lunes, 25 de julio de 2011

Nueve enigmas con jardín: Algunas cosas que recordar no quiero

Siempre he presumido de buena memoria: jamás recuerdo nada que no me interese recordar. Pero me temo que cada vez voy a poder presumir menos. Con los años todo se deteriora. Ahora, muy a menudo, un incidente trivial me trae a la memoria cosas que creía definitivamente sepultadas en el olvido.
Estaba buscando un hotel en Internet, cercano al Piazzale Roma (es muy incómodo andar con las maletas por Venecia, a cada poco subiendo y bajando puentes), cuando, al leer los comentarios sobre uno de ellos, me encontré con un aviso sobre un restaurante poco recomendable. El nombre, Las Ramblas, no era nada veneciano, al contrario que el de la calle donde se encontraba: Rio Terà dei Pensieri, muy cerca de la Fundamenta Tre Ponti. Dudaba yo si sentarme o no en su terraza a cenar, cuando un cliente que salía muy irritado tropezó conmigo. Me pidió disculpas y yo recogí un libro que se le había caído al suelo. Eran los poemas de Álvaro de Campos, en edición francesa.


Pessoa sirvió de pretexto para entablar conversión. Se llamaba Paul y era alto, muy delgado y de mirada penetrante. Mientras yo comía algo en el Campo de S. Margherita, él –que ya había cenado: mal y con el postre de una cuenta desorbitada: esa era la razón de su enfado— tomaba una copa y me hablaba de su interés por Pessoa, del que había traducido algunos textos esotéricos y del que decía tener algunos inéditos. “Son papeles que el propio poeta entregó a su primer traductor al francés, Pierre Hourcade, que le conoció personalmente en Lisboa”. Luego le acompañé hasta su hotel, que estaba muy cerca del mío, en el pequeño Campo de S. Simeón Grande, y antes de subir a su habitación nos sentamos en el jardín delantero, el Giardino dei Gelmosini (había otro detrás, sobre el Canal Grande: el Giardino Fiorito). La noche era espléndida, con todas las estrellas asomándose entre las copas de los árboles.


Tras haber vivido en París y Londres, ahora residía de nuevo en el lugar en que había nacido, Orthez, al sur de Francia, donde Francis Jammes rimaba sus melancolías. “No dejes de llamarme, si pasas por allí”, me dijo. Hablamos mucho de Pessoa, y discutimos un poco, porque él creía haber descubierto en sus papeles inéditos que no solo era un estudioso del ocultismo, sino un alquimista y un mago. “Sobre esas cosas yo soy bastante escéptico”, le dije sonriente.

            
              No mucho tiempo después, el azar me llevó a Pau y como no tenía mal recuerdo de aquella noche veraniega que compartimos con Pessoa, se me ocurrió llamarle. Cogió él mismo de inmediato el teléfono, como si me estuviera esperando: “Disculpa que no pueda ir personalmente a buscarte. Pero ahora mismo te mando mi coche. Antes de una hora lo tienes a la puerta de tu hotel”. Yo había ido a hablar de poesía a un congreso universitario (de las relaciones entre Francis Jammes y Juan Ramón Jiménez, precisamente), ya había intervenido y no me apetecía demasiado escuchar a mis colegas. El coche llegó puntual, el chófer me saludó secamente y no volvió a decir una palabra. Mi buen humor, no sé por qué, había ido disminuyendo durante el breve trayecto (a pesar del hermoso paisaje de los Pirineos Atlánticos) y desapareció por completo cuando llegamos a la casa de Paul. Estaba casi al final de una calle larga que ascendía hasta el castillo. Primero se atravesaba un ancho portón y después otro. Doblemente protegida del resto del mundo, rodeada de un boscoso y sombrío jardín, la casa era un palacete de finales del XIX (o de principios del veinte) en el que abundaban las retorcidas columnas salomónicas, las gárgolas y los más variados adornos de escayola. Me extrañó que Paul no saliera a recibirme. El chófer llamó al timbre, dejó a mi lado la bolsa de viaje y, sin esperar a que abrieran la puerta, volvió al coche y dio la vuelta buscando la salida. Por un instante me quedé solo. Comenzaba a arrepentirme de mi decisión. Casi hubiera preferido estar en el aula magna escuchando la conferencia de aquella tarde, aunque el conferenciante fuera Tua Blesa y hablara de Leopoldo María Panero.


            La puerta se abrió por fin. Una anciana susurró algo, que no entendí, y me invitó a pasar con un gesto. Fatigosamente me precedió en una escalera de caracol y me llevó hasta una habitación en lo más alto, por cuyos cuatro ventanales se divisaba un hermoso panorama: la torre del castillo, los desiguales tejados de la ciudad, los campos verdes y una línea azul de montañas que debían de ser los Pirineos. Había una cama, un escritorio, una estantería con libros y, junto a una de las ventanas, un telescopio para mirar las estrellas. Pregunté a la mujer por Paul, poco antes de que desapareciera sigilosamente, pero no entendí lo que me dijo. Le llamé, le llamé varias veces. Siempre salía el contestador automático de su teléfono. Había un gran silencio. Por la ventana abierta se oía el trino como asustado de algún pájaro, el leve viento que agitaba las hojas de los árboles, el susurro de una fuente cercana. En aquel caserón inmenso parecíamos estar solos la anciana y yo. Comenzaba a sentir hambre, había comido poco. Saldría a dar una vuelta por el pueblo, me animaría algo y a mi regreso seguro que me encontraría con Paul, que tendría que darme una buena excusa para disculpar aquella descortesía. Pero en el mismo momento en que tomé la decisión de salir, se abrió la puerta y allí estaba la mujer con una bandeja que depositó sobre la mesa. “Si no le gusta, puedo preparar otra cosa”, dijo, y esta vez sí entendí lo que decía. Todo tenía un aspecto tan apetitoso que no pude resistir la tentación de probarlo. “Daré un paseo después”, me dije. El vino era excelente. A pesar de que no suelo beber, me acabé la botella entera. Al levantarme de la mesa sentí un poco de somnolencia. Me eché a descansar un poco sobre la cama y al instante me quedé profundamente dormido.


Cuando desperté, ya era de día. Lucía un sol reconfortante. Me duché, me cambié de ropa. En la casa no encontré a nadie, ni a Paul ni a la mujer que me había servido. Decidí dar una vuelta por el pueblo, llegarme hasta la torre del castillo, buscar la casa de Francis Jammes, que creía que se había convertido en museo. Pero el portón de la finca estaba cerrado. Traté una y otra vez de abrirlo, no lo conseguí. Tuve que saltar el muro. Cuando estaba al otro lado, pensé que era una situación absurda estar invitado por alguien que ni se dignaba aparecer, y decidí saltar de nuevo, ir en busca de mi bolsa y largarme de allí para siempre. Mejor que aquella aventura, cualquier cosa, incluso la conferencia con que se clausuraba el congreso, titulada “La poesía no es literatura” e impartida por Antonio Gamoneda.
Al entrar en la casa, me llamó la atención una puerta de la primera planta que hasta entonces había estado cerrada. Por lo que pude vislumbrar, se trataba de una especie de laboratorio químico y se oían ruidos de líquidos hirviendo y tintineo de vasos y probetas, como si allí hubiera alguien trabajando. Entré y me sorprendió una redoma puesta sobre una mesa, una especie de pecera, pero en ella daban vueltas, en un humo azulado, no peces, sino varias mujeres desnudas. Eran de pequeño tamaño, como de dos palmos cada una de ellas, pero parecían verdaderas mujeres. Se abrazaban, se besuqueaban, me hacían gesto para que fuera con ellas. Y de pronto allí estaba yo, dentro de la redoma, completamente desnudo, tratando de escapar de sus caricias. Una dijo: “El casto José”. Y otra: “Ven con tu Putifar”. Todas se reían. A través de la ventana abierta vi de pronto a Paul sentado tranquilamente en el jardín. Logré escapar de los brazos de aquellas sirenas y llegué hasta él. Me hizo un gesto para que me sentara. Lo hice, furioso, como aquel a quien acaban de gastar una pesada broma. “Así que tú no crees en la magia”, dijo él, sonriente. “Pues si no crees, no crees, yo no voy a tratar de convencerte. Pero Pessoa creía y de él he aprendido algunos trucos. Luego subimos a mi habitación y te enseño los papeles que he traído conmigo”.
Estábamos en el Giardino dei Gelmosini, uno de los dos jardines del hotel en que se alojaba, Ca Nigra. “El nombre no alude a ningún nigromante –me explicó-, sino a Constantino Nigra, un diplomático y poeta de la época de Cavour que fue quien edificó el palacio”.


9 comentarios:

  1. Erratas:

    exotérico (por esotérico).

    "Ven con tu Putifar" (Putifar era el marido, no la mujer, en la historia de José).

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  2. Es lo que tú dices: si no crees, no crees.

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  3. Gracias por señalar las erratas. Confudir "esotérico" con "exotérico" (que significa todo lo contrario) es un error muy común (y que yo he cometido más de una vez). Sin duda porque con "x" lo esotérico resulta más exótico.
    La segunda errata no es una errata, sino un juego con la palabra que fonéticamente se asocia a "Putifar" y con otras ambigüedades propias de los encantamientos.

    JLGM

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  4. De nada.
    Con su permiso (inclusó sin él) seguiré dando rienda suelta por aquí a mi frustrada vocación (solo una más) de corrector de estilo.

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  5. Aunque confundir a Putifar, el jefe de José, con su mujer adúltera, tambien es error frecuente, precisamente por su equívoco nombre.

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  6. Paul recuerda mucho a Oliver Haddo, el protagonista de "The Magician" de W. Somerset Maugham, basado en un personaje real, Alisteir Crowley, que, curiosamente, acusó a Maugham de plagiarismo.

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  7. Pues yo creía que era una errata, pero que en vez de Putifar de lo que hablaba era de pitufar. No me lo imaginaba yo a usted tan atlético saltando vallas de un lado a otro sin parar, amigo JLGM/Kurtz. Claro, que con tanto ligue exotérico alto de mirada penetrante, no le quedará más remedio que estar en forma, si además luego resulta que vienen acompañados de unas docenas de barbies más o menos vivas...

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  8. La torre del castillo es la Tour Montcade; el castillo fue piedra por piedra destruido por los ¿"indignados"?, para provecho exclusivo de ellos -si lo sé es por mi hermano Bel; no creo en la historia oficializada de los libros que no cuentan sino lo que no ha sido- durante los acontecimientos tristes de 1789. La cuarta foto es de una de las calles que bajan de lo que queda del castillo de Gaston Phébus; los montes son los pirineos brillantes y quietos, y el campo en el fondo es este:

    El pueblo a mediodía

    El pueblo a mediodía. La mosca de oro zumba
    entre los cuernos de los bueyes.
    Iremos si lo quieres,
    si lo quieres, por el campo que retumba.

    Oye al gallo... Oye la campana... Oye al pavo...
    Escucha allí, allí al burro...
    La golondrina negra en vuelo duro,
    los álamos a lo lejos se van como en desmayo.

    El pozo roído de espuma! Escucha la polea
    que chirría, que chirría en coro,
    pues la chica con cabellos de oro
    sostiene el viejo balde negro donde la plata alea.

    La chiquilla se va de un paso que tambalea
    en su cabeza de oro al cántaro,
    su cabeza como un relámpago,
    que se enreda en el sol bajo la flor inquieta.

    Y en el burgo los tejados ennegrecidos tiran
    al cielo azul copos azules;
    y los árboles gandules
    del horizonte que vibra apenas si suspiran.


    (Francis Jammes-- Traducción de Robín García)


    PS: Me han dicho que hay un fantasma en esa torre; quizás el del propio hijo de Phébus, conde de Foix, creo recordar, que su padre mató, equivocado. Y ello sí puede ser verdad.
    Quizás se le pueda aliviar algo a esa pobre y solitaria ánima.

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  9. Muchas gracias por el comentario y especialmente por el hermoso poema de Francis Jammes.

    JLGM

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