Sábado, 18 de septiembre
EL CONFORMISTA
Nos conocimos hace medio siglo, allá por 1960, al empezar el bachillerato en el Carreño Miranda. Durante un tiempo fuimos inseparables: nos pasábamos libros, nos corregíamos los primeros versos. Me ve al cruzar por El Atrio y sube a saludarme. “¡Siempre el mismo! Es bueno que haya algunas cosas que nunca cambien”. “Últimamente estoy cambiando bastante”. “Pero no te has casado, supongo”. “No, no he cambiado hasta ese punto, pero me lo estoy pensando”, sonrío.
Mi amigo Artime (nos seguimos llamando por el apellido, pero ese no es su verdadero apellido) se ha casado tres veces, tiene cuatro hijos, cinco nietos, un espléndido piso en Avilés con una fachada que mira al Ayuntamiento y otra al parque de Ferrera, y no sé cuántas residencias más por esos mundos. Se dedicó a la construcción, cambió a tiempo de negocios, se mostró siempre generoso con determinados políticos, es un triunfador. Pero no se ha olvidado de su antiguo compañero. “¿Por qué no pasas esta tarde a verme? He estado en México y he comprado algunos libros que te pueden interesar”. Mi amigo sigue comprando libros –qué maravillosa biblioteca la suya—, pero hace tiempo que no tiene tiempo para leerlos. Por la tarde, con una botella de whisky por medio (yo apenas lo pruebo, él lo hace generosamente), hablamos de esto y aquello, sobre todo de los antiguos profesores (y volvemos a reírnos con las anécdotas de costumbre). Artime se levanta de pronto y me trae un libro. “Lo he comprado para ti”. Se titula El oficio de escritor, está editado en 1968, y reproduce entrevistas publicadas inicialmente en The Paris Review. “A la edad que tú tienes todos estos escritores eran ya grandes escritores; me preocupa que a los sesenta años nadie te conozca y sigas escribiendo en el periódico local, como nuestro amigo Juan Manuel Pendás; habrá que hacer algo por ti”. “¿Para evitar que sea un fracasado? Me temo que ya es tarde”. “De los dos el que tenías talento eras tú, yo creía que ibas para Premio Nobel”. “Y resulta que quien de verdad lo tenía eras tú, a la vista está. Si no te hubieras dedicado a otra cosa, seguro que ahora eras ya, si no Premio Nobel, por lo menos premio Planeta o premio Loewe”. Sonríe y sigue bebiendo.
¡Qué curiosas las rivalidades juveniles! Mi mejor amigo se pasó los años de instituto tratando de superarme. Lo ha conseguido ampliamente. Y sin embargo, todavía duda, necesita que yo se lo confirme. Y a mí no me cuesta nada darle a entender lo mucho que envidio sus matrimonios (ahora tiene una compañera de veintipocos años), sus casas, sus viajes, sus exitosos negocios, sus amistades (es íntimo de Álvarez Cascos). Y la verdad es que de alguna manera le envidio. Si yo me hubiera casado tres veces, seguramente habría escrito menos, pero me habría entretenido más.
Me sorprende descubrir que, a pesar de que me considera un fracasado, y me lo recuerda siempre que nos vemos, todavía sigue viéndome como el amigo que sacaba mejores notas y escribía mejor que él en la revista del colegio.
En fin, que nadie está contento con su vida. Pero yo, la verdad, fracasado y todo, me siento bastante conforme con la mía, aunque me esfuerce por disimularlo.
En lo que de mí depende, mi vida es lo que yo he querido que sea. En lo demás, paciencia y barajar.
Domingo, 19 de septiembre
EN LA ERMITA DE LA LUZ
Hay viajes cortos en el espacio, pero largos en el tiempo. Poco más de media hora, a buen paso, según costumbre, tardo en llegar la ermita de la Luz. Subo por el alto del Vidriero, paso delante de un extraño parque con cipreses y el metafísico esqueleto de antiguos edificios, dejo a un lado de la colina el Barrio de la Luz y, tras la ermita envuelta en luz de otoño, me sorprende al otro lado el viejo Avilés arropado por los nuevos barrios, el rectángulo azul de la ría, lo que queda de Ensidesa desperezándose entre humos y chimeneas; al fondo, la línea azul del mar, apenas un poco más intensa que el azul del cielo. El manchón blanco del Niemeyer, dos cabezas calvas que parecen asomarse sobre la ría, se distingue claramente. Hasta aquí subí muchas veces de niño. Luego dejé de hacerlo. Ahora pienso que caminamos en círculo y cuando más creemos alejarnos de casa más nos acercamos al punto de partida. A pesar de la inevitable melancolía, se está bien aquí, con la ciudad a mis pies, el mar al fondo, y la más hermosa colección de verdes rodeándolo todo. Saco el cuaderno que siempre llevo conmigo, procuro no pensar en nada, y perezosamente anoto algunas frases:
Sin el error, ninguna vida está completa.
No hay fracaso que no sea también una victoria.
Si nunca te han herido, ¿cómo pretendes curar a nadie?
Cada vez que despiertas, te regalan el mundo.
Hace falta quedarse de vez en cuando solo para saber que no se está solo.
Desconfía de la realidad, pero no de tus sueños.
No hay día en que no podamos pisar, aunque sea solo por un instante, el Paraíso.
Lunes, 20 de septiembre
BARNES & NOBLE
Cuántas tonterías escribimos los que nos dedicamos a escribir. Yo he escrito muchas, pero hay dos en las que no incurriré nunca. Jamás atacaré lo políticamente correcto –el último en hacerlo ha sido Quim Monzó, por lo general tan certero— ni haré el elogio de las pequeñas librerías frente a las grandes cadenas. Me entero ahora de que el Barnes & Noble cercano al Lincoln Center va a cerrar en enero. Parece ser que la película Tienes un e-mail, que narra las tribulaciones de una pequeña librería de barrio acosada por una gran librería, se inspiró precisamente en esta sucursal de la cadena. Cualquier local de Barnes & Noble es algo más que una librería: una biblioteca, un lugar de encuentros, una sucursal del paraíso. Yo he frecuentado poco este del Upper West Side (solo tomé un café y hojeé unos libros haciendo tiempo antes de la ópera), pero los de Union Square y el City Corp son como mi casa. Y no soy el único que los ama: ya han comenzado los lamentos y la recogida de firmas en el barrio.¡Y hay quien ve estos mágicos recintos, el sueño de mi inerme adolescencia, como una amenaza para la cultura!
Que a Quim Monzó, a Antonio Muñoz Molina y a otros apresurados articulistas que no perdonan un tópico, Santa Lucía les conserve la vista.
Miércoles, 22 de septiembre
NO DIRÉ NADA
Nunca hablo de política, ¿para qué? Por eso callo lo que pienso de la próxima huelga general. ¿Vas a ir a la huelga?, me preguntan. No digo ni que sí ni que no. Yo creo que, cuando las cosas están mal, lo primero que hay que hacer es procurar no empeorarlas. No soy experto en la materia, así que no sé si la reforma laboral recientemente aprobada es la más adecuada o no. Sin embargo, el que no haya gustado ni a empleadores ni a empleados, de intereses contrapuestos, me parece una buena señal. Y no me sorprende que unos y otros manifiesten su disgusto y traten de cambiarla a su favor. ¿Una huelga general es lo más adecuado para ello? Directamente no, pero indirectamente sí, ya que puede contribuir al cambio de gobierno. Pero el cambio de ley que vendrá tras el cambio de gobierno no será precisamente para hacerla más al gusto de los sindicatos, sino todo lo contrario. Por eso creo que los que convocan esta huelga general solo hacen el ridículo, tiran piedras contra su propio tejado. O quizá no, porque lo que pretenden los líderes de Comisiones y UGT es demostrarle al gobierno de izquierdas que tiene que hacerles caso porque, si no se lo hace, le pondrán la zancadilla para facilitarle el camino a la derecha. Defienden su poder, echan un pulso. Allá ellos y sus domesticados feligreses. Yo he aprendido a encogerme de hombros y a no tratar de desengañar a quienes son felices con su exasperada y útil (para otros) rebeldía.
Jueves, 23 de septiembre
UN ENCUENTRO EN GINEBRA
Durante un tiempo, cuando leía apasionadamente a Freud, me dediqué a anotar los sueños. Encuentro ahora ese viejo cuaderno. Hojeo la colección de ingenuos disparates con una sonrisa. Y de pronto me sorprende una extraña historia que viví, muchos años después, en Ginebra. Había llegado aquel día, había dejado la maleta en el hotel, y me había puesto de inmediato a patear la ciudad. Ya anochecido, caminaba por la orilla del lago cuando me sorprendió un fantasmagórico faro. Un pequeño camino llevaba hasta él. A un lado había un balneario. A pesar de que había oscurecido alguna gente se bañaba todavía en las aguas tranquilas. Yo estaba solo, acababa de llegar, nadie me conocía. Una joven que leía un libro, con los pies descalzos en el agua, unos pies muy blancos que brillaban como joyas, alzó los ojos y me sonrío. Yo, extrañado, me la quedé mirando, sin atreverme a corresponder a su sonrisa. “¿No te acuerdas de mí?”. Se levantó, dejó el libro a un lado (y en el sueño leo que eran los Sonetos a Orfeo, de Rilke, en la realidad no me fijé en la portada), y se acercó a besarme y abrazarme. Yo la rechacé sorprendido. Ella entonces comenzó a llorar. Traté de consolarla. Fuimos a su casa, en el sueño un caserón de la ciudad antigua, al que se llegaba tras subir angostas escaleras, cerca de una plazoleta con una fuente. En la realidad, un diminuto apartamento cercano. En el sueño me presentaba a su hermano gemelo, idéntico a ella, y hacían el amor sin que yo me decidiera a intervenir a pesar de sus incitaciones. Los detalles obscenos se narran con detalle en el cuaderno, no en vano yo entonces leía a Freud con religioso fervor. En la realidad… Bueno, hay cosas que un caballero nunca debe contar, especialmente si no se ha comportado exactamente como un caballero.
Mezclados con el cuaderno, en la casa de Avilés, había libros comprados en los años setenta. Uno de ellos me descubrió por qué había soñado con Ginebra. Era una novela de Pío Baroja, El mundo es ansí, sobre los exiliados rusos de principios del siglo XX, antes de que triunfara la revolución. La abro al azar: “Esta antigua ciudad, sombría y austera, al lado de un lago tan bello y riente como el lago Leman, debía de ser en otro tiempo extraña, algo como un contraste entre las malas intenciones del hombre y la bondad de la naturaleza”. Como siempre me ocurre, antes de estar en Ginebra ya había estado allí en las páginas de un libro: “La Cité es un conjunto de calles tortuosas y estrechas, que van escalonando con su caserío una colina en cuyo vértice se asienta la catedral. Estas calles angostas, torcidas, silenciosas, tienen escaleras, rinconadas, alguna que otra plazoleta en donde hay una fuente”.
El mundo no es para mí más que la ilustración de un libro. Todo lo que me ocurre ya lo he leído y soñado antes.
No hay día en que no podamos pisar, aunque sea solo por un instante, el Paraíso.
ResponderEliminarEso ye lo normal ¡Asturias Paraíso Natural!
Y para no caer en la tentación, la manzana la bebemos en forma de culín de sidra.
(echa un culín, no seas Adán)
Nos siguen gustando mucho sus entradas. Le visitamos asiduamente, aunque no siempre comentemos. Un saludo desde
ResponderEliminarZUMO DE POESÍA
(Emilia Alarcón)