domingo, 15 de febrero de 2009

Para entregar en mano: La tentación del silencio

Sábado, 7 de enero
PARÉNTESIS

El viaje dura apenas media hora. No suele haber muchos más viajeros en el vagón. Yo miro por la ventanilla un paisaje que me sé de memoria, que puedo describir con los ojos cerrados. Me gusta esta soledad, este no pensar en nada.
Cuando subo al tren, dejo fuera cualquier preocupación, incluso ese miedo a la enfermedad y a la muerte que no me deja nunca. Sé que me están esperando en la estación de Oviedo, que me tomarán del brazo en cuanto ponga el pie en el andén. Lo sé, pero no pienso en ello.
“Es difícil envejecer sin un poco de gloria o un poco de amor”, escribió Gil-Albert y a mí me gusta repetir. Yo me conformaría con conservar siempre esta capacidad de desentenderme de todo, de estar sin nada y no echar en falta nada. Como cuando subo al tren cada tarde del sábado en la estación de Avilés y abro un paréntesis de eternidad.


Domingo, 8 de enero
JUNTO AL POZO

“¿No me recuerdas?” No, no la recordaba. Debía tener mi edad, aunque vista de lejos o distraídamente, aparentaba bastante menos. Se había acercado a saludarme a mi mesa del Caffé di Roma donde yo leía, releía más bien, a Vauvenargues: “La esperanza es el más útil o el más pernicioso de los bienes”.

“Yo te recuerdo demasiado bien”, añadió. Y luego, sin despedirse siquiera, se alejó entre las mesas. La recordé de pronto, en medio de la noche, al despertarme bruscamente de una pesadilla. Fue hace no sé cuántos años, quizá en otra vida. Un amigo de Coimbra me invitó a pasar unos días en su casa. Era en una aldea del norte, rodeada de bosques, bastante salvaje. Cerca estaba el pueblo de Miguel Torga y una tarde nos acercamos a conocer su casa natal y el negrillo del que habla en uno de los poemas. La casa de mi amigo era grande, un caserón sobre un cerro que parecía guardar el disperso rebaño de las otras casuchas. Allí vivía su madre acompañada de abundante servidumbre, todas mujeres de edad, todas vestidas de negro. La casa, destartalada y oscura, recargada de muebles y retratos de difuntos, me pareció que tenía algo de herético convento. Por la tarde aquellas mujeres rezaban todas el rosario y pedían la conversión de Portugal. Acaba de ocurrir la Revolución de los Claveles. Fueron pocos días los que pasé allí, pero se me hicieron eternos. Me gustaba el huerto, tras de la casona, con su palmera, su rosaleda y su pozo. Una mañana en que había madrugado un poco –dormía bastante mal en aquella casa—, recién amanecido, una joven apareció cerca del pozo, como si hubiera surgido de él. Sonreía. Yo no la había visto nunca. Ella, como si nos conociéramos de toda la vida, se acercó a mí y me preguntó qué tal lo estaba pasando. Intercambiamos algunas banales palabras de cortesía y luego, sin dejar de sonreír, me llevó de la mano hasta una de las habitaciones de la casa. Allí, en la penumbra, al irse desnudando, se iba echando años encima, o eso me pareció a mí. Escapé aterrado. No le conté nada a mi amigo. No le conté nada a nadie. No volví a ver a aquella mujer.
Es curioso, tantas veces como he hablado de Coimbra, que nunca me refiriera a aquel fin de semana en Tras-os-Montes, ni a aquel encuentro. Esta noche soñé que en la cafetería de los Prados, muy cerca de la mesa donde yo acostumbro a sentarme, había una palmera y una rosaleda y un pozo. Y que de detrás, o de dentro del pozo surgía una mujer que me preguntaba: “¿No me recuerdas?”
Y no, no la recordaba porque no había nada que recordar.


Lunes, 9 de enero
UNA ALDEA EN ESCOCIA

Reconstruir una casa, lejos de todo, aislada en lo alto, con vistas sobre un inmenso valle. Una casa que ha estado vacía durante muchos años, con tres palmos de estiércol por el suelo, con un granero sin techo pero con las paredes de piedras todavía intactas. Tirar tabiques, hacer una gran habitación que es cocina y estudio y comedor y sala de estar. Luego solo queda sitio para un dormitorio con ventanas que se abren sobre el jardín y un baño. También hay un desván en el que puede dormir un invitado ocasional. El granero se convierte en un jardín cerrado, conventual.
Una casa lejos de todo para escribir, para sentarse al sol en el porche y escuchar el silencio. Para contemplar las ovejas que andan en orden por el sendero o se mueven en pequeñas, juguetonas pandillas. Para subir a la alta colina que hay detrás y ver el mar cuando el tiempo es claro. Para conocer las idas y venidas del búho que se escucha por las noches y que algunas veces aparece posado sobre un muro con su cara en forma de corazón y sus anchos ojos negros. Para estar atento a los jóvenes zorros, al ciervo ocasional, a la primera golondrina, al momento en que la hierba pasa de verde a dorada. Para abrir la ventana en las noches de verano y contar una a una las casi cinco mil estrellas que se ven desde el hemisferio norte. Para acariciar un silencio que no sea vacío, sino plenitud, un silencio donde quepa toda la belleza del mundo.
Leo a Sara Maitland. En la isla escocesa de Skye vivió primero cuarenta días de absoluta soledad, luego estuvo una semana en el desierto, otra en los Alpes; finalmente se fue a vivir a Galloway, en Escocia. Cuenta su experiencia en A Book of Silence. Sueño con esa vida de retiro y silencio antes de dormirme.
Sé que es un sueño imposible. ¿De qué me serviría aislarme si llevo conmigo todo el ruido del mundo? Para escuchar el silencio, el único silencio que de verdad importa, lo único que necesito es aprender a hacer callar mis pensamientos.


Martes, 10 de enero
EL MILAGRO

En cualquier lugar puede suceder el milagro. Por ejemplo, en un prosaico salón de actos del Milán. Se alza el telón en el Liceo y comienza la razonada magia de Monteverdi. Recuerdo lo que me dijo José Luis Prado cuando este domingo compré el periódico: “No dejes de leer la entrevista con Gérard Mortier. Se mete mucho con los que van a ver la ópera al cine”. Sentado en una butaca del Liceo, ciertamente, oiría mejor L’incoronazione di Poppea, pero no la vería mejor. “Necesitas la emoción en directo”, afirma Mortier. Y añade otras tonterías: “Son profetas falsos los que dicen que se debe acercar la ópera a nuevos públicos yendo al cine a ver una Madame Butterfly del Metropolitan. Primero, es muy peligroso porque se promocionan cosas anticuadas. Lo que hace el Metropolitan ojalá desaparezca. Para que la ópera triunfe en el cine necesitas también éxitos de taquilla y todo queda en moda, imagen. No hay sentimiento, alma, nada auténtico”.
Bonita manera de razonar, le diría yo a mi amigo José Luis. Ni Javier Marías –maestro del pensamiento algodonoso—la superaría. Sospecho que Gérard Mortier nunca ha visto una ópera en directo en un buen cine. Me gustaría que, antes de hablar, viniera un día conmigo a Los Prados. Claro que sería mejor estar en el Liceo o en el San Carlo o en la Scala (no en el Metropolitan que, según él, solo promociona cosas anticuadas: el Metropolitan, que tuvo el buen gusto de no contratarle, mejor que desaparezca), pero la emoción del directo se mantiene intacta, lo único que se pierde es el acontecimiento social.
En La coronación de Popea hay música y algo más. No sobra ni una palabra. Qué fascinante debate entre la fuerza de la razón y la razón de la fuerza cuando dialogan Nerón y Séneca. “Es como escuchar a Obama y a Gustavo Bueno”, dice Almuzara. Y luego añade: “Siempre que Obama sea Séneca y Gustavo Bueno Nerón, por supuesto”.


Miércoles, 11 de enero
UN PASEO

Me gusta dar un paseo antes de dormirme. El de esta noche, comienza en el campo de Santi Giovanni e Paolo. Por aquí cerca estaba el teatro donde se estrenó L’incoronazione di Poppea, una de las primeras óperas representadas fuera del salón de un palacio. Los espectadores no eran corteses invitados, sino gente que había pagado su entrada. De ahí que debiera hacer reír y emocionar. Paseo por la plaza, admiro la estatua del condotiero, el brocal renacentista del pozo y luego cruzo el Rio dei Mendicante (al fondo, sobre la laguna San Michele, la isla de los muertos). Camino hasta llegar al pequeño campo de Santa María Nova, con la prodigiosa iglesia de ágatas y mármol. Muy cerca está el teatro Malibrán, un poco más allá Correos, con la metafísica arquería de su patio. Sigo mi camino por los alrededores del puente de Rialto, siempre bulliciosos. Saludo a Goldini, que preside el campo de San Bartolomeo. Camino en busca de Santa Maria Gloriosa dei Frari, donde está enterrado Monteverdi en una capilla a la izquierda del altar mayor. Nada más entrar en el inmento templo te saluda la virgen del Tiziano alzando los brazos al cielo…

Con los ojos cerrados avanzo por las callejuelas de Venecia, cruzo puentes, camino junto a los canales. A veces llego a un callejón sin salida y he de volver atrás. No importa. Ahora cruzo el campo de San Polo. Este es el barrio del comisario Brunetti. Por aquí tiene su apartamento, que no se ve desde la calle; elevado sobre un viejo edificio, domina toda la ciudad. El Traghetto della Madonetta, a la izquierda, lleva hasta el Gran Canal. Yo sigo de frente, me asomo un momento al patio de la casa de Goldoni, y no tardo en encontrarme frente a la inmensa fábrica gótica dei Frari. Antes de dormirme, escucho, junto a la verja de la capilla, con flores frescas siempre sobre la tumba, el sensual y apócrifo “Pur ti miro, pur ti godo”.
Traigo conmigo todo los lugares que amo. Me basta cerrar los ojos para ponerme a pasear por ellos. La realidad no me interesa si no es como materia de mis sueños.


Jueves, 12 de enero
AMAR

Amar es jugar a la gallina ciega, dijo no sé quién. Quien nos ama siempre ama a otro, al que se imagina que somos. Hace mucho tiempo que yo no sé enamorarme si no es de mentira. He aprendido a decir tan bien las cosas que no siento que acabo sintiéndolas de veras. Miento mucho, pero no engaño nunca.


Viernes, 13 de enero
SOÑÉ

Soñé que llegaba un día en que era incapaz se soñar porque todos mis sueños se habían vuelto realidad, y esa fue mi peor pesadilla.

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