domingo, 19 de abril de 2009

Para entregar en mano: Y sobro yo

Jueves, 9 de abril
LUGARES SAGRADOS

En abril de 1877, cuando visitó el cementerio acatólico de Roma, Oscar Wilde se arrodilló ante la tumba de Keats y lo declaró “el lugar más santo de Roma”. Mientras subo la escalera del número 26 de la Piazza de Spagna, pienso que este es otro de los lugares santos de Roma. Rodeado de libros, grabados y mágicos fetiches (un mechón de su pelo, entre otros) escucho el rumor de la plaza, el murmullo del agua en la Fontana de la Barcaccia, los pasos de los turistas que suben por la escalinata de Trinità dei Monti, lo mismo que escuchó el poeta en sus últimos días.
Sí, se trata de un lugar sagrado. Pero yo también tengo otros y en este Jueves Santo procuro recorrerlos todos. Cruzo el Ponte de Sant’Angelo, con sus ángeles que ensayan un paso de baile, recorro la Via Julia desde la iglesia de los Florentinos hasta el Mascarone, tomo un café en el Caffê Farnese, frente al gran palacio, y allí recuerdo viejos versos que hablan de una historia olvidada, entro luego en el Campo dei Fiori, con sus puestos de frutas y verduras, y, sobre el bullicio del mercado, la sombría efigie de Giordano Bruno, renegrida y torva, como si aún no hubiera perdonado a quienes allí mismo le hicieron arder.
Muchos lugares sagrados tengo en esta ciudad, pero quizá ninguno tanto como el Panteón, con su cúpula abierta para comunicar la tierra con el cielo. Y pocos tan poco como el aparatoso Vaticano, al menos para mí. Al ir en busca del autocar que me llevará de regreso a Civitavecchia, me encuentro cortada una de las calles laterales que rodean la basílica. Al poco comienza a pasar lentamente una caravana de automóviles, uno de ellos se detiene cerca de mí. Algunos curiosos gritan. Un hombre de blanco mira entonces hacia la ventanilla de este lado (va sentado en el lado contrario) y saluda. Es el Papa. Me fijo en su sonrisa incómoda. No parece que esté muy a gusto en el papel que le ha tocado desempeñar.



Pero a mí este anciano con complejo de Rebeca (no puede llenar el hueco que dejó su antecesor) me interesa menos que el poeta de poco más de veinte años que se muere, y sabe que se muere, en una diminuta habitación con vistas a la plaza más bulliciosa de Roma. A su amigo el pintor Joseph Severn, que le retrató en el lecho de muerte iluminado por la luz de una vela, le pide que visite y le describa el cementerio: “Le gustó lo que le dije de aquel campo verde y lleno de flores, en particular de violetas, que abundaban allí más que en ninguna otra parte. Me aseguró que ya le parecía sentirlas creciendo sobre él”.


Viernes, 10 de abril
SER ESPAÑOL

En cuanto oigo sonar la sirena, a las siete en punto de la mañana, me visto apresuradamente y subo a cubierta. Amanece sobre el golfo de Nápoles. Trato de abarcarlo todo con la mirada. A un lado Capri y la península de Sorrento, más allá el bifronte Vesubio, luego el caserío de la ciudad coronado con el castillo de Sant’ Elmo y la cartuja de San Martino. Siento una cierta embriaguez, la embriaguez de los amaneceres en las ciudades que amo: ahí está el Castel dell’ Ovo, más allá la curva de Mergellina y Posillipo. La luz es tan clara que lo subraya todo como en una prodigiosa miniatura.


Poco a poco el barco se adentra en el puerto. Con augusta calma deja a un lado el faro, al otro las grúas de los muelles industriales. Nos acercamos a la estación marítima, límpidamente racionalista, la más hermosa que yo conozco. En lo alto, en cada una de las torres, nos saludan dos piafantes caballos. Nunca los había visto antes. Nunca antes había llegado a esta ciudad por mar.
A Nápoles hay que llegar en barco, es una ciudad que sonríe al mar y a la que el mar sonríe. Mi primera visita es para la iglesia de Santiago de los Españoles, camuflada dentro del Ayuntamiento. Me parece el mejor símbolo del alma española de Nápoles. Aquí se escribieron las primeras liras, aquí se encendió la llama de amor viva de San Juan.
La España que yo amo hace tiempo que está venturosamente rota, esparcida por el universo mundo. Uno de los fragmentos que prefiero está en este país con el que compartimos reyes y al que dejamos en herencia una hiriente palabra: camorra.
Como un viajero ante el que de pronto se abre la puerta de un palacio lleno de tesoros, no sé hacia dónde mirar. Todo me atrae, todo me fascina: las galerías, con el centro ocupado ahora por un inmenso andamiaje metálico, Via Toledo, con sus iglesias, palacios, incesante bullicio. ¿Seguiré hasta San Biagio dei Librai? ¿Subiré al Funiculare Centrale? Dejo que el azar me guíe, entro en el patio de los palacios para admirar las escaleras monumentales, me llego hasta la Piazza del Jesù Nuovo: la barroca Aguja de la Inmaculada señala al cielo y el sol traza geométricos dibujos sobre la fachada de la iglesia. Por aquí está San Gregorio Armeno, la calle de los belenes, con el prodigio de su artesanía tan minuciosamente medieval, tan elegantemente dieciochesca. Luego, San Paolo Maggiore y las dos columnas del templo de los Dióscuros.


¿Descenderé a la Nápoles subterránea? Por debajo de esta ciudad hay otra ciudad. “No se puede decir que se conoce Nápoles –afirma Antonio Piedimonti— si no se ha sentido al menos una vez el rumor de sus aguas subterráneas allá donde nacen los fantasmas, se esconden ritos satánicos y experimentos alquímicos, se buscan tesoros, se bebe el agua de los pozos mágicos, se ruega por las ánimas del Purgatorio”.
Sí, hay otro Nápoles, hay infinitos Nápoles: el de los hipogeos funerarios con su acre olor de ultratumba, el del Cementerio delle Fontanela, con su caravaggiesca luz, el de las blancas sepulturas bajo la iglesia de san Pietro ad Aran, el de las catacumbas de San Gaudioso y san Genaro… Pero ahora luce un sol primaveral y apetece subir a lo más alto, ya habrá tiempo para las tumbas y las grutas y los corredores que rodean al Averno. Desde la murada estrella de San Telmo se domina la ciudad. En el patio de armas, un lugar sin manecillas me indica que aquí rige otro tiempo sin tiempo. Voy señalando con el dedo y dando nombre a cúpulas, calles, islas, torres, palacios: aquella es la cúpula de S. Maria degli Angeli, junto al arco de Via Chiaia; esa cicatriz negra que parte en dos el casco viejo es Spaccanapoli; aquella es la isla de Procida; esa torre junto a un inmenso tejado verde es la de Santa Chiara; ese es el Palacio Real, detrás está la Piazza del Plebiscito. Y ahí enfrente, debajo mismo de nosotros, el poderoso Castel Nuovo y la estación marítima con dos buques a sus lados… Uno de ellos es el que me ha traído hasta aquí. Parece que oigo su sirena que me llama. Adiós, Nápoles, adiós. No te amo porque seas la más bella de las ciudades, aunque lo seas (y también –eso dicen-- la más horrenda). Te amo porque sí.
El corazón no sabe de pasaportes, sí de historias que no se borran nunca. Mi manera de ser español incluye ser portugués, griego, romano y, sobre todo, napolitano.


Sábado, 11 de abril
POETAS


Atracamos en La Goulette y en lo primero en que me fijo, entre el blanco y el azul, detrás de un aparcamiento, es en la mancha oscura de la Carraca, la vieja fortaleza otomana conquistada por Carlos V en 1535. Uno de los soldados que le acompañaban era Garcilaso de la Vega. “A Boscán, desde La Goleta” se titula uno de sus sonetos. Los hechos de arma no le hacen olvidar el amor que dejó en la riente Nápoles. En otro soneto, dirigido a su amigo Mario Galeota, cuenta que fue herido en el brazo derecho y en la boca. La Goleta se perdió cuarenta años después y esa derrota la cuenta con emocionada minuciosidad Cervantes en la “Historia del cautivo”.
Tras el nombre francés de La Goulette –adaptación del español “goleta”, diminutivo de “gola”, el canal por el que entran los barcos en ciertos puertos— hay algo más que una ciudad tranquila y blanca, hay también varias páginas de la literatura española. Aquí –señala Santiago Miralles— Garcilaso aprendió “a expresar mejor las cosas que importan, seguramente porque solo las lenguas heridas saben expresar en toda su profundidad los verdaderos conceptos del alma”.


Con los versos de Garcilaso en la memoria, inicio la visita al Museo del Bardo, donde me espera otro poeta: nada menos que Virgilio. Y luego, en una de las puertas de la Medina, un poeta más, este de carne y hueso (más hueso que carne): Julio Martínez Mesanza. “¿Habéis estado ya en El Bardo? Es uno de esos escasos museos en los que no sobra ni falta nada. En mi primera visita, lo que más me llamó la atención fue una imagen que había visto reproducida muchas veces, la de Virgilio y las dos Musas. Me lo encontré al fondo de una sala, solitario e ignorado, como si estuviera aguardándome. Y lo rodeaba la más prodigiosa colección de mosaicos que haya podido reunirse nunca; pocas veces el arte y la vida cotidiana se han unido de manera tan milagrosa. Más que la Túnez musulmana, me interesa la romana y cristiana. Cerca de la colina de Byrsa murió San Luis de Francia, a quien yo dediqué uno de los poemas de mi primer libro”.


Recuerdo ese poema, que escandalizó a algunos (“Hay algo noble en todas las espadas”), y recuerdo también otro poema de Amalia Bautista que acaricia los pies diminutos de sus hijas y se conmueve al pensar “en cada paso que aún no han dado”. Ahora esas hijas ya han crecido y nos acompañan, con su gentileza adolescente, en el paseo por los recovecos de la Medina o por la ancha y apacible avenida Bourguiba, donde me sorprende un pícaro teatro modernista, tan Pigalle, y una aparatosa catedral neobizantina. Un gato callejero se acerca a saludarme y solo entonces siento que la ciudad me acepta como suyo.


Domingo, 12 de abril
EN EL MAR

Todo el día navegando en un mar agitado y tan gris como el cielo. Mientras el pasaje se aglomera en los lugares de diversión, yo busco un rincón solitario y lo encuentro en lo más alto, en el bar circular del piso catorce, y allí me siento junto al ventanal y mientras contemplo la estela del barco que se hace y se deshace con hipnótica parsimonia tomo algunas notas en mi cuaderno:


Apenas tengo
otra cosa que sed,
no me la quites.

Despierto solo,
todos mis sueños
hechos añicos.

Alto Sant’Elmo,
un reloj cuenta el tiempo
que no se cuenta

Oscuras calles,
un resquicio de cielo
en unos ojos.

Cástor y Pólux
olvidan sus caballos
y van en moto.

Tras una puerta
alguien me espera,
no sé qué puerta.


El mundo entero
cabe en tus ojos
y sobra luz.

Sueño jardines
bajo las turbias aguas
fuera del tiempo.

Domingo oscuro,
el Dios que ha muerto
no resucita

¿Dónde se esconden
los años que he perdido?
En esos labios.

Puerto de Nápoles
la tierra abraza al mar
el mar al cielo.


Entre las ruinas
el olor amarillo
de las mimosas.

Los hombres solos
en el negro café.
Pasa la tarde.

Una alta torre
y allá en lo hondo
el negro cielo.

Como la estela
se diluye mi vida,
y más deprisa.

El mar y yo,
nada más hace falta,
y sobro yo.

5 comentarios:

  1. Hola José Luis,

    ¿leiste el poema de María, la hija de Julio, sobre Roma? Salió publicado en Númenor, pero cuando Julio lo colgó en su blog, meses antes, me quedé -nos quedamos, aquí en Sevilla- patidifusos. ¡Qué poemón! ¡A sus diecisiete años! También disfrutamos de los tres, Julio y sus hijas, hace unos meses en Sevilla. Buenos recuerdos me has despertado. Un abrazo.

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  2. Yo también guardo un feliz recuerdo de mi visita al Museo del Bardo y a otros lugares del impresionante legado tunecino como El Djem, Cartago o las ruinas de Sbeitla. Un país inolvidable para demorarse en su descripción.

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  3. Amigo Jesús, muchas gracias por tus noticias. Buscaré el poema de María. Y gracias por leerme.
    Disculpa que no te contestara antes, pero el blog lo gestiona un amigo y yo no sé muy bien entrar en las intimidades de la red.
    Un abrazo

    JLGM

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    1. El poema de María M. Bautista está bien, muy sonoro, pero al primer verso le sobra el "ya". Y al final hay una pequeña incongruencia: el alma le recuerda al protagonista que es mortal y, al mismo tiempo, le pregunta que qué le importan tres años(?)

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  4. Qué emoción: nosotros también miramos por esa ventana de Roma. Realmente, a tus lectores no nos hace falta viajar.

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