domingo, 23 de agosto de 2015

Espacio y tiempo: Testamento con delfines

  
Comiendo con unos amigos en el jardín de su casa, frente a Ribadeo reflejado en las aguas mansas de la ría, un fresco y soleado día de verano, se me ocurrió hacer recuento de mis posesiones. E inmediatamente me vino a la memoria el ingenioso poema de uno de mis mejores examigos, Miguel d’Ors. Se titula “Pequeño estamento” y enumera lo que les deja a sus hijos: un río dormido entre zarzas con mirlos, el azul de las orquídeas, los rinocerontes, “que son como carros de combate”, los flamencos, “claves de sol de la corriente”, las avispas, “esos tigres condensados”, y también los farallones de Maine, la Vía Láctea, los aleluyas de oro de los Uffizi, los goles de Pelé y no sé cuántas cosas más. Termina diciendo: “Todo para vosotros, hijos míos. / Suerte de haber tenido un padre rico”.
            Yo no tengo hijos a los que dejarles nada. Pero igualmente, en el sopor feliz de la siesta, mientras el zumbido de las abejas y el penetrante olor de una higuera me trae recuerdos de infancia y de Virgilio, juego a hacer también mi pequeño testamento, a enumerar las cosas que poseo, aunque en titularidad compartida, y que no lamentaré demasiado dejar, siempre que sea a su debido tiempo.


            En primer lugar, mi biblioteca. Los libros que se amontonan por todos los rincones del piso de la calle Murillo son solo una mínima parte de ella, y la más insignificante. Mi biblioteca, estuvo un día míticamente reunida en Alejandría, y hoy se encuentra dispersa por el mundo.
            La última sede que acabo de descubrir está en Palermo, en la Via Cavour. Caminaba yo abrumado por el sofocante agosto palermitano cuando tropecé imprevistamente con el colorido y el frescor de aquel mágico jardín. Paseé entre los mil y un apetecibles frutales; sonreí agradecido al encontrarme con un grueso tomo que llevaba años esperándome, Il processo di Verre; me senté en una mesa de la cafetería y comencé a releer aquellas palabras que traduje en clase de latín hace más de cuarenta años y que no he olvidado todavía: “Venio nunc ad istius, quem ad modum ipse appellat studium, ut amici eius, morbum et insaniam, ut Siculi, latrocinium” (Llego ahora a lo que ese llama pasión; sus amigos; enfermedad y locura; los sicilianos, latrocinio). Vuelvo a leer la historia de los príncipes de Siria, hijos del rey Antíoco, que visitaron deslumbrados Roma. Uno de ellos, que se llamaba como el padre, antes de regresar a su país quiso conocer Sicilia. Desembarcó en Siracusa, la más grande y hermosa de las ciudades de la isla, y el gobernador Verres, que había oído que llevaba consigo alhajas extraordinarias, creyó que le había tocado una herencia. Vuelvo a indignarme con la astucia de Verres para despojarle de todo al inocente príncipe y muy especialmente de “un candelabro de pedrería de purísimo brillo” que habían traído de su país como ofrenda a Júpiter Óptimo Máximo y que guardaba para entregarlo más tarde por encontrar el templo del dios inacabado.
            Tengo amigos exquisitos que hablan de la desaparición de las librerías verdaderas, dicen que ya solo quedan las que forman parte de una cadena y son como grandes almacenes, todas iguales. A mí, menos exigente que ellos, no me importa que esta Feltrinelli de Palermo sea como uno de mis lugares predilectos de Roma, la librería del Largo Argentina, con sus ventanas que dan a lo que queda del lugar en que fue asesinado Julio César, unas ruinas siempre llenas de gatos. O como la que se encuentra en la Piazza dei Martiri, en Nápoles, otro de esos rincones para mí siempre propicios a la felicidad.
            Cuántas veces no le habrá leído a Antonio Muñoz Molina lamentarse de la desaparición de las librerías neoyorquinas, devoradas por grandes cadenas como Barnes & Noble. Pues entre mis posesiones más preciadas se encuentra precisamente una sus sucursales, la de Union Square, que ocupa un entero edificio de principios del siglo pasado y en cuya cafetería –con los ventanales sobre los árboles de la gran plaza, su mercadillo y su inmenso mástil– he leído, soñado, escrito más de un poema.
            No, no soy yo de esos cultos lectores que coleccionan incunables y fatigan librerías anticuarias en busca de una rara primera edición. A menudo no sé lo que busco hasta que no lo he encontrado. Mi librería favorita de Lisboa –algo que hace que me miren por encima del hombro mis amigos bibliófilos– es la FNAC de los Armazens do Chiado. Siempre me alojo en un hotel cercano y siempre es esa mi primera visita y siempre encuentro más libros apasionantes de los que puedo llevar, de los que podría leer. No me angustia eso, como a otros. Nunca he comprendido el reiterado lamento de algunos por no poder leerlo todo. Me parece tan absurdo como el de quienes, al llegar a un mercado, se angustian por no poder comerlo todo. Yo escojo algún bocado particularmente apetecible, subo al café del piso superior y allí me siento a saborearlo con un expreso y al lado de una de las ventanas que dan sobre el castillo de San Jorge, la catedral y el azul del río, tan propicio a las ensoñaciones aventureras.
            Una vez leí que el antiguo emperador de Persia y el actual rey de Marruecos tenían docenas de palacios, dispersos por el país, y siempre listos para recibirles en el momento en que les apeteciera, incluso con mil y un manjares preparados por si les apetecía comer algo.
            No me dan envidia. Yo no soy emperador, ni siquiera rey, y sin embargo tengo docenas de palacios, listos para recibirme en cualquier momento, no solo en mi país, sino en cualquier lugar del mundo.
            En Lisboa mi favorito, ya me he referido a él muchas veces, es el Avenida Palace, al lado mismo de la estación del Rossio, con ventanales que dan a la Avenida da Liberdade; en Londres, el Russell Hotel, un aparatoso edificio victoriano lleno de recuerdos de Virginia Wolf y del grupo de Bloomsbury y en el que una vez Sherlock Holmes (¿o fue Conan Doyle?) quedó citado con una misteriosa mujer que finalmente resultó ser un hombre disfrazado para asombro de Watson, no de Holmes, que lo sospechaba desde el principio.
            Creo en la propiedad compartida, ya lo dije, y por eso no envidio a mis amigos que tienen casas con jardín, en Letojanni o en Figueras, en las que pasar apaciblemente los días de verano. Y a los que a veces tienen la amabilidad de invitarme, como hoy mi admirado amigo Antonio Masip, con el que trato de hablar de literatura, no de política, aunque no puedo evitar alguna alusión al tema del momento: “Un país que forma parte de otro contra la voluntad expresa de la mayoría de sus habitantes se convierte automáticamente en una colonia, digan lo que digan las leyes”.
            Hay dos cosas, o mejor tres, que odio especialmente: los prejuicios, las vacaciones y no hacer nada. Para mí pasarlo bien y no hacer nada son conceptos incompatibles.
            “Todo lo que puede hacerse rápidamente no me interesa”, ha escrito Joan-Carles Mèlich. A mí, en cambio, todo lo que no puede hacerse rápidamente me aburre. Mi lema es el de Paul Morand: “Rápido y bien”. He conseguido cumplir ya el cincuenta por ciento de ese lema; la otra mitad –no diré cuál es– me está costando algo más.
            He tardado en superar mi horror al verano. Ahora es para mí una época tan maravillosa como cualquier otra del año. Lo que odiaba no era el verano, sino las vacaciones, esos días en que uno debería descansar, aunque no estuviera cansado, dejar su ciudad, tomar el sol, llenarse de arena, beber cerveza, dormir la siesta, rascarse la barriga. Una costumbre bárbara, procedente de un tiempo (antes del aire acondicionado) en que en muchas ciudades durante el verano no era posible la vida civilizada.
            Afortunadamente vivo en Oviedo, donde la vida inteligente (como en el resto de Asturias y en otros privilegiados lugares del planeta) es posible durante todo el año.
            No sigo haciendo recuento de mis posesiones, no acabaría nunca. Colecciono ciudades, grandes y pequeñas. Este verano he añadido a mi colección, Palermo, que tanto me ha recordado a una de las joyas preferidas, Nápoles, y Figueras.


            En Figueras tengo casa y biblioteca. La casa es el palacete art noveau de doña Socorro, construido en 1912 por Ángel Arbex, un discípulo de Gaudí; la biblioteca es la del mejor bibliófilo asturiano, José Luis Pérez de Castro. Los Masip me invitarían encantados a su chalet junto a la ermita de la Atalaya, pero yo no soy capaz de dormir en casas de amigos, salvo que no haya más remedio; prefiero el chalet de doña Socorro, hoy hotel Peñalba, que incorporo a la lista de mis residencias favoritas.
            Supe que debía añadir Figueras a mi colección cuando, al pasear en barca por la ría del Eo, vinieron a saludarme los delfines. La última vez que los vi fue navegando por el Atlántico, cerca de otra Figueras, la portuguesa y unamuniana Figueira da Foz.


            Cuenta Antonio Machado que cierto día unos delfines se adentraron por el Guadalquivir y llegaron hasta Sevilla. Se armó un gran revuelo y de todas partes acudió gente a contemplar el insólito espectáculo. Entre ella, un joven tímido y una joven morena que allí, cerca de la Torre del Oro, se vieron por primera vez, se miraron largamente, se gustaron. Dos de sus hijos, a los que dieron los nombres de Manuel y Antonio, fueron poetas.
            Añado a mi interminable testamento, tan repleto de maravillas, aquellos delfines de Figueira, que como los de Sevilla también propiciaron un encuentro, y estos de Figueras que han abandonado su ruta habitual para venir a saludarme y anunciarme algún prodigio.
            “Todo para vosotros, hijos míos”, me digo con Miguel d’Ors. “Suerte de haber tenido un padre rico”. Pero no tengo hijos a los que dejarles nada, lo dejaré todo a disposición de quien, como yo, no se canse nunca de la cotidiana maravilla del mundo.
                


             

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