sábado, 6 de abril de 2013

Nada personal: Cambiar de vida


Martes, 2 de abril
FRONTERAS

De vez en cuando me entran ganas de cambiar de vida. Dejar de dar vueltas un día y otro por las mismas calles, de ver a la misma gente, de hacer siempre las mismas cosas. Quizá, en el fondo, no soy más que un vagabundo domesticado por la rutina. Y de vez en cuando, muy de vez en cuando, intento rebelarme.
            A las seis de la mañana, mucho antes de que amanezca, subo al coche. Desayuno en Lezo, una pequeña villa guipuzcoana al fondo de la ría de Pasajes. Calles estrechas, casonas con escudos, una pequeña plaza con el ayuntamiento y la iglesia del Santo Cristo y una frutería que se desparrama por las oscuras piedras. A esta hora ocupan la plaza algunas furgonetas de carga y descarga, la cruzan algunas mujeres que van a hacer la compra, todo respira provinciana calma. Algo disuena, sin embargo, en este apacible lugar. Algo me dice que, sin salir de España, estoy en otro país. Las banderolas, los carteles, las pintadas unánimes: “Preso eta iheslariak. stera!”
No hace falta entender la lengua, para entender el grito. Pero yo ahora soy un vagabundo. He venido solo para mirar, ver y pasar, no para tomar partido.


            Desayuno con calma, cerca de un frontón donde juegan algunos niños y luego sigo hasta Pasajes. El barrio de San Juan es solo una casa larga y angosta. De viaje por los Pirineos, aquí pasó Víctor Hugo unos días que no olvidó nunca. El edificio en que se alojó, ahora museo, se adentra en el agua y es quizá el más hermoso del lugar. Yo entro en su dormitorio, me asomo a las ventanas a las que él se asomó y recuerdo sus versos: “A bord des mers, quand on sommeille, / tout caresse et berce l’oreille…”
Sí, cuando dormimos a la orilla del mar, todo nos mece y acaricia el oído: el ruido del viento sobre las olas, el ruido de las olas sobre las rocas… Y a través de los sueños nos llega el canto lejano de los marineros.
            Pero yo salgo de la casa, sigo caminando por la orilla de la ría (al otro lado está el barrio de San Pedro) y lo que me llega de pronto son los gritos y los disparos de cierta noche aciaga. Una placa recuerda cuatro nombres y una fecha, 22 de marzo de 1984, y abajo, en las rocas junto al agua, están dibujadas cuatro fúnebres siluetas. No sé la historia que hay detrás, o no quiero recordarla, sé que hubo una mujer torturada y obligada a hacer señales con una linterna y una emboscada y unos hombres que llegan en una lancha y de pronto se ven rodeados y acribillados a balazos.


Cuántos muertos, cuánta barbarie en esta tierra. Y qué hermoso este paseo hasta llegar a uno de los dos faros que señalan la estrecha embocadura que se abre a la mar.
            No soy un político, no tengo soluciones para las heridas de la historia. Yo soy un vagabundo, yo sigo mi camino y sin salir del país entro en otro país. Me gusta que ya no haya fronteras administrativas, me gustaría que no hubiera tampoco tercas fronteras de rencor en los corazones.
            Huyo de una rutina pero para encontrarme gozosamente con otra. Bayona es una plaza y el Café du Théâtre, frente al lugar en que se encuentran sus dos ríos; es cruzar el largo puente del Santo Espíritu en busca de la sinagoga a la que se acogieron los judíos expulsados de España; es acercarse a la catedral por la Rue du Port-Neuf, con su olor a chocolate; es sentarse en el pequeño parque que hay frente a ella, junto a la biblioteca pública, entre los rododendros y las rosas, bajo el gran magnolio; es cruzar hasta la Petit-Bayonne, tan euscalduna, y llegar hasta el Château-Neuf, ahora sede de la universidad.
Bayona son las calles con soportales y los bares con ikurriñas y carteles de toros y los días lluviosos y llenos de las melancolías españolas de tantos exiliados.


           
Miércoles, 3 de abril
AGUAS TERMALES

Como quiero ser otro, como quiero tomarme vacaciones de mí mismo, me he venido a Dax, la ciudad balneario a orillas del Adour, un río al que encuentro fangoso y muy crecido con las lluvias de los últimos días.
            Lo primero que hago en Dax es buscar la Fontaine Chaude, el manantial de la Nèhe, con sus incesantes chorros de agua caliente. Bebo, en el cuenco de las manos, esta agua que brota a más de sesenta grados para que me cure, si no de los males que tengo, sí de los que creo tener.
            Paseo luego por el Balcón del Adour, entre el puente viejo y la nueva pasarela, con sus inclinados postes de colores, y me imagino las largas tardes en este lugar, sin nada que hacer más que charlar con algún otro convaleciente y dejarse acariciar por el tibio sol de primavera. Por supuesto, me alojaría en el Hôtel Splendid, verdaderamente espléndido, del más elegante art déco, con sus ecos del tiempo de los grandes transatlánticos y de Nueva York y de Miami y del Hotel Nacional de La Habana (por los dos anduvo Hemingway muy borracho).


            Y al lado del Splendid, blanco y azul, resplandeciente, el nuevo hotel de las termas, de Jean Nouvel, un limpio cubo de cristal y acero con transparentes voladizos.
            Pero yo prefiero el Splendid, ya lo dije, y para comer o tomar un café o ver algún espectáculo me iría al Atrium, también art decó y del mismo arquitecto que el hotel, André Granet. Por su color y la sencilla geometría de sus trazos, me trae recuerdos de mi instituto del bachillerato, el Carreño Miranda.
            En Dax nadie tiene prisa, en los pasillos del hotel uno se encuentra con gente en albornoz camino de los baños, abundan las calles peatonales llenas de flores  y con el incitante olor de las panaderías desde primera mañana.


En Dax, tan francesa, se sueña con España, a la que pronto la unirá un nuevo tren de alta velocidad, y se siente, como en ninguna otra parte, la pasión por los toros. Este año cumple precisamente cien años su gran plaza, que pronto tuvo que ser ampliada. Hay un gallardo monumento al toro de lidia y en las tiendas de fotos se muestran grandes ampliaciones de faenas de la fiesta. 
            Un buen lugar para descansar, sin duda. Pero yo de descansar me canso pronto. No llevo un día y ya he recorrido una y otra vez las mismas calles, paseado una y cien veces por la orilla del río, cambiante de color según el sucederse de las horas. No me extraña que Pierre Benoit, que vivió en este lugar, escribiera novelas de aventuras que transcurren en el imposible desierto o en la remota Atlántida. Los lugares apacibles son propicios al ensueño y a la tentación de la huida.
             

Jueves, 4 de abril
LES AFFAIRES D’ESPAGNE

En el mercadillo de Cambo-les-Bains entre postales, viejas fotografías y cachivaches varios, encuentro un curioso libro: Mémoire pour G.-J. Ouvrard, par M. Mauguin, avocat, sur les affaires d’Espagne, editado en París en 1826.
            Gabriel-Julien Ouvrard fue uno de los grandes financieros de la Revolución y del Imperio; conoció el éxito y el fracaso, la cárcel y el destierro. Su primer gran negocio lo hizo a los diecinueve años. Hijo de un fabricante de papel, sin apenas estudios, se le ocurrió comprar por dos años toda la producción de papel de la región de Nantes. Era el año 1789 y fue el primero en ver que las revoluciones son grandes devoradoras de letra impresa.
            Los asuntos de España a los que se refiere el libro tienen que ver con la invasión de los cien mil hijos de San Luis que devolvió a Fernando VII el poder absoluto. Ouvrard se encargó del abastecimiento del ejército francés, como en otras ocasiones, pero sus gastos no le fueron reembolsados.
            De las martingalas de los especuladores de hoy me distraigo con las noveleras peripecias de los especuladores de ayer. Ouvrard fue amante de Teresa Cabarrús, la mujer que provocó la caída de Robespierre.
            Me gustan los regalos del azar, ya lo he dicho, y el luminoso Cambo, donde Rostand edificó su villa de versallescos jardines, me lleva a la España de 1823, en la que las tropas francesas del duque de Angulema eran recibidas con vítores y flores por los buenos españoles, ya que les devolvían las cadenas de las que les había librado Riego.

Viernes, 5 de abril
CEMENTERIOS

La Bastide Clairence, fundada en el siglo XIV por un rey de Navarra que luego fue rey de Francia, tiene en lo alto la iglesia de la Asunción, rodeada y hasta invadida por el cementerio: incluso en el claustro y en el atrio hay tumbas. La primera en que me detengo es una losa en forma de corazón adosada a la pared. Dice así: “Dieu / Patrie / a la mémoire de / Jan Bte Darritchon / Mort au champ d’honneur / le 22 Août 1914 / à l’âge de 20 ans / P.P.L.”


            A los veinte años murió en un duelo Jean-Bautiste Darritchon. ¿Qué historia habría detrás? Quizá fue afortunado. La mayor parte de sus compañeros morirían en los años siguientes y no en el campo del honor sino entre la mugre y el sinsentido de las trincheras.
            Paseo entre las tumbas, anoto algún epitafio, me emborracho de melancolía. Fuera, en lo que parece un simple prado, hay una verja, una estrella de David y un cartel que indica que allí están enterrados los judíos españoles que huyeron de la Inquisición y que en este lugar se refugiaron bajo la protección del duque de Gramont. Eran pocos los que llegaron hasta La Bastide, unas setenta u ochenta familias. A cambio de esa protección, durante los dos siglos que aquí vivieron, proporcionaban a la villa un médico y un boticario.
            Tomo luego un café en la apacible plaza. El pueblo tiene algo de hermoso decorado, de lugar fantasma. Entra uno en la iglesia, una de esas iglesias vascas que semejan un viejo teatro con su triple galería de madera, y se encienden las luces y un coro de angelicales monjas comienza a cantar. Parece que de un momento a otro las altas galerías van a llenarse de fieles o de los integrantes de los Estados Generales de Navarra, que aquí se reunían, o que quizá va a entrar por la puerta, hermosamente demacrado, el joven que a los veinte años murió del tiro de un rival por defender el honor de una mujer que no tardó en olvidarlo.
            Abandono La Bastide Clairence un instante antes de convertirme yo también en un fantasma. O quizá un instante después.

Sábado, 6 de abril
VOLVER

Subí hasta lo alto del Larrún, la primera cima de los Pirineos, pero no a pie, como habría hecho mi admirado Miguel d’Ors, sino en un viejo tren de cremallera que parece de juguete. En la cumbre de este monte celebraban sus aquelarres las brujas que luego chamuscaría la Inquisición. Es emocionante ver toda la costa, desde Biarritz hasta San Sebastián, por un lado, y el abrupto norte de Navarra por el otro. Luce el sol y apenas si molesta la brusca caricia del viento. Un lugar fuera del mundo y en el centro del mundo.


Pero de pronto suena ligeramente el teléfono. Acabo de recibir un mensaje. No debería mirarlo. Pero lo hago. Y contesto. Y de pronto me siento impaciente por regresar, por volver a mis libros y a mi rutina.
            De vez en cuando me entran ganas de cambiar de vida, pero se me pasan pronto.

9 comentarios:

  1. Si no hay un juego de palabras que se me escapa, la "revelión" del primer párrafo parece empezar por la ortografía. Quizá no es el mejor sitio. Por lo demás, excelente entrada (como de costumbre).

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  2. Ya lo he cambiado. Gracias. Mejor no entrar en juegos de palabras, porque yo me "reBelo" poco, pero me temo que me "revelo" más de la cuenta.

    JLGM

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  3. Interesante diario enciclopédico la de esta semana, uno aprende mucho. Ya te contrataré algún día como guía.

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  4. Pues es el trabajo que más me gusta.
    Y cobro poco.

    JLGM

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  5. A veces uno quiere muTarse, pero lo más que consigue es muDarse.

    (No contestó a mi consulta sobre la traducción al español de la poesía de Zweig, que le hice en crisisdepapel. Le rogaría que me diera alguna pista, si la tiene. Gracias.)

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  6. Solo he visto traducido algún poema suelto suyo. No me parecen muy significativos. Se puede indagar en Internet.

    JLGM

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  7. El gusto por hacer turismo es una afición bastante común.

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  8. Como el otro blog es para la gente fisna (hay que registrarse en secretaría y evitar las bolas negras), te lo escribo aquí, Kurtz.

    Yo también sé lo que es amar a Avilés, pese a haber sufrido en el Carreño Miranda los rigores del Purgatorio. Por circunstancias un tanto chocarreras, allí hube de hacer la reválida del bachiller. Y, claro, los malos estudiantes sufrían en aquellos maratones espulgatorios lo que no está escrito. Cosa bien distinta es el regocijante confort que sentían ante los doctos tribunales los aplicados estudiantes como tú, Martín, que ya ibas para vate y pedagogo. Sin embargo yo... Menos mal que...
    Por entonces -ahora lo ignoro- había en la villa un núcleo de hombre cultos, amigos de tertulias y coleccionistas destacados. Estoy pensando en un galeno que poseía una fabulosa coleccíon numismática. Y también pienso en otro galeno -este por partida doble, pues era Galé de segundo apellido- que, en el caserón en que pasaba consulta, atesoraba una notable colección de pintura de autores asturianos. Y aínda mais. Me la mostró una tarde con los ojos brillantes de orgullo. Un hombre cordial que no he olvidado.
    Bastantes años después, me emplee a fondo en una serie de dibujos y pinturas que tenían como motivo el patrimonio artístico-arquitectónico de Avilés. Hubo secuela, que no cuento.
    Tuve noticia por primera vez de que existía un músico llamado Listz por los medallones pintados en el cascarón del quiosco de la música del Parque del Muelle. Allí estarán, supongo.
    Tambien recuerdo los taburetes giratorios del Colón. Y el chiste del droguero de la Cámara:
    -¿Sabes, mocín, dónde toma café Dios cuando baja a la Tierra?
    -.....
    -En el Colón, lo toma en el Colón.
    -??????
    -Pues, sí, calamidad: ¿no sabías que Cristo va al Colón?

    Cosas tan pequeñas como esta te quedan troqueladas en la mente para siempre.
    Y yo -que soy un ingenuo- te las cuento a ti, buen vate y rapsoda fricativo y sibilante.
    Salud. Y si por pedir fuera, República.



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  9. Gracias por esos sugerentes recuerdos avilesinos.

    JLGM

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