No necesito ir muy lejos para volver con los brazos cargados de grandes o pequeñas maravillas. Luego, en casa, voy dejando constancia de todas ellas en un catálogo general cada día más voluminoso, y no sé si infinito, pero sí interminable.
Soy un coleccionista omnívoro. Hago colección de las cosas más diversas: puentes, bibliotecas, atardeceres, cafés, ríos, claustros, calles, mares, sonrisas, islas… ¿Qué museo podría contener mi colección?
No me gusta arrancar a los objetos de su medio natural. No desmonto, piedra a piedra, como los millonarios americanos, un templo románico para volver a levantarlo en una esquina del jardín; yo dejo al río en su cauce y al café en su rincón de París o Praga.
Aunque soy un coleccionista parsimonioso, mi museo es cada vez más grande, más inabarcable para un hombre solo, y por eso hay salas que no recuerdo bien, que solo recorro muy de tarde en tarde, o en las que nunca he entrado. El lunes, 21 de julio del 2008, y el martes 22, contraviniendo mis hábitos sedentarios (detesto la obligada migración veraniega) los dediqué a hacer trabajo de campo. Fue un paseo breve, mil doscientos quilómetros por los alrededores de casa, pero traje un buen botín: añadí piezas nuevas a mi colección, admiré de nuevo algunas de mis piezas favoritas. Publico a continuación las notas que fui tomando durante el viaje.
BIBLIOTECAS
Durante mucho tiempo, las bibliotecas constituyeron para mí el mejor refugio contra las inclemencias del tiempo. Fuera de ellas, siempre estaba en campo enemigo; en ellas nada malo podía ocurrirme. A poco que rebuscara, cada estante me ofrecía un asombro inédito. Recuerdo algunos descubrimientos: la primera edición del Cántico de Guillén, todo Galdós ocupando casi una pared entera, la colección completa de la Revista de Occidente y, en uno de los primeros números, unas páginas de Baroja que hablaban de la feria de Marsella… Mis primeras bibliotecas: la de Avilés, en la calle Jovellanos, la de Oviedo, en el palacio de Toreno, la de la Universidad de Coimbra, con su bajorrelieve de azulejos, la de Perugia, en los salones de un palacio dieciochesco.
Las bibliotecas eran entonces lugares de refugio y aprovisionamiento. Ahora ya el mundo entero es una biblioteca, la más hermosa e inagotable del mundo, y no es necesario acaparar: las fuentes de abastecimiento están por todas partes. Cuando viajo, o simplemente cuando salgo de casa a dar una vuelta, casi nunca llevo lectura conmigo: me alimento de lo que ofrecen las librerías por las que paso.
Esta mañana, después de tomarme un café en la Posada de las Misas, he vuelto a encontrar la biblioteca de mi infancia, el símbolo mejor de lo que buscaba entonces. Está en un castillo. Para llegar a ella hay que atravesar la Casa del Gobernador, cruzar el patio de armas, ascender escaleras empinadas… Desde las ventanas, estrechas como saeteras, excavadas en los anchos muros, se divisan el río y el puente, las casas de la parte baja de la villa, con sus tejados de pizarra, la llanura arbolada, los montes lejanos. ¡Qué seguro me sentiría yo aquí, en este recóndito rincón del laberinto, protegido para siempre de todo y de todos!
Alargo la mano y hojeo el primer libro que la casualidad me ofrece: un fatigado volumen de la colección Austral. ¡Cuánto no habré soñado yo, a mis catorce o quince años, con La isla de coral, de Robert M. Ballantyne! Casi podría recitar de memoria, todavía ahora, las líneas iniciales: “Correr el mundo has sido y sigue siendo mi pasión dominante, la alegría de mi corazón, la luz misma de mi existencia. Igual en la niñez que en la adolescencia y en la edad viril, he sido siempre un trotamundos, pero mis correrías no se han limitado a los arbolados valles y a las cumbres de lo montes de mi tierra, porque mis entusiastas ambiciones han abarcado siempre el mundo entero”.
Casi medio siglo después de leer por primera vez esas palabras, aún me llenan de emoción. Pero no puedo aplicármelas: yo soy de los que piensan que para ir lejos no hace falta ir muy lejos y que el quizá el viaje, el verdadero viaje, termina cuando deja de soñarse y comienza a hacerse realidad.
En el Castillo de Benavente, en Puebla de Sanabria, haciendo un breve alto camino de Portugal, me he vuelto a encontrar con el adolescente que fui, con el desvalido soñador que se refugiaba en una biblioteca. Ahora sé que allí velaba armas, aprendía a valerse contra los dragones que acechaban fuera… Ahora sé que el mundo entero es una biblioteca y que los dragones estaban fuera y dentro, y que lo importante no era derrotarlos sino aprender a convivir con ellos.
PUENTES
Crucé por primera vez este puente romano, con sus claras inscripciones latinas, un día de niebla de hace treinta años. Hoy luce el sol. No hay lugar para los fantasmas de entonces, aunque los sienta agazapados en un sombrío rincón de la memoria.
A Chaves solía venir a tomar las aguas Miguel Torga. Un día de septiembre de 1971 escribió en su diario: “Me gustan estas ciudades pequeñas, frutos urbanos en que la pulpa deja ver aún el hueso alrededor del cual se desenvolvió: la plaza del municipio, encuadrada por el castillo, la Iglesia Matriz, el Ayuntamiento y la iglesia de la Misericordia, con la picota en medio para garantizar la justicia. Superan gregariamente –en su disciplina alineada y limpia-- la anarquía y la promiscuidad de la aglomeración aldeana, confieren dignidad y libertad al habitante que, además de eso, puede continuar en ellas respirando el oxígeno puro del campo, viendo el paisaje y saludando en alba con un silbido de salutación como el que me despierta a mí todas las mañanas desde que vengo por aquí”.
Lleno de fantasmas ajenos estas calles estrechas, estas plazas de otro tiempo con sus doradas iglesias barrocas, sus minuciosas ferreterías y sus frescas y olorosas tiendas de ultramarinos. En el jardín del castillo, la negra torre del homenaje, único superviviente, pastorea los restos arqueológicos esparcidos entre la verde hierba mientras los herrumbrosos cañones parecen temer todavía la amenaza española.
Juego a evocar fantasmas ajenos para ahuyentar los propios. Hace treinta años yo tenía poco más de veinte años. Entré en este puente sobre el Támega acompañado, o eso creía, y salí solo, abandonado incluso de mí mismo… Fue mejor así, ahora lo sé pero entonces era muy joven e ignoraba demasiadas cosas, y esta ciudad del norte, esta ciudad de aguas salutíferas que ya amaban los romanos, se convirtió para mí en símbolo de la desolación, de la frontera entre dicha y desdicha… Cruzar un puente. Este fue el primer puente que me cambió la vida, símbolo de todos los que vendrían después.
Comemos cerca del agua, en la terraza del Lirio Verde. Fuera hace calor, deslumbra el radiante mediodía de julio, pero se está bien aquí, acariciado por la brisa de arcaicos ventiladores.
Tenía arrumbado en el más remoto rincón del desván a este puente romano de doce arcos, frontera un día entre un falso paraíso y un infierno verdadero. Lo rescato ahora, juego con él, le quito el polvo, lo dejo al sol sobre aguas verdosas y centelleantes… Lo que ocurrió entonces ya no me ocurrió a mí. Fue solo una historia trivial, que tantos otros habrán también vivido, y que ni merece la pena de ser contada. Esta ponte romana que ha visto discurrir los siglos bajo sus doce arcos sí que merece la pena.
De pronto aparece la Praça da Ribeira, el bullicio del mercado (si es día de mercado) o el calmo discurrir de los turistas, Vila Nova de Gaia enfrente y, a la izquierda, el ciclópeo arco del puente que une las dos escarpadas orillas por abajo y por lo más alto.
Al andamiaje de hierro, a esa especie de torre Eiffel que hace la siesta, se encaraman inquietos chiquillos para arrojarse luego al río. Yo contemplo, conteniendo el aliento, como en un improvisado espectáculo circense, los grandes saltos hasta el agua oscura. De vez en cuando asoma el lento morro de un barco bajo el puente y el riesgo se acentúa.
La caprichosa memoria me vuelve medio siglo atrás cuando los niños de Aldeanueva nos íbamos a bañar al charco del puente, en el río Ambroz. Era un puente romano de un solo ojo e inmensa altura, o eso me parecía a mí (cuando he vuelto tiempo después, he podido comprobar que sigue siendo considerable). Siempre había apuestas sobre quién se atrevía a tirarse desde allí. Yo nunca lo hice y eso no contribuyó precisamente a mi prestigio entre los demás niños.
Ahora sobre la postal fascinante de este otro puente, cruzado por coches y peatones a tan distinta altura, veo la guirnalda feliz de los adolescentes sin miedo y siento el terror antiguo de que me obliguen a emular la hazaña. Cruzo luego el puente, por abajo y por lo más alto, y veo ponerse el sol más allá de otro puente, el de Arrábida, sobre el mar invisible.
Qué pequeño, casi de juguete, parece comparado con el atlante de Oporto el puente sobre el Miño, entre Valença y Tuy. Los coches discurren encajonados entre los hierros que se entrecruzan y el tren feliz (me imagino una jadeante locomotora echando humo) lo atraviesa por la coronilla. Fue mi primera frontera, y recuerdo la emoción, los trámites interminables, el tráfico que se interrumpía cada poco para que los vehículos pasaran primero en una dirección y luego en otra. Era todavía el Portugal de Salazar, era todavía la España de Franco. La negrura política resultaba igual a una y otra parte (pronto estallaría la Revolución de los Claveles), pero el aire olía distinto. Al otro lado, a Ultramar, a aventuras coloniales, a café, canela y clavo; a pobreza y a heroísmo antiguo. Ahora el puente sigue en el mismo sitio, pero ya es solo un juguete. Inservibles los edificios de la aduana a un lado y a otro, sin la sensación de temor que siempre se siente en una frontera (¿me dejarán pasar? ¿me faltará algún papel?), cruzo entre Portugal y España una y otra vez, admirando el calmo río, la mole poderosa de Tuy. Y la magia, la emoción, no desaparecen del todo. El dedo tembloroso del niño iba señalando, en el mapa colgado sobre el encerado del aula aterida, los ríos de España, y el primero de todos era el Miño, que desemboca en La Guardia y hace frontera entre España y Portugal y yo me imaginaba a los países, como en el mapa, pintados cada uno de un color distinto.
He puesto en práctica la costumbre martiniana de hacer recuento de las personas a las que caigo mal y las que me quieren y compruebo que es un procedimiento saludable. Hay muchos fantasmas infundados. Mi escrutinio particular queda en tres personas que yo diría que me quieren y cuatro a las que no les soy simpática.
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