Sábado, 5 noviembre
EL ANILLO
Aprovecho para cenar un poco entre el segundo y el tercer acto de Sigfrido. A las heroicas fantasías de Wagner le sienta bien el doméstico barullo del centro comercial. Entre bocado y bocado de la pizza, picoteo alguno de los aforismos de El viajero y su sombra: “El hombre que ha dominado sus pasiones ha entrado en posesión del territorio más fecundo, igual que un colono que se ha adueñado de bosques y pantanos”.
Distraído, a gusto conmigo mismo, no me doy cuenta de que alguien se ha detenido a saludarme. Lo hace con tanta familiaridad que finjo reconocerle. “¿Puedo sentarme un momento? Le voy a enseñar una cosa que le sorprenderá”. Y saca un pequeño sobre con un anillo. Yo le miro extrañado, temiendo que quiera vendérmelo. Él sonríe. “¿Qué le parece?”, me dice alzando el anillo con dos dedos. No me parece gran cosa, un vulgar aro que ni siquiera es de oro. “Con este anillo puede conseguir lo que quiera. Por ejemplo, volverse invisible. No tiene más que colocárselo en el dedo anular, como hago yo ahora, darle tres vueltas y desearlo”. En ese momento se acerca mi amiga Caterina con su novio. Cuando vuelvo la cabeza para presentarles a mi acompañante, éste ha desaparecido. Miro extrañado a un lado y a otro. “¿A quién buscas?”. “A un chiflado que quería venderme un anillo”. “Pues nosotros no vimos a nadie”. “Bueno, se habrá marchado sin despedirse”.
No pensé más en aquel raro encuentro hasta la hora de dormirme. La música de Wagner y los aforismos de Nietzsche me habían quitado el sueño y el buen humor del día se había retirado, como la marea se retira a ciertas horas, dejando al descubierto no limpia arena, sino barro, suciedad y podredumbre. Si fueran verdad las propiedades de aquel anillo, lo primero que le pediría sería un buen sueño sin sueños.
Pero no tenía el anillo y, para espantar las alimañas que comenzaban a asomar el hocico amenazador desde todas las esquinas, se me ocurrió pensar en lo que haría si me lo hubiera quedado. ¿Volverme invisible? No, ¿para qué? Ya lo soy. ¿Conseguir que siempre que me enamore sea correspondido? Qué fatiga. Ya me he acostumbrado a la indiferencia o al desdén. Un amor para toda la vida me resulta tan poco atractivo como que me obliguen a leer toda la vida el mismo libro. ¿Qué pediría entonces? ¿Ser más joven? ¿Guapo? ¿Rico? En estas tonterías me entretengo. La verdad es que me gusta contarme cuentos. Y fingir que soy feliz. Finjo tan bien que a veces hasta me olvido de que estoy fingiendo. Salvo en las noches de insomnio. Entonces no puedo dejar de pensar en los versos de Brines: “A debida distancia, / cualquier vida es de pena”.
Domingo, 6 de noviembre
ELOGIO DE LA VEROSIMILITUD
Vuelvo a Los Prados. Al ir hacia las taquillas del cine, me llama la camarera de la pizzería donde cené ayer. “Encontraron esto en la mesa en que estaba usted, me imagino que será suyo”, y me alarga el anillo. “No es mío, es de un amigo”, digo sorprendido. “Ya pasará él a recogerlo”. “Aquí se va a perder, mejor que se lo lleve usted”. Y vi Habemus Papam, de Nanni Moretti, con el anillo apretado fuertemente en la mano, sin atreverme a guardarlo ni a tirarlo ni, por supuesto, a ponérmelo en el dedo.
La película me pareció agradable, pero con fallos de verosimilitud. Por supuesto, nunca he estado en un cónclave, pero sí en otros órganos colectivos que tenían que tomar una decisión y sé que a nadie se le concede un cargo importante o un premio sin previamente haberle preguntado –de manera directa o indirecta— si lo aceptaría. El pobre cardenal al que eligen Papa en la película de Moretti —se asusta cuando tiene que salir al balcón a saludar a los fieles y se esconde y se escapa— jamás habría sido elegido. ¡Buenos son los cardenales! Nadie que no quiera ser Papa será nunca Papa, como nadie que no quiera ser presidente de gobierno será nunca presidente de gobierno (Rajoy no sabe lo que le espera). Soy uno de esos fanáticos de la verosimilitud de los que se burlaba Hitchcock. Me divierte encontrarle descosidos al guión de cualquier película, incluso a la amable fábula de Moretti, y sin embargo aprieto en la mano un anillo que concede todos los deseos. Y sé que no es verdad, pero me temo que sea verdad.
Cuando vuelvo a casa, resulta que lo he perdido. Tendré que conformarme con no ser ni joven ni guapo ni millonario, con seguir fracasando en el amor y envejeciendo lentamente y creyéndome más listo que nadie y riéndome de mi propia vanidad y lleno de infantil curiosidad y sin más ambición que la moderada felicidad de cada día, a pesar de alguna que otra noche de insomnio.
Miércoles, 9 de noviembre
EN SILOS
“¿Puedo sentarme un momento?”. Al escuchar aquella frase levanté asustado la cabeza del libro que estaba leyendo, releyendo más bien, Misericordia de Galdós, con su locura y su pobretería. “¿Vendrán otra vez a ofrecerme el anillo?”, pensé.
----Le veo casi todas las tardes, con su café y sus papeles, al pasar por el Rosal, y hoy por fin me he decidido a saludarle. Quería decirle que me gustó mucho lo que escribió sobre Silos. Yo estuve allí hace tiempo, cuando me encargaron una biografía del más famoso de sus monjes. Llegué solo, una fría mañana, con todo nevado. El portero, risueño y chiquito, parecía un gnomo. Me pidió que me acercara al brasero y se fue a avisar a los monjes. En seguida apareció uno que venía tocando una campanilla. Era la hora de la comida. Me invitaron a acompañarles. Los monjes, de dos en dos, con las capuchas puestas, llegaron cantando salmos y entraron sin mirarme en el refectorio. Primero los padres, luego los legos, finalmente los novicios. A mi lado se colocó un fraile con una jarra de metal, un aguamanil y, colgado del antebrazo, un paño blanco. Cuando entró el Abad, que cerraba el cortejo, el fraile que tenía a mi lado vertió un poco de agua sobre mis dedos y después, con un gesto, me invitó a pasar. El refectorio era inmenso, con el techo sostenido por tres grandes pilares. En la cabecera, bajo un gran cuadro de Cristo crucificado, estaba el Abad presidiendo. En los laterales, los monjes con sus hábitos negros; tras ellos los legos, de color pardo, y en las mesas centrales los novicios. Durante la comida, un novicio va leyendo de un libro con monótonas y largas pausas. Frente a cada cubierto hay una botella de vino. La puerta del refectorio está abierta al claustro románico. Comemos, ellos impasibles, yo aterido de frío, mientras vemos –mientras veo yo, los otros no levantan la vista— caer la nieve en torno al ciprés famoso. Al terminar, nuevos cantos y luego, en fila, vamos hasta la capilla de Santo Domingo, donde se guardan los restos del fundador. Al final, cuando cada uno se retira a sus ocupaciones y yo quería quedarme contemplando el claustro, se me acerca el Abad y me invita a acompañarle a una estancia cercana; allí nos sirven café y unos sorbos de un maravilloso licor. Me trata con tanta cordialidad que al momento me siento como ante un viejo amigo; le hablo de mis estudios, de mi novia, hoy mi mujer, pero no me atrevo a hablarle de lo que me había llevado a aquel lugar, que no solo era el amor al arte, sino buscar datos sobre el famoso monje de Silos, entonces abad del Valle de los Caídos, Fray Justo Pérez de Úrbel. El periodista Cándido había escrito uno de sus libros, Los mártires de la iglesia. Testigos de su fe, un conjunto de veinte biografías de supuestas víctimas de la barbarie roja durante la guerra civil. Eran biografías inventadas o plagiadas, y el periodista se había esmerado en la descripción de los sádicos, y a ratos voluptuosos, martirios. Cándido tenía la impresión de que no era el único caso, de que las docenas y docenas de libros que había publicado el buen fraile tras la guerra civil, así como los centenares de artículos, no eran obra suya. Por entonces ejercía una incesante actividad: Pilar Primo de Rivera le había encargado la dirección espiritual de las mujeres y los niños españoles; ni unas ni otros podía leer nada que no pasara por sus manos, incluso dirigía un tebeo, Flechas y Pelayos. Era procurador en Cortes. En dos meses lo hicieron licenciado, en tres doctor y en cuatro catedrático de Historia Medieval de la Universidad Complutense. El nombramiento de Abad del Valle de los Caídos tuvo lugar en el salón del trono del Palacio Real, en presencia de Franco. Todo un ejemplo de humildad monástica. Aquella noche, a pesar del frío, decidí levantarme y salir a dar una vuelta por el claustro nevado, iluminado por la luna. Paseaba solo, sintiéndome muy cerca del Paraíso, cuando me asustó una figura oscura que parecía haberse materializado de pronto delante de mí. Era uno de los frailes. Le reconocí porque era el único que me había mirado, a hurtadillas, cuando estábamos en el refectorio. “Sé a ha venido usted aquí. Soy el mejor amigo de Fray Justo. Con él hice correr las mulas montado en el trillo, busqué nidos, salté tapias, sufrí los tirones de orejas de nuestro primer maestro de latín, el cura del pueblo, don Victoriano. Ingresamos juntos, a los doce años, en la escuela de esta abadía. A los dos nos gustaba estudiar, pero solo a él le gustaba brillar. Yo le convencí, en los días turbulentos de la guerra, para que aceptara los cantos de sirena de los políticos. Desde este retiro seguí colaborando con su obra. Me imaginaba un nuevo Martín Sarmiento ayudando a otro Feijoo; ahora sé que el diablo se aprovechó de mi vanidad para ofuscarme”.
Eran los últimos años del franquismo. En Ruedo ibérico esperaban la biografía escandalosa de uno de los sostenes espirituales del régimen. Pero decidí no escribirla, y eso que podía haber hecho bastante ruido. ¿Sabe por qué? Por la hospitalidad de los monjes, por el café y el licor que me tomé con el Abad, por la nieve que caía en el claustro… No me sentí capaz de turbar su paz. Vi que a usted también le había impresionado, por eso quise contarle esto que no había contado a nadie.
Jueves, 10 de noviembre
UN LECTOR MENOS
“Yo le tenía por un buen crítico; tras leer hoy su reseña en el periódico, le he perdido el respeto. Habla de un libro que conozco, el diario de Juan Malpartida, y tiene la desfachatez de no mencionar siquiera que en él se le desenmascara. Como los jueces, también los críticos deberían a veces abstenerse. Cuenta que la última vez que habló con Octavio Paz, tras el incendio de su casa, cuando se quemaron libros y cuadros y él escapó por poco, enfermo y con la sonda puesta, le preguntó por la antología que usted acababa de publicar, Treinta años de poesía española. Y le animó a que, junto a Sánchez Robayna, preparara otra para contrarrestarla, otra que colocara en su lugar a los poetas que usted había querido dejar fuera de la historia de la literatura: José Miguel Ullán, César Antonio Molina, el propio Juan Malpartida. Entre enfermedades y catástrofes, poco antes de morir, con gran generosidad, Octavio Paz se esfuerza en reparar el mal que usted ha hecho. Pero eso no lo cuenta en su reseña, eso se lo calla. ¿Cómo cree que voy a seguir leyéndole?”
Viernes, 11 de noviembre
SPLEEN
“Pero ¿no te aburres?”, le digo a un amigo que se pasa el día sin hacer nada. “Soy demasiado perezoso para aburrirme; el aburrimiento es propio de gente como tú que siempre necesita estar haciendo algo”.
Tiene toda la razón. Yo siempre ando inventándome cosas que hacer para no aburrirme, y luego resulta que todo lo hago de prisa y corriendo porque me aburro en seguida de hacerlo.
Oh, sí, Martín, yo también en visto la peli "Habemus Papam".
ResponderEliminarLo que me choca es que haya concurrido a Cannes, siendo como sería su lugar natural el Festival de Sitges, o cualquier otro especializado en la ficción más fantástica.
Porque mira que describir un cónclave en que los cardenales...¡¡¡creen todos en Dios!!! Y el Papa electo y fugitivo, ¡¡¡el que más!!! Como que piensa que el Espíritu Santo ha introducido en la urna de su mano -o de su pico- los papelitos doblados con su nombre...
Hacía tiempo que no había visto nada tan quimérico.
Para colmo surreal, hasta me pareció reconocer entre los senectos jugadores de voley a uno que se parecía a Rouco. Otro, rechoncho, que daba saltitos cuando su equipo marcaba tanto, era la mismísima estampa del obispo de Manila...
Inventé sobre la marcha -soy cinéfilo, ya lo he dicho- una secuencia en que cambiaba el motivo de tales efusiones. Pensé que estas cuadraban mejor en una en dónde -por poner un ejemplo- Marzinkus notificaba a los equipos la última cotización en la Bolsa de Milano del valor "Dúrex" (profilácticos king size), del que la Santa Sede tendría (he dicho "tendría") voluminoso paquete de acciones.
Pero el arte tiene valores propios, sin que lo verosímil sea garantía de excelencia, ni que lo más descabellado -si está bien contado- no pueda llegar a ser magnífico. Yo, compraría sin vacilación una acuarela de Hitler, si hubiese pintado mejor.
Con respecto a la verosimilitud, considero a esta peli hermana de leche de "Ulises" (Mario Camerini, 1954), o "Robocop" (Paul Verhoeven, 1984).
Conté hasta diecisiete veces en las que los príncipes de la Iglesias ponían los ojos en blanco mirando al cielo, cuando mentaban el nombre del Altísimo: igualito que en las pelis del franquismo, en las que los santos clérigos se persignaban y adoptaban mirada semejante cuando se referían a su Cristo Exterminador. Parece que fue ayer...
No está mal urdida la comedieta de Nanni Maretti, que apunta para un destacado papel en la Democracia Cristiana de nuevo cuño, que va a tener su chance tras la defenestración de Il Cavaliere. Al tiempo.
PS.- Hablando de cine nos llevamos mejor, ¿eh, José Luis?
A no ser que me salgas con una de esas desabridas descalificaciones tuyas..., dirigidas -incluso- a tus mayores. Y no hablo de la edad precisamente.
Salute, caro.
Hay un "dónde" que le sobra el arponcillo. Que conste que me he dado cuenta.
ResponderEliminarProcuraré solo agradecer lecturas y comentarios, y no descalificar, paciente F.
ResponderEliminarPara ello habrá que hacer como los caballeros ingleses y no mentar política ni religión ni, por supuesto, esencias patrías.
JLGM
¡Bonita historia!Pero me he quedado con las ganas de saber lo que le habrías pedido al anillo (de no haberlo perdido, claro ;) ).
ResponderEliminarAndrea
muy bella.
ResponderEliminarSi yo tuviera el anillo, pediría poder volar, para, a veces, marchar más lejos de lo que lo hago a menudo, a otros lugares.
“Emito mis alaridos por los techos de este mundo”, dice el poeta. Valora la belleza de las cosas simples. Se puede hacer bella poesía sobre pequeñas cosas, pero no podemos remar en contra de nosotros mismos. Eso transforma la vida en un infierno. Disfruta del pánico que te provoca tener la vida por delante. W. Withman
No sé porqué se lo mando ahora. Simplemente me fascinó.
a.r.
http://www.youtube.com/watch?v=aPDyuulIZ1Y&feature=related