Siempre que pasaba por delante del palacio Soranzo Cappello,
lo encontraba cerrado, a pesar de ser actualmente una institución oficial. Por
eso aquella tarde me sorprendió ver abierta la puerta del jardín. Se celebraba
en él uno de los “eventos colaterales” de la Biennal.
Nada más entrar
me di cuenta de que no podía ser, como se decía, el escenario de Los papeles de Aspern, la novela veneciana
de Henry James. Era un jardín con estatuas mitológicas y de emperadores y con un
neoclásico templete al fondo. A la derecha, un gran espacio (grande para lo
habitual en Venecia) estaba destinado a huerta. ¿Qué tenía que ver con el
raquítico jardín que se describe en la novela?
Visto desde
fuera, el palacio sí podía corresponder con el que habitaban las señoritas
Bordereau. Henry James nos cuenta que “daba a un canal limpio, melancólico y
bastante solitario, flanqueado a un lado y a otro por una estrecha riva o acera”.
El palacio
Soranzo Cappello se encuentra a dos pasos de la bulliciosa estación, pero aún
así sigue siendo solitario. Quizá James solo lo vio solo desde fuera y se
imaginó un jardín acorde con su aspecto exterior, “no tanto de decadencia, como
de un manso desaliento, casi de fracaso, una de esas casonas venecianas que
hasta en el más absoluto abandono conservan su arrogancia”.
Ahora el
palacio, cuidado y funcionarial, no tenía ningún encanto, pero el jardín era
una secreta maravilla. Tras dar una vuelta para contemplar las esculturas
expuestas, que me interesaron poco, me entretuve en imaginar a la solterona
Bordereau asomada a uno de los ventanales mientras el admirador que quiere
hacerse con los papeles de Aspern finge que trabaja en el jardín.
Se escuchaba
el rumor de una fuente, susurro de abejas, la brisa que agitaba las hojas, en
aquel soleado y fresco día de junio. Cerré un momento los ojos, gozando del
momento, feliz de estar allí, a medio camino entre la realidad y la literatura,
y los abrí de golpe, asustado. Un desconocido me miraba sonriente.
ENC UENTRO EN EL JARDÍN
––Qué
sorpresa encontrarle en este lugar. Aunque, bien mirado, tampoco tanta. He
leído sus diarios. Soy amigo de Julián Rodríguez. Estuve en Plasencia en la
presentación de El arte de quedarse solo.
Esperaba
que, tras el saludo, siguiera su camino, pero parece que tenía ganas de hablar.
No tardó en despertar mi interés.
––¿Sabe que
yo también he vivido una historia semejante a la de la novela de Henry James?
No estoy orgulloso de ello y no suelo contarla, pero ahora me apetece hacerlo. Debe
ser la magia del sitio, aunque eso de que la novela transcurre aquí no pasa de
un invento para turistas. Conozco al menos otra media docena de palacios, hoy hoteles, a finales del XIX casi en completo
abandono, que podían haberse servido a James para situar su historia. Que se
basa en un hecho real, como sabe. Poco antes de escribirla, se enteró de que un
crítico bostoniano, adorador de Byron y de Shelley, descubrió que en Florencia
vivía con su sobrina una anciana que había sido amante de Byron y que guardaban
manuscritos de ambos poetas. No querían mostrarlos. El crítico, disimulando sus
intenciones, se alojó en casa de las dos señoritas y poco a poco se fue
haciendo su amigo, incluso llegó a cortejar, o a fingir que cortejaba, a la
menor (mucho mayor que él en todo caso). Cuando murió la anciana, la sobrina le
ofreció todos los papeles a cambio de que se casara con ella.
Yo no
recibí una proposición semejante, pero casi, y fui tan canalla como el protagonista
de la novela, capaz de cualquier cosa por hacerse con los manuscritos del poeta
admirado.
No es que
yo admirara demasiado a Alberti, la verdad. Tengo menos disculpa. En aquellos
días, a mediados de los noventa, vivía en Roma, se me había acabado la beca,
mis padres no me mandaban dinero y las revistas en que publicaba de vez en
cuando algún poema o reseña tenían la mala costumbre de no pagar a los
colaboradores. Me enteré de que Javier Rodríguez Marcos, el hermano de Julián,
estaba becado en la Academia de España. Le llamé y me invitó a comer para
enseñármela y para que pudiera contemplar de cerca el tempieto de Bramante. Comimos en la mesa comunal, con otros becarios
(recuerdo a Anatxu Zabalbeascoa, que ahora escribe de arquitectura en El País) y luego, o quizá fue antes, no
recuerdo bien, me llevó a dar una vuelta por el barrio. En el mercado de San
Cosimato, me señaló a una señora vestida algo estrafalariamente y me dijo: “Es
Beatriz Amposta”. Ese nombre no me decía nada, pero él me explicó que había
sido amante de Alberti y que el poeta había escrito para ella todo un libro, Amor en vilo, del que guardaba la única
copia.
Yo no era
un gran admirador de Alberti, ya le dije, pero tenía noticia de alguien que sí
lo era, Luis María Anson, a quien por entonces habían echado del ABC y había fundado otro periódico al que se
había llevado el suplemento cultural. Me puse en contacto con Blanca
Berasátegui, que me ofreció una fortuna, o eso me pareció a mí, por
conseguirles, si no el libro completo, al menos media docena de inéditos.
Beatriz
Amposta pasaba por el mercado casi todos los días a la misma hora. Un día
tropezó y se le cayó parte de la compra. Una manzana llegó rodando hasta mis
pies. La recogí y ese fue el principio de lo que pudo ser algo más que una gran
amistad.
Me ofrecí a
llevarle la bolsa hasta casa. Quise despedirme en el portal de Via Garibaldi,
pero ella vivía en el segundo piano, no había ascensor, o se había estropeado,
y me pidió que la ayudara a subir las escaleras. Luego me preguntó si quería pasar
un momento y yo me excusé. Era ir demasiado lejos el primer día.
Me habían dicho
que vivía sola rodeada de gatos, que no quería ver a nadie, que no se hablaba
con ningún vecino, hartos de los malos olores y de que no pagara los gastos de
la comunidad. A mí creo que me cogió cariño desde el primer momento. Fue ella
quien me saludó la siguiente vez que me vio en el mercado. Volví a acompañarla a
casa y en esa ocasión sí acepté su invitación a entrar.
El piso era
una leonera, todo revuelto, con muebles desportillados, papeles y ropa por el
suelo. Olía a orín de gato, vi varios por allí.
“Todo lo
que tenía algún valor –comenzó a contarme–, todo lo que era de Rafael, ya se lo
han llevado. Ahora quieren echarme a mí, pero no lo van a conseguir. Rafael me
cedió este piso, tengo documentos. Cuando yo me muera, que se queden con él,
pero mientras tanto…”
LA HISTORIA DE BEATRIZ
Me pareció que lloraba y le cogí una mano para consolarla.
Ella se acercó un poco más a mí; me aparté instintivamente. Notó el rechazo.
“Soy una
vieja que da asco, ¿no cree? Pero no siempre fue así. En 1972, cuando conocí al
poeta, tenía veinte años y era una preciosidad. Pero no fue eso lo que le
atrajo. Yo era bióloga, trabajaba en un laboratorio de la Universidad, pero me
interesaban también otras cosas. Mi padre era un estudioso del arte, amigo de
Dalí, de Tàpies, de poetas como José Agustín Goytisolo. Yo desde niña había
crecido en ese medio. Al principio me tomó un poco como su secretaria o
acompañante. Íbamos juntos a las exposiciones. Su mujer, María Teresa León, ya
estaba enferma, se quedaba en casa. En 1975 me dijo que en Santa Maria in
Trastevere se alquilaba un apartamento bastante barato. Que me fuera a vivir
allí para vernos con más frecuencia. La relación sentimental había empezado un poco
antes. Me llevó a conocer su taller, al que no llevaba a nadie. Lo había
alquilado para trabajar tranquilo (los españoles vienen a mi casa como van a
Lourdes, me dijo una vez). Fueron años muy felices. Murió Franco, volvió a
España. Yo era quien le acompañaba en aquellos días trepidantes de un mitin a
otro, de un homenaje a otro. Lo que comenzó en Roma, terminó en Nueva York. Las
últimas fotos de los dos felices y juntos se tomaron allí. ¿Quiere que se las
enseñe? Aquí estamos en Washington Square, frente al arco; aquí comprando la
prensa, el ABC con su suplemento, que
entonces dedicaba muchas páginas al poeta comunista, quizá para compensar sus
portadas. No era una relación clandestina, como se ha dicho, íbamos a casarnos.
Para mis padres, más jóvenes que él, un hijo más. En ellos encontró el cariño
que no había encontrado en los suyos. Rafael nunca dejó de ser un adolescente,
siempre necesitó alguien que le llevara de la mano, cualquiera podía engañarlo.
En aquel viaje a Nueva York, agradecido a los amigos que nos habían atendido en
todo momento, quiso compensarles con una comida en el mejor restaurante.
Comimos espléndidamente, contó muchas anécdotas, estuvo encantador, pero al
final, a la hora de pagar, resulta que quiso hacerlo, no con un cheque, según costumbre
entonces, sino dibujando unas palomas en una servilleta, como le había visto
hacer a Picasso. El encargado alucinaba. Pagamos a escote, entre todos,
invitándole a él. Ese era Rafael, el tonto de Rafael se llamó en un poema.
Seguimos siendo amigos, cuando dejamos de ser amantes. No fue hombre de muchas
mujeres, como se ha dicho. Maruja Mallo, María Teresa y yo, eso era todo.
Cuando lo dejó conmigo, prefirió la camaradería adolescente. Ya sabe: Luisito,
como él decía, Benjamín y otros poetillas. Fueron años locos, de estudiante
tarambana. Iba de un lado para otro, de fiesta en fiesta, sin pensar en nada,
el dinero que entraba por una mano desaparecía por la otra. Cambió con el
accidente de coche. Se sintió vulnerable, le vino encima de pronto toda la
vejez, ya no le bastaban los camaradas. Antes de casarse, me llamó por última
vez: “Me han prohibido que hable contigo”. Desde que nos conocimos, incluso
cuando todavía éramos amigos, me escribía poemas, un secreto entre nosotros. A
veces me los traía escondidos en el zapato, para que no los descubriera María
Teresa, desmemoriada y celosa. Mucha gente daría cualquier cosa por robarme ese
libro. Incluso pagaron a alguien para que lo hiciera. Yo no los he mostrado
nunca, pero te los voy a enseñar a ti. Eres un joven puro, sin malicia alguna”.
Alberti
escribía los poemas a mano, ella los pasaba a máquina. En una caja de zapatos
guardaba los manuscritos; los folios mecanografiados abultaban mucho, eran más
de cien. Amor en vilo debe de ser uno
de los libros más extensos del poeta.
Entonces no
había teléfonos móviles que pudieran hacer fotos, o yo no tenía. Llevaba una
pequeña cámara, como los espías en las películas. Cuando ella me dejó solo un
momento, aproveché para fotografiar unas cuantas páginas, las suficientes para
contentar a Anson.
FINAL EN EL PONTE SISTO
Me despidió con un beso, demasiado efusivo, y yo sentí asco,
sobre todo de mí mismo. Me sentí un canalla, y sin duda lo era. Pero cruzando
el Ponte Sisto, camino de la habitación alquilada en que vivía, abrí la cámara
y dejé que se velara el carrete. Necesitaba mucho ese dinero, pero más
necesitaba poder mirarme cada mañana al espejo sin sentir vergüenza.
INTELIGENCIA, NO TE REPRIMAS
ResponderEliminarSin juzgarlos, distingue a los tontos, pues son peligrosos.