Me gustan los días de septiembre. Largos días aún vacacionales en los que parece haber tiempo para todo, como un anticipo de no sé qué melancólica eternidad. Si estoy fuera de casa, procuro no perderme ningún amanecer. Hay quien prefiere los que concluyen una noche de fiesta; no es mi caso. Nunca me ha costado madrugar, ni tampoco caer rápida y profundamente dormido a esas horas en que otros comienzan sus fatigosas juergas.
En el Palacio de la Magdalena me levanto mucho antes de que empiecen a servir el desayuno. Primero, desde la ventana, veo cómo se desvanece la noche, cómo van desapareciendo las estrellas y difuminándose las luces de los barcos anclados frente a la bahía.
Mi habitación es la 123, la más cerca del mar, que en esta parte se adentra en la Península como para querer tocar los muros del palacio. Es la misma habitación en que Pedro Salinas escribió algunas de sus cartas a Katherine Whitmore, como la fechada el 7 de septiembre de 1933, recién acabado el primer curso de la Universidad Internacional, de la que se declara “el autor, el inventor”.
Sí, esta Universidad de Verano fue, antes que nada, el sueño de un poeta enamorado que aquí mismo escribió algunos de sus poemas más hermosos: “Qué alegría vivir / sintiéndose vivido”.
Paseo luego por los frescos alrededores. Los rosados dedos de la aurora acarician la isla del faro. Cómo me gustaría subir a una barca, llegar hasta ella, ver desde allí desplegarse la fastuosa melodía del amanecer. Y dejar que en la memoria resuenen los versos cernudianos: “Oh soledad, cómo llenarte, / sino contigo misma”.
Abstraído en mis pensamientos, no he dado cuenta de que no estoy solo: “Buenos días. Mucho se madruga”. El rostro, sonriente, me resulta vagamente familiar. “Nos presentó Luca, ¿recuerda?”. Y sí recuerdo aquella excursión con mi amigo napolitano por un barrio de explosiva miseria en los días de la crisis de las basuras. Y recuerdo también que la estrella de la UIMP estos días de septiembre es Roberto Saviano, el autor de Gomorra, el denunciante de los abusos camorristas.
Mi acompañante adivina mis pensamientos y hace alarde de humor negro: “Estoy aquí para callarle la boca en medio de una de sus clases. Y tú, cuidadito con decir nada, porque te puede ocurrir lo mismo”, y me apunta con un dedo. Luego suelta una carcajada.
“Saviano es un bluff, un espectáculo, una distracción. ¿Tú crees que perjudica algo a los buenos negocios de la organización? Si su libro molestara, libro y autor habrían desaparecido a poco de aparecer y hoy nadie hablaría de ellos. ¿Puedes creerte que una amenaza que convierte un libro de escasa difusión en un best seller mundial pretendía realmente que no se conociera ese libro? Hay quien dice que el autor paga religiosamente una parte de sus ingresos y quien afirma que todo es un montaje”.
Estaba yo tan feliz con Salinas y Cernuda y esa isla casi al alcance de la mano que parece esconder el tesoro del amanecer cuando me viene de pronto encima toda la suciedad del tiempo presente. “Me llamo Piero Longhi. Preparo una tesis sobre literatura y compromiso que habla, entre otros, de Roberto Saviano; por eso estoy aquí”.
Me tranquilizo. Un estudioso, no un sicario. “¿Y sabes quién me ha otorgado la beca que me permite seguirle por todo el mundo hasta que encuentre la ocasión de charlar con él a solas? ¿No te lo imaginas?”. Y suelta otra carcajada mientras se aleja con pasos rápidos.
Una macabra broma, lo sé. Mi amigo Luca tiene el mismo raro sentido del humor. Me ha fastidiado el amanecer, ha echado a perder la música sentenciosa de Salinas –“la forma de querer tú / es dejarme que te quiera”—, pero me ha despertado una curiosidad: ¿es Saviano un héroe o una engañifa? ¿Un enemigo de la Camorra o una creación suya para tener entretenidas a las buenas conciencias? Sea lo que sea, de una cosa estoy seguro porque he leído toda su mínima obra: no es un escritor, solo un discreto periodista con fama de indiscreto.
ESTIMULANTES MENTALES
ResponderEliminarHay cosas que me ponen de buen humor solo de pensarlas. Una de ellas es Estados Unidos. Pensar en ese gran país, que me ha criado catódicamente, me euforiza. Otra es una taza de café. Antes, también, las estaciones y los aeropuertos, cuando una alucinación colectiva me hizo creerlos vedados para siempre. Y, “last but not least”, la biblioteca de títulos esenciales de Cereijo y cualquier libro de GM.