyo verso final “reina la pura sombra sosegada”.
Siempre llevo conmigo ese palacio que nadie me puede arrebatar. ¿Nadie? Como tengo buena memoria, no olvido que ni siquiera la memoria es una posesión segura del hombre. A partir de cierta edad, la más insegura.
Jueves, 16 de septiembre
UN PUENTE
Colecciono puentes. Hoy añado a mi colección el más enigmático, todavía a medio construir. Lo veo desde el Alsa a mi regreso de Avilés, su gran armazón de acero descansando sobre un edificio desventrado. Es un puente que parece ir de ninguna parte a ninguna parte. Comienza en medio de una plaza, terminará en medio de la ría. Unos pocos metros más y llegaría al otro lado, donde se levanta el Centro Niemeyer, pero se queda juguetona e inexplicablemente a medias.
El falso puente esconde un atajo que sirve solo para cruzar las vías. Me gusta este puente disparatado que pondrá una rúbrica acerada y grácil sobre la antigua Plaza de Abastos, sobre los tejados de mi ciudad, muy cerca del origen de mi mundo: la antigua biblioteca Bances Candamo, en Jovellanos, 3.
Viernes, 17 de septiembre
SIETE HAIKUS
El mundo de los sueños / y este otro mundo / donde te sueño.
El tiempo vuela / pero siempre regresa / al mismo sitio.
Lejos, muy lejos / alguien me espera / y no lo sabe.
No tengo nada / y nada me hace falta / si tú sonríes.
En el recuerdo / la vida no vivida / vivo de nuevo.
Qué poca cosa / ese instante que llaman / eternidad.
Noches y días / y una noche en que caben / todos los días.
A mí también me gusta mucho mi trabajo (aunque sólo me dé para ser pobre) y disfruto más con él que con el ocio forzado. Pero es verdad que conviene no repetirlo demasiado porque es algo que provoca suspicacias. Mejor dar lástima que envidia.
ResponderEliminarUn abrazo.
gostei dos haicais. Abraços.
ResponderEliminar¿Envidia? "Para ser rico no se puede perder el tiempo trabajando"
ResponderEliminarCachuli (persona normal y corriente)
“No es más rico el que más tiene, sino el que menos necesita.”
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