lunes, 13 de enero de 2014

A buen entendedor: Ecos de París


Viernes, 3 de enero
COINCIDENCIAS Y ASOMBRO

Me asomo a la ventana del hotel y veo, a mi izquierda, los árboles secos de una pequeña plaza y, en el centro, una rara construcción sepulcral. A finales de 1936, un anciano escritor español, fugitivo de la guerra civil, se alojó en este mismo hotel: “Desde la ventana del cuarto se atisba algo de la fronda de un jardín –o del ramaje desnudo, si es en invierno–. Ese jardín es el de la Capilla Expiatoria; es decir, un pedazo del antiguo cementerio de la Magdalena, donde fueron enterrados Luis XVI y María Antonia, guillotinados en la cercana plaza de la Concordia. Del cementerio queda una parcela con algunos sepulcros cubiertos de anchas losas blancas; el resto es una amena glorieta con árboles frondosos. Es lugar apacible y frecuentado por vecinos y transeúntes que aquí se sientan a descansar un momento”.
            Cuando el anciano escritor español residió en este hotel, su nombre era Buckingham; ahora ha cambiado por el de la calle, la rue des Mathurins. A mí me gusta su lema, inscrito en un óvalo a la entrada: “Le luxe d’étre chez soi”. Sí, el mayor lujo es estar en casa.
            En cuanto salgo a la calle, camino por las páginas de un libro o entre los estantes de una biblioteca. Hay dos teatros, uno al lado del otro; en uno de ellos, María Casares estrenó la primera obra de Albert Camus, Le Malentendu. Muy cerca, a la vuelta de la primera esquina, vivió Reynaldo Hahn, y al otro lado había un prostíbulo frecuentado por Marcel Proust (y descrito con fantasmagórica precisión en Sodoma y Gomorra).
            El anciano escritor no cuenta estas cosas, pero sí lo hace otro escritor español que siguió sus pasos en París, José Muñoz Millanes. Yo ahora sigo los pasos de ambos.
            Estamos todavía en tiempo de Navidad. Ante los escaparates de los almacenes Printemps, cada uno de ellos un fastuoso espectáculo animado, se amontonan padres y niños. Yo pienso en lo tristes que debieron ser las navidades de aquel remoto 1936.
            El anciano escritor había nacido en Monóvar, en 1873; cuando se alojaba en el mismo hotel en que yo me alojo estos días, cuando se asomaba a la ventana y veía un jardín que era también cementerio, tenía sesenta y tres años, la misma edad que yo tengo ahora. No me lo acabo de creer, vuelvo a echar las cuentas, pero no hay error.
            El Azorín crepuscular que paseaba por París en los días de la guerra civil tenía la misma edad que el aprendiz de escritor que ahora sigue sus pasos. Debería ponerme melancólico, pero no solo no me molesta tener la edad que tengo, sino que me gustaría seguir teniéndola durante los próximos veinte o treinta años.
            A Azorín todavía le quedaban por escribir algunos de sus libros que a mí más me gustan, como la novela El escritor, que me regalaron cuando tenía doce años porque entonces me pasaba el día escribiendo. Todavía recuerdo de memoria su comienzo: “Nada en suma. Absolutamente nada. Nada que se salga del carril cotidiano. La vida fluye incesable y uniforme: duermo, trabajo, hojeo al azar un libro nuevo…”
            Lo que a mí me quede por escribir valdrá, poco más o menos, lo mismo que lo que he escrito. Pero ahora paseo por las calles de una ciudad y por las páginas de un libro; me acompaña la luna sobre las mansardas y luego, cuando yo me detengo sobre un puente, se detiene también para contemplar las aguas negras del río que de pronto se agitan con el paso de una barcaza iluminada.
            Nada que se salga del carril cotidiano. Nada que se salga del cotidiano asombro de estar vivo.


Sábado, 4 de enero
AVENIDA KLÉBER

Recorro la avenida Kléber, desde el Arco del Triunfo hasta el Trocadero, y al cruzar frente al antiguo hotel Majestic, ahora vallado y en reconstrucción, no puedo dejar de pensar en Ernst Jünger y en los días de la ocupación alemana. Cierto que su historia es mucho más dilatada y que a este mismo lugar, pero no a este mismo edificio, llegó un día Galdós a visitar a una simpática anciana que hacía años que era parte de la historia de España y protagonista de la más picante chismografía. Y que en este hotel celebró Proust, que vivía cerca, una de sus últimas fiestas, una cena a la que asistieron Stravinsky y Picasso y no sé si también Cocteau.


            Pero lo que a mí me viene a la memoria son los días en blanco y negro de la ocupación, cuando era la sede de la Comandancia alemana. Aquí tenía su despacho Jünger, que se alojaba en el cercano Raphaël. Un día, a última hora de la tarde, fue a verle el teniente coronel Von Hofacker. Sospechaba que había escuchas y le pidió que bajaran a la calle para charlar tranquilos. Mientras iban y venían del Trocadero a la Étoile, le ha dado algunos detalles contenidos en informes de gente de confianza que trabaja para los generales en el alto mando de las SS. Ya no es posible evitar la catástrofe, pero sí atenuarla y para ello la condición previa es la desaparición de Hitler (al que Jünger en sus diarios denomina Kniébolo) al que hay que hacer saltar por los aires en alguna de las reuniones del Gran Cuartel General.
            Escuadrillas aéreas han sobrevolado la ciudad a última hora de la tarde; en el patio del hotel Majestic han llovido del cielo cascos de metralla. Una de esas incursiones aéreas la observa Jünger desde la terraza del hotel Raphaël, a la hora de la puesta del sol, con un vaso de borgoña en la mano –“en el que flotaban fresas”–, como un gran espectáculo de luz y sonido: “La ciudad con sus torres y cúpulas rojas se extendía a mi alrededor en toda su poderosa belleza, semejante al cáliz de una flor sobrevolado por insectos metálicos para recibir una fecundación letal”.
            No deja de anotar las lecturas de cada día y a mí se me ha quedado en la memoria su definición de las rubaiyatas de Omar Jayyam: “tulipanes rojos brotados de la tierra blanda de un cementerio”.
            La atmósfera sombría de la ocupación desaparece al llegar al palacio del Trocadero, donde hay una gran exposición titulada “1925, quand l’art déco séduit le monde”. Y yo me dejo seducir por la minuciosa elegancia –preludio de la catástrofe– de los bibelots y de los rascacielos, de los paquebotes y de los hoteles de lujo.


Domingo, 5 de enero
PARC MONCEAU

Avenidas desiertas, perezosa luz de la mañana de domingo. La hermosa verja dorada que rodea al parque parece que no ha sido suficiente para contener el avance de la ciudad. Tras ella me encuentro con la calle Murillo. Me dan ganas de buscar el número 5, de subir al 4º D y llamar a la puerta. ¿Quién me abrirá? ¿Quién será el desconocido que comparte mi dirección?
            Luego, el arbolado óvalo del parque, a esta hora ocupado solo por gente que corre y por las decimonónicas estatuas de músicos y escritores. Saludo primero a Gounod, un poco más allá a Guy de Maupassant. Para mejor pasar la eternidad todos están acompañados de su musa, voluptuosamente desnuda o envuelta en los ropajes de la época, pero siempre humildemente a los pies.
            Admiro, al fondo de la avenida central, la antigua casa de la aduana, que algo me recuerda al tempietto romano de San Pietro in Montorio. Busco luego los restos del “jardín de los sueños” imaginado por Louis Carmontelle en los años finales del Antiguo Régimen: el estanque con su isla, la columnata corintia, la pirámide, la artificiosa cascada… Pero lo mejor son los grandes árboles, que dibujan su ramaje en tinta china sobre el cielo invernal, y las mansiones a uno y otro lado de la verja. La más hermosa está en la avenida Van Dyck; tiene un modernista mirador de hierro y cristal que da al parque y un par de briosos caballos sobre el dintel de la puerta principal; en alguna parte he leído que la construyó un fabricante de chocolate; basta mirarla para darse cuenta de que conocía perfectamente lo que era la sabrosa dulzura de vivir.
            Nunca antes había estado aquí, pero algo en este lugar me resulta familiar. Y de pronto recuerdo un pasaje de los diarios de Jünger, que estos días me vienen continuamente a la cabeza. Habla en él de una sesión de trabajo en uno de los edificios de la Avenida Van Dyck. Frente a sus ventanas se alzaba un gran castaño en flor, quizá el mismo que, ya sin flores, tengo yo ahora delante: “A pleno sol sus flores se destacan del cielo azul por su luminoso color rojo coral; en la sombra resaltan del follaje verde como modeladas en cera rosa. Cuando se marchitan, sus pétalos caen con tal profusión que el tronco queda rodeado por un círculo de sombra intensamente rojo, es como un vestido de flores que el árbol se ha quitado”.


Lunes, 6 de enero
EL MISMO CIELO

De pronto, caminando al azar por los alrededores de la Bolsa, tras cruzar Les Halles, ahora en obras, y entrar en San Eustaquio, donde Rameau comparte la eternidad con Molière y la madre de Mozart, me encuentro la entrada de las galerías Vivienne, ese mágico espacio que en “El otro cielo” de Julio Cortázar enlazaba, a través del tiempo y del espacio, con el pasaje Güemes, en Buenos Aires, muy cerca de la calle Florida.
            Las figuras alegóricas que alargan las manos para ofrecernos una guirnalda son las mismas de cuando vivía, en el número 13, el enigmático Vidocq, el primer detective, que fue ladrón antes que fraile, el Vautrin de Balzac, protector de ambiciosos y guapos jóvenes provincianos. Siguen aquí las librerías de viejo y las agencias de viaje que parecen vender billetes para países fuera del mapa y del calendario.
            Me detengo en el mismo lugar en que el protagonista de “El otro cielo” conoció a Josiane “bajo las figuras de yeso que el pico del gas llenaba de temblores (las guirnaldas iban y venían entre los dedos de las Musas polvorientas)” y cierro un momento los ojos. Noto entonces una presencia ardiente y cercana. No sé si se trata de Josiane o de Laurent, de la víctima o del asesino. Todo parece posible en estas galerías.  
            Los caminos que yo prefiero son los que llevan de la vida a los libros. Recorrerlos y luego cerrar la puerta –cerrar el libro– y quedarse dentro.


Martes, 7 de enero
JARDÍN Y BIBLIOTECA

La primera vez que estuve en los jardines del Luxemburgo no fue a mediados de los setenta, durante mi primer viaje a París, sino muchos antes, cuando de la biblioteca Bances Candamo, en Avilés, saqué Los últimos románticos y luego, al día siguiente, Las tragedias grotescas. Las dos recreaciones barojianas del París del segundo imperio comienzan en este mismo lugar: “En aquel momento, una hora antes del anochecer, diluviaba. El agua caía de una manera torrencial en grandes gotas; sonaba en las aceras como un chasquido metálico y mojaba las hojas nacientes de los árboles del Luxemburgo, en cuyas enramadas verdes piaban los pájaros con algarabía estrepitosa”.        
            Ha dejado de llover. Me acerco hasta la fuente de Medici. Antes admiro al fauno danzante en el paseo que corona la cúpula del Panteón. La bella Galatea, “más suave / que los claveles que tronchó la aurora”, cierra voluptuosa los ojos en brazos de Acis, mientras sobre ellos acecha Polifemo. Las ramas de los árboles tiemblan en el agua del estanque, donde flotan todavía algunas hojas doradas.
            Miro el mundo y solo veo una edición ilustrada de la historia de la literatura.


Miércoles, 8 de enero
AUTORRETRATO ENCONTRADO

Abro al azar un libro y lo primero que leo me hace sonreír: “Admiro el orden y la precisión de su pensamiento, su ingenio volteriano y a la vez como de gato, que tiende ágilmente la zarpa hacia hombres y cosas, les da la vuelta como jugando y también les causa dolorosas heridas con sus arañazos”.
            Me gustaría merecer un elogio semejante; de momento ya coincido en causar, como jugando, y no siempre sin darme cuenta, dolorosas heridas a quienes más quiero.




3 comentarios:

  1. Magnífico "post". Siempre nos quedará París...

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  2. Salvemos la belleza de Sierra Almijara
    No al campo de golf con 1000 viviendas
    Por favor firmar la protesta en change.org
    http://chn.ge/19hXVqN
    Ttenemos 250 firmas y ahora me piden llegar a las 500. Pasad el enlace a vuestros contactos. Seguiremos luchando. Gracias.

    Jose Luis, estamos intentando parar la locura del penúltimo "pelotazo" urbanístico.
    Gracias por vuestro apoyo
    Miguel

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