Sentado junto a uno de los ventanales del Spinnato, pienso
que a este café, y a otros cercanos que ya no existen –La Pasticceria del
Massimo, el Mazzara–, llegaba cada mañana Giuseppe Tomasi di Lampedusa, el
autor de El Gatopardo, con su cartera
llena de libros y papeles. Pasaba las horas leyendo, escribiendo, charlando con
algún amigo.
Le aburrían
las gentes de su edad, prefería la compañía de los más jóvenes, con los que le
gustaba mostrarse gentil y jugar a ser mentor. Francesco Orlando tenía
diecinueve años cuando le conoció en 1953. Alumno de la Facultad de Derecho,
prefería los versos a los códigos y frecuentaba poco las clases. Un conocido
común le pasó a Lampedusa (Orlando siempre le llamó así) uno de sus escritos y
se sorprendió al verse citado en casa del príncipe. Vivía en el viejo palacio familiar
del que solo era habitable el primer piso. Él propio Lampedusa, con su porte de
gran señor de otro tiempo, le abrió la puerta: “Era uno de esos hombres que no
tardan en atraer involuntariamente la atracción sobre sí, incluso en una
habitación en la que hubiera veinte personas”.
Pero la
aristocracia de Sicilia no tenía a Lampedusa en mucha consideración. Estaba
casado con una psicoanalista y su mujer recibía a los enfermos en la propia
residencia familiar, aquel caserón que había recibido las bombas en 1943 y en
el que había más libros que obras de arte y recuerdos de familia.
El príncipe
siciliano más famoso por aquellos años era Raimondo Lanza de Trabia, de quien
se decía que había sido amante de Edna Mussolini y de Rita Hayworth (y quizá
también de Errol Flynn, su mejor amigo), y que no tardaría en saltar al vacío
desde la ventana de un hotel en Roma.
Pero al que
yo más admiro, y al que pude haber llegado a conocer (murió hace poco, con
noventa y seis años), es Francisco Alliata, príncipe de Villafranca, de Valguarnera,
de Trecastagni, de Montereale, de Bucchèri, de Castrorao, de Gangi, de Ucrìa,
de Gravina, duque de Saluparuta y de Saponara, marqués de Santa Lucía, titular
de nueve baronías y treinta señorías, grande de España y príncipe del Sacro
Imperio Romano con título de Alteza Serenísima.
Y muchas
cosas más, entre ellas director de los primeros documentales sobre el fondo del
mar y renovador de la industria del helado en Italia. Las memorias de Francesco
Alliata, Il Mediterraneo era il mio regno,
que acaban de aparecer y que yo compré en una pequeña librería de Taormina, me
acompañan esta mañana en el Spinnato –el café fundado en 1860, cuando el poder
cambió de manos para poder seguir estando en las mismas manos– junto a Ricordo di Lampedusa de Francesco
Orlando.
Como el
hipocondríaco que no puede leer un tratado de medicina sin reconocer en sí
mismo todos los síntomas, yo no puedo leer una biografía sin sentir que habla de mi propia vida.
A Francesco
Orlando, Lampedusa le convirtió de inmediato en su discípulo: le daba clases de
inglés y de literatura, a él solo, en uno de los salones de su palacio, al lado
mismo del despacho en el que su mujer pasaba consulta. Lampedusa redactaba
cuidadosamente sus lecciones, como si se tratara de conferencias ante un gran
auditorio, y luego se las leía a aquel jovencito tímido, o se las hacía leer a
él, y juntos las comentaban.
La historia
entre Francesco y Lampedusa fue una historia de amor, aunque no tuviera nada de
sexual, y no acabó del todo bien, como todas las historias de amor. Lampedusa
gustaba de ironías y sobrentendidos y Francesco sentía que a menudo se burlaba
de él, de su ingenuidad y de su ignorancia. Fueron llegando luego otros jóvenes
y comenzó a sentir celos. Apareció también Gioacchino, sobrino de Lampedusa, en
quien este acabó encontrando el hijo que no tuvo, el heredero de su estirpe.
Francesco
dejó de ir por el café y de pasar por casa de Lampedusa. Este le hizo notar su
extrañeza. Francesco insinuó sentirse ofendido porque a todos los otros jóvenes
había llegado a tutearlos y a él seguía tratándole de usted.
Y sin
embargo era a él, solo a él, a quien leía los capítulos que iba escribiendo de El Gatopardo, y al único que visitaba en
casa para dictárselos. Pero Francesco Orlando se sentía incómodo. De ser su
discípulo predilecto se había convertido en solo un hábil mecanógrafo. Se
sentía también minusvalorado: Lampedusa le trataba siempre con la
condescendencia del gran señor y, sin embargo, uno de sus abuelos había sido
ministro.
Un día le
dijo que no podía seguir copiando la novela porque tenía que preparar los
exámenes. No se volverían a ver. Meses después, cuando iba a enviarle una carta,
recibió la noticia de que Lampedusa había muerto en Roma. Era en 1957. La
novela tardaría aún más de un año en publicarse.
En vida de
Lampedusa el éxito fue para su primo, Lucio Piccolo, la gran revelación de un
encuentro literario de 1954, al que asistió solo como acompañante. “Había
venido de Sicilia en tren –cuenta Giorgio Bassani–, acompañado de un primo
mayor que él y de un criado. Convengamos en que esto era ya suficiente para
excitar a una tribu de literatos en mitad de sus vacaciones”. Formaban un
extraño trío: “el criado, bronceado y robusto como un macero, ni un solo día
les quitó la vista de encima”. Pero no era ese el único motivo por el que
llamaron la atención. Era verano y sin embargo Giuseppe Tomasi apareció siempre
con el gabán cuidadosamente abotonado, el ala del sombrero caída sobre los ojos
y apoyado en un nudoso bastón; parecía un antiguo general de un ejército
derrotado en guerras inmemoriales.
Como
reacción contra el éxito de su primo –se sentía superior–, Lampedusa comenzó a
escribir la historia de un príncipe siciliano del tiempo de la anexión al reino
de Italia. Un príncipe que era él y no era él, que era lo que le habría gustado
ser.
Francesco
Alliata detestaba El Gatopardo, en el
original y en la versión cinematográfica (con Visconti tuvo un sonoro
encontronazo), y la tópica visión de Sicilia que habían difundido por el mundo.
En su palacio de Villafranca, en la plaza que preside la estatua de Carlos V,
una lápida recuerda que el 27 de mayo de 1860 “per solo due ore / posò le
stanche membra Giuseppe Garibaldi”. En
el palacio se conservaban, como reliquias preciosas, el plato en que había
comido dos huevos fritos y el par de medias de color verde oscuro (y con un
agujero en el talón) que había dejado olvidadas.
Su abuelo,
Francesco de San Martino, duque de Santo Stefano de Briga, había escrito una
enciclopédica Storia dei feudi e dei
tituli nobiliari di Sicilia, que quedó incompleta a su muerte. La madre la
hizo imprimir en la tipografía de la institución benéfica Boccone del Povero,
que se ocupaba de los huérfanos pobres. La edición, en diez volúmenes, duró
varios años y desde que tenía once, Francesco Alliata se ocupó de ella: “las
palabras que no venían equivocadas eran pocas; fueron muchas más las lágrimas
que entre los once y los quince años yo vertí sobre aquellas páginas”.
Pero no se
convirtió en un erudito, aunque pasara en su adolescencia muchas horas en los
archivos del palacio. Su interés por el cine comenzó en el Instituto Gonzaga de
Palermo. Cada mañana, el padre jesuita de turno, terminaba las oraciones
elevando los ojos al cielo y con una última súplica: “libéranos de los peligros
del cinematógrafo”.
Francesco
Alliata supo de esos peligros, muy otros de los que se imaginaba el pío
sacerdote. Fue el primero en rodar un documental submarino, en las islas
Eolias, recién terminada la guerra, y para ello tuvo que probar con nuevas
cámaras y películas más sensibles y a punto estuvo de perder la vida en una de
sus inmersiones. Rodó también en las almadrabas, donde daban vueltas los atunes
enloquecidos tratando de escapar de aquella red que se volvía progresivamente
más estrecha.
Pero el
verdadero peligro lo tuvo en 1949 cuando en las islas Eolias se rodaban a la
vez dos películas, cada una con el nombre de una de las islas, Vulcano y Stromboli. La primera la iba a dirigir Roberto Rossellini y la
protagonista era su pareja Ana Magnani. Pero se cruzaron por medio Ingrid
Bergman y la Democracia Cristiana. Rossellini abandonó el proyecto y se fue a
otra isla a rodar su propia película, de argumento más moralizante, y a vivir
su loco amor con la actriz sueca. Francesco Alliata llamó a William Dieterle, y
trató de calmar la furia de la abandonada Magnani. Todo lo contrario hacía
Raimondo Lanza di Trapia, que apareció por allí un día de temerosa tormenta, acompañado
de su inseparable Errol Flynn; los dos muy borrachos y riendo divertidos.
Durante un tiempo se dedicaron a hacer de chismosos correveidiles entre una
isla y otra y a punto estuvo de que Anna Magnani estallara como el volcán que
daba nombre a la película. Descansaba del rodaje y ellos charlaban en voz alta:
“Hoy estaba Ingrid verdaderamente en forma”, “Bella como no la he visto nunca”,
“¡Qué actriz!”, “El sol de Sicilia le sienta bien”, “¡Y cómo la miraba
Roberto!”
La Magnani,
cada vez más furiosa, sacó un cuchillo de no se sabe dónde y hecha una furia se
dirigió al embarcadero. Francesco Alliata trató de retenerla y por poco es él,
en lugar del adultero y la infiel, el que recibe las cuchilladas. Recibió otra,
metafórica: mientras Stromboli se
convertía en un éxito mundial, Vulcano era
boicoteada en su estreno. En el éxito de una y el fracaso de otra, parece que
tuvieron menos que ver el arte de Rosselini y la Bergman que las artimañas de
Andreotti.
Cansado de
luchar contra ciertos imponderables, Alliata abandonó el cine y se dedicó a los
helados, ese invento de Sicilia, el único lugar del mundo que en los sofocantes
veranos disponía de los elementos básicos: limones, azúcar, sal y la nieve
inagotable del Etna.
Los últimos
años, hasta el mismo momento de su muerte, los pasó quijotescamente luchando
contra dos poderosas organizaciones: la iglesia católica, que manipulando el
testamente de la viuda de su hermano,
pretendía quedarse con los históricos palacios de la familia, y la mafia, uno de cuyos capos, Bernardo
Provenzano, oficialmente en paradero desconocido, llegó a ocupar la suntuosa
villa de Valguarnera, en Bagheria, mientras las autoridades miraban para otra
parte. Contra los desafueros de la Santa Mafia –el manipulado testamento había
concedido Valguarnera al Opus Dei– llegó incluso a escribir, el 24 de agosto de
2014, al papa Francisco, que no le respondió.
“La acción
es la verdadera fiesta del hombre” afirmó Goethe. Y vivir otras vidas –la de
Lampedusa, el escritor secreto; la de Raimondo, el play boy que disfrutó de la
compañía de las mujeres más bellas del mundo y solo fue feliz bebiendo con
Errol Flyn; la del longevo Alliata– mi única manera de vivir.
Todos esos personajes de la nobleza siciliana, Martín, palidecen ante la figura de uno que pasa de puntillas por tu artículo: Errol Flynn. Hombre excepcionalmente dotado para gozar de la vida, se la fumó en cincuenta años. Escritor, periodista, actor notable, trabajador concienzudo, demócrata progresisita (la envidia hollywoodiense le llegó a acusar de filonazi), amante irresistible..., hubo de soportar las insidias de quienes envidiaban su éxito arrollador con las mujeres (algunos pretenden que hubo algún hombre, cosa que hablaría de su desinhibición suprema).
ResponderEliminarTienes, Martín, un personaje que merecería un ensayo tuyo para él solo.
Que el príncipe de Lampedusa "palidezca" ante Errol Flynn es una suposición bastante aventurada, que yo personalmente (y estoy seguro de no ser el único) desde luego no comparto. Lo que verdaderamente sucede es lo contrario: Errol Flynn, cuyas películas cada vez ve menos gente, "palidece" cada vez más ante la escritura, perfectamente viva, de Lampedusa. Y, presumiblemente, así seguirá ocurriendo hasta que el de Flynn sea un nombre conocido únicamente por algún que otro erudito, cosa que no parece fácil que ocurra, al menos en un plazo razonable, con Lampedusa.
ResponderEliminarObviamente, querido A2, lo que comentaba servidor era pelín exagerado, casi rozaba el esperpento... Pero, a veces -y máxime en literatura-, para realzar algo de mérito escasamente reconocido, se propende a lo excesivo. Hay que saber interpretar el intríngulis, A2.
ResponderEliminarDecía uno que la vida de Errol Flyn era novelesca en extremo y tergiversada en muchas de sus partes. Nadie osa comparar la excelencia de "El Gatopardo" con "Showdown", pero su apasionante vida, repleta de droga, sexo y valentía hacen de él un personaje singular. Todo un personaje.