Uno de los títulos más sugestivos que conozco es de un escritor que aprecio poco, César Antonio Molina, el ex ministro despechado: Lugares donde se calma el dolor. Si yo tuviera que hacer una lista de esos lugares, uno de los primeros sería el Café Sport, en Chaves. No tiene nada de especial: una gran cristalera sobre la plaza del general Silveira (al fondo, la Biblioteca Municipal), una decoración de los años sesenta, ningún ajetreo… A mí me gusta sentarme al fondo, cerca de la cristalera, junto a la pared. Allí leo, miro a la gente que pasa, dejo pasar la vida con un café delante y sin ninguna preocupación. Si salgo y camino hacia la derecha, llego hasta el puente romano, sobre el río Támega; a la izquierda una calle asciende hacia el Largo de Camoens y el castillo, una almenada torre frente a las tierras de España.
Suelo alojarme en el Forte San Francisco, que está muy cerca y asoma una esquina de sus murallas junto a la Capella da Lapa, de oro en cada atardecer. Me gusta pasear entre las murallas, nada más amanecido, acercarme hasta la pajarera con sus coloristas aves exóticas, entrar en la iglesia del convento y escuchar el monocorde canto monacal.
Mis amigos no comprenden mi afición a este lugar, bueno para visto una vez, donde no tengo amigos ni fantasmas. O eso creía yo. En la última visita, caminando al azar de las calles, encontré en una librería de la Rua do Olival una novela sobre la muerte de Sidónio Pais, el presidente-rey al que Fernando Pessoa dedicó un poema. Lo asesinaron un 14 de diciembre de 1918 en la estación del Rossio. Su muerte nunca fue aclarada. Entre los papeles de Pessoa había un esbozo de novela policíaca en la que ponía al doctor Quaresma, su Sherlock Holmes particular, a investigar ese crimen. Cuando yo estuve en Coimbra, allá por 1980, reuní bastante documentación sobre el tema. Especialmente interesante me pareció una separata de los Archivos do Instituto de Medicina Legal de Lisboa en que se recogían los resultados de la autopsia. Pero luego mis intereses fueron por otro camino y olvidé la novela que quería escribir. Francisco Moita Flores tuvo la misma idea y la ha llevado a cabo. Absorto en la lectura de Mataram o Sidónio!, tardo en darme cuenta de que alguien me saluda desde el otro lado de la cristalera. Ha tenido que golpear con los dedos para llamar mi atención. Es una mujer elegante, de unos cincuenta años. Entra muy sonriente: “¿No me dirás que no te acuerdas de mí? ¡Soy Margarita! ¡Qué sorpresa encontrarte aquí!”. ¿Margarita? Sin duda se trata de una confusión. “¿Ya no te acuerdas de los compañeros del Curso de Férias en la Universidad de Coimbra?”. El libro sobre Sidónio me acababa precisamente de traer a la cabeza aquellos días. Pero a ella no la recordaba, aunque fingí reconocerla. “Tienes que venir a mi casa. Es aquí cerca. Te va a gustar. Era de mi marido. Murió hace tres años”. “Lo siento”, dije. “Nuno y tú andabais todo el día juntos aquel verano”.
¡Nuno! El olvidado amigo era de Chaves. Había un fantasma que me sujetaba a aquel lugar aparentemente sin fantasmas. ¡Nuno! Juntos traducimos a Camilo Pessanha y a Pessoa y a António Nobre. Él me regaló Matéria solar, un libro recién aparecido de un poeta del que no había oído hablar y que desde entonces sería uno de mis preferidos, Eugénio de Andrade. ¡Nuno! Los paseos por el Jardim da Sereia, las noches de charla interminable en la Praça da República, las traducciones mano a mano en el café de Santa Cruz, el único que todavía resiste, en el Arcádia, en el Mandarim...
Acompañé a Margarita hasta su casa, más allá del puente romano, cerca del Jardim Público: una mansión de aire inglés, rodeada de árboles. “La familia de mi marido tenía algo de dinero y él era heredero único. Ahora todo es mío. ¿No has pensado en casarte? Soy un buen partido”, bromeó.
El interior de la casa resultaba todavía más sorprendente que el exterior. Me fascinó sobre todo la biblioteca, de dos alturas y con una escalera de caracol. “El abuelo de mi marido era amigo de Carlos de Beistegui, un millonario español de origen mexicano, cuya pasión era comprar casas y decorarlas fastuosamente. Él fue quien reconstruyó el palacio Labia, en Venecia, y dio una fiesta en 1951 que todavía se recuerda. A ti que te gusta tanto Venecia seguro que has oído hablar de ella”. “Sabes muchas cosas de mí”, le dije. “Tú, en cambio, ni siquiera me recordabas, no creas que no me he dado cuenta. ¿Cómo no voy a saberlo todo de ti si eres la persona que más he odiado en el mundo?”. Yo le prestaba poca atención, fascinado con la biblioteca, llena de esos libros fabulosos de lo que uno ha oído hablar infinitas veces pero que nunca ha tenido en las manos. De pronto me volví hacia ella, asustado. Parece que tengo un imán para las chifladas. “¿Odiado? ¿Y por qué?”. “Debía ponerme en contacto contigo, averigüé tu dirección en la calle Murillo, tu teléfono, tu correo electrónico, pero no acababa de decidirme. Y de pronto te encuentro leyendo tranquilamente en Chaves, como si vivieras aquí de toda la vida. No me dirás que no es casualidad. Tengo un encargo para ti, de mi marido: devolverte un cuaderno y hacerte una pregunta”.
De un cajón sacó un viejo cuaderno con anillas, lleno de versos manuscritos. En seguida reconocí mi letra. Eran poemas, o borradores de poemas, también alguna traducción: “No traigo nada y no encontraré nada. / Dejo escrito en este libro la imagen de mi designio muerto: / Fui como la hierba y no me arrancaron”. Recuerdo bien el momento en que le entregué ese cuaderno, resumen de un verano. Fue en la estación, en Coimbra B, hasta donde Nuno me había acompañado, poco antes de subir al expreso que me devolvería, tras no sé cuántos transbordos, a Asturias.
“La pregunta era: ¿por qué dejaste de escribirle? ¿Por qué no contestaste a sus cartas?”. “¡Pero si fue él quien dejó de responder a las mías! Me dolió un poco, la verdad. ¡Habíamos estado tan unidos!”. “No le dije, estaba ya muy enfermo, que a esa pregunta mejor que tú podía contestar yo. Fui yo quien destruí tus cartas, sin entregárselas; quien rompió las suyas, sin llevarlas a correos. Ya éramos novios, o medio novios, antes de que tú te fueras. Pero estaba más tiempo con sus libros y contigo que conmigo. Llegué a odiarte más que a nadie en el mundo. Un odio irracional. Si no te hubieras ido, no sé lo que habría ocurrido. Mi marido le habló a Carlos Reis, gran amigo de su familia, de ti y es posible que te hubieran encontrado un puesto como profesor de español. Si eso hubiera ocurrido… Pero no ocurrió. Tú te fuiste y yo me encargué de que desaparecieras para siempre. O eso creía yo, pero te quedaste aquí, como un fantasma más. Me alegra haberte encontrado, me alegra que te hayas sentado exactamente ahí, donde Nuno se sentaba. Puedes quedarte con ese libro que a él le gustaba mucho: una primera edición de Las flores del mal firmada por el autor. Pronto me veré libre de fantasmas. Venderé esta casa, imposible de sostener. Se habla de ella como casa de cultura o sede de la fundación Nadir Afonso. En el parque construirán, me temo. Por fin podré vivir tranquila, sin viejas cuentas que saldar”.
Ahora sé por qué me gusta tanto volver a Chaves, por qué me encuentro tan seguro y a salvo en el Café Sport, uno de esos lugares donde se calma el dolor. Tras despedirme de Margarita, de nuevo en el café, abro el cuaderno y leo en voz alta unos versos de Andrade: “Será que a noite para poder dormir / me pede a mim uma gota de água?”. Nuno, que acaba de escribirlos, se burla un poco de mi acento y los repite en buen portugués.
El dolor verdadero no hace ruido.
ResponderEliminarDeja un susurro como el de las hojas
del álamo mecidas por el viento...
Claudio Rodríguez
recuerdo de Chaves el restaurante "el lirio verde", a los pies del puente romano, y una señora sentada en una vieja silla aprovechando la exigua sombra del diminuto local, vestida con enagüas de organdi y puntillas y a los pies un barreño, pelando y cortando las patatas que despuès comerìamos...
ResponderEliminar:)