¿No os da miedo compartir cama y mantel con el hombre más perverso del mundo? –dijo el conde, sonriente—. Así me llamaban los periodistas cuando, en 1923, me expulsaron de Italia por practicar ritos satánicos y matar a uno de mis discípulos, Raoul Loveday, haciéndole beber sangre de gato.
En Cefalù, junto al mar Tirreno, a los pies de la inmensa roca en que la tierra parece alzar la cabeza, fundé una comunidad de elegidos. Mis diez mandamientos se resumían en uno: “Haz lo que desees; esa es toda la ley”. Aquella muerte fue solo un pretexto. Cierto que a veces íbamos en procesión, desnudos y coronados de mirtos, a contemplar la salida del sol; que me paseaba disfrazado de obispo y en coche de caballos; que nos ayudábamos de la química para llegar al éxtasis o al nirvana…, pero nadie se escandalizaba por eso. Sicilia es un viejo país al que nada humano le es ajeno, ni tampoco nada que tenga que ver con dioses y demonios. Los vecinos protestaron cuando la policía nos obligó a irnos; éramos la principal fuente de chismorreo y riqueza de aquel pueblo de pescadores. No sirvió de nada su protesta: la orden venía del hombre fuerte de Italia, Benito Mussolini, un iniciado al que sus maestros alertaron de que alguien tenía un poder astral semejante al suyo: Aleister Crowley, the wickedest man in the world, la Bestia del Apocalipsis.
Diez años después de que me desterraran volví a Italia con un único fin: dar muerte al dictador. Estaba entonces en la cumbre de su poder. El Papa había dicho que era “un hombre providencial” y Churchill que si fuese italiano “vestiría la camisa negra de los fascistas”. Todos le adoraban. En Riccione, una vez que se zambulló en el mar para nadar un rato, un enjambre de mujeres, jóvenes y viejas, se lanzó tras él con una despreocupación total, vestidas de calle, tal como estaban. Recuerdo los bolsos y sombreros que flotaban sobre el agua. Tres de ellas tuvieron que ser sacadas por la policía a punto de ahogarse.
Yo me hice amigo de los jardineros de Villa Torlonia. Paseé por el parque, como un jardinero más, y le vi montar en bicicleta y hacer ejercicios deportivos. Le gustaban los caballos y tenía algunos espléndidos, de los que yo también me enamoré: el alazán Ned, que le habían regalado unos admiradores ingleses, o Frufrú, grácil como una bailarina, que había montado en Trípoli cuando los musulmanes le ofrecieron la espada del Islam. Una vez hizo a Frufrú subir las escalinatas de la casa y entrar en ella, con gran espanto de su mujer, donna Rachele. Pero yo quería matar al tirano y no al apacible hombre de familia y por eso decidí hacerlo en el Palazzo Venezia, donde pasaba la mayor parte de las horas del día. Seguro que conocéis ese palacio, que habéis entrado alguna vez en él a visitar una exposición. Entonces el acceso era casi tan fácil como ahora. Los soldados de la milicia hacían guardia ante la doble puerta siempre abierta y un portero cubierto de galones plateados preguntaba qué se deseaba. En el piso principal estaba la Biblioteca Arqueológica y la tarjeta para visitarla podía conseguirse fácilmente, bastaba la firma de cualquier catedrático. Yo pasé muchas horas en ella, maquinando mi plan, pero también distraído con libros de arquitectura y los grabados de Piranesi. Una gran escalera de piedra llevaba a los aposentos del Duce, que impresionaban por sus dimensiones. Había pocos muebles, pero algunos magníficos cuadros y vitrinas con piezas antiguas; parecía entrarse en un museo. El despacho de Mussolini, la Sala del Mapa Mundi, era la estancia mayor de todas. Tenía veinte metros de largo, trece de ancho y trece de alto. Podía albergar cómodamente a doscientas o trescientas personas. Tres ventanas gigantescas, con sus bancos de piedra adosados a los muros, se abrían a la plaza. La mesa de Mussolini estaba en el lado más alejado a la puerta de entrada. El visitante lo veía a los lejos, inclinado sobre sus papeles, a la luz de una lámpara, y avanzaba y avanzaba; le parecía que no iba a llegar nunca; solo cuando estaba cerca el dictador alzaba la cabeza y sonriente se levantaba para saludar, si era extranjero. Sus colaboradores despachaban de pie, mientras él seguía sentado y a veces los tenía largo tiempo inmóviles, aterrados y sudorosos.
Escogí para la ejecución un día de gran gala: se celebraban los diez años del régimen; veinte mil hombres llenaban la plaza, varias orquestas tocaban, todo era bullicio y fiesta. Aquella vez me fue más fácil que nunca llegar hasta la Sala del Mapa Mundi, llena de jerarcas. Mussolini, de uniforme, charlaba con unos y con otros, hasta que un oficial le preguntó si podía abrir ya el gran ventanal. Pidió su gorra y sin pararse un momento a reflexionar se dirigió hacia donde le aguardaba la multitud. Yo me había colocado en otra de las ventanas, oculto por los grandes muros. Un inmenso rugido de entusiasmo, que pareció hacer retemblar la ciudad toda, acogió su aparición. Con un leve gesto lo redujo a un silencio tan absoluto que yo podía oír mi respiración. El discurso fue breve, unas treinta frases, cada una de ellas acogida con mayor fervor. Saludó solo una vez y se retiró mientras fuera seguía el entusiasmo.
En ese momento comenzaron a golpear en las puertas de la sala; mandó abrir y entraron precipitadamente unos sesenta oficiales fascistas que de inmediato le rodearon. Eran los secretarios del partido de todas las regiones de Italia. Fue saludándolos uno por uno, diciendo, no su nombre, sino el de la ciudad que representaban. Le miraban con la veneración con que se mira a un padre, se comportaban como niños, y cuando, cansado, los quiso despedir con el habitual saludo a la romana, uno de ellos dijo “¡Duce, una foto, una foto!” y él condescendió con gesto de cansancio, y entró un fotógrafo y todos posaron, entre bromas, como escolares en torno a su maestro.
Por fin Mussolini consiguió quedarse solo en la inmensa sala y entonces aparecí yo. Le apunté con una pistola, pero él no pareció sorprenderse, como si me esperara. Y ciertamente, me esperaba. “¿Ha llegado el momento? Estoy dispuesto”, dijo. Y en ese instante supe por qué me había sido tan fácil llegar hasta él. Mussolini era un iniciado con poderes incluso superiores a los míos. La expulsión de la Abadía de Thelema, en Cefalù, el afán de venganza que había ido creciendo dentro de mí, las facilidades para entrar en Villa Torlonia, para introducirme en el centro mismo en que ejercía su poder: todo estaba previsto. Nuevo César, como César debía morir en el momento de su mayor gloria para entrar en la historia junto a Augusto y Alejandro Magno.
Estaba con los brazos cruzados delante de mí, mirándome majestuoso, esperando el disparo mortal, convertido en estatua de sí mismo. Pero entonces yo arrojé lejos la pistola, crucé también los brazos, y le miré a los ojos. “Te condeno a seguir vivo”, dije, “a morir de tu propia muerte”. Y él entonces dio un grito, aterrado. Quizá vio a unos bomberos que del montón de cadáveres que en una plaza de Milán son pisoteados e insultados por la multitud, alzan dos y los cuelgan a dos metros y medio del suelo, cabeza abajo, descoyuntados… El griterío de Piazza Loreto se confunde con el que aquel mismo día había resonado en Piazza Venezia.
El momento de terror pasó pronto. La serenidad volvió a su robusto rostro de condottiero. “Nuestra vida pertenece a otra ley”, dijo, “a dioses que no comprenden ni perdonan”. Me dio luego la mano –nunca lo hacía, le parecía un gesto antihigiénico— y me acompañó hasta la puerta del despacho.
Desde entonces yo sería el mayor de sus admiradores. Estaba con él cuando cerca del pueblo de Dongo unos partisanos detienen el convoy en que viajaba. Pero esa es una historia que os contaré otro día, como la de la desaparición de su cadáver, que tengo aquí enterrado en el pazo.
Una historia muy interesante. Ya estoy esperando la continuación. Saludos,
ResponderEliminar"...en procesión, desnudos y coronados de mirtos, a contemplar la salida del sol".
ResponderEliminar¿El hombre más perverso del mundo? Tal vez. Lo que no admite, sin embargo, lugar a dudas, es de que debía ser uno de los más cursis (mejorando lo presente, don José Luis).