domingo, 18 de julio de 2010

Las veladas del jardín: Un tenientillo desvergonzado

Decía Fernando Vela que no hay goce mayor que oír, en las noches de invierno, un cuento junto al fuego. Una chimenea se alimenta, tanto de leña como de historias; las atrae con su tiro de aire y las devora el trasgo que mora en las oscuridades de la campana.
Pero también las noches de verano son buenas para la música que sosiega el alma y para las historias que avivan la imaginación. Sentados bajo el tejo centenario
que a mí me recuerda tanto al que en la Plaza del Príncipe Real, en Lisboa, extiende sus inmensos brazos acogedores, habíamos escuchado un puñado de quebradizas melodías francesas cantadas por Philippe Jaroussky (mi favorita es “L’heure exquise”, de Reynaldo Hahn) y Javier Almuzara nos había leído algunas de sus traducciones de Omar Jayyam: “Todo lo hermoso es breve, y por breve aún más bello. / Mientras el cuerpo aguante, no renuncies a nada. / Llorarás tus desdenes cuando blanquee el cabello. / Disfruta del momento: solo dura un momento”.
Al conde, como siempre ocurría, no le oímos llegar. De pie al extremo de la glorieta parecía mirarnos sin vernos, como una más de las estatuas que adornan el jardín. “No sé si ha sido una buena idea hacerte caso a ti, y no a Silvia, y venir –me dijo Ana Vega—. Me da un poco de miedo. Anoche…. Pero quizá sean imaginaciones mías”.
Todos los hombres –el conde hablaba en voz muy baja, había que hacer un esfuerzo para poder escucharle— temen a la muerte. No saben que eso es lo único que los dioses envidian a los humanos. Todos los hombres son mortales, me repito a menudo, y ese es el único consuelo que tengo. Pero sé que la existencia de unos pocos no se mide por décadas, sino por siglos. ¿Habéis oído hablar del conde de Saint-Germain? Conoció a Lutero y a Napoleón, a Leonardo y a Beethoven, a Miguel Ángel y a Goethe. Comparado con él yo soy un adolescente. Nací en 1875, aún no he cumplido los dos siglos. Algún día os contaré por qué Mussolini me expulsó del paraíso cerrado para muchos, abierto para pocos, que un puñado de amigos habíamos creado en un rincón de Sicilia. Hoy me gustaría hablaros de un duelo, del que fui padrino. Mi editor, Vicente Blasco Ibáñez, era diputado de la minoría republicana. Se discutían entonces en el Congreso unas elecciones municipales y en las cercanías alborotaban grupos radicales. En una de sus intervenciones contó Blasco Ibáñez que al salir, por haberse detenido un momento para protestar contra las fuerzas del orden, “un tenientillo desvergonzado” le había empujado violentamente, obligándole a seguir su camino, sin respetar su fuero de diputado por Valencia.


A las pocas horas recibió una carta, firmada por un coronel de caballería y por un teniente coronel, exigiéndole que nombrara padrinos para solventar la ofensa inferida al teniente Alestuey. No hubo manera de arreglar el asunto. Los militares querían una retractación terminante desde el escaño en que se produjo la ofensa. Blasco no podía avenirse a eso. El código del marqués de Cabriñana concedía al ofendido el derecho a imponer condiciones. Escogieron las más graves. El duelo sería con pistola de cañón rayado, a cargar por la boca, y bala de plomo redonda, del calibre usual y tipo “Gastine-Renai”. Las armas utilizadas –un par por cada adversario— deberían ser examinadas, preparadas y cargadas por un armero de profesión. La distancia, veinticinco pasos. Número de disparos, ilimitado, hasta que uno de los combatientes no pudiese seguir el combate, algo que deberían decidir los médicos que asistiesen al duelo. Cuando los padrinos terminamos de decidir las condiciones, comenzaba a amanecer sobre Madrid. El duelo sería aquel mismo día en una quinta cercana a la estación de Delicias, lugar habitual para los lances de honor.


A la hora convenida fuimos a buscar al novelista al piso bajo en que vivía. Estaba en la calle Huertas, acera de los pares, entre Príncipe y plaza del Ángel. En una alcoba, al fondo del despacho, dormía reposadamente. Al despertarse dijo “¿Ya?” y rápidamente se levantó. En el terreno conocí al ofendido, al teniente Alestuey. Era un joven delgado y de pequeña estatura, no mal parecido. Seguramente era también la primera vez que Blasco y él se veían, porque el escritor no se fijó en el rostro del militar que le empujó y se decía que aquel teniente se había ofrecido voluntario por ser un hábil tirador de pistola. Rápidamente (era al atardecer y en aquellas fechas oscurecía pronto) se midió el terreno, se sortearon los sitios, se leyó a los duelistas el acta y se les ordenó que estuvieran atentos a la orden de mando que se daría, reloj en mano, cuando hubieran transcurrido los treinta segundos concedidos para apuntar. Entretanto, el armero del Círculo Militar cargaba las pistolas, poniendo las llaves en el seguro y aplastando el pistón fulminante para evitar que se cayese haciendo fallar el disparo. Momento después de leerles el acta, y en cumplimiento de una de las cláusulas, los combatientes hubieron de despojarse de reloj, llaveros, monederos, cinturones y todo objeto que pudiera interponer obstáculos al proyectil. Uno de los padrinos de Alestuey cumplió la orden en relación con Blasco y yo me acerqué al militar y le dije: “Caballero oficial, yo le ruego que me entregue los objetos que se detallan para cumplir el acta”.


Que el teniente Alestuey era un experto tirador se vio desde el momento en que tranquilamente se colocó en línea de combate, avanzando sobre el vientre la cadera protectora y el hombro bien destacado sobre la caja del pecho. Las maneras desmañadas del corpulento Blasco nos hicieron saber a todos que su relación con las armas era más bien escasa. A la voz de fuego, el primer tiro del teniente dio muy cerca de los pies del novelista, levantando una nube de polvo; el de Blasco, se perdió en el aire. Supe que aquello había sido un aviso, y que el segundo tiro sería mortal. Cambiadas las pistolas, sonó la detonación de Alestuey y el novelista cayó en redondo. Nos acercamos inmediatamente a él y, sorprendidos, comprobamos que estaba prácticamente ileso. Llevaba un ancho cinturón y el proyectil le había causado una gran contusión pero estaba detenido por la triple correa, incrustado entre la segunda y tercera vueltas. Uno de los padrinos de Alestuey dijo: “Este señor queda descalificado por no haber cumplido las normas”. Yo repliqué: “Quien no ha cumplido las normas es el encargado de retirar todos los objetos indicados en el acta”. El otro padrino, que recordaba perfectamente haber despojado al novelista de su cinturón, no salía de su asombro. El coronel Jaquetot cortó cualquier asomo de discusión diciendo: “Esta cuestión ha terminado definitivamente”. Cuando volvíamos, desde el coche, vimos que una multitud, atraída por los rumores del duelo, se había concentrado en los alrededores de la quinta. Al comprobar que nadie salía en camilla, comenzaron a abuchearnos. Blasco Ibáñez soltó una maldición: “¿Y por esta canalla se juega uno el pellejo?”. A partir de entonces abandonó la política activa y se dedicó a sus novelas, que tantos dólares le produjeron. Tras permanecer un rato pensativo, dijo: “Todavía no me explicó cómo tenía puesto el cinturón. Estoy seguro de que me lo quité”. Yo sonreí. Aquello, para un mago como yo, era un juego de niños. Luego su editorial no publicó mis poemas, pero esa es otra cuestión, como la de mi encuentro aquella noche con el tenientillo desvergonzado.

2 comentarios:

  1. Ya me lo dice mi mama:
    -"No salgas a la calle nunca en tirantes"
    -Vale mami, pero la calle es mía.

    Muy bonita la adaptación.

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  2. Me ha interesado mucho tu blog. No te conocía hasta que he leído algunos poemas tuyos publicados en el blog "Zumo de Poesía". A partir de ahora prometo seguirte.

    Saludos.

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