sábado, 19 de septiembre de 2009

Notas venecianas (3): Cruzar un puente

Antes de poner el pie en el primer escalón recuerdo el comienzo de un viejo poema: “Hoy, como cada día, he de cruzar un puente, / su frágil armazón de inseguros instantes…”


Pero el puente de hoy no es solo el metafórico de cada día, sino un puente de piedra y de cristal, alacre y deslumbrante: el nuevo puente de Calatrava sobre el Gran Canal.
Hace poco más de un año, en mi anterior viaje, ya estaba en su sitio: una sorprendente diadema en la parte menos agraciada de la ciudad. Solo ahora, después de que el vaporetto me deje en el colorista ajetreo del Piazzale Roma, puedo atravesarlo para entrar en el más hermoso laberinto.
De Santiago Calatrava es posible decir lo mejor y lo peor, y en Oviedo tenemos una elefantiásica muestra de sus desvaríos, pero el amor es sin por qué y a mí este puente me enamoró al primer golpe de vista.
Las transparentes barandillas me permiten ver el Gran Canal, que aquí no está rodeado de palacios, y también la sombra de los transeúntes reflejada sobre el agua. No sé por qué pienso en Oriente y a la cabeza me vienen unos versos de Li Po: “Mira tu sombra quieta sobre el agua que huye / esta tranquila tarde de verano. / Mujeres y amigos te han de dejar un día. / Solo tu sombra y la muerte, en el tiempo cambiante, / han de seguir hasta el final contigo”.


Cruzan raudas barcazas, sobrecargados vaporettos, alguna rara góndola: esta es una puerta de servicio. A un lado, la isla artificial y funcional de Tronchetto. Al otro, la estación de tren y, enfrente, los jardines Papadopoli con la cúpula verde de San Simeon Piccoli.
Me detengo en la parte más alta del puente y me hago a un lado para dejar pasar a los apresurados transeúntes. Yo no tengo ninguna prisa. Acepto el homenaje fresco y azul de la mañana. Este puente es digno de un emperador y yo ahora yo soy el rey del mundo.
Cuando por fin lo atravieso y me detengo para mirarlo delante de los majestuosos edificios de la vieja estación, un anciano ocioso aprovecha para entablar conversación: “¿Ha visto qué despilfarro? ¡Millones de euros gastados para un puente que solo permite acortar el trayecto en cinco minutos y que ni siquiera tiene una rampa para acarrear las maletas!”


Yo no sé si es o no un despilfarro. Sé que tras su ingrávida transparencia hay un prodigio técnico y algo más que tiene que ver con la poesía.
Sigue mi interlocutor: “Esto es como el mamotreto de la Cassa di Risparmio en Campo Manín. Por mucho tiempo que pase no nos acostumbraremos a ella y alguna vez habrá que tomar la decisión de tirarla”.
Yo también, cada vez que atravieso Campo Manín camino del Campo San Luca y el Teatro Goldoni, siento la bofetada de ese feo edificio de los años sesenta. Aquí, sin embargo, entre el Piazzale Roma y la estación de Santa Lucía, no hay ninguna disonancia, sino un prodigioso acorde.
Hoy he cruzado un puente, pero no como cada día, sino como solo ocurre en los grandes días. Un mágico puente de cristal y silencio que no se parece a ningún otro de Venecia y sin embargo solo podía estar en Venecia.

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