sábado, 11 de julio de 2009

Paisajes con firma: Las horas claras

Paseaba yo por los jardines del museo olímpico, en Lausanne, interesándome menos en las obras de arte dispersas acá y allá que en las cambiantes vistas sobre el lago, cuando oí que una mujer de cierta edad le decía a su marido: “No respetan nada”. Efectivamente, algún gamberro se había entretenido en garabatear el gran muro blanco que cerraba la terraza a la derecha. A mi me pareció que aquel arte espontáneo no desentonaba del arte oficial. Me acerqué y algo me llamó la atención: una placa metálica en el suelo. Pude comprobar entonces que aquello no era una pintada. Era una obra de arte más: era un Tapies.


“El artista nunca ha tenido manos” tituló Nanni Menetti un llamativo artículo publicado en la revista de Franco Maria Ricci. No solo el artista contemporáneo, a la manera de Marcel Duchamp y sus ready-made, sino cualquier artista. Es la firma, es la intención de hacer arte lo que hace la obra de arte. El resto es artesanía.
Algo más allá me encuentro una escultura de arena dedicada al héroe efímero. Casi todos los días hay que retocarla y a veces, cuando cae una imprevista tormenta, rehacerla por completo. Quien lo hace es un buen profesional, pero no un artista: artista es solo quien tuvo la idea, consiguió que fuera aceptada (precisamente porque era un artista, no un artesano) y puso la firma.
Paseo luego por el Quai de Belgique, admirando la belleza tranquila del agua y del cielo, y a la cabeza me viene un verso de Baudelaire: “lujo, calma y voluptuosidad”. No necesita firma para que yo lo admire como una obra de arte, pienso. Pero de pronto me doy cuenta de que sí la hay, y no una sino varias firmas: están apoyadas en el muro, junto a una foto de Winston Churchill en este mismo lugar. “Les têtes couronnées et hôtes célèbres de l’hôtel Beau-Rivage Palace”, se titula la inscripción.


Este paseo a la orilla del lago no es un paseo cualquiera: Charles Chaplin estuvo aquí, y Gregory Peck y Grace Nelly y los duques de Windsor y el rey Leka de Albania y el maharadjah de Baroda y otros personajes de la mitología del gran mundo. Su belleza, un tanto convencional y acuarelada esta llena de historia y de fantasmas.


La naturaleza es en estos parajes otro artificio. Es el gesto que señala, que subraya, lo que convierte un fragmento del heteróclito caos del mundo en algo digno de ser mirado con atención, de ser admirado.
Necesita firma el paisaje, no le basta con su grandiosidad o su pintoresquismo. Por eso siempre las guías copian las líneas, a menudo insustanciales, que un nombre prestigioso le ha dedicado. Mientras camino por el puerto de Ouchy, recuerdo un pasaje de las Confesiones de Rousseau: “El aspecto del lago Leman y de sus admirables orillas tuvo siempre a mis ojos un atractivo particular que no sabría explicarme y que consiste no solo en la belleza del espectáculo, sino en un no sé qué que me conmueve y enternece. Cada vez que me aproximo a él, experimento una sensación compuesta del recuerdo de los muchos viajes de recreo que hice durante mi infancia y me parece que de alguna otra cosa más secreta y todavía más viva. Cuando el ardiente deseo de una vida feliz y dulce que huye de mí y para la cual he nacido viene a inflamar mi imaginación, siempre me la represento a orillas del agua, en medio de campiñas deliciosas. No puedo prescindir de un huerto junto a este lago, de un amigo cierto, una mujer amable, tres o cuatro vacas y una barquilla. No gozaré de una felicidad verdadera en este mundo hasta que no tenga todo esto”.
Si lo tuviera, tampoco sería feliz. Pero yo lo soy ahora, en esta mañana de julio solitaria y fresca, acercándome a la escultura metálica de mi paisano Ángel Duarte para admirar a través de sus óculos la arboleda, los montes cercanos, el cambiante cielo.


En el siglo XIX un funicular enlazaba el pueblo marinero de Ouchy con la villa de Lausanne, medievalmente encaramada en una alta colina y rodeada de dos ríos, el Louve y el Flon. Ahora un tren subterráneo lleva hasta allí. Desciendo en la plaza de Europa, una rara plaza hundida que siempre me había fascinado cuando la contemplaba desde los puentes que la cruzan. Ninguna ciudad tiene una plaza como esta, que parece al fondo de un pozo. El rascacielos de Bel-Air, el único de Lausanne, se eleva al borde para acentuar su profundidad.
Es la mirada del artista lo que convierte a una cosa cualquiera en una obra de arte, es la costumbre lo que convierte para mí el mundo en un lugar habitable. Nunca hago nada por primera vez, si puedo evitarlo. Quien llega inicialmente a cualquier lugar es un explorador que, en mi nombre, abre caminos, establece rutinas. Yo solo llego por primera vez a un sitio cuando vuelvo a él.
Mi rutina en Lausanne es cruzar el Grand-Pont, admirar la neogótica Maison Mercier, que yo me imagino siempre escenario de mil historias, la plaza hundida, la silueta gótica de la catedral, allá en lo alto, y en la plaza de San Francisco, al final del puente, sentarme en el Starbuck que hay frente a la iglesia.
Disfruto una vez más de aquel apacible rincón, del contraste entre la iglesia medieval, que durante siglos marcó el límite de la ciudad, y los aparatosos edificios de principios del siglo XX que parecen querer impedir que el caserío se derrame de cualquier manera hacia el lago. Suena entonces el teléfono. Se trata de una entrevista periodística sobre poesía asturiana para la radio autonómica. La entrevista es en directo y yo respondo las vaguedades habituales. Una observación trivial del periodista (“Es usted el único escritor que colabora a la vez en dos periódicos enfrentados”) y yo suelto de pronto toda mi irritación contra el periódico con el que he colaborado durante más de veinte años. A mí mismo me sorprende el énfasis de mis palabras. Es como una de esas peleas matrimoniales en las que de pronto, por un motivo trivial, reaparecen hasta las más minúsculas y remotas ofensas.
Cuando cuelgo el teléfono, me siento un poco avergonzado. Menos mal que estaba algo apartado de los demás clientes, y que no grité en exceso. Está visto que vaya uno donde vaya siempre lleva consigo sus rencillas aldeanas y sus pequeñas vanidades.
Sigo mi camino, sigo mis rutinas en esta clara mañana que es también una obra de arte, que tiene un plan, una firma de artista, y un marco: el viaje en tren desde Ginebra.
Otro puente, mi favorito, el Pont-Bessières, y otra vez, pero más cerca, sobre su armazón metálica la filigrana de la catedral. Los ríos que debían cruzar estos puentes han desaparecido. Sus cauces los ocupan calles anchas y sombrías, como de industriosos extrarradios. Yo las miro desde lo alto, sin atreverme a descender a ellas. Esta vez, por primera vez, he pisado la plaza de Europa. Poco tiempo, solo el necesario para encontrar una librería y ascender por ella hasta lo alto del Grand-Pont.
Me gustan las asociaciones imprevistas. El pórtico policromado de la catedral me lleva hasta Laguardia, en la Rioja alavesa, y a la iglesia de Santa María, que también conserva el color en sus esculturas. Y el recuerdo de Laguardia me trae el de Baroja, que en esa villa amurallada inicia las aventuras de Avinareta, y sus comentarios sobre los lagos suizos, que el compara con un poema de Lamartine, “El lago”, el más perfecto de los lugares comunes. Así como en los versos de Lamartine no choca ni una idea, ni una frase, no hay nada nuevo ni raro ni inarmónico, tampoco en los lagos suizos hay nada que se salga del guión: el agua, azul transparente; los montes de alrededor, blancos de nieve; las velas latinas de las barcas, las gaviotas de las orillas…
Desde la plaza de la catedral, contemplo resplandeciente el lago tras los irregulares tejados y la torre de San Francisco. “Es posible que nada se salga del guión”, le respondo al cascarrabias de Baroja, “pero ¿qué importa eso si el guión es excelente?”
Cité-Devant y Cité-Derrière se llaman, precisa y hermosamente, las dos calles que llevan de la catedral al castillo. El reloj de sol de su fachada tiene una inscripción no menos precisamente hermosa: “Je ne marque que les heures claires”.
Entro en una librería de viejo, compro el Obermann, de Senancour, tan citado por Unamuno, y al bajar hacia la estación me encuentro con un panel minuciosamente garabateado. ¿Será una obra de arte? Busco en algún lugar la firma, pero no la encuentro. Le hago una foto y soy yo, con mi gesto, quien lo convierte en una obra de arte. Buena o mala, esa es otra cuestión.
Subo al tren, pongo fin a las horas claras de esta mañana en Lausanne. Firmo y las guardo en mi memoria, que de todos los museos del mundo es el que yo prefiero, el único que no contiene ni una sola obra que no sea importante en la historia de mi vida.

1 comentario:

  1. Según creo haberle entendido, la tenue (en ocasiones) distancia entre el arte y el garabato depende no sólo de quién sea el autor, sino, sobre todo, de quien tuvo la idea, la intención de hacer arte, la mirada de artista.
    ¡Ojalá no fuera así! Porque, entonces, hasta yo mismo podría obtener un churro artístico sin pretenderlo.
    Aprecio su paisaje referido de hoy, pleno de arte, pues tiene su firma e intención, estoy seguro de ello.

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