domingo, 11 de julio de 2010

Las veladas del jardín: Llegada al pazo

A los escritores nos pierde la vanidad. Por lo menos a mí. Siempre que me he visto envuelto en algún embrollo la vanidad ha servido de anzuelo, nunca el dinero, el sexo o la ambición.
El primer día de verano recibí una carta con un escudo en relieve y un extraño remite: conde de Brezoán. En decimonónica caligrafía se declaraba admirador de mis libros y me invitaba a visitarle durante las vacaciones de verano. “Sé que le ha gustado el pazó de Mariñán, lo leí en Café Arcadia; me atrevo a asegurar que la casa de mis antepasados no le defraudará”.


De inmediato pensé en Colette, quien una vez declaró en un artículo cuanto le gustaría vivir en la Place du Palais Royal, frente a sus tranquilos jardines, y de inmediato un lector se ofreció a dejarle su apartamento, y en él residió la escritora los últimos años de su vida. También me acordé del joven Somerset Maugham y de las invitaciones que recibía para pasar los fines de semana en la casa de campo de algún noble inglés: “Por la mañana, apenas daban las ocho, entraba en la habitación una doncella de crujiente vestido estampado y toca con cintas, quien traía una taza de té y dos finas rebanadas de pan con mantequilla. Si era invierno, venía tras ella un ayudante, también con traje estampado, quien recogía las cenizas del fuego que había ardido la noche anterior y preparaba y encendía otro”.
Me sentí muy halagado porque a un conde le interesaran mis libros y se tomara la molestia de escribirme. Mis relaciones con la nobleza, que siempre me ha secretamente fascinado, resultan más bien escasas, casi nulas. Se limitan al marqués de Tamarón, un conservador ilustrado al que había conocido en un jurado literario que presidía Saramago, y al conde de Siruela, un elegante editor que sabe más que nadie, o esa impresión me dio cuando charlamos en el último premio Príncipe de Asturias, sobre el vampirismo femenino.
En una tarjeta que acompañaba a la carta manuscrita se indicaba una dirección de correo electrónica. Contesté a ella agradecido, pero declinando cortésmente la invitación. No hizo falta que insistiera mucho para que aceptara.


El día y la hora convenidos tenía ante mi puerta un coche con chófer uniformado. Durante el trayecto, de poco más de cuatro horas, traté de sacarle alguna información, pero era tan educado como lacónico.
Tras atravesar una verja de hierro, se llegaba al edificio principal del pazo por un largo camino sombreado de cipreses, eucaliptos y castaños de indias. En la entrada me aguardaba el conde, alto, enjuto, de unos setenta años, con una figura que recordaba algunas ilustraciones del Quijote. “¿Ha venido solo?”, fue lo primero que me preguntó. Yo, extrañado, le respondí que sí. “Sin duda no me expliqué bien”, dijo, “Mi invitación era también para los amigos poetas que le acompañan en los cafés de Oviedo, para Silvia Ugidos, Marcos Tramón, Javier Almuzara. Me gustaría que tuviéramos aquí algunas de esas tertulias en que las que yo ya he participado como lector. Pero pueden incorporarse cualquier otro día”.
Una especie de mayordomo me acompañó hasta mi habitación, situada en lo alto de una torre, con ventanas abiertas a los cuatro puntos cardinales, y con magníficas vistas sobre el jardín, los huertos y, al fondo, el mar. La tarde amenazaba lluvia y, no sé por qué, el buen humor y el afán de aventuras que me habían acompañado hasta allí se cambiaron de golpe por una de esas negruras depresivas en las que caigo con cierta frecuencia. Dejé la maleta abierta sobre la cama y bajé a despedirme del conde, que aquella noche no cenaría conmigo por no sé qué compromisos ineludibles. Cuando volví a subir, mi ropa estaba cuidadosamente colocada en el armario. Volví a acordarme de Somerset Maugham: “Ser invitado a pasar fines de semana en el campo era para mí un suplicio, debido a las propinas que debía dar al mayordomo y al criado que me traían el té de la mañana. Ellos eran quienes deshacían mi maleta y yo sentía un profundo malestar al darme cuenta de que mi raído pijama y mi modesta indumentaria producían una desfavorable opinión”.


Yo no sé si la opinión que le produje al servicio doméstico del conde fue o no favorable; a mí me dieron un poco de miedo: aparecían cuando se les necesitaba, como si adivinaran el pensamiento, y desaparecían inmediatamente. El conde se disculpó porque yo tuviera que cenar solo aquella primera noche (“Creí que vendría con sus amigos, en caso contrario no habría aceptado el compromiso”), pero a mí no me importó: en el pazo había una maravillosa biblioteca, con libros en tres o cuatro lenguas, y una fatigada edición dieciochesca del Teatro crítico universal, de Feijoo, que hojeé con tanto placer y provecho como sus lectores anteriores.
Estuve leyendo hasta tarde, y luego dormí bien, de un tirón. Cuando me desperté lucía ya el sol (y eso que a mí me gusta coleccionar amaneceres). En una florida pérgola, desde la que se veía el mar, estaba dispuesta la mesa para el desayuno, con su cesta de frutas, el colorido de los zumos, el aroma del café y el periódico del día me parecía la imagen misma de la felicidad. No me importaba desayunar solo, como había cenado solo, todo lo contrario. Tampoco me importaría, aunque haya repetido una y otra vez que detesto el campo, que no puedo vivir fuera de la ciudad, pasar un tiempo solo en aquel lugar fuera del tiempo.


El imprevisto saludo del conde me asustó un poco. Había llegado sin hacer ruido. No tenía buena cara, daba la impresión de haber pasado la noche sin acostarse.
“¿Ha oído usted, sin duda, hablar de Aleister Crowley?”, me dijo de pronto. Yo le miré sorprendido. Me parecía una forma rara de iniciar la conversación.
“Sí, por supuesto; sé que fue un mago inglés que conoció a Fernando Pessoa allá por los años treinta; entre los dos fingieron una falsa muerte que fue investigada por la policía”.
“Aleister Crowley, a quien los periodistas calificaron como el hombre más perverso del mundo, soy yo. ¿Quiere que le sirva un poco más de café”.
En ese mismo instante comencé a sospechar que mi vanidad me había jugado otra vez una mala pasada. Y que antes de aceptar aquella insólita invitación debería haber averiguado algunas cosas sobre mi anfitrión, que ahora me miraba con ojos burlones, como pareciendo disfrutar de mi sorpresa.

6 comentarios:

  1. Ojalá, en vez de Aleister Crowley, en el pazo, se encontrara Pessoa...
    Miguel Á. Gómez

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  2. Leo, en la noche del 11 de Julio, esta entrada, y veo que -contra su costumbre-, JLGM sólo incluye en ella la anotación de un día, no de la semana completa. Quiero sólo señalar que echo de menos lo que acaso falta; siempre le leo con placer.

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  3. La nueva entrega del diario, "Línea roja", ya ha terminado. Comenzó en septiembre del 2009 y terminó el primer domingo de julio del 2010. Quizá haya otro nuevo diario en septiembre, pero no es seguro. No me gustan las obras invertebradas, me gusta que tengan principio y fin.
    "Las veladas del jardín" es una serie veraniega que, en papel, aparece los sábados en el periódico gijonés "El Comercio". No es un diario.
    Gracias por leerme

    José Luis García Martín

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  4. Gracias a JLGM por la gentileza de sus explicaciones. No siendo asturiano, ni siguiendo habitualmente la prensa de allá, las desconocía. Gracias, repito, y ojalá haya efectivamente un nuevo diario en su momento. No soy el único, bien lo sé, que lamentaría que no fuese así.

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  5. Como me gusta la nobleza... Marqués de Riscal, Marqués de Murrieta, Marqués de Griñón, Conde del Real Agrado; como me agrada tu nombre Conde. Y siempre termino la fiesta con El Gaiteru.

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  6. Esperemos que Hotel Universo tenga continuidad, puesto que usted y el sr. A.T. son dos escritores imprescindibles de la mejor literatura española, aunque no convenga mezclarlos, por si se repelen de tanta atracción literaria. Me ha gustado mucho el cuento del conde Aleister Crowley.

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