Sábado, 22 de octubre
DESDE EL SILENCIO
Tras la lectura de poemas, ya en la celda, abro Cartas desde el silencio, de Víctor Márquez Pailos, prior de Silos, que el propio autor me acaba de regalar. Una peculiar teología la suya: “Como lo santo está separado de lo profano, así la caricia está separada de todo cuanto separa o divide en dos la esperanza humana”.
La gran sequoia que preside la entrada del monasterio se asoma a mi ventana; si yo me asomara, tendría casi al alcance de la mía la mano del santo que parece danzar en el centro de la fachada.
Cierro el libro, abro el cuaderno que siempre llevo conmigo, y continúo a mi manera este peculiar epistolario:
La madurez del hombre cabal no depende de su grado de seguridad sino de su grado de fragilidad.
Nadie más vulnerable que el hombre seguro de sí mismo.
Quien levanta una muralla para defenderse de los otros levanta los muros de su propia cárcel.
Escribir no es, como decía María Zambrano, defender la soledad, sino abrir puertas y ventanas para que los demás invadan nuestra soledad.
Si no estás indefenso, ¿cómo pretendes amparar a nadie?
El que busca desesperadamente a Dios y no lo encuentra, ya lo ha encontrado; el que cree tener a Dios en su corazón lo ha perdido para siempre.
Domingo, 23 de octubre
VIGILIA Y LAUDES
Sin necesidad de poner el despertador, a las cinco y media ya estoy despierto. Camino por el laberinto de pasillos; en el claustro románico, apenas iluminado por una tímida luna, doy algunas lentas vueltas, a pesar del frío, antes de seguir mi camino. Por la puerta de la Virgen , me dirijo luego hacia la iglesia. Recorro luego la gran nave vacía; al fondo, en el coro, se adivinan ya las siluetas de los monjes. Me coloco en un banco de la primera fila, pero uno de ellos se adelanta y con un gesto me invita a acompañarlos. Me siento en el coro y participo, como uno más, de la vigilia del domingo. Siento que cantan solo para Dios y para mí.
He dicho más de una vez –a mi edad todo se ha dicho ya muchas veces— que soy un ateo que colecciona experiencias religiosas. Recuerdo siempre, en primer lugar, mi entrada en Jerusalén. Iba con otros invitados a participar en un curso sobre el Holocausto organizada por el Yad Vashem. En el aeropuerto de Tel Aviv nos estaba esperando Perla Hassam, judía de Melilla, encargada de la relación del museo con los países de lengua española. Subimos al autobús y, cuando nos acercábamos a la ciudad, tuvo la feliz idea de que visitáramos, en primer lugar, antes incluso de ir al hotel, el Muro de las Lamentaciones. Era la tarde del viernes, estaba a punto de comenzar el Sabbath. Cruzamos ante la puerta de Damasco, que se doraba al sol y parecía una estampa iluminada de la época de las Cruzadas. En seguida, el autobús se detuvo y, tras cruzar el detector de metales, avanzamos por la gran explanada ante el muro. Era el momento mismo en que no se podía distinguir un hilo de otro; comenzaba el sagrado sábado. Llegaban grupos de adultos y de adolescentes, algunos cantando y bailando como si se dirigieran a una fiesta. Junto al muro, otros inclinaban repetidamente la cabeza. No podría explicar lo que sentí. Al principio era solo el extranjero que mira un espectáculo curioso. Pero en seguida fui uno de ellos, la sal de la tierra y el chivo expiatorio por los siglos de los siglos.
A Plovdiv, en Bulgaria, he ido en varias ocasiones. Y siempre que voy me descalzo y entro en la gran mezquita, junto a la plaza en que muestran su costillas las ruinas romanas y los pintores venden sus cuadros. En pocos lugares me siento tan bien recibido. Bulgaria fue dominada por los turcos durante siglos; tras la independencia, una minoría continuó siendo musulmana. Esta hermosa mezquita, del siglo XVI, sigue siendo mezquita, no es un museo, como la de Sofía, pero no está en un país árabe y eso le da, no sé por qué, un aire distinto. Cuando yo entro, casi nunca hay nadie. A veces un solitario reza en cuclillas; otras, unos pocos adolescentes escuchan la lección de un hombre barbudo. Nada más entrar siento un gran sosiego, como si alguien me abrazara, me cogiera en su mano, me alzara sobre el abismo del mundo.
La cúpula del Panteón, en Roma, tiene en lo más alto un círculo abierto al cielo por el que entran los rayos del sol o cae la lluvia. Me gusta colocarme exactamente debajo, sentir sobre mí la airosa cúpula ciclópea, en torno mío los gruesos muros que han soportado el paso y el peso de los siglos.
“Quoniam Deus magnus Dominus / et rex magnus super omnes deos”, cantan los monjes. Sí, el Señor es un Dios grande, soberano de todos los dioses, pero por muy grande que sea sin los ritos, las magias y los templos de los hombres no sería nada. Su verdadero nombre es Vacío, Enigma, Nada.
Dios no existe, pero a veces –junto al Muro de las Lamentaciones, en la mezquita de Plovdiv, en el Panteón, en el silencio de Silos— su ausencia se hace tan presente que se convierte en la más consoladora verdad.
Lunes, 24 de octubre
VANIDAD
“¿Cómo es que a un crítico le da de pronto por escribir poemas? ¿No tiene miedo de que le traten ahora con la misma dureza que usted trató a los demás?”
Recuerdo, con una sonrisa, la pregunta que me hizo durante el coloquio uno de los asistentes a la lectura del pasado sábado. Al final me regaló su último libro, de hermoso y preciso título, La realidad inverosímil. Antolín Iglesias Páramo no sabía que yo era poeta, pero yo había leído poemas suyos, le había perdido luego la pista y ahora le reencuentro en sentenciosos sonetos: “Vivir es sorprenderse y aceptarse…”
Ser un poeta poco conocido no afecta para nada a mi vanidad (aunque no me molestaría, para qué nos vamos a engañar, ser admirado y célebre).
Mi vanidad –ya sé que no debería decirlo, pero me paso el día diciendo cosas que no debería decir— tiene más bien que ver con el alto concepto que tengo de mí mismo. Me parece que nadie razona tan atinadamente como yo, no ya en literatura, sino en política, en matemáticas y en cualquier cosa que se me ponga por delante. Cada vez me cuesta más reconocer que no siempre tengo razón, que solo la tengo casi siempre.
Martes, 25 de octubre
MÁS ANOTACIONES
No te avergüences de tus imperfecciones: son ellas las que te hacen digno de amor.
La vida real es siempre, en un noventa por ciento, imaginaria.
Si nunca has caído, no podrás enseñar a nadie a levantarse.
Quien no tiene hijos, no tiene padre.
El que renuncia a la mujer que ama por amor a Dios no ama a Dios ni ama a la mujer.
Aprende de los niños a tomarte el juego en serio.
El silencio y la soledad son las armas predilectas del demonio.
No hay verdad que no pueda volverse del revés.
Cuando habla de Dios, nadie sabe lo que dice.
El mayor enemigo de la religión es el hombre religioso que considera falsas todas las religiones menos la suya.
Busca la verdad, pero no te alegres de encontrarla; si crees encontrarla es que la has perdido para siempre.
Si nunca has perdido la cabeza, ¿cómo sabes qué tienes cabeza?
Los muertos no creen en Dios.
Si nadie creyera en el otro mundo, no habría otro mundo.
Si nadie creyera en los fantasmas, no habría fantasmas.
Cuidado con las buenas intenciones: las carga el diablo.
Desconfía de los milagros; también los dioses falsos hacen milagros.
Cuando no tengas nada que ofrecer, ofrece tus manos. Incluso vacías, valen más que cualquier tesoro.
Tómate muy en serio todo lo que haces, pero nunca te vayas a la cama sin haberte reído un poco de ti mismo.
Si no eres Dios, lo mejor que se puede ser es hombre, salvo que se sea mujer.
Todos los libros sagrados son falsos; Dios no sabe escribir.
Jueves, 27 de octubre
FRAY MARTÍN
El huerto, la hermosa y desordenada biblioteca, el orgulloso ciprés del claustro, que se sabe más famoso que ningún monje, la rigurosa parcelación del día en las diversas ocupaciones… Vista desde fuera la vida monacal, para una persona como yo, tiene sus atractivos. Y no es el menor que, detrás de su bucólica apariencia, esconde un microcosmos tan lleno de tensiones como cualquier otro. Umberto Eco lo sabía muy bien. Con la cabeza baja, entran y salen los monjes del coro, como en un escenario, pero cada uno de ellos es un mundo: el padre Recaredo, que conoció los tiempos más duros, que anduvo por Argentina, que algo tiene de Voltaire candoroso; el padre Rufino, que se sabe a San Juan de memoria; el padre Ángel, tímido fotógrafo… No falta quien disimula apenas sus modales de sargento cuartelero. Y luego está el prior, que estudió en Oviedo y alguna vez pasó por nuestra tertulia, todo un personaje: ingenuo y sabio, frágil y firme, que no le teme al desorden de la vida.
No habría desentonado yo en ese variopinto y bien concertado conjunto. El voto de pobreza lo he practicado desde siempre, el de castidad, a estas alturas, creo que me costaría poco, y el de obediencia… Bueno, el de obediencia tampoco me costaría nada siempre que yo fuera abad o prior.
Viernes, 28 de octubre
LORCA Y YO
El otro día, en el Hotel Reconquista, nos contó Andrés Amorós que había conocido a Rafael Martínez Nadal, el gran amigo de Lorca: “Decía que Federico no tenía una gran cultura ni leía mucho, pero que lo poco que leía lo aprovechaba muy bien”.
Yo en eso soy como Lorca, y no porque lea poco (a veces pienso que no hago otra cosa), sino porque vivo poco, porque apenas tengo experiencias vitales fuera de los libros, pero a las pocas que tengo les saco todo el partido posible.
“Equivoqué mi vocación, yo habría debido ser monje”. “¿Y qué otra cosa eres?”, me responde Catarina. “Lo que ocurre es que, como no soportas obedecer a nadie, has creado tu propia orden y eres a la vez el padre fundador y el único seguidor”.
Déjame destacar dos de tus anotaciones:
ResponderEliminar-"Si nadie creyera en el otro mundo, no habría otro mundo." En el fondo, no existiría nada si uno no fuera capaz de creer. O existe exacta y puramente lo que crees, lo único marcado por la pasión de creer, aunque los demás lo descalifiquen porque son incapaces de atreverse, asumirlo o aceptarlo. Pero uno sabe el porqué de sus cosas porque las ha visto ya dentro. Que se den o no luego fuera es el misterio de por qué la vida nos concede a veces la realización o el placer o por el contrario parece jugar con nosotros erráticamente a la intemperie y el desconcierto.
-"Cuando no tengas nada que ofrecer, ofrece tus manos. Incluso vacías, valen más que cualquier tesoro." ¿Es una frase bella o también la crees? ¿Se siente todo lo que escribimos o somos capaces de escribir todo porque en el lenguaje hay un momento en que ya nada es ajeno y conocemos la mecánica del decir? ¿Cuesta lo mismo el odio que el deseo? Porque la bondad, al decirla ¿se finge, se echa de menos o también se acepta y cree?
Un cordial saludo
Te leo en La Nueva España, pero no sabía que también tenías un blog. Están muy bien tus aforismos. Esta vez me ha gustado el de "si no eres Dios, lo mejor que se puede ser es hombre, salvo que se sea mujer". ¡Cuánta malicia!
ResponderEliminarSaludos.
Entro aquí gracias a José Luis Piquero, que me habló de usted y de su blog. Y estoy fascinado. Este va a ser para mí un blog de referencia en adelante. Gracias.
ResponderEliminarErnesto Frattarola
La pregunta que me surge siempre que entro en este blog es ¿quién es el alma paciente que te hace tantas fotos?
ResponderEliminarRespuesta de Narciso al anónimo curioso: las fotos las hago yo, aunque el botón lo apriete cualquiera que pasaba por allí.
ResponderEliminarJLGM
No deja de sorprenderme gratamente inspirar a tantos escritores que intentan contradecir lo que escribo como si así lograran cabrearme. Es que son todos tan sugerentes..Es fascinante, Don José Luis, en serio se lo digo.
ResponderEliminarRespuesta al último anónimo: la costumbre de no firmar los textos en internet es una tonta costumbre; pase no firmar cuando uno quiere tirar la piedra y esconder la mano (es una cobardía muy humana), pero la mayoría de las veces no firmar es dejar sin sentido lo que se escribe. Es el caso de este comentario que no sé a qué va ni de qué viene. Y espero que disculpe la lección, pero es que nada me irrita más que la involuntaria tontería.
ResponderEliminarJLGM
Si hace uso de su intuición, piense, piense de qué viene el comentario y adónde va. Búsquele usted mismo el sentido.
ResponderEliminarEn mi caso, no se trata de una costumbre el no firmar los comentarios. Hago muy pocos comentarios y no carezco de esa "cobardía humana" de tirar la piedra y esconder la mano. Para empezar, yo no tiro piedras a nadie y nunca las tiraré.
Además, para qué firmar ese comentario "involuntariamente tonto" si no quiero dejar constancia de mi nombre aquí.
También es sorprendentemente fascinante, por otro lado, la irritación de un hombre que me pide disculpas por darme una lección.
ohh que buen relato jeje... me encanta la forma en que lo narras y el lexico que usas... muy buen post...
ResponderEliminarMartín: No deberías dar pábulo a la pornografía en internet. Borra el mensaje de esa Zoa.
EliminarNo sé a qué te refieres, María.
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