domingo, 12 de septiembre de 2010

Al otro lado: El viajero en casa

Domingo, 5 de septiembre
LA BIBLIOTECA DESAPARECIDA

“El mundo es más hondo que extenso” dice una cita de Pessoa que a mí me gusta repetir. Este verano la extensión del mundo ha quedado reducida a unos pocos kilómetros, a un puñado de calles. He vuelto a viajar, como cuando era niño, con el dedo sobre el mapa o con los ojos cerrados antes de dormirme. Pero también he redescubierto el pequeño mundo de mi antiguo barrio. Y una biblioteca.


Una biblioteca en la que entré por primera vez cuando tenía trece o catorce años y de la que creo que todavía no he salido. Se ha ido metamorfoseando con los años y ahora, entre el parque y la ciudad, es una de las más hermosas bibliotecas del mundo. Me gusta pasear entre el claro laberinto de sus estanterías, a un lado el torreón de San Francisco, al otro el parque de Ferrera; sentarme a hojear un libro como si estuviera en un jardín a resguardo de las inclemencias del tiempo.
No he podido pasear por la orilla del lago Leman, acercarme hasta el Château de Coppet, a saludar al fantasma de Madame de Staël, como era mi intención, pero he vuelto a recorrer una y otra vez los fatigados soportales y me he adentrado por primera vez entre las blancas curvas del centro Niemeyer.


Al cruzar el colorista puente de San Sebastián, lo he recordado negro y corroído y con el suelo de madera a punto de desprenderse sobre la ría. Al otro lado, había algo más que chimeneas, grúas y arqueología industrial: un enigmático y ruinoso caserón. Entre viejos papeles, encuentro una fotografía en que estoy frente a una casona medio derrumbada. Tras las ventanas se divisan hileras de libros. Aquel caserón era también una enigmática biblioteca. Nunca me atreví a entrar en ella y los libros que allí había fueron pudriéndose poco a poco. Seguramente carecían de interés. ¿Qué libros podía haber en aquel edificio sino informes técnicos y documentación obsoleta de Ensidesa? Pero ahora, tras recorrer el centro Niemeyer, una página en blanco, miro esa fotografía en la que yo aparezco, con pinta de sindicalista, ante las ruinas de una biblioteca y pienso que allí me aguardaban todos esos libros con los que me gusta soñar: el manuscrito de las Rimas de Bécquer, que desapareció en el saqueo del palacio de González Bravo, cuando la revolución del 68, pero que Rafael Montesinos, cien años después, me aseguró haber tenido en sus manos; la primera edición del Lazarillo, con esa página que falta en las ediciones conservadas…
Tantos años después, por razones familiares, vuelvo a pasar la mayor parte de mi tiempo en Avilés. Y todo son deslumbramientos y descubrimientos. El mundo es más hondo que extenso. Para el que sabe mirar, para el que no se ha olvidado de soñar, no hay lugar tan pequeño que no sea capaz de contener el universo ni tan familiar que no encierre un inagotable misterio.



Lunes, 6 de septiembre
EL HOMBRE MÁS MODESTO DEL MUNDO

Siempre he creído que a falsa modestia no me ganaba nadie, que era una de las pocas cosas de las que podía envanecerme. Pero leo hoy un artículo de Juan Goytisolo en El País y no tengo más remedio que reconocer que, en eso al menos, me da cien vueltas. Comienza contándonos que, enterado de su paso por Barcelona, Francisco Rico le envía a una amiga común para concertar una cita. Comen juntos, y el filólogo le propone ser académico de honor “sin la necesidad de las solicitudes y trámites burocráticos de quienes aspiran a formar parte de la docta corporación”. “Nunca he aceptado doctorados ni medallas”, le responde. Y luego enumera con inagotable minuciosidad todos los honores que ha rechazado, a pesar de merecerlos sobradamente, como aquel gran premio al mejor novelista del mundo que le concedieron los mejores críticos del mundo y que él no aceptó porque no solo era el mejor novelista del mundo sino también el más moral y el más modesto y la dotación procedía no sé si de Gadaffi o de algún otro dictador.
A mí me gustaría ser como Juan Goytisolo: rechazar todos los honores que se me ofrezcan, pero inmediatamente, para que todos se enteren, escribir un artículo en el periódico más leído haciendo público mi ejemplar comportamiento. Lástima que hasta el momento nadie me haya ofrecido ningún honor que yo pudiera rechazar.


Martes, 7 de septiembre
SEMÁFORO Y HAIKU

Podría no ser yo el hombre más modesto del mundo (eso lo dejo para Juan Goytisolo), pero de lo que no hay duda es de que era el más rutinario. Como Kant en Königsberg se podían poner en hora los relojes a mi paso. Pero ya no soy dueño de mi agenda. Por primera vez tengo a alguien a mi cargo, lo que para una persona que ha vivido sesenta años ocupándose solo de sí mismo es menos una carga que una inédita aventura.
Por fortuna mi memoria es excelente: los malos ratos los olvido pronto. Y siempre estoy atento al milagro, por mínimo que sea. Hoy, después de muchos días de horarios cambiados, salgo de casa a la hora de costumbre. El semáforo de General Elorza cambia de verde a rojo en el preciso instante en que llego a él. Aprovecho el momento para recuperar una antigua costumbre. Aparco preocupaciones y dejo que las palabras jueguen a su aire: “El día esconde / en tus ojos cerrados / toda su luz”. Saco mi negro Moleskine y lo anoto. En cuando termino de hacerlo el semáforo se pone verde y sigo mi camino hacia Las Salesas, donde me aguarda el café feliz de cada mañana. Otro milagro



Miércoles, 8 de septiembre
VERANO EN LAYTON COURT

Decía Borges que cuando la realidad se parece cada vez más a una pesadilla solo es posible la lectura de páginas que no aludan siquiera a la realidad. Por ejemplo, novelas policíacas. Abro al azar El misterio de Layton Court, de Anthony Berkeley, que acaba de editar Lumen, y me encuentro con el siguiente párrafo: “Los caballeros cordiales en torno a los sesenta años, más bien adinerados, que tienen una bodega excelente, cigarros no menos excelentes y reciben a sus amigos con generosa afabilidad, no suelen tener enemigos”. Ya veo, me digo, que este libro, como todos los libros que me interesan, habla de mí. Sigo leyendo: “Le gustaba reunir en torno a él a un grupo selecto de personas alegres y divertidas, sobre todo jóvenes. Y cada verano alquilaba un sitio distinto para hacerlo; y cuando más grande y más antiguo fuese, y cuantas más reminiscencias aristocráticas tuviese, mejor. Este año, su elección había recaído en Layton Court, con sus torreones góticos, su ventanas con celosías y sus habitaciones forradas de roble”. Exactamente lo que yo hago todos los veranos, según saben bien quienes tienen la amabilidad de leerme.
No me gusta leer novelas, salvo que sean grandes novelas. Para distraerme me basta con los folletones que yo me invento. Sigo siendo el adolescente que puede convertir una noche de insomnio en las más fascinantes mil y una noches. Leo en la contraportada: “Layton Court es una mansión de campo en la que Víctor Stanworth, impecable anfitrión ha invitado a unos cuantos amigos a pasar unos días. Una mañana aparece muerto en la biblioteca y nadie puede concluir si se trata de un suicidio o de un asesinato”. ¿Qué más necesito? Ahora, mientras la enferma duerme tranquila, yo me entretengo en resolver un viejo problema: el crimen en una habitación cerrada. Y todo ocurre en otro mundo, en la fantaseada Inglaterra de los años veinte, donde existe “la convención de que un hombre no debe, bajo ninguna circunstancia, expresar emociones en presencia de otro hombre”.



Jueves, 9 de septiembre
HIGH LINE

En una cafetería avilesina en la que no había estado nunca leo un libro de Mary Cantwell sobre el Nueva York de su juventud, cuando trabajada en una revista de modas de Madison Avenue. Cada capítulo es una dirección y yo voy siguiendo ese itinerario en mi cabeza. La tengo llena de planos de ciudades. Nada me gusta más que aprenderme el plano de una ciudad que me gusta y, cuando leo una novela que pasa en ella, acompañar a los personajes, visualizar una esquina, una plaza, detectar una equivocación del autor. También lo hago con las películas. Hay malas películas que solo veo para ir reconociendo los exteriores. Un pequeño cambio, la pésima comedia de Josh Gordon y Will Speck, termina en una casa de Montague Street, frente al Promenade y el perfil de Manhattan, con la que yo he soñado muchas veces. La última vivienda de Mary Cantwell se encuentra al sur de Manhattan, cerca del Hudson: “A mi espalda está el mercado de la carne. Durante el día, hombretones con chaquetas manchadas de sangre y cascos metálicos cargan reses muertas en los camiones y hacen pausas para almorzar en los muelles de carga. Por la noche, salen los prostitutos, hombres jóvenes en su mayoría, en general negros, y a veces vestidos de mujer. Se quedan en las sombras arrojadas por las marquesinas metálicas o, si hace frío, alrededor del fuego que alguien ha encendido en un bidón oxidado”. Conozco ese lugar, paseé por él un día soleado y nada tenía que ver con el que recuerda Mary Cantwell. Ahora han convertido las antiguas vías del ferrocarril elevado que cruzaba el barrio en un paseo, el High Line, con vistas al río y a la ciudad, y los destartalados almaneces en viviendas de lujo. Todavía en los años ochenta Gil de Biedma frecuentaba estos lugares que la mayoría de los neoyorquinos procuraba cuidadosamente evitar. Mary Cantwell, cuando volvía por la noche, le pedía por favor al taxista que no se fuera hasta que ella entrara en casa. Ahora es uno de esos lugares que calman el dolor. Cierro los ojos un momento y vuelvo a caminar junto a las vías sin uso, entre las que crecen las mismas yerbas silvestres de antes de que fueran incorporadas al paseo. Sonrío al recordar el ejército de jardineros que ahora se ocupa tan cuidadosamente de que no pierdan su aire descuidado. También la verdad se inventa.



Viernes, 10 de septiembre
JAMÁS ME HE EQUIVOCADO EN NADA

En estos días en que tengo tiempo de sobra para hacer recuento de mi vida y pensar en todo lo que no debería pensar, me vienen una y otra vez a la cabeza unos versos de Luis Rosales. Yo, como él, jamás me he equivocado en nada, salvo en las dos o tres cosas que de verdad importan.
Pero no me considero especialmente desafortunado por eso. Sospecho que apenas habrá hombre sobre la tierra que, si se para a reflexionar, no pueda decir lo mismo.

5 comentarios:

  1. "Se podían poner los relojes en hora a mi paso". Mejor dejar pasar el tiempo.

    Dexo Marchar les hores
    como aquel que tira una moneda
    a un pozu ensin fondu.
    Siento nun bancu
    y regalo`l mio tiempu
    a cualquiera que pase delantre de mio...

    Miguel Rojo

    Palabres Clares. Antologia de poetes asturianos de J.L. Garcia Martín

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  2. La memoria de Goytisolo para inventariar los galardones que él rechazó me recuerda a la monja que denunció a su vecino de enfrente, porque tomaba baños de sol en cueros y era ello motivo de escándalo en la comunidad monjil. Como resultó que cuando hizo presencia un agente para verificar qué había de cierto en la denuncia el nudista no estaba de cuerpo presente, la monja (¿superiora?) relató pormenorizadamente los días, horas y detalles de los últimos seis meses de impúdica exhibición.
    Parece ser que hay minucias que nos importan bien poco que -no obstante- permanecen troqueladas en nuestra memoria en letras de bronce.
    Y ello pese a la indudable modestia. O así.

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  3. Bellísima la estampa industrial de tu Avilés juvenil, con aquella sombría biblioteca de prosa fabril y grisácea, en la que apareces tú, amigo José Luis, sin embargo, con el aspecto de siempre. Sin duda, el tiempo jamás ha logrado hollar tu aspecto, siempre a estrenar.

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  4. Curioso lo de aprovechar la parada ante el semáforo para escribir un haiku. Y muy bonito el tuyo.
    Tomo nota de la novela que recomiendas "El misterio de Layton Court", la leeré. Me ha recordado a una estupenda película: Gosford Park.
    Saludos,

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  5. He comenzado las clases de 2º de Bachillerato con el comentario del haiku del semáforo. Me gusta empexzar con textos muy breves. en la próxima clase estudiaremos la entrada en la que aparece: ¡hay que leer a los clásicos!

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