martes, 8 de septiembre de 2009

La barca o nueva visita a Venecia

Llegué siguiendo los pasos de Henry James. Me alojé en el palazzo Marcello, en la escondida Fondamenta Minotto, donde habían vivido –según se contaba— aquellas viejas inglesas, una de ellas amante de Byron, que inspiraron Los papeles de Aspern. Frente al hotel, junto al Ponte del Malcanton, había siempre un gondolero a la espera de algún cliente al que le apeteciera dar una vuelta. No parecía tener demasiado trabajo. Al salir, al entrar, siempre lo veía sentado cómodamente en la góndola, leyendo un libro. Le hice algunas fotos, una de las cuales sirvió para ilustrar la cubierta de El amante de Italia, páginas viajeras de Henry James traducidas por Hilario Barrero.


Un día, un neblinoso día de invierno en que me parecía ser el único habitante de Venecia, me saludó: “¿No quiere un paseo en góndola? Estoy tan aburrido que hasta le llevaría gratis”. “Hoy se puede ver poco”. “La ciudad así también tiene su encanto”. Lo tenía. La barca se deslizaba sigilosa en aquella blancura grisácea, como de otro mundo. De vez en cuando se entreveía un palacio, un puente que abría amenazadoramente sus fauces. Después de un rato de silencio, comenzamos a hablar. Teníamos gustos parecidos: las novelas de Conrad, los poemas de Pasolini y una rara escritora, Anna Maria Ortese, de la que yo había leído El mar no baña Nápoles y él me recomendó La iguana, que habla de un velero que bordea las costas de Portugal y cuenta la más extraña historia de amor que se haya escrito nunca. Acabamos amigos, charlábamos todas las mañanas y un día me invitó a comer a su casa. Vivía junto a un canal angosto al fondo del cual se entreveía el gris verdoso de la laguna. Dino dejó la góndola junto a unos peldaños resbaladizos, silbó y una mujer se asomó a una de las ventanas. “Es mi hermana”, me dijo, y a ella: “Un amigo viene conmigo”. Charlamos mientras preparaba la comida. Me contó que su padre había sido gondolero y su abuelo también. Que era un buen trabajo, y difícil, para el que no valía cualquiera, pero que él se sentía como en una cárcel. Que le gustaban los espacios abiertos, que hacía tiempo que soñaba con irse a Australia.


Comimos muy bien los cuatro, porque también había un gato que en cuanto nos vio sentarnos se acercó a la mesa. Pasta asciutta, pescado y una gran frasca de vino. En la sobremesa, mientras Dino ayudaba a su hermana a recoger la mesa y fregar los cacharros (no quisieron que yo colaborara), hojeé los libros. Uno me llamó la atención, Alguien que anda por ahí, de Julio Cortázar, en la primera edición de Alfaguara. Toda aquella escena en casa de Dino me resultaba vagamente familiar y entonces recordé por qué. Uno de los relatos del libro se titula “La barca o Nueva visita a Venecia”. Escrito en 1954, al autor le pareció falso y no lo publicó entonces. Lo hizo años después, entremezclado el relato con las anotaciones de uno de los personajes, Dora, que contradecía a menudo al narrador. Ahora, en el libro que yo hojeaba, había notas manuscritas en las que parecía hablar otro de los personajes, el gondolero. “Ese libro indignó mucho a mi abuelo”, me dijo Dino. Se lo envió el autor. “No fue así, no fue así, repetía y ya ves que quiso contar su versión en los márgenes, pero no era escritor y todo queda confuso. Mi abuelo conoció a Cortázar en los años cincuenta, cuando no era un escritor famoso ni mucho menos”. Yo adiviné entonces la verdad que Cortázar no había querido contar en la primera versión de su cuento y que solo había insinuado en la segunda. “Mi hermana ha tenido que salir”, dijo Dino sonriendo.


La casa estaba muy cerca de Fondamenta Nuove, la parte menos vistosa de Venecia. Cuando me acompañaba hasta el hotel, nos detuvimos sobre un puente. A un lado teníamos los muros del Ospedale, al fondo la negra silueta de San Michele sobre el azul de la laguna. Entonces cruzó bajo el puente una barcaza, con cuatro remeros de pie y en el centro un catafalco negro y dorado. Era lo que parecía. Su destino estaba en la isla de los muertos. “La barca de Caronte”, murmuré yo. “Pero afortunadamente todavía no estamos en ella”, dijo mi amigo, y hombro con hombro, silbando felices, seguimos caminando hacia el hotel.

4 comentarios:

  1. ¡Cómo me gusta viajar por medio de sus escritos! Aumentan mi imaginación y mi cultura, se lo agradezco. Un saludo.

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  2. Ya había anochecido y seguía tratando de dar con La Fenice. Desistí de ello porque era tarde y aquel treinta de Abril venía frío y lluvioso.
    Vi el ristorante; sobre la entrada, un rótulo: Ristorante "Al teatro". Cené bien y conseguí orientarme para llegar a tomar el vaporetto en la Piazza San Marco, en la orilla del Gran Canal. Después, en el Piazzale Roma, tomé el último bus hacia Mestre.
    Amaneció un soleado y cálido Primero de Mayo. Se veían grupos de personas con banderas rojas enrolladas, bulliciosas y con ganas de hacerse notar.
    Y fue hacia el mediodía cuando conseguí llegar ante la fachada de La Fenice. Ponían Hernani.
    Admiraba la fachada, restaurada tras el incendio de hacía unos pocos años, y reparé entonces en el edificio de su derecha. Era un discreto ristorante que lucía sobre la puerta un letrero: Ristorante "Al teatro".

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  3. Esas "viejas inglesas" habían vivido en Florencia, donde Henry James había oído hablar de ellas; luego trasladó el lugar de los hechos en su relato a Venecia. La protagonista, con el nombre cambiado, estaría inspirada en Claire Clairmont, y el escritor, en un crítico de arte bostoniano llamado Silsbee. No fue Venecia, por tanto, el lugar donde vivio la ex-amante de Byron.

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  4. ¿Y ésto es verdad o ficción? A mí me encanta ese cuento (con las notas de Dora)

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