Camino del Niemeyer, mientras cruzo el raro puente que se detiene en medio de la ría, recuerdo las palabras de un escritor mexicano de inacabable y casi impronunciable apellido, Jorge Ibargüengoitia: “Así como los personajes literarios se diferencia de los reales en que comen mucho menos y hacen mucho más el amor, el turista se diferencia del personaje real en que tiene curiosidad por ver cosas que en el lugar donde vive no se le ocurriría visitar”.
Pero a mí me gusta hacer de turista en Avilés y por eso este sábado entro en la cúpula del nuevo lugar de peregrinación a ver la exposición de Carlos Saura sobre la luz, que lleva abierta desde hace no sé ya cuántos meses. En la primera sala, que encuentro vacía, sobre una pantalla se proyecta la imagen de una niña que camina por el bosque. De pronto, alguien le pone una venda en los ojos. Y se hace la oscuridad total. Total. Comienza a pasar el tiempo. Comienzo a llenarme la angustia. La oscuridad total.
El silencio se interrumpe con el sonido de un coche, sus faros rasgan la negrura. Se detiene muy cerca de mí. Del coche sacan, a empujones, a una pareja maniatada. Uno de los secuestradores, o milicianos, no sé, que parece el jefe, levanta una ametralladora Sten a la altura del pecho del prisionero y aprieta el gatillo; no se oye ninguna descarga, a pesar de que hace varias tentativas. Sin descomponerse, el hombre esposado le mira a los ojos, mientras la mujer a su lado suplica con lágrimas y gemidos que los dejen en libertad.
Tras tirar al suelo con rabia la ametralladora, toma la pistola que lleva en la cintura, se aproxima algunos pasos y apunta todavía desde más cerca al pecho del hombre. Aprieta varias veces el gatillo, pero tampoco el revólver funcionó. Maldiciendo, ordena a uno de los acompañantes que le entregue su arma. Es una ametralladora italiana, marca Beretta; encima del cañón lleva anudada una cinta tricolor. Fuera de sí por la rabia, dispara una ráfaga ensordecedora.
Como si algo estallara en mi cabeza, el interior de la sala oscura se llena de imágenes. Al principio, confusas; luego, poco a poco, voy reconociendo algunas escenas. Aparecen y desaparecen en el suelo, en el techo, en las paredes. Yo conozco esos rostros, reconozco esas voces. Todas las humillaciones que recibí, todos los que alguna vez me avergonzaron, todos las caras que habría dado cualquier cosa por no volver a ver estaban ahora rodeándome, sacándome la lengua, humillándome una vez más. Sobre una puerta el verso más famoso y terrible de La divina comedia: “Lasciate ogni speranza voi ch’entrate”. Pensé que estaba en el infierno.
Me derriban a empujones, comienzan a darme patadas. Sí, yo estaba de nuevo en el infierno, en una celda de la Dirección General de Seguridad, y me pedían que delatara a quienes me habían ayudado a colocar la bomba. Y yo los habría delatado si hubiera tenido a quien delatar. Ahora me llevan casi a rastras hasta un despacho, donde me tratan más amablemente. “Cuando te vea el médico, di que te has golpeado tú solo”. Pensé que estaba de nuevo en el infierno.
Pero no. El infierno se encontraba tras aquella puerta de la inscripción, una puerta que cruzo sin moverme de dónde estoy. Allí me encuentro con todos los que yo he humillado y ofendido, con todos aquellos a los que he hecho daño, queriendo o sin querer, con todos aquellos que alargaron su mano hacía mí desde el pozo en que se hundían y yo no hice nada, o no hice lo suficiente, para salvarlos. “Lasciate ogni speranza voi ch’entrate”. Daría cualquier cosa por no ver esos ojos que una vez me miraron con esperanza y que siguen mirándome por toda la eternidad.
Pero tampoco aquel lugar era el infierno porque en él había una salida. Una puerta en el muro, pintada de verde, con un raro picaporte en forma de cabeza de mujer. Parecía dibujada por un niño, por el niño que yo fui una interminable tarde de verano extremeño.
Sujeté aquella cabeza con turbante y grandes labios, empujé la puerta y me encontré en un jardín. Me resultaba familiar, pero no acababa de reconocerlo. Esa senda cubierta que desciende hasta un lago con estatuas, ¿no está en el Giardino di Boboli? Esa inmensa rosaleda, donde creo reconocer a la rosa Omar Jayyam, ¿no se encuentra en el jardín botánico de Brooklyn? Pero ahí, en ese rincón cerca de los muros, veo la urna –más bien una bañera decorativa— donde Silvia, Almuzara y yo depositamos las cenizas de Trisca. ¿Es entonces el jardín de Saborgnan escondido entre el Canal del Cannaregio y el Campo San Geremia? No, es la huerta cerca del río en Aldeanueva del Camino, donde yo jugué tantas veces.
Tenía los ojos muy abiertos, era un niño y caminaba de la mano de una mujer muy joven, casi una adolescente, por un jardín recién amanecido. Olía a felicidad. Había dejado atrás todos los infiernos, había llegado al paraíso. “Espérame aquí”, dijo de pronto la mujer, y comenzó a alejarse y a cada paso que daba se hacía más vieja. Al final del sendero, cerca del lago donde unos caballos surgían de las aguas, era ya una anciana que caminaba con dificultad. Me puse a llorar cuando se adentró entre unos árboles y desapareció para siempre.
Vuelve la oscuridad, sigue el silencio interrumpido solo por mis sollozos. Tanteando busco una salida. Aparto unas cortinas negras y encuentro un espejo de historiado marco. Me refleja de espaldas, como en el cuadro de Magritte. Me acerco. Casi todo el cristal con la nariz y no veo mi cara, sino mi cabeza calva. Hace siglos que un dios iracundo me ha expulsado del jardín del edén, pero sigo siendo un niño que ha perdido a su madre.
Abro mucho los ojos. Hay un coche que brilla bajo la lluvia junto a una tapia desconchada. Se escucha una ráfaga de metralleta. Cinco proyectiles hieren a un hombre que cae, todavía vivo, sobre las rodillas.
Reconozco a ese hombre. Le he visto fotografiado en muchos libros de historia. He visto su cuerpo colgando boca abajo, junto al de su amante, en un poste de Piazza Loreto, en Milán.
Sus ojos miran ahora sin ver el cañón del arma humeante. El asesino aprovecha para matar de un solo disparo a la mujer, llorosa y desesperada, y en seguida, furioso, hizo otros tres disparos al cuerpo del hombre, ya en tierra. Pero aún no estaba seguro, veía fijos en él todavía sus ojos y, temblando, se acercó y disparó una bala directamente al corazón. Se hace el silencio, del cielo gris cae una llovizna sutil, el asesino vuelve su rostro hacia mí y tiene mi propio rostro.
Se encienden las luces. En la pantalla, aparece una inscripción en la que se advierte que va a haber unos momentos de oscuridad total, que quien no quiera someterse a esa experiencia debe seguir adelante visitando la exposición.
Yo no quiero ver más. Ya he tenido bastante con la exposición de mi cabeza. Avanzo, por la gran plaza blanca, hacia la ría, que ahora puedo ver, desde su centro mismo, como nunca la había visto antes. Es una tarde nublada, con algo de viento; sobre las aguas oscuras se desliza un velero. Saco un cuaderno, anoto rápidamente. Como buen lector de Freud y Jung, trato de encontrar un sentido a lo que he visto. Todo acaba encajando, como en los sueños (hace poco he leído un libro de Vittorio Mussolini, que cuenta el asesinato de su padre).
Delante de mí, al fondo de la ría, tengo el mar, que no veo. Detrás la cúpula blanca, el útero materno. Morir debe de ser así. Unos minutos de oscuridad que estallan de pronto en mil imágenes. Fuegos artificiales en la noche del mundo. Y luego la oscuridad total.
Siento de pronto que alguien me mira. Me doy la vuelta. Hay una joven, casi un adolescente, en la entrada de la cúpula. Es la mujer que me llevaba de la mano por un jardín que era todos los jardines que he admirado y el único jardín verdadero: el huerto de la infancia, cerca del río, allá en mi pueblo.
Maravilloso, amigo. Leyendo cada semana tus cosas uno siente eso de que la vida de verdad es la literatura.
ResponderEliminarUna delicia de lectura en esta tarde dominical. Un saludo desde Cabo de Palos.
ResponderEliminarUna historia emocionante, parece de película. Muy buena. Esta cosas da gusto leer.
ResponderEliminarDe acuerdo con los comentaristas anteriores: sugestiva de veras, esta entrada. Enhorabuena, y gracias.
ResponderEliminarCoño, Martín no sabía yo que arrastrabas semejante trauma por pretéritas humillaciones recibidas (cabezón, calvillo, cegato..., ¿dirían cosas tan hirientes los desalmados mozalbetes?).
ResponderEliminarBueno, lo de calvo espero que no, puesto que no sufrías ese estigma por entonces.
Cómo te desahogabas dentro del hemicascarón, compañero...
Y la vieja pescadería está bien como está: pintada de blanco. Dicho sea de paso.
Que temibles consejos da la envidia
EliminarCoíncido con los anteriores comentarios. Me ha gustado mucho esta entrada. De muestra la magia del escritor de transformar un hecho que para los demás mortales puede parecer trivial en una experiencia única. Gracias.
ResponderEliminar