sábado, 15 de marzo de 2025

Al servicio de quien me quiera: Mi edad favorita

 

Sábado, 8 de marzo
SOY COMO SOY

Soy el escritor menos profesional del mundo, muchas veces lo he repetido. Habré escrito algunas veces unas líneas por compromiso amical, pero nunca por dinero. Claro que he cobrado alguna vez por mi trabajo literario (era lo establecido y con mi renuncia no iba a perjudicar a otros que se ganan así la vida), pero solo he aceptado encargos remunerados que haría igualmente si fueran gratis. Parezco, sin embargo, todo lo contrario. Hoy Ángeles Carbajal presenta mi último libro y a continuación, en el mismo escenario, presento yo el último libro de Rosario Neira.

            ---¿No será que eres un profesional poco profesional y por eso vendes tan poco? Aprende de tu amigo Bueres, y a ver si dejas de meterte con él, que está arrasando con la recopilación de los viejos artículos que publicó en Clarín.

            ---Quizá lo sea. Y lo siento por mis editores. Todo lo que gano con la literatura, que no es mucho, pero si lo fuera no cambiaría nada, se lo devuelvo a la literatura. Una fuente en el campo no cobra a los que beben de ella y sigue manando año tras año sin agotarse nunca. Yo soy como esa fuente.

            ---Qué bonito. Deberías escribir un poema con eso.

            ---Lo que no debería es decírselo a nadie, salvo a mi imaginario psicoanalista. Queda un poco ridículo, ¿no?

            ---Bastante. Pero cada uno es como es.

Domingo, 9 de marzo
UN SANTO VARÓN

Qué sorpresa encontrarme, entre un montón de descoloridos libros devocionales, con la autobiografía de Antonio María Claret, el confesor de Isabel II, uno de mis personajes favoritos de El ruedo ibérico junto con sor Patrocinio, la monja de las llagas.

Busco en el índice, impaciente, las páginas que dedica a su estancia en la corte. Insiste en que no se mete en política, en el fervor religioso de la reina, en el mucho bien que hace su incansable predicación a todo el mundo. Banal y convencional hagiografía, pienso. Pero, acá y allá, se le escapa algún detalle de interés. La infanta Isabel, que vivió ochenta años, hasta la llegada de la Segunda República, que fue el personaje más popular de aquella monarquía, desde niña tenía gustos poco convencionales: “En el tiempo de recreación se ocupa en juguetes varoniles y no mujeriles; por manera que en cinco años que la trato, y con muchísima frecuencia, nunca he visto en ella un juguete de niña, siempre de niños; el juguete que le es más familiar es un sombrero apuntado y una espada. También se entretiene a veces en engarzar rosarios con alicates y alambres”. Pero no todo son aficiones impropias de una niña: “borda y cose muy bien”.

            Insiste mucho en que jamás se ocupó con la reina de cuestiones políticas, pero no tiene inconvenientes en contarnos lo mucho que se opuso al reconocimiento del reino de Italia. No consiguió impedirlo, ni siquiera echando mano de las amenazas: “la dije por dos veces –Claret es laísta-- que si ella aprobaba el Reino de Italia, yo me marcharía de su lado, que era lo más sensible que podía decir porque ella me quiere con delirio”. Dudaba en cumplir su amenaza, quizá porque él también quería a la reina “con delirio”, y ni siquiera lo hizo cuando, estando rezando ante la imagen del Santo Cristo del Perdón que hay en La Granja, el propio Jesús le dijo: “Antonio, retírate”.

Tuvo que enviarle una enfermedad, no muy elegante por cierto, para decidirle a ello: una gran diarrea. “Y como en La Granja son fatales las diarreas, por razón de las aguas, pues cada año se mueren algunos de la comitiva de esto, tomé de aquí ocasión para irme a Cataluña, y separarme de la corte, disimulando con este pretexto más mi intención, porque como en estos días se hallaba la reina en el cuarto mes de embarazo le podía causar un aborto”.

La despedida –estamos en 1865-- fue digna de aquellos tiempos en que Bécquer comenzaba a escribir sus rimas: “Me decía y me suplicaba con gemidos, suspiros y lágrimas que no me fuera. Yo le decía que era preciso irme para salvar mi vida, que demasiados sacrificios había hecho en los ocho años y unos meses que había estado a su lado y que, finalmente, no me exigiese el sacrificio de la vida”.

            No se lo exigió, pero sí que volviera en cuanto se regularizaran sus funciones intestinales –esto es una suposición mía--, porque Antonio María Claret estaba junto a la reina en San Sebastián cuando la revolución de septiembre y la acompañó en el tren que la llevó al destierro.

            ¿Conoció Valle-Inclán esta autobiografía? Es posible que sí, aunque no se publicó hasta mucho después de la muerte de quien, en 1950, pasaría a engrosar el santoral de la iglesia católica. En cualquier caso, no parece que la aprovechara lo suficiente, entretenido con los libelos clandestinos que se publicaban sobre el confesor. Más interesante y verdadero resulta lo que él mismo cuenta de sí mismo. Para hacer penitencia, unos días se ponía el cilicio y otros se azotaba “y cuanto más fuerte me doy más gusto me da”. Los adictos al bondage ya tienen su santo patrono. 

Martes, 11 de marzo
GANAR LA BATALLA, PERDER LA GUERRA

Mientras estoy leyendo, con el primer café del día, el sorprendente Poema truncado de Madrid, de Alonso Quesada, me llega la noticia de la muerte del prologuista del breve volumen, Andrés Sánchez Robayna.

No era un amigo personal, apenas si le vi dos veces en mi vida, en otros tiempos habíamos militado en trincheras contrarias de la guerra literaria, pero la noticia tiñe de negro la claridad de la mañana. A la memoria me vienen unos versos, creo que de Horacio traducido por Fray Luis: “y nuestro pie que nunca se detiene / recto camina hacia la tumba fría”. Le incluí en la antología Las voces y los ecos, allá en el remoto 1980, para dejar constancia de las diversas tendencias de la poesía de la época, aunque me interesaba poco. A él le interesó tan poco la compañía –Miguel d’Ors, Sánchez Rosillo, Julio Llamazares--, que ni siquiera hizo acuse de recibo. Coincidimos en Tenerife, en un congreso de finales de los ochenta, y allí tuvo un enfrentamiento con Vicente Gallego que a punto estuvo de pasar a mayores. Vicente era entonces un aguerrido defensor de una manera de entender la poesía; ahora, convertido a no sé qué religión oriental, ama todas las escrituras, lo mismo el escorpión que el ruiseñor.

El punto mayor del enfrentamiento fue cuando la publicación de Las ínsulas extrañas, una antología de la poesía de lengua española que pretendía reordenar el canon poético de las últimas décadas, dejando fuera a José Hierro o a Ángel González. No lo consiguió, por supuesto, aunque durante un tiempo entretuvo al personal. Andrés Sánchez Robayna actuaba allí, lo haría a menudo, como escudero de José Ángel Valente, gran poeta y odiador profesional del grupo poético de los cincuenta, del que sin duda formaba parte.

Pero Robayna era algo más que un peón en la guerra poética: un gran traductor, un ensayista y un diarista excepcional y un poeta que fue creciendo y llenando de carne la dogmática sequedad inicial. El azar ha querido, para cerrar el círculo, que su última publicación aparezca en la editorial que cobijó a sus mayores detractores, Renacimiento, ahora en parte dedicada a rescatar la vanguardia antes tan denostada, aunque sea en su forma de ultraísmo, esa minúscula anécdota de la historia de la literatura.

“Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”. Antes parece que en poesía había que ser forzosamente del Madrid o del Atlético. Con la edad aprendemos a admirar también el buen fútbol del contrario. Y a tratar de no pensar que en cualquier momento pueden expulsarnos del campo. 

Jueves, 13 de marzo
DEUDAS

El sábado presenté a la poeta Rosario Neira en Oviedo y hoy lo hago en Gijón. Aprovecho las dos ocasiones para recordar a sus padres, Jesús Neira y Rosario Piñeiro, que fueron profesores míos, dos de esos profesores que uno no olvida nunca. Les debo además un cambio de rumbo en mi vida. Intervino también Ángel González, que era muy amigo de Neira, y al que yo le había enviado la revista Jugar con fuego, que entonces dirigía. Él, que entonces estaba en Estados Unidos, le escribió preguntándole a Neira si me conocía. Este recordó que me había dado clase, su mujer también me recordaba. Y me buscaron para que presentara los papeles para solicitar un puesto de profesor ayudante en la misma universidad de la que Ángel González no pudo ser profesor (“Si quiere ser catedrático, que haga oposiciones como todos”, dicen que dijo su gran amigo José María Martínez Cachero). Son los regalos del azar, como que la primera carta que recibí comentando un libro mío fuera de Vicente Aleixandre.

Viernes, 14 de marzo
ME EQUIVOCABA

Dije una vez que mi edad favorita eran los sesenta años y que no me importaría nada tener sesenta años durante otros sesenta años más. Me equivocaba. Ahora mi edad favorita son los setenta. Y no me importaría nada seguir teniéndolos durante unas décadas más, incluso durante toda la eternidad.


 





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