sábado, 27 de abril de 2024

Coraje y alegría: Yo a los palacios subí

 

 

Sábado, 20 de abril
ANOCHECER EN PAU

¿Qué se puede hacer en una pequeña ciudad francesa a partir de las siete de la tarde? Cierran los establecimientos comerciales, cierran las cafeterías, las calles del centro se quedan desiertas y solo permanecen abiertos los restaurantes.

Si viajo solo, busco un rincón apacible donde entretenerme con un libro hasta la hora de acostarme; si con amigos, un lugar donde charlar. En Pau, después de dar vueltas con lluvia y frío, solo lo encontramos, cerca de la plaza Clemenceau, en un KFC espacioso y confortable sin más clientes que dos o tres grupos de adolescentes que cenaban temprano.

Allí estuvimos –José María, Julia, Eva y yo--  casi dos horas, tan ricamente, divagando sobre todo lo humano y lo divino, como buenos españoles. Luego la charla continuó en el hotel, un hotel de hombres solos, como los viajantes de algún poema de Philip Larkin, según pudimos comprobar luego en el desayuno. A la ventana de la habitación abuhardillada (allí debía de vivir los sirvientes cuando se construyó el edificio, del siglo XVIII como la plaza en que se encuentra), se asoma la alta torre de San Martín.

Supongo que a estas horas en que ni siquiera ha oscurecido del todo, habrá lugares luminosos y tranquilos en que tomar algo y leer o conversar, me imagino que no todo el mundo estará recogido en casa o cenando fuera. Con buen tiempo, se puede pasear por el bulevar de los Pirineos y contemplar la alta luna con su corte de estrellas, pero con este frío y estas ráfagas de lluvia… Qué gran invento los denostados centros comerciales, donde se puede estar solo y se puede estar en compañía a resguardo de la intemperie.

Domingo, 21 de abril
MI RIVAL FAVORITO

Comienzo a leer el último libro de Enrique García-Máiquez, Ejecutoria. Una hidalguía del espíritu, y a las pocas páginas me froto las manos. El autor tiene talento, tiene el don de la alegría y una casi infinita capacidad de trabajo. Contrincantes como él son los que a mí me gustan: no te lo ponen fácil.

Voy leyendo este alegato contrarrevolucionario, lápiz en mano, preparándome para la batalla. Trato de encontrar los puntos débiles de su argumentación, los que camufla con chispeantes sofismas, para con un buen golpe derribarle y luego, mi espada dialéctica sobre su garganta, obligarle a rendirse. Y si no lo consigo, pues será él que me ayude a levantarme y, después de darnos caballerosamente la mano, quedaremos tan amigos hasta el próximo combate.

Lunes, 22 de abril
VOLVER

Me llamó el viernes Julio César Iglesias para decirme que Los Porches, la cafetería de la que fui expulsado tras cuarenta años de frecuentación diaria, ha cambiado de dueño, pero sigue con los mismos camareros. Le han dicho que les gustaría que yo volviera. Vuelvo hoy, me siento en la mesa de siempre (la gran mesa redonda en la que parezco el rey Arturo a la espera de sus caballeros) y abro un libro recién llegado, el santo grial de cada día.

No me esperaba este regalo del azar. Ya había encontrado mi confortable rincón en el exilio, y siento un poco abandonarlo, pero qué alegría volver a mi rincón matinal desde que abrieron Las Salesas, allá por 1982.

 

Miércoles, 24 de abril
CASI UN CUENTO DE HADAS

Fui a Madrid a conocer a un príncipe y a comer con un rey. Podría ser el comienzo de un cuento de hadas, pero solo lo es de una crónica costumbrista porque la realidad –si bien se mira-- está hecha del mismo mimbre que los cuentos tradicionales.

            El príncipe se llama Bruno. Vive en un ático lleno de libros, al comienzo del Paseo del Prado y enfrente mismo del Museo. No tiene demasiada experiencia del mundo, acaba de cumplir doce días, pero creo que ya sabe que le gusta y está deseoso de vivir todas las aventuras.

Cuando duerme, su rostro es el de Buda, el de quien está en el secreto del universo. Cuando abre los ojos, lo mira todo con curiosidad y sonríe, si le mira su madre, o bosteza si yo comienzo a susurrarle un haiku (menos mal que no me dio por recitarle las soledades de Góngora, que también me las sé: “Era del año la estación florida…”)

Al acabar la audiencia, como gran señor magnánimo, quiso hacerme un regalo y me nombró abuelo suyo “honoris causa”.

            ---Qué gran honor. Pero ese decreto, para que tenga validez legal, han de firmarlo todavía vuestros progenitores, señor, que sois menor de edad.

            ---Firmo, dijo la reina doña Nicole.

            ---Firmo, dijo el rey don Martín.

            Y yo me fui de un palacio a otro más contento que unas castañuelas.

Jueves, 25 de abril
BESAMANOS

“¿Qué tal el besamanos de ayer, Martín? Cuenta, cuenta”, me dice Enrique Bueres en la tertulia virtual, que empezó tarde porque, al cambiar de día, me olvidé de ella.

            ---Hay poco que contar. Estuve a punto de meter la pata, como de costumbre. Me senté cerca de un extremo de la gran mesa. En el mismo extremo se sentó un desconocido que, nada más sentarse, comenzó a hablar con voz sonora y no dejó de hablar durante toda la comida. Se dirigía a quienes le acompañaban a derecha e izquierda, Ana Iris Simón y Sonsoles Onega, pero no podíamos dejar de oírle los diez o veinte invitados más próximos. Comenzó diciendo que él tenía el privilegio de escoger a sus vecinos de mesa porque, salvo los pocos que protocolariamente se colocaban al lado de los reyes, se distribuían al azar, y que él las había escogido a ellas porque admiraba mucho los artículos de la primera, le recordaban el mundo de su infancia, y las novelas de la segunda. Ellas correspondieron a esa deferencia escuchándole atentas durante toda la comida y corroborando sus afirmaciones sobre la decadencia de la lectura y de la escritura a mano. Yo intercambié unas palabras con Nuria Ortega y Juan Pedro Aparicio, que tenía a mi derecha, pero me era imposible no escuchar la voz bien timbrada del desconocido tan seguro de sí mismo y de sus opiniones. Podría dar una conferencia sobre su vida –hijo de notario que pasó la infancia en varios pueblos por traslado del padre-- y aficiones. Con Nuria, hablé de poesía y parapoesía. Resulta que, tras el Adonáis, ha ganado el premio Espasa, el más detestado por los autoproclamados poetas serios. Y no dejé de darme cuenta, ventajas de estar en una esquina, de que a uno de los guardias reales que custodiaban la entrada le pasaba algo. Cerraba los ojos, le temblaba una pierna. Estuve todo el tiempo temiendo que se fuera a desmayar. “Menudo escándalo que se armaría”, le dije a Nuria. Pero resistió hasta el final. Un valiente. Me dieron ganas de, al levantarnos para ir a tomar café, acercarme a preguntarle si estaba bien.

En el salón chino, estuve con los poetas jóvenes, los recientes premios Hiperión, Adonáis y Loewe joven. Este último lo ha ganado Ernesto Delgado, cubano que no había salido de la isla hasta que vino a recibir el premio. “Todavía vivo como en un sueño”, dijo. Y me imagino que le parecería cosa de encantamiento, nuevo Segismundo, pasar de aquella miseria a los salones del Ritz y del Palacio Real.

 Vencidos por la edad, en un sofá estaban sentados Luis María Anson y Víctor de la Concha. Recordé los tiempos en que fui miembro del jurado del Príncipe de Asturias y ellos llevaban la voz cantante. Si estaban de acuerdo en un candidato, ya sabíamos quién iba a ganar, las deliberaciones solo servían para que algunos pavos reales lucieran su bien ensayada oratoria. “Sic transit gloria mundo”, pensé. Cuando charlaba con ellos, pasó por allí Javier Solana. “Lleva puesto el toisón de oro”, le dijo Anson a Víctor de la Concha. Solana, muy envejecido, se acercó a darles la mano y de paso me la dio a mí también. Era la primera vez que yo le daba la mano a alguien que había ordenado bombardear una ciudad europea.

Luego me encontré con Luis García Montero, que venía de Shanghái y marchaba de inmediato a Salamanca a promocionar su último libro. Se cruzó con nosotros quien desde una esquina pareció presidir el almuerzo. “¿Sabes quién es?”, “Es Camilo Villarino, el nuevo jefe de la Casa del Rey que acaba de sustituir a Alfonsín”. “Eso lo explica todo”, pensé.

Y no le faltan maneras de jefe, incluso de Gran Jefe, diría yo, pero creo que como anfitrión todavía tiene mucho que aprender del rey.

---No se te ocurra contar esas cosas en tu diario, Martín, que no te vuelven a invitar. Y, por cierto, ¿por qué lo hacen si no has ganado ningún premio ni eres amigo de nadie?

---Yo tampoco me lo explico, pero tengo mi sospecha. Al entrar en el salón para darles la mano a los reyes antes de pasar al comedor, un edecán nos anuncia con el nombre y el cargo: “José Luis García Martín, director de Clarin”. Y yo pensé que no tenían información actualizada, pero al saludar a la reina me dijo: “¡Excelente revista!”. Ella sí sabe lo que hace y a quien invita. Y, por cierto, el nombre tradicional del jefe de la Casa del Rey era el de mayordomo mayor.





 

7 comentarios:

  1. Anímate la semana que viene y date una vuelta por la actualidad política española. Está repleta de deliciosos clásicos de la literatura infantil inglesa, desde Alicia a Peter Pan.
    Peter Panchez no te vayas, vuelve al rescate de los niños socialis
    tas perdidos en el país que nunca existe, España.
    O no digas nada, ya lo dije.
    Un saludo

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  2. Dudo que sus graciosas majestades te inviten el próximo año. Bueno, quizás ellas sí, pero el mayordomo mayor estará prestopara sabotearte.

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  3. "Era la primera vez que yo le daba la mano a alguien que había ordenado bombardear una ciudad europea." Vaya comienzo para una novela o incluso un relato.

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    1. Esa frase me recuerda una experiencia personal de hace años: "Conseguí NO darle la mano a alguien cómplice de sentencias de muerte".

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