Sábado, 8 de marzo
SOY COMO SOY
Soy el escritor menos
profesional del mundo, muchas veces lo he repetido. Habré escrito algunas veces
unas líneas por compromiso amical, pero nunca por dinero. Claro que he cobrado
alguna vez por mi trabajo literario (era lo establecido y con mi renuncia no
iba a perjudicar a otros que se ganan así la vida), pero solo he aceptado
encargos remunerados que haría igualmente si fueran gratis. Parezco, sin
embargo, todo lo contrario. Hoy Ángeles Carbajal presenta mi último libro y a
continuación, en el mismo escenario, presento yo el último libro de Rosario
Neira.
---¿No será que eres un profesional poco profesional y
por eso vendes tan poco? Aprende de tu amigo Bueres, y a ver si dejas de
meterte con él, que está arrasando con la recopilación de los viejos artículos
que publicó en Clarín.
---Quizá lo sea. Y lo siento por mis editores. Todo lo
que gano con la literatura, que no es mucho, pero si lo fuera no cambiaría nada,
se lo devuelvo a la literatura. Una fuente en el campo no cobra a los que beben
de ella y sigue manando año tras año sin agotarse nunca. Yo soy como esa
fuente.
---Qué bonito. Deberías escribir un poema con eso.
---Lo que no debería es decírselo a nadie, salvo a mi imaginario
psicoanalista. Queda un poco ridículo, ¿no?
---Bastante. Pero cada uno es como es.
Domingo, 9 de marzo
UN SANTO VARÓN
Qué sorpresa encontrarme,
entre un montón de descoloridos libros devocionales, con la autobiografía de
Antonio María Claret, el confesor de Isabel II, uno de mis personajes favoritos
de El ruedo ibérico junto con sor Patrocinio, la monja de las llagas.
Busco
en el índice, impaciente, las páginas que dedica a su estancia en la corte.
Insiste en que no se mete en política, en el fervor religioso de la reina, en
el mucho bien que hace su incansable predicación a todo el mundo. Banal y
convencional hagiografía, pienso. Pero, acá y allá, se le escapa algún detalle
de interés. La infanta Isabel, que vivió ochenta años, hasta la llegada de la
Segunda República, que fue el personaje más popular de aquella monarquía, desde
niña tenía gustos poco convencionales: “En el tiempo de recreación se ocupa en
juguetes varoniles y no mujeriles; por manera que en cinco años que la trato, y
con muchísima frecuencia, nunca he visto en ella un juguete de niña, siempre de
niños; el juguete que le es más familiar es un sombrero apuntado y una espada.
También se entretiene a veces en engarzar rosarios con alicates y alambres”.
Pero no todo son aficiones impropias de una niña: “borda y cose muy bien”.
Insiste mucho en que jamás se ocupó con la reina de
cuestiones políticas, pero no tiene inconvenientes en contarnos lo mucho que se
opuso al reconocimiento del reino de Italia. No consiguió impedirlo, ni
siquiera echando mano de las amenazas: “la dije por dos veces –Claret es laísta--
que si ella aprobaba el Reino de Italia, yo me marcharía de su lado, que era lo
más sensible que podía decir porque ella me quiere con delirio”. Dudaba en
cumplir su amenaza, quizá porque él también quería a la reina “con delirio”, y
ni siquiera lo hizo cuando, estando rezando ante la imagen del Santo Cristo del
Perdón que hay en La Granja, el propio Jesús le dijo: “Antonio, retírate”.
Tuvo
que enviarle una enfermedad, no muy elegante por cierto, para decidirle a ello:
una gran diarrea. “Y como en La Granja son fatales las diarreas, por razón de
las aguas, pues cada año se mueren algunos de la comitiva de esto, tomé de aquí
ocasión para irme a Cataluña, y separarme de la corte, disimulando con este
pretexto más mi intención, porque como en estos días se hallaba la reina en el
cuarto mes de embarazo le podía causar un aborto”.
La
despedida –estamos en 1865-- fue digna de aquellos tiempos en que Bécquer
comenzaba a escribir sus rimas: “Me decía y me suplicaba con gemidos, suspiros
y lágrimas que no me fuera. Yo le decía que era preciso irme para salvar mi
vida, que demasiados sacrificios había hecho en los ocho años y unos meses que
había estado a su lado y que, finalmente, no me exigiese el sacrificio de la
vida”.
No se lo exigió, pero sí que volviera en cuanto se
regularizaran sus funciones intestinales –esto es una suposición mía--, porque
Antonio María Claret estaba junto a la reina en San Sebastián cuando la
revolución de septiembre y la acompañó en el tren que la llevó al destierro.
¿Conoció Valle-Inclán esta autobiografía? Es posible que
sí, aunque no se publicó hasta mucho después de la muerte de quien, en 1950,
pasaría a engrosar el santoral de la iglesia católica. En cualquier caso, no
parece que la aprovechara lo suficiente, entretenido con los libelos
clandestinos que se publicaban sobre el confesor. Más interesante y verdadero
resulta lo que él mismo cuenta de sí mismo. Para hacer penitencia, unos días se
ponía el cilicio y otros se azotaba “y cuanto más fuerte me doy más gusto me
da”. Los adictos al bondage ya tienen su santo patrono.
Martes, 11 de marzo
GANAR LA BATALLA,
PERDER LA GUERRA
Mientras estoy leyendo, con
el primer café del día, el sorprendente Poema truncado de Madrid, de
Alonso Quesada, me llega la noticia de la muerte del prologuista del breve
volumen, Andrés Sánchez Robayna.
No
era un amigo personal, apenas si le vi dos veces en mi vida, en otros tiempos
habíamos militado en trincheras contrarias de la guerra literaria, pero la
noticia tiñe de negro la claridad de la mañana. A la memoria me vienen unos
versos, creo que de Horacio traducido por Fray Luis: “y nuestro pie que nunca
se detiene / recto camina hacia la tumba fría”. Le incluí en la antología Las
voces y los ecos, allá en el remoto 1980, para dejar constancia de las
diversas tendencias de la poesía de la época, aunque me interesaba poco. A él
le interesó tan poco la compañía –Miguel d’Ors, Sánchez Rosillo, Julio
Llamazares--, que ni siquiera hizo acuse de recibo. Coincidimos en Tenerife, en
un congreso de finales de los ochenta, y allí tuvo un enfrentamiento con
Vicente Gallego que a punto estuvo de pasar a mayores. Vicente era entonces un
aguerrido defensor de una manera de entender la poesía; ahora, convertido a no
sé qué religión oriental, ama todas las escrituras, lo mismo el escorpión que
el ruiseñor.
El
punto mayor del enfrentamiento fue cuando la publicación de Las ínsulas
extrañas, una antología de la poesía de lengua española que pretendía
reordenar el canon poético de las últimas décadas, dejando fuera a José Hierro
o a Ángel González. No lo consiguió, por supuesto, aunque durante un tiempo
entretuvo al personal. Andrés Sánchez Robayna actuaba allí, lo haría a menudo,
como escudero de José Ángel Valente, gran poeta y odiador profesional del grupo
poético de los cincuenta, del que sin duda formaba parte.
Pero
Robayna era algo más que un peón en la guerra poética: un gran traductor, un
ensayista y un diarista excepcional y un poeta que fue creciendo y llenando de
carne la dogmática sequedad inicial. El azar ha querido, para cerrar el
círculo, que su última publicación aparezca en la editorial que cobijó a sus
mayores detractores, Renacimiento, ahora en parte dedicada a rescatar la
vanguardia antes tan denostada, aunque sea en su forma de ultraísmo, esa
minúscula anécdota de la historia de la literatura.
“Nosotros,
los de entonces, ya no somos los mismos”. Antes parece que en poesía había que
ser forzosamente del Madrid o del Atlético. Con la edad aprendemos a admirar
también el buen fútbol del contrario. Y a tratar de no pensar que en cualquier
momento pueden expulsarnos del campo.
Jueves, 13 de marzo
DEUDAS
El sábado presenté a la poeta
Rosario Neira en Oviedo y hoy lo hago en Gijón. Aprovecho las dos ocasiones
para recordar a sus padres, Jesús Neira y Rosario Piñeiro, que fueron
profesores míos, dos de esos profesores que uno no olvida nunca. Les debo además
un cambio de rumbo en mi vida. Intervino también Ángel González, que era muy
amigo de Neira, y al que yo le había enviado la revista Jugar con fuego, que
entonces dirigía. Él, que entonces estaba en Estados Unidos, le escribió
preguntándole a Neira si me conocía. Este recordó que me había dado clase, su
mujer también me recordaba. Y me buscaron para que presentara los papeles para
solicitar un puesto de profesor ayudante en la misma universidad de la que
Ángel González no pudo ser profesor (“Si quiere ser catedrático, que haga
oposiciones como todos”, dicen que dijo su gran amigo José María Martínez
Cachero). Son los regalos del azar, como que la primera carta que recibí
comentando un libro mío fuera de Vicente Aleixandre.
Viernes, 14 de marzo
ME EQUIVOCABA
Dije una vez que mi edad
favorita eran los sesenta años y que no me importaría nada tener sesenta años
durante otros sesenta años más. Me equivocaba. Ahora mi edad favorita son los
setenta. Y no me importaría nada seguir teniéndolos durante unas décadas más,
incluso durante toda la eternidad.
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